27

Ashling fue temprano a la oficina para introducir en el ordenador el currículum de Clodagh; luego le pidió a Gerry que lo editara bien bonito. Mientras esperaba a que él lo imprimiera, se sorprendió garabateando las palabras «Ashling Valentina». ¿Te has vuelto loca? Lo mejor sería que trabajara un poco. Pero en lugar de hacer eso hizo otra cosa más desagradable aún: llamó a sus padres. Contestó su padre.

–Hola, papá. Soy Ashling.

–¡Hola, Ashling! –Parecía muy feliz de oírla–. ¿Cómo te va la vida?

–Muy bien, muy bien. ¿Y vosotros? ¿Estáis todos bien?

–Estupendamente. Dime, ¿cuándo vamos a verte? ¿No puedes venir algún fin de semana?

–Todavía no –dijo Ashling, consumida por los remordimientos–. Es que a veces trabajo los fines de semana.

–Qué lástima. Espero que no te estén explotando. Pero estás contenta con el nuevo empleo, ¿no?

–Sí, sí, muy contenta.

–Espera un momento. Tu madre quiere decirte algo.

–Mira, papá, es que ahora no puedo enrollarme mucho. Estoy en la oficina. Ya os llamaré un día de estos por la noche. Me alegro de que estéis bien.

Colgó; en parte se sentía un poco mejor, y en parte un poco peor. Sentía alivio por haber llamado, porque así no tendría que volver a hacerlo hasta pasadas unas dos semanas; pero también se sentía culpable porque no podía complacer a sus padres. Encendió un cigarrillo y dio una honda calada.

 

 

Lisa llegó tarde.

–¿Dónde estabas? –le preguntó Trix–. Todo el mundo te buscaba.

–Eres mi secretaria personal –contestó Lisa con impaciencia–. Tendrías que saberlo. ¿Por qué no consultas mi agenda?

–Ah, tu agenda. Claro. –Buscó la página correspondiente y leyó en voz alta–: «Entrevista Frieda Kiely». ¿Os habéis enterado, chicos?

–Exacto –dijo Lisa subiendo el tono de voz para que la oyeran todos, y especialmente Mercedes–. Esta mañana he entrevistado a Frieda Kiely en su atelier. Es un encanto. Un verdadero encanto.

En realidad había sido una pesadilla. Una grotesca pesadilla. Antipática, histérica y con unos humos insoportables.

Cuando llegó Lisa, Frieda estaba tumbada en una chaise ion gue, con uno de sus espectaculares vestidos, y con la larga melena gris suelta hasta la cintura. Reposaba sobre montañas de tela, comiéndose un desayuno McDonald's. Pese a que Lisa había confirmado la cita con la secretaria de Frieda aquella misma mañana, Frieda estaba empeñada en que ella no había quedado con nadie.

–Pero si su secretaria...

–Mi secretaria –la interrumpió Frieda a voz en grito– es subnormal. La voy a despedir. ¡Julie! ¡Elaine! ¡Como te llames! ¡Estás despedida! Pero ya que está usted aquí... –concedió finalmente. Por lo visto le apetecía divertirse un rato.

–Hábleme de usted –dijo Lisa intentando tomar las riendas de la entrevista–. ¿Dónde nació?

–En el planeta Zog, querida –contestó Frieda arrastrando las palabras.

Lisa se quedó mirándola. No le habría extrañado que fuera verdad.

–Si prefiere que hablemos de su ropa... –dijo, tanteando el terreno.

–¿Ropa? –le espetó Frieda–. ¡Lo que yo hago no es ropa!

Ah, ¿no? «Y si no era ropa, ¿qué era?», se preguntó Lisa.

–¡Obras de arte, imbécil!

A Lisa no le sentó bien que la llamaran imbécil. Aquella situación le estaba resultando sumamente difícil. Pero tenía que pensar que lo hacía por el bien de Colleen.

Contuvo la rabia y prosiguió:

–¿Podría decirme por qué tiene tanto éxito?

–¿Por qué? ¿Por qué? –repitió Frieda con desdén–. Pues porque soy un genio. Oigo voces.

–Quizá debería verla un médico. –Lisa no pudo contenerse.

–¡Me refiero a mis guías espirituales, idiota! Ellos me dicen lo que tengo que crear.

