CAPÍTULO 39

Kate se mostró más contenta dentro de la casa. Cuando la metí en la cuna todo fueron sonrisas y gorgoritos y pataditas. Le sostuve los piececitos calientes y le hice hacer la bicicleta; aquello le encantaba. Bueno, al menos esperaba que así fuese, porque yo disfrutaba mucho haciéndoselo. De pronto alguien llamó a la puerta de mi dormitorio.

¿Qué estaba pasando? En nuestra casa nadie llamaba a las puertas.

Adam entró en la habitación. Todo pareció al instante más pequeño, como en una casa de muñecas.

Oh, Dios, pensé, y fue tal mi sorpresa que solté los piececitos de Kate. ¿Qué querrá ahora? Quizá no lograra creer lo espantosos que eran mis shorts y venía a cerciorarse.

- Claire -dijo con timidez-, ¿podemos hablar un momento? -Se quedó ahí de pie, tan grandote, tan guapo, con una mirada ansiosa en su atractivo rostro.

Yo le miré y algo ocurrió dentro de mí (¡no!, ¡eso no!), algo maravilloso.

Me dio un vuelco el corazón y sentí una oleada de alegría tan intensa que casi me hizo caer. De pronto fui toda esperanza y gozo y felicidad. Esa euforia de cuando uno cree que todo está perdido y de súbito comprende que no es así. Ya saben de qué estoy hablando. De esa sensación que uno experimenta sólo una o dos veces en la vida.

- Sí -respondí-, por supuesto.

Se acercó para estrecharle un pie a Kate y luego sentarse junto a mí en la cama. El colchón casi tocó el suelo, pero qué más daba.

- Claire -me dijo con una mirada suplicante en aquellos ojos tan azules-, me gustaría explicarte lo de mi novia y mi bebé.

- ¿Ah, sí? -repuse, tratando de imprimir energía y formalidad a mi voz. Como si Adam no estuviera causando en mí un efecto de lo más turbador.

Su envergadura y su cercanía me resultaban abrumadoras. Como he dicho antes, en lo primero que me fijé de él fue en su virilidad. Y ahora era como si hubiera rociado la cama con testosterona. O como si se hubiera paseado por la habitación con uno de esos incensarios que esgrimen los curas en la bendición sacramental, sólo que, en lugar de incienso, el suyo estaba lleno de esencia viril.

No pude evitar pensar en acostarme con él. No soy más que un ser humano. ¿No sangro si me pinchan? Si me ponen a un hombre fantástico en las narices, ¿no voy a desear arrancarle la ropa?

Me refiero a que no soy yo quien establece las normas.

Era preciso controlarme. Adam no estaba allí para ofrecerme su cuerpo. Estaba allí, o al menos eso esperaba yo, para que pudiéramos desenmarañar lo que fuera que sucedía en nuestras vidas cuando nos habíamos conocido. Entonces quizá podríamos ser amigos.

Me percaté de que deseaba de veras ