20
Pero a la mañana siguiente Lisa se despertó con la sensación de que no podía más. Así, por las buenas. Nunca se había sentido tan abatida, ni siquiera en los peores momentos de su agonizante relación con Oliver. Entonces se había refugiado en el trabajo, consolándose al comprobar que al menos una parte de su vida seguía funcionando.
El caso es que Lisa no estaba de acuerdo con el concepto de depresión. La depresión era un estado anímico que tenían otras personas cuando su vida no les satisfacía por completo. Igual que la soledad o la tristeza. Pero si tenías suficientes pares de zapatos bonitos, comías en suficientes restaurantes estupendos y te habían ascendido pese a que alguien se merecía el ascenso más que tú, no había motivo para sentirse mal.
Al menos esa era la teoría. Pero aquella mañana, tumbada en la cama, le sorprendió el alcance de su depresión. Le echó la culpa a las cortinas y a la plétora de madera de pino, que bastaban para llevar al borde de la desesperación a cualquier persona con un mínimo sentido de la estética y el estilo. También detestaba el silencio que reinaba fuera de la habitación tenuemente iluminada. Maldito jardín, pensó furiosa. Lo que ella quería oír era el ronroneo de los taxis, los portazos de los coches; quería ver a gente bien vestida yendo y viniendo por la calle. Quería ver vida detrás de su ventana. Además, tenía resaca de la noche anterior (había perdido la cuenta de las copas de vino blanco, y la táctica de tomarte un agua mineral después de cada copa deja de surtir efecto cuando vas por la ronda número veinte. De eso culpaba a Joy).
Sin embargo, lo peor era la resaca emocional. Se lo había pasado bien, se había reído, y el buen rollo había desencadenado algo en su interior, porque no podía dejar de pensar en Oliver. Hasta ahora lo había sobrellevado muy bien. Llevaba mucho tiempo apartándolo de su mente. Hizo memoria: casi cinco meses. De hecho, ahora que no se resistía a pensar en ello, se dio cuenta de que sabía exactamente cuántos días habían pasado: 145. No es difícil llevar la cuenta cuando alguien elige el día de Año Nuevo para dejarte.
Aunque la verdad es que Lisa no había hecho gran cosa para impedir que Oliver pusiera fin a la relación. Era demasiado orgullosa. Y demasiado pragmática: había llegado a la conclusión de que sus diferencias eran irreconciliables. Había cosas por las que ella no estaba dispuesta a pasar.
Aun así, aquella espantosa mañana, lo único que Lisa recordaba eran los momentos buenos, la primera fase de la relación, cuando rebosaba esperanza y todo eran promesas de amor.
Lisa trabajaba en Chic, y Oliver era un fotógrafo de moda que empezaba a hacerse un nombre en la profesión. Entraba con desenvoltura en la oficina, agitando sus rizos, generalmente con una enorme bolsa que parecía pequeña colgada de sus robustos hombros. Aunque llegara tarde a una cita con la directora (de hecho, sobre todo cuando llegaba tarde), siempre se paraba un momento a charlar con Lisa.
–¿Cómo te fue en Nueva York? –le preguntó en una ocasión.
–Fatal. No soporto esa ciudad.
–¿En serio? –A todo el mundo le encantaba Nueva York, pero Oliver nunca compartía la creencia popular.
–¿Fotografiaste a alguna supermodelo?
–Sí, ya lo creo. A un montón.
–Ah, ¿sí? Cuenta, cuenta. ¿Qué tal es Naomi?
–Tiene un gran sentido del humor.
–¿Y Kate?
–Huy, Kate es muy especial.
Aunque a Lisa le decepcionaba que Oliver no compartiera con ella información privilegiada sobre berrinches y consumo de heroína, el hecho de que él no se dejara impresionar por nadie la impresionaba muchísimo.