Un yorkshire andrajoso que llevaba puesta una chistera en miniatura entró correteando en la habitación, soltando unos estridentes y espantosos ladridos.

–Ven aquí, cariñito. –Frieda cogió al perrito en brazos y se lo pegó contra los enormes pechos, arrastrándolo por el tweed y por un huevo McMuffin–. Este es Schiaperelli, mi musa. Sin él mi genio desaparecería.

Lisa deseó que el perro sufriera un terrible accidente, sentimiento que se intensificó cuando Schiaperelli respondió a las presentaciones hincando sus afilados dientes en la mano de Lisa.

Frieda Kiely estaba horrorizada.

–¡Oh! ¿Qué ha hecho esta desagradable periodista? ¿Te ha metido la mano en la boca? –Miró a Lisa con odio y añadió–: Si Schiaperelli se pone enfermo la demandaré. A usted y a ese periodicucho que representa.

–No represento a ningún periódico. Represento a la revista Colleen. Hicimos un reportaje en Donegal sobre su...

Pero Frieda no la escuchaba. Se incorporó, apoyándose en un codo, y le gritó a su secretaria:

–¡Niña! ¡En este edificio hay alguien que huele a nabos! Averigua quién es y échalo de aquí. Ya sabes que no lo soporto.

La secretaria se asomó por la puerta del despachito contiguo y dijo con serenidad:

–Son imaginaciones suyas. Nadie huele a nabos.

–¡Te he dicho que huele a nabos! ¡Estás despedida! –gritó Frieda.

Lisa se miró la mano. Aquella birria de perro le había dejado los dientes marcados. Ya no aguantaba más. Era imposible publicar un reportaje sobre aquella chiflada.

En el despachito contiguo, la secretaria, que se llamaba Flora, le frotó a Lisa la herida con tintura de árnica, que tenía allí precisamente para aquellas ocasiones.

–¿Cuántas veces te despide al día? –le preguntó Lisa.

–¡Uf! Muchísimas. A veces es un poco intratable –explicó Flora–. Pero eso se debe a que es un genio.

–Lo que le pasa es que está como una cabra–. Flora ladeó la cabeza y caviló unos instantes. –Sí –coincidió–. Eso también.

Lisa fue a la oficina en taxi. Bajo ningún concepto iba a darle a Mercedes la satisfacción de saber que tenía razón, que Frieda Kiely estaba completamente loca.

–Frieda es un verdadero amor –dijo Lisa a los empleados de Colleen–. Nos hemos hecho muy amigas.

Miró a Mercedes para ver cómo reaccionaba, pero sus oscuros ojos no denotaban ninguna emoción.

 

 

Media hora más tarde Jack salió de su despacho, fue directamente hasta Lisa y dijo:

–Han llamado de Londres.

Lisa dirigió hacia él sus ojos grises perfectamente maquillados; estaba demasiado nerviosa para hablar. ¡Madre mía! ¡Menuda mañanita!

Jack hizo una pausa efectista, y luego, muy despacio, dijo:

–L'Oréal... ha puesto... un anuncio de cuatro páginas.., en todos los números... de los próximos... ¡seis meses!

Esperó un momento para que Lisa asimilara la noticia. Luego sonrió, y la felicidad iluminó su rostro, generalmente atormentado. Torció las comisuras de la boca hacia arriba, mostrando su incisivo roto, y sus ojos centellearon.

–¿Qué descuento les aplicamos? –preguntó Lisa, imperturbable.

–Ninguno. Pagan la tarifa ordinaria. ¡Porque nosotros lo merecemos! ¡Ja, ja!

Lisa permaneció inmóvil, contemplando admirada el rostro de Jack. Ahora que volvían a estar en marcha reconoció el grado de terror que había sentido la semana anterior. No hacía falta que Jack le dijera que el voto de confianza de L'Oréal sería suficiente para convencer a otras marcas de cosméticos para que compraran espacio en Colleen.

–Estupendo –logró decir.

¿Por qué había tenido que contárselo delante de todo el mundo? Si hubieran estado encerrados en el despacho de Jack, Lisa se habría echado en sus brazos y le habría dado un beso.

–¿Estupendo?.– Jack abrió mucho los ojos.

–Deberíamos celebrarlo. –Lisa empezó a serenarse–. Podríamos ir a comer.

Su nivel de felicidad siguió aumentando cuando Jack dijo:

–Sí, me parece una idea excelente.

Se miraron fijamente y compartieron un momento de vertiginosa euforia.

–Yo me encargo de reservar una mesa. ¡Trix –dijo Lisa, jovial–, cancela mi cita en la peluquería–.Empezaba a sentirse como en los viejos tiempos–. Por cierto, Jack, ya que estás aquí, échale un vistazo a esto.

Ashling, que estaba sentada tres mesas más allá y los había estado observando con interés, vio que Lisa le enseñaba a Jack su artículo sobre el local de salsa.

–Ya te dije que haría maravillas con esta revista –comentó Lisa, jovial.

–Tienes razón –concedió Jack examinando el artículo y moviendo la cabeza con aprobación–. Es excelente.

Ashling siguió mirándolos, impotente. Lisa se las había ingeniado para atribuirse todo el mérito de su trabajo. No era justo. Pero ¿qué podía hacer ella? Nada. No se atrevía a provocar un enfrentamiento. De repente se oyó decir en voz alta:

–¡Me alegro de que te guste! –Le temblaba la voz. Había intentado sonar despreocupada, pero sabía que su tono era tenso y extraño.

Jack giró la cabeza hacia Ashling, sorprendido.

–Lo he escrito yo –se disculpó ella–. Me alegro de que te guste –añadió sin convicción.

–Y Gerry ha hecho la composición –terció Lisa–. Y yo propuse la idea. Tendrás que aprender a trabajar en equipo, Ashling. –A Lisa le encantó la oportunidad de reprender a Ashling delante de Jack.

Pero él estaba mirando la fotografía de la pareja de bailarines; luego apartó la vista del papel y miró a Ashling con descaro, provocativamente. La mirada de Jack hizo sentir muy incómoda a Ashling, que se ruborizó.

–Vaya, vaya–. Jack torció la boca, como si estuviera reprimiendo una ancha sonrisa–. Conque a esto dedicas tu tiempo libre, ¿eh, Ashling? A los bailes cochinos...

–No tiene na... –Sintió ganas de pegarle una bofetada.

–No, en serio: es un artículo excelente. Lo has hecho muy bien, Ashling –dijo Jack sin hacer más insinuaciones–. ¿Verdad, Lisa?

Lisa ensayó varias formas con la boca, pero no había escapatoria.

–Sí –se vio obligada a decir–, es verdad.

 

 

Lisa reservó una mesa en Halo para ella y Jack. Creyó que lo mejor era tomar el mando, porque temía que si le dejaba decidir a él acabarían en un Pizza Hut.

Media hora antes de salir, Lisa fue al lavabo para asegurarse de que su aspecto era impecable. Suerte que aquella mañana había decidido ponerse el traje azul lavanda de Press and Bastyan. Aunque si hubiera elegido otro habría sido igual de elegante. Como directora de una revista, nunca sabía cuándo podía requerirse que se presentara en algún sitio en todo su esplendor. Siempre preparada, ese era su lema.

Sus delicadas sandalias no habrían sobrevivido ni a un corto paseo por los muelles: apenas se aguantaban cuando Lisa las llevaba en la oficina. De todos modos no le contrariaba que fueran tan poco prácticas: había zapatos que existían únicamente para exhibir su intensa aunque breve belleza. Y si no, ¿para qué había inventado Dios los taxis?

Se miró en el espejo y reconoció que estaba estupenda. Tenía los ojos grandes y brillantes (gracias al delineador blanco aplicado en la parte interna del párpado), el cutis hidratado (cortesía de Aveda Masque) y la frente lisa y sin arrugas (obra de la inyección de Botox que se había puesto antes de marcharse de Londres). Se cepilló el cabello hasta hacerlo brillar, lo cual no le llevó mucho tiempo. Su cabello siempre brillaba, gracias al suavizante sin aclarado, la laca de efecto alisador y el secado de peluquería.

El taxi llegó a la una menos diez y ambos bajaron juntos a la calle, bajo la atenta mirada del resto de la oficina. Lisa estaba encantada de tener a Jack para ella sola en un espacio tan reducido, y planeaba utilizar la estrechez del taxi para tocarle «accidentalmente» las piernas con las suyas, esbeltas y desnudas. Pero en cuanto entraron en el taxi, a Jack le sonó el teléfono móvil y se pasó todo el trayecto discutiendo con el consejero legal de la emisora de radio sobre una demanda judicial que les había caído, relacionada con una controvertida entrevista con un obispo que había tenido una aventura amorosa. La oportunidad de rozarle las piernas ni se presentó.

–No veo dónde está el problema –protestó Jack por el auricular–. Hoy en día lo novedoso es encontrar a un obispo que no haya tenido ningún lío. Es más, ¿por qué nos interesa tanto entrevistar a ese tipo?

–¿Cómo estás, Lisa? –preguntó el taxista–. ¿Ya has encontrado piso?

Lisa se inclinó hacia delante. ¿Quién era aquel individuo que estaba tan al corriente de su vida? Entonces vio que era el mismo taxista que la había llevado a ver los pisos durante su primera semana en Dublín.

–Ah, sí. Tengo una casita junto al South Circular –contestó educadamente.

–¿El South Circular? –El taxista asintió con aprobación–. Es una de las pocas zonas de Dublín que todavía no ha sido invadida por los yuppies.

–Ya, pero aun así es muy agradable –la defendió Lisa. Entonces se acordó de algo que el taxista no había llegado a explicarle–. Dígame, ¿qué pasó después de que se enfrentara usted a aquel grupo de niñas que molestaban a su hija de catorce años? La última vez que nos vimos no acabó de contármelo.

–Desde aquel día no han vuelto a meterse con ella –contestó el taxista, sonriente–. Y mi hija parece otra.

Cuando Lisa se apeó del taxi, el hombre añadió:

–Me llamo Liam. Si quiere, la próxima vez que necesite un taxi puede pedir que me envíen a mí.

Jack seguía hablando por teléfono cuando los condujeron hasta la mesa del bonito y animado restaurante. Aquello satisfizo a Lisa. Jack llevaba un traje que parecía sacado de un contenedor, pero hablaba con autoridad por un teléfono móvil, y eso restablecía en gran medida el equilibrio. Al ver a Jack con su teléfono, varios clientes buscaron rápidamente el suyo e hicieron un par de llamadas completamente innecesarias.

Tras prometer que volvería a llamar antes de las cinco con una solución, Jack se guardó el teléfono.

–Perdona, Lisa.

–No pasa nada –repuso ella con una amplia sonrisa, exhibiendo al máximo el efecto de su nueva barra de labios Source.

Pero aquella llamada telefónica había acabado con la anterior ligereza de Jack. Volvía a estar serio y atribulado, y no parecía muy inclinado a coquetear. Aunque a Lisa nada le impedía hacerlo.

–Por nosotros –dijo esbozando una sonrisa de complicidad y entrechocando su copa de vino con la de él. Y para desconcertarlo un poco y hacer que se mantuviera alerta, añadió–: Por la prosperidad de Colleen.

–Sí, brindemos–. Jack levantó su copa y se esforzó por sonreír, pero era evidente que estaba preocupado.

De lo único que hablaba era del trabajo. Perfiles de clientes, costes de impresión, la importancia de incluir una página de libros. Por otra parte, no parecía que se sintiera muy cómodo en el ambiente chic y vanguardista de Halo. Lidiaba laboriosamente con su entrante de lechuga frisée, muy difícil de manejar, intentando convencer a las hojas rizadas de que se aguantaran en el tenedor y luego permanecieran en su boca.

–¡Joder! –exclamó de pronto cuando otra hoja escapó de su boca en busca de la libertad–. Me siento como una jirafa.

Lisa se lo tomó con calma. No le pareció oportuno recrear las bromas relajadas de la otra noche en la cocina de su casa, porque era evidente que a él no le interesaba. Jack estaba demasiado ocupado, demasiado estresado, y para Lisa ya era suficiente halago que él hubiera accedido a comer con ella. Si a él le apetecía hablar de trabajo, hablarían de trabajo. Con aquella admirable capacidad suya para sacar partido de cualquier eventualidad, decidió que aquel era un buen momento para sondearlo respecto a la posibilidad de publicar la columna de Marcus Valentina en otras publicaciones de la empresa.

–Pero ¿ya te ha confirmado que va a escribirnos una columna? –preguntó Jack, casi con entusiasmo.

–No exactamente. Todavía no, vamos. –Sonrió con confianza y añadió–: Pero lo hará.

–Veré qué posibilidades hay. Tienes unas ideas excelentes –admitió.

Cuando salieron del restaurante, Jack volvía a parecer un ser humano.

–¿Qué tal te va el temporizador del calentador? –preguntó con un simpático brillo en los ojos.

–Estupendamente –contestó Lisa–. Ahora puedo darme duchas largas y calientes siempre que quiero –dijo «largas» y «calientes» con un tono lánguido, sensual, insinuante.

–Me alegro –repuso Jack, y sus pupilas se dilataron con una gratificante chispa de interés–. Me alegro mucho.

 

 

Cuando llegó del trabajo, Lisa tropezó en la puerta de su casa con una mujer demacrada, con el cabello rubio mostaza, que llevaba chándal y un incongruente bolsón de DKNY. El bolsón de DKNY de Lisa, concretamente. Al menos había sido suyo hasta que se lo regaló a Francine, una de las niñas de la calle. Intuyó que aquella mujer de aspecto cascado (¿Kathy?) era la madre de Francine.

–Hola, Lisa –la saludó, radiante–. ¿Estás bien?

–Sí, gracias –contestó Lisa fríamente. ¿Cómo podía ser que todo el mundo supiera su nombre?

–Me voy a trabajar. Función de gala en el Harbison. Treinta libras en efectivo y el taxi de vuelta pagado. –Al parecer Kathy estaba hablando de un trabajo de camarera. Agitó el bolso de doscientas libras y añadió–: Volveré tarde. Hasta luego.

De pronto Lisa tuvo una idea.

–Oye, Kathy... Te llamas Kathy, ¿verdad? ¿Te interesaría un trabajo de limpieza?

–¡Creía que no me lo ibas a preguntar nunca!

–Ah, ¿sí? ¿Cómo es eso?

–Tú eres una mujer muy ocupada. ¿Cómo vas a tener tiempo para limpiar la casa?

En realidad, lo que Kathy quería decir era que Francine se las había ingeniado para que Lisa la invitara a entrar en su casa y luego le había dicho a su madre que estaba hecha una pocilga. «iMucho peor que la nuestra!», le aseguró.

 

 

Ashling, entretanto, había pasado el miércoles por la noche llevándole a la madre de Phelim un cuenco de Portmeirion envuelto para regalo con el que completaba su colección.

–Bueno, ya he terminado mi trabajo aquí –bromeó.

Luego tuvo que sentarse largo rato en la cocina con la señora Egan, soportando sus trillados lamentos.

–Phelim no sabe lo que le conviene. Tendría que haberse casado contigo, Ashling.

La señora Egan se quedó esperando a que Ashling le diera la razón, pero por primera vez ella no lo hizo.

Cuando Ashling llegó a su casa no había ningún mensaje en el contestador. Maldijo a Joy y sus teorías.

–No seas tan pesimista, mujer. Solo son las nueve –le reprendió Joy cuando llegó para hacerle compañía a Ashling–. Todavía hay mucho tiempo. Descorcha una botella de vino y te contaré todos los piropos que Mick me dijo anoche.

Ashling estaba harta de los altibajos que tenía la relación de Joy y Mick. Eran peores que los de Jack Devine y su novia comededos. Buscó el sacacorchos, sirvió dos copas de vino y empezó a analizar, sílaba por sílaba, todo lo que Mick le había dicho a Joy.

–... Entonces dijo que yo era de esas mujeres a las que les gusta trasnochar. ¿Qué crees que quería decir con eso? Que estoy bien para ir de juerga pero no para casarse conmigo, ¿no?

–A lo mejor solo quería decir que te gusta trasnochar.

Joy negó enérgicamente con la cabeza.

–No, Ashling, siempre hay un trasfondo...

–Ted dice que no. Dice que cuando un hombre dice algo solo quiere decir lo que ha dicho.

–Y él ¿qué sabe?

Buscarle un significado oculto a todo era una tarea tan apasionante que a las diez y siete minutos, cuando sonó el teléfono, Ashling casi había olvidado que esperaba una llamada.

–Contesta–. Joy señaló el teléfono con la barbilla. Pero Ashling no se atrevía a descolgar el auricular, por si no era Marcus.

–Hola –dijo, insegura.

–Hola. ¿Eres Ashling, la santa patrona de los cómicos? Soy Marcus Valentina.

–Hola –dijo Ashling. «Es él», le dijo a Joy moviendo los labios, y se dio unos golpecitos por la cara con la yema del dedo que indicaban las pecas–. ¿Cómo me has llamado? –preguntó risueña.

–La santa patrona de los cómicos. Ayudaste a Ted Mullins en su primera función, ¿no te acuerdas? Y yo me dije: esa chica es una amiga de los cómicos.

Ashling reflexionó; sí, no le disgustaba la idea de ser la santa patrona de los cómicos.

–¿Cómo estás? –preguntó Marcus. Ashling decidió que le gustaba su voz: no tenía nada que indicara que pertenecía a un hombre pecoso–. ¿Has ido a alguna función últimamente?

–Pues sí, el sábado pasado –contestó ella riendo.

–Tendrás que contármelo –repuso él con su voz libre de pecas.

–Lo haré –dijo Ashling, y volvió a escapársele aquella risita tonta. ¿A qué venía tanta risita? Parecía imbécil.

–¿Te va bien que quedemos el sábado por la noche? –le propuso él.

–Lo siento, no puedo.

Lo dijo con verdadero pesar. Estuvo a punto de explicarle que tenía que hacer de niñera para Clodagh, pero en el último momento logró dominarse. No estaba de más que Marcus creyera que Ashling tenía otros compromisos.

–¿Te vas a pasar el puente fuera? –preguntó él, desilusionado.

–No; es que he quedado el sábado por la noche.

–Vaya. Pues yo ya he quedado el domingo.

La conversación se interrumpió un instante, y de pronto ambos hablaron simultáneamente.

–¿Haces algo el lunes? –preguntó él, al tiempo que Ashling proponía:

–¿Qué tal el lunes?

Ella rió otra vez.

–Parece que las cosas empiezan a encajar –dijo Marcus–. ¿Qué tal si te llamo el lunes por la mañana, no muy temprano, y quedamos?

–Muy bien. Nos vemos.

–Nos vemos –repitió él con tono tierno y prometedor.

Ashling colgó.

–¡Ostras! He quedado el lunes con Marcus Valentina. –Estaba emocionada e impresionada–. Hacía años que no tenía una cita. Desde que salía con Phelim.

–¿Estás contenta? –le preguntó Joy.

Ashling asintió con cautela. Ahora que Marcus ya había llamado, cabía la posibilidad de que ella volviera a perder el interés.

–Muy bien –dijo Joy–. Ahora tienes que entrenarte un poco. Repite conmigo: «¡Oh, Marcus! ¡Marcus!».

 

 

A la mañana siguiente, cuando Ashling llegó a la oficina, Lisa la llamó para decirle:

–A ver si adivinas quién me llamó anoche.

Ashling miró la expresión belicosa y competitiva de Lisa, el triunfo que iluminaba sus ojos grises.

–¿Marcus Valentina? –Solo podía ser él.

–Exacto –confirmó Lisa–. Marcus Valentina.

–No me digas. –Se puso una mano en la cadera, adoptando una postura descarada y enérgica–. Pues mira, a mí también me llamó.

Lisa, que no se esperaba aquella noticia, se quedó boquiabierta. Era evidente que se había precipitado al dar por ganada la batalla.

–¿Cuándo habéis quedado? –preguntó Ashling.

–La semana que viene.

–Ah, ¿sí? Pues mira, yo he quedado el lunes por la noche... Antes que tú –añadió, por si Lisa no había reparado en aquel detalle.

Lisa y Ashling se miraron con ceño, agresivas y malhumoradas.

–¡He ganado! –Ashling no sabía qué le estaba pasando.

Sorprendida, Lisa la fulminó con la mirada y Ashling tuvo que hacer un gran esfuerzo para adoptar una expresión airada. La habían vencido. Y, sorprendentemente, lo encontraba gracioso. Rompió a reír.

–¡Bien hecho! –exclamó.

Ashling tardó un poco en adaptarse a aquel cambio de humor, y entonces ella también rompió a reír. ¡Qué ridículo era todo aquello!

–Ostras, Lisa, cualquiera diría que ambas buscamos lo mismo de él –dijo armándose de valor–. ¿Por qué le das tanta importancia?

–No lo sé –reconoció Lisa–. Supongo que todo el mundo ha de tener algún hobby.