23

A poca distancia del bar donde estaban Dylan y Ashling, en el Clarence, Lisa cenaba con el famoso chef Jasper French. Jasper había pedido que lo llevaran allí, porque así tendría ocasión de comprobar que la comida que servían no era ni la mitad de buena que la que servía él en su epónimo restaurante. Era guapo, antipático, evidentemente se consideraba un genio y se moría de celos de sus competidores.

–Aficionados –declaró enarbolando su sexta copa de vino–. No son más que unos aficionados y unos diletantes. ¿Marco Pierre White? ¡Un aficionado! ¿Alasdair Little? ¡Un aficionado!

Madre mía, qué pelmazo de tío. Lisa asintió, sonriente. Suerte que los hombres difíciles eran su especialidad.

–Por eso te hemos elegido a ti para que participes en el éxito de Colleen, Jasper.

Aquello no era del todo cierto. Habían elegido a Jasper porque Conrad Gallagher ya había rechazado la oferta, alegando exceso de trabajo.

Mientras Jasper se bebía buena parte de la segunda botella de vino, Lisa lo sorprendió hablándole de sin ergía. Sin llegar a prometérselo, insinuó que la columna de Colleen podía llevarlo fácilmente a tener su propio programa en el Canal g, el canal de Randolph Media.

–¡Trato hecho! –decidió Jasper–. Envíame un contrato mañana por la mañana.

–No será necesario. Aquí tengo uno –dijo Lisa gentilmente; lo mejor era actuar era actuar de inmediato.

Él estampó su firma, y lo hizo justo a tiempo, porque hubo un momento crítico cuando el camarero le retiró el plato a Lisa, que, como de costumbre, había movido la comida por el plato, pero no había probado bocado.

–¿No le ha gustado el plato? –preguntó el camarero.

–Sí, sí. Estaba delicioso, es que... –Lisa se dio cuenta de que Jasper la miraba fijamente, y modificó rápidamente su veredicto para darle un tono más neutral–: Estaba correcto.

–Si estaba tan estrepitosamente malo como el mío, no me extraña que no haya podido ni probarlo –intervino Jasper, desafiante–. ¿Blinis de morcilla? Eso es más que un tópico. ¡Es un chiste!

–Lo lamento mucho, señor. –El camarero miró con indiferencia a Jasper y su plato vacío. Había trabajado para aquel capullo–. ¿Tomarán postres?

–¡Ni hablar! –contestó Jasper con vehemencia, lo cual disgustó mucho a Lisa, que aquella semana estaba haciendo un régimen a base de postres. Solo comía los más ligeros, por supuesto: fruta fresca, sorbetes, mousses de fruta. Hacía más de una década que no probaba el chocolate.

Bueno, no importaba. Lisa pagó la cuenta y se levantaron de la mesa (Jasper con paso menos seguro que ella). Cuando llegaron a la puerta del restaurante se estrecharon la mano, y entonces él intentó abalanzarse sobre Lisa, pero ella lo esquivó con mucho tacto. Suerte que ya tenía el contrato firmado.

Jasper se alejó por la acera, tambaleándose y con gesto sombrío, y en cuanto se quedó sola, a Lisa volvió a invadirla la tristeza. ¿Por qué? ¿Por qué aquí todo resultaba tan difícil? En Londres ella estaba bien. Incluso después de la ruptura con Oliver, había seguido adelante. Había seguido trabajando, llevando sus ideas a la práctica, haciendo cosas, convencida de que tarde o temprano obtendría una recompensa. Pero la recompensa se la llevó otra persona, y ahora ella estaba en Irlanda, y sus recursos para sobrellevar las dificultades no parecían funcionar tan bien aquí.

El día anterior no había telefoneado a su madre, aunque era domingo. Estaba demasiado deprimida. Solo se había vestido para bajar a la asquerosa tienda de la esquina y comprarse un tarro de helado y cinco periódicos, y en cuanto regresó a casa volvió a ponerse la bata y pasó el resto del día envuelta en una nube de humo de cigarrillos, sin hacer nada. El único contacto que tuvo con la humanidad fue el de los niños de ocho años del barrio, que golpeaban repetidamente la puerta de su casa con la pelota de fútbol.

Antes de parar un taxi entró en un quiosco para comprar cigarrillos, y se animó un poco al ver que ya había salido el último número de la revista Irish Tatler, una de las rivales de Colleen: podía dedicar el resto de la noche a analizarla y criticarla. De repente ya no le deprimía tanto la idea de volver a casa.