Antes incluso de verlo, ya sabías que Oliver había entrado en la oficina. Siempre armaba alboroto, por el motivo que fuera: protestaba porque se habían equivocado al pagarle las dietas, se quejaba de que habían impreso sus preciosas fotografías en un papel demasiado barato, discutía y reía enérgicamente. Tenía una voz grave que habría resultado sumamente seductora de no ser él, en general, excesivamente vibrante. Cuando se reía en público la gente siempre se volvía a mirarlo. Suponiendo que no lo estuvieran mirando ya. La belleza de su cuerpo, grande y atlético, combinada con una inesperada gracilidad, resultaba de lo más seductora. Cuando Oliver entraba en la oficina, Lisa lo miraba disimuladamente. La palabra «negro» no servía para describirlo, solía pensar. Era algo mucho más complicado y sutil. Todo en él relucía: su piel, sus dientes, su cabello. Por no mencionar el sudor que automáticamente aparecía en la frente de la directora. ¿Qué escándalo iba a montar aquel día?
Aunque todavía no se había hecho famoso, era sincero y difícil, y se aferraba a sus opiniones. Nunca se rebajaba ante nadie, y cuando alguien hacía algo que le molestaba se lo hacía saber. Fue esa seguridad en sí mismo, combinada con su belleza, lo que hizo decidir a Lisa que lo quería. El hecho de que Oliver estuviera escalando posiciones tampoco le molestaba, desde luego.
Desde que empezara a salir con chicos, Lisa siempre había elegido a sus parejas estratégicamente. No era de esa clase de chicas que salían con un vendedor de seguros. Aunque eso no significaba que fuera una desalmada. Nunca se obligó a salir con un tipo bien situado que no le gustara mínimamente. Bueno, casi nunca. Sin embargo, tenía que reconocer que hubo hombres que le gustaron y a los que nunca se tomó en serio: Frederick, un agente judicial de una seriedad encantadora; Dave, un fontanero monísimo; y el más inadecuado de todos, Baz, un simpatiquísimo delincuente común. (Al menos así fue como le dijo a Lisa que se llamaba, aunque ella dudaba que ese fuera su verdadero nombre.)
De vez en cuanto se permitía un capricho y se enrollaba con uno de aquellos guapísimos casos perdidos, pero nunca cometía el error de creer que allí hubiera algún futuro. Eran como Milky Ways humanos: hombres a los que podías comerte entre horas sin que te quitaran el hambre.
Las relaciones serias las tenía con hombres de otro calibre: un dinámico ejecutivo de una revista (gracias a aquel romance consiguió su primer empleo en Sweet Sixteen); un novelista furioso, que la plantó con muy poca consideración (por lo cual Lisa se aseguró de que sus novelas recibieran críticas virulentas, lo cual a él lo puso aún más furioso); un controvertido crítico musical, del que Lisa estaba locamente enamorada hasta que él descubrió el acid jazz y se dejó perilla.
Oliver era una mezcla de aquellos dos tipos de hombre: lo bastante guapo para pertenecer a la primera categoría, pero con suficiente clase y estilo para competir con la segunda.
El interés que Lisa sentía por él aumentaba con cada visita de Oliver a Chic. Ella sabía que él la respetaba y valoraba, y que su atracción no era simplemente física. En aquella época, no todos sus compañeros de trabajo la odiaban, pero a medida que se iba convirtiendo en la favorita de Oliver se convertía también en la colega más odiada de la oficina.
Sobre todo cuando empezó a hacerle favores especiales a Oliver. En una ocasión en que Lisa encontró unas diapositivas que se habían perdido, Oliver arremetió con humor contra el resto del personal de Chic diciendo: «Ya lo habéis visto, pandilla de negados: esta chica es un genio. ¿Por qué no sois todos como ella?».
Su comentario produjo una oleada de indignación que recorrió la oficina como una descarga eléctrica. De acuerdo: Lisa había encontrado las putas diapositivas, pero no había hecho absolutamente nada más en los dos días anteriores.
Lisa estaba al corriente de que Oliver tenía novia, pero no le sorprendió enterarse de que había roto con ella y volvía a estar libre. Y sabía que ella era la siguiente. Aunque coqueteaban continuamente, nunca se andaban con remilgos. Su solidaridad era tan evidente que resultaba innegable.
Tan evidente era que Flicka Dupont (coordinadora), Edwina Harris (colaboradora de moda) y Marina Booth (redactora de salud y belleza) tramaron un plan para escamotearle a Lisa su parte de una cesta de champús de John Frieda que les habían regalado, argumentando que ella ya obtenía bastantes beneficios extras en el trabajo.
Finalmente llegó el día en que Oliver apareció en las oficinas de Chic, fue directamente hacia Lisa y dijo:
–Te invito a tomar algo el viernes por la noche.
Lisa vaciló, dispuesta a hacerse rogar un poco, pero entonces se lo pensó mejor. Soltó una risita temblorosa y dijo:
–Vale.
–Confiesa que pensabas hacerme sufrir –dijo él.
–Lo confieso –confirmó ella con solemnidad.
Rompieron a reír al unísono, tan fuerte que, tres mesas más allá, Flicka Dupont masculló «Por favor!», y tuvo que meterse un dedo en la oreja para librarse del zumbido.
Más tarde Flicka, desdeñosa, le dijo a Edwina:
–No la envidio.
–Yo tampoco –repuso Edwina.
–Ese tipo es un plasta.
–Sí, es un pesado –coincidió Edwina.
Se quedaron en silencio, y al cabo de un rato Flicka reconoció:
–De todos modos no me importaría acostarme con él.
–¿En serio? –Edwina nunca había sido precisamente la chica más avispada de la oficina.
El viernes por la noche Oliver y Lisa salieron a tomar una copa. Luego él la invitó a cenar y se lo pasaron tan bien que después fueron a una discoteca y se pasaron horas bailando. A las tres de la madrugada fueron al piso de él e hicieron el amor como dos fieras, después de lo cual durmieron unas horas. Por la mañana despertaron abrazados. Pasaron el resto del día en la cama, hablando, dormitando y devorándose mutuamente.
Aquella noche, ya saciados, se levantaron voluptuosamente de su nido de amor y Oliver llevó a Lisa a un restaurante francés bastante cutre cuya única virtud consistía en que estaba cerca de su casa y se podía ir a pie. A la luz de unas velas rojas metidas en botellas de vino, comieron unos mejillones insípidos y un coq au vin duro como una suela de zapato.
–Es la comida más deliciosa que he probado jamás –dijo Lisa lamiéndose los dedos y mirando provocativamente a Oliver.
Cuando volvían a casa se vieron arrastrados a una boda armenia que se celebraba en la iglesia del barrio.
–Entren, entren –les invitó un expansivo individuo que los abordó en la acera–. Compartan la felicidad de mi hijo.
–Pero si... –protestó Lisa. Aquella no era manera de pasar la noche del sábado para una mujer moderna y elegante como ella. ¿Y si la veía algún conocido suyo?
Pero Oliver, más desinhibido, dijo:
–¿Por qué no? Vamos, Less, será divertido.
Les pusieron una copa en la mano y ellos se sentaron tranquilamente mientras a su alrededor jóvenes y no tan jóvenes, ataviados con ropa de campesinos con bordados y volantes, bailaban extrañas danzas parecidas a la polka al son de una estridente y rápida música de estilo bazouki. Una anciana que llevaba un pañuelo en la cabeza le pellizcó cariñosamente la mejilla a Lisa y, mirando sonriente a la pareja, dijo con un fuerte acento extranjero: «Enamorrrado. Muy enamorrrado».
–¿A quién se refiere? ¿A ti o a mí? –preguntó Lisa, ansiosa, al darse cuenta de que se había excedido demostrando sus sentimientos.
–A ursted, jovencitag. –La anciana esbozó una gran sonrisa desdentada.
–Y usted qué sabe –farfulló Lisa.
–¡Ostras! ¡Qué susceptible! –bromeó Oliver rompiendo a reír, y al estirar sus hermosos labios mostró sus dientes inmaculados–. Eso significa que me quieres.
–¿No será que tú me quieres a mí? –refunfuñó ella. –Nunca he dicho lo contrario.
Y aunque normalmente Lisa no sentía aquellas cosas, aquella vez, atrapada de forma imprevista en una hermosa y surrealista boda, tuvo la impresión de que Dios los bendecía.
El domingo por la mañana amanecieron con los cuerpos entrelazados. Oliver la metió en su coche y la llevó a Alton Towers, donde pasaron el día compitiendo por ver quién se atrevía a subir a las montañas rusas más peligrosas. Pese a que estaba muerta de miedo, ella se montó en el Nemesis porque no quería parecer cobarde. Al verla palidecer, Oliver rió y dijo: «¿Qué pasa? ¿Lo encuentras demasiado fuerte?». De lo que Lisa se defendió diciendo que tenía una afección del oído. Oliver le interesaba y la estimulaba más que ningún hombre de los que había conocido hasta entonces. Era igual que ella, solo que más.
Luego se fueron a casa a comerse una pizza y a acostarse. Su primera cita duró sesenta horas y terminó cuando Oliver dejó a Lisa en la oficina, el lunes por la mañana.
En la tercera cita ya estaban oficialmente enamorados.
En la cuarta Oliver decidió llevarla a Purley para que conociera a sus padres. Lisa lo interpretó como una señal fabulosa, pero el encuentro resultó fatídico. La decepción empezó cuando llevaban cerca de media hora en el coche y él comentó:
–No sé si mi padre habrá vuelto ya del trabajo.
–¿A qué se dedica? –Nunca se le había ocurrido preguntárselo; no le había parecido relevante.
–Es médico.
¡Médico!
–¿Qué especialidad tiene? –preguntó Lisa, esperanzada. ¿Doctor en higiene callejera, es decir, barrendero?
–Medicina general.
Lisa se quedó sin habla. Ella se lo había imaginado como un machote rudo, y resultaba que pertenecía a una familia de clase media y que era ella la ruda. ¿Cómo iba a presentarle ella a sus padres?
Durante el resto del trayecto, Lisa rezó para que, pese a la profesión del padre, la familia de Oliver fuera pobre. Pero cuando el coche se detuvo delante de una gran casa, las ventanas emplomadas de estilo tudor, las cortinas de Laura Ashley y la plétora de adornitos que había en las repisas de las ventanas le hicieron entender que no andaban precisamente cortos de dinero.
Ella había confiado en que la madre de Oliver fuera una mujer bondadosa de muslos gruesos con zapatos Minnie Mouse que bebía Red Stripe para desayunar y tenía una risa aguda (tipo «¡ji, ji, ji!»). Pero la mujer que les abrió la puerta parecía más bien la reina de Inglaterra. Un poco más morena, de acuerdo, pero con el mismo peinado y los mismos trapitos cursis de Marks & Spencer, muy pulcra y muy correcta.
–Encantada de conocerte, querida. –Tenía un perfecto acento de los condados de los alrededores de Londres, y Lisa notó cómo su autoestima mermaba aún más.
–Hola, señora Livingstone.
–Llámame Rita, por favor. Pasad. Papá todavía no ha vuelto de la consulta, pero no tardará mucho.
Los condujo a un salón bien decorado, y cuando Lisa vio que los mullidos sofás no tenían puestas fundas de plástico, se llevó un gran disgusto.
–¿Te apetece una taza de té? –ofreció Rita alegremente, al tiempo que acariciaba al labrador rubio que había apoyado la cabeza en su regazo–. ¿Lapsang Suchong o Earl Grey?
–Me da lo mismo –contestó Lisa. ¿Qué tenían de malo las bolsitas Lipton?
»Esto no es como me lo había imaginado –le susurró Lisa al oído a Oliver, sin poder contenerse, cuando se quedaron solos.
–¿Qué te habías imaginado? ¿Que los encontrarías comiendo arroz con guisantes, bebiendo ron –para terminar la frase Oliver adoptó un perfecto acento caribeño– y bailando en el porche al son de los tambores?
–¡Exacto! Es la única razón por la que he venido.
–Pues te equivocas, querida. –Cambió rápidamente a un acento de locutor de radio de la BBC–. ¡Porque somos británicos!
–Según tengo entendido –intervino Rita, que acababa de aparecer con una bandeja de galletas caseras, sin azúcar y sin ninguna gracia–, el término correcto es bounties. O «bombones helados».
–¿Bombones helados? ¿Por qué? –preguntó Lisa, confusa.
–Marrones por fuera y blancos por dentro –explicó Rita, y de pronto esbozó una sonrisa de oreja a oreja–. Así es como nos llama mi familia. Y estamos perdidos, porque nuestros vecinos blancos también nos odian. Los de la casa de al lado me dijeron que su casa se había depreciado diez mil libras cuando nos mudamos a este barrio.
Inesperadamente, contradiciendo su atuendo de Marks & Spencer, Rita soltó una estridente carcajada. «¡Ji, ji, ji!» Y Lisa notó que su resentimiento se disolvía como el azúcar que no tomaba con el café. Bueno, al menos los vecinos los odiaban. Menos mal. Ya no los encontraba tan intimidantes.
En su quinta cita hablaron de irse a vivir juntos. En la sexta siguieron analizando aquella posibilidad. La séptima cita consistió en hacer dos viajes en furgoneta de Battersea a West Hampstead para trasladar el enorme vestuario de Lisa de su piso al de Oliver. «Tendrás que deshacerte de algunas de estas cosas, cielo –dijo él, alarmado–. Si no tendremos que comprarnos un piso más grande.»
Posteriormente Lisa se dio cuenta de que quizá ya entonces hubo indicios de que no todo iba tan bien como debería. Pero en aquel momento no supo verlos. Lo encontraba todo fabuloso. Tenía la impresión de que Oliver la aceptaba tal como era, con toda su ambición, energía, filosofía y miedo. Creía que eran dos almas gemelas. Jóvenes, entusiastas, ambiciosos y venciendo las dificultades en su camino hacia el éxito.
En aquella época el concepto del alma gemela estaba muy de moda, pues se había importado recientemente de Los Ángeles. Y ahora Lisa podía decir con orgullo que ella tenía la suya.
Poco después de irse a vivir con Oliver, Lisa se fue a trabajar a Femme, como subdirectora. Eso coincidió con un rápido aumento de la popularidad de Oliver. Aunque no todo el mundo lo admiraba a nivel personal (había gente que opinaba que era demasiado intratable), todas las revistas ilustradas se peleaban para contratarlo. Oliver se repartía equitativamente entre todas, hasta que Lily Headly–Smythe le prometió publicar una de sus fotografías en la portada de Navidad de Panache, y luego se desdijo.
–No ha cumplido su palabra. Nunca volveré a trabajar para Panache ni para Lily Headly–Smythe –sentenció Oliver.
–Ya. Hasta la próxima vez –dijo Lisa, burlona.
–No –insistió él, muy serio–. Nunca más.
Y no lo hizo, ni siquiera cuando Lily le envió un cachorro de perro lobo irlandés a modo de disculpa. Lisa estaba admirada. ¡Qué idealismo! ¡Qué tozudez!
Pero eso fue antes de que Lisa se convirtiera en víctima del mal carácter de Oliver. Entonces ya no le gustó tanto.