–¡Hola, Lisa! –le gritaron unas niñas que estaban jugando en la calle cuando se bajó del taxi–. Qué vestido tan sexy.

–Gracias.

–¿Qué número calzas?

–El seis.

Las niñas se apiñaron para deliberar. ¿Era muy grande el número seis? Decidieron que sin duda era demasiado grande para ellas.

Lisa entró en casa, dejó el bolso en el suelo, enchufó la tetera eléctrica y miró si había mensajes en el contestador. No había, lo cual no la sorprendió, porque casi nadie sabía su número. Con todo, eso no impidió que se sintiera fracasada.

Se quitó los bonitos zapatos, colgó el vestido en el respaldo de una silla y cuando se estaba poniendo unos sencillos pantalones con cordón y una camiseta cortita sonó el timbre de la puerta. Debía de ser una de aquellas niñas para preguntarle si les regalaría su bolso cuando ya no lo quisiera.

Lisa exhaló un suspiro y abrió la puerta de par en par, y allí, plantado en el escalón, y con la cabeza un poco agachada para caber en el umbral, estaba Jack.

–Oh –dijo Lisa, desprevenida.

Era la primera vez que lo veía sin el traje. Llevaba una camisa larga sin cuello, con los primeros botones desabrochados. Y no por una cuestión de estilo, sino porque faltaban los botones. Los pantalones caqui parecían haber sobrevivido a las dos guerras mundiales, y tenían un desgrarrón en la rodilla derecha que dejaba entrever una rótula lisa y un cuadradito de piel con vello. Iba aún más despeinado de lo habitual, y no se había afeitado.

Apoyándose en el marco de la puerta, Jack exhibió un aparatito que tenía en la palma de la mano, como si fuera un policía y mostrara su placa de identificación.

–Tengo un temporizador para tu caldera –dijo, y sus palabras sonaron vagamente sugerentes–. Siento haber tardado tanto. –Vaciló un momento y añadió–: ¿Te pillo en mal momento?

–No, no –dijo ella–. Pasa, por favor.

Lisa estaba sorprendida, porque en Londres nadie iba a verte sin avisar. Ella nunca había quedado para recibir a nadie sin antes abrir su agenda y montar aquel numerito de «estoy más ocupada y soy más importante que tú». Se trata de un ritual elaborado, gobernado por reglas muy estrictas. Tienen que ofrecerte y tienes que rechazar al menos cinco fechas hasta que aceptas una. «<El martes que viene? No puedo. Estoy en Milán.» Eso le da pie a la otra persona a replicar: «Y a mí no me va bien los miércoles porque tengo clase de reiki». Una respuesta aceptable a eso sería: «Pues yo no puedo los jueves porque es el día que viene mi profesor particular de Técnica Alexander». A lo que el otro puede contraatacar: «Y el fin de semana que viene es imposible: me voy a una casita en el Lake District con unos amigos». Y el contrincante, si tiene estilo, dice: «Pues la otra semana ni hablar. Estoy en Los Ángeles, por negocios». Una vez se ha establecido una fecha, sigue siendo aceptable (es más, se considera lógico que lo hagas) cancelar la cita el mismo día, alegando jet lag, una cena con un cliente o tener que viajar a Ginebra para despedir a setenta empleados.

La escasez de tiempo era un símbolo de estatus, igual que las gafas de sol Gucci o los bolsos Prada. Cuanto menos tiempo tuvieras, más importante eras. Evidentemente, Jack no lo sabía.

Jack miró alrededor, admirado.

–¿Cuánto tiempo llevas aquí? ¿Tres o cuatro días? Y la casa ya parece mucho más bonita. Mira eso... –Señaló un cuenco de vidrio lleno de tulipanes blancos–. Y eso... –Un jarrón de flores secas le había llamado la atención.

Suerte que no puede ver las tazas que hay debajo de la cama, que están a punto de criar moho, pensó Lisa. Sus casas siempre eran un triunfo del estilo sobre la higiene. Tenía que buscarse una asistenta...

–¿Quieres tomar algo? –preguntó a Jack.

–¿Tienes cerveza?

–No, cerveza no, pero tengo vino blanco.

Lisa experimentó un ridículo placer cuando Jack aceptó una copa.

–Voy a buscar mis cosas al coche –dijo él; salió a la calle y volvió poco después con una caja metálica azul.

¡Dios mío! ¡Una caja de herramientas! Lisa tuvo que sentarse sobre las manos para no tocarlo, para no arrancarle los últimos botones de la camisa, dejando al descubierto su ancho tórax, cubierto por la cantidad perfecta de vello, y deslizar sus manos por la suave piel de la espalda...

–¿Te importa que abra la puerta de atrás? Jack interrumpió el achuchón que Lisa le estaba dando mentalmente.

–No, no, ábrela.

Fue hacia la puerta y quitó el cerrojo que Lisa no había tocado desde la última vez que él estuvo allí. Una fragante brisa entró en la cocina, y les trajo el denso aroma nocturno de la vegetación y los silbidos y las piadas de los pájaros que se recogían para pasar la noche. Muy bonito, si te gustaba aquel tipo de cosas.

–¿Cómo se está en el jardín? –preguntó Jack.

«Ni idea. Todavía no lo he estrenado», pensó Lisa.

–Estupendamente –mintió.

–Ahí fuera se está tan tranquilo que parece mentira que estés en una ciudad –observó Jack señalando el jardín con la cabeza.

–Tienes razón. ¡Y que lo digas!

–Vamos a ver. –Miró la caldera y explicó–: En teoría es un trabajo muy sencillo, pero nunca se sabe.

Jack se arremangó la camisa, dejando al descubierto unos musculosos antebrazos, y puso manos a la obra. Lisa se sentó en la cocina, deleitándose con la presencia de un hombre atractivo en su casa. Decidió que, pasara lo que pasase, no iban a hablar de los problemas de captación de publicidad. No quería estropear con conversaciones deprimentes aquella estupenda ocasión de ligar que se le presentaba.

–Háblame de ti –le pidió Lisa con coquetería, segura de sí misma. Jack estaba de espaldas.

–¿Qué quieres saber? –dijo él en un tono poco cortés mientras golpeaba metal contra metal. Entonces se dio la vuelta y, un tanto indignado, exclamó–: ¡Por el amor de Dios, Lisa, una pregunta así te deja en blanco!

–Cuéntame cómo has llegado a director ejecutivo de un canal de televisión, una emisora de radio y varias revistas de éxito con solo treinta y dos años. –De acuerdo, estaba exagerando un poco, pero al fin y al cabo de eso se trataba.

–Es un trabajo como otro cualquiera –respondió Jack escuetamente, como si temiese que ella se estuviera cachondeando de él–. Me despidieron de mi anterior empleo, y tengo que ganarme la vida de alguna forma.

¿Que lo habían despedido? Eso no sonaba muy bien.

–¿Por qué te despidieron?

–Propuse una política radical que implicaba pagar al personal lo que se merecía y dejarlos participar en la dirección de la empresa. A cambio ellos tenían que hacer ciertas concesiones respecto a la delimitación de atribuciones y las horas extras; pero la junta decidió que yo era un rojillo peligroso y me largó.

–¿Rojillo?

Lisa no les tenía mucha simpatía a los rojillos. Te hacían ir a manifestaciones y tenían unos coches espantosos. Trabants, Ladas... Eso, suponiendo que tuvieran coche. Pero Jack tenía un Beemer.

–Podríamos decir que cuando era joven, en mi época idealista –le asestó un tremendo porrazo a la cañería con la llave inglesa–, era socialista.

–Pero ahora ya no lo eres, ¿verdad? –preguntó Lisa, alarmada.

–No. –Rió entre dientes y añadió–: Pero no te asustes, mujer. Tiré la toalla cuando vi que la mayoría de los trabajadores son felices jugando a la lotería o comprando acciones de empresas estatales privatizadas, y que de su bienestar económico ya se encargan ellos mismos sin problemas.

–Tienes razón. Lo único que hay que hacer es trabajar duro. Lisa se tranquilizó. Al fin y al cabo, eso era lo que había hecho ella. Pertenecía a una familia de clase trabajadora (bueno, teóricamente, porque en la práctica su padre no había trabajado mucho), y eso no la había perjudicado en absoluto.

Jack se dio la vuelta y esbozó una complicada sonrisa. Irónica y triste al mismo tiempo.

–Hazme un breve resumen de tu carrera –pidió Lisa.

Él siguió manipulando la caldera y, sin mostrar ningún entusiasmo, recitó:

–Hice un máster en comunicaciones, luego hice las prácticas de rigor en el extranjero (dos años en un grupo de comunicación de Nueva York, cuatro en San Francisco, en un canal de televisión por cable); regresé a Irlanda justo cuando se estaba produciendo el milagro económico, trabajé en un grupo de prensa y me despidieron, como te he contado. Y hace dos años Calvin Carter me metió en Randolph Media.

–Y ¿qué haces para desconectar del trabajo? –preguntó Lisa mientras se regodeaba contemplando su tensa camisa sobre los músculos de la espalda–. ¿Juegas a golf? –añadió con una sonrisa traviesa, que desgraciadamente Jack no pudo ver.

–Es la última vez que vengo a arreglarte la caldera –protestó él.

–Ya. No me cuadraba que fueras aficionado al golf –dijo ella con una risita tonta–. En serio, ¿qué haces para relajarte?

–Lisa, no me hagas estas preguntas, por favor. Ya sé que... –Giró la cabeza y esbozó una fugaz sonrisa–. Arreglo calderas. Me presento en las casas sin avisar y me empeño en arreglarle la caldera a la gente. A veces lo hago aunque no estén estropeadas. –Se quedó callado y concentrado mientras atornillaba concienzudamente un tornillo, y luego agregó–: ¿Qué más? Salgo con mi novia. Voy a navegar.

–¿En un yate? –preguntó Lisa con entusiasmo, ignorando que Jack había mencionado a Mai.

–No, no. Qué va. Es una embarcación para una sola persona, no mucho más grande que una tabla de surf. A ver.., juego a Sim City hasta altas horas de la noche. ¿Cuenta eso?

–¿Qué es? ¿Un juego de ordenador? Claro que cuenta. ¿Algo más?

–No lo sé. Vamos a un pub, o a comer fuera, y hablamos mucho de ir al cine, pero al final nunca vamos, no sé por qué.

A Lisa no le gustó que Jack hubiera empleado el plural en aquella frase. Supuso que Jack se refería a Mai, y aunque él no había especificado qué hacían en lugar de ir al cine, ella se lo imaginaba.

–También salgo con mis amigos de la universidad, y veo bastante televisión, pero porque me lo exige mi trabajo, ¿eh?

–Ya, claro –dijo Lisa con sorna, bromeando. Entonces se dio cuenta de una cosa y añadió–: Eso es lo que más te gusta, ¿verdad? Trabajar en la televisión.

–Sí... –Ella vio que Jack se ponía en tensión, pues había recordado con quién estaba hablando–. Hombre, las revistas también me gustan. Pero no te imaginas la cantidad de trabajo que me da el Canal y...

–Así que podrías ahorrarte el trabajo que te da Colleen, ¿no? –dijo Lisa, burlona.

Jack desvió con tacto la pregunta.

–El caso es que actualmente mi trabajo en el Canal y resulta muy gratificante. Después de dos años currando como un enano, el personal está bien pagado, por fin; los patrocinadores están satisfechos y los consumidores tienen una programación inteligente. Y estamos a punto de atraer inversiones, así que pronto podremos ofrecer una programación de mayor calidad aún.

–Genial –dijo Lisa con vaguedad. De momento ya había oído bastante sobre el Canal 9–. ¿Qué más haces?

–Pues... –Pensó en voz alta–. Los fines de semana suelo ir a ver a mis padres. Se están haciendo mayores, y las horas que paso con ellos cada vez parecen más valiosas. No sé si me entiendes.

Lisa cambió de tema apresuradamente:

–¿No vas nunca a inauguraciones de restaurantes? ¿Ni a estrenos de teatro?

–No –respondió él, tajante–. Odio esas cosas. Nací sin el gen de la diplomacia, aunque estoy seguro de que no hace falta que te lo diga.

–¿Por qué? –preguntó Lisa, disimulando.

–¡Bah! Tengo muy mala leche.

–Conmigo nunca la has empleado –dijo ella, lo cual no significaba que no se hubiera fijado en sus berrinches.

–Lo hago sin querer –explicó Jack con cierta nostalgia–. No sé qué me pasa, pero no puedo evitarlo, y luego siempre me arrepiento.

–Perro ladrador, poco mordedor, ¿no?

Jack se dio la vuelta, dejó la llave inglesa en el suelo y exclamó:

–¡Ya está! –Con tono más suave añadió–: No siempre. A veces sí muerdo.

Antes de que Lisa pudiera contestar a aquella provocativa afirmación, se puso a recoger las herramientas.

–La he conectado de modo que tengas agua caliente a todas horas. Nos vemos mañana, y perdona que me haya presentado sin avisar.

–No pasa na...

Jack no se entretuvo más. La casa se quedó muy vacía, y Lisa sola, muy sola, con sus pensamientos.

A Oliver le gustaban la ropa, las fiestas, el arte, la música, las discotecas y relacionarse con gente importante. Jack era un socialista mal vestido que navegaba en una tabla de surf y que no tenía vida social de que hablar. Pero también era corpulento, sexy, peligroso, y olía maravillosamente. Además.., oye, no se puede tener todo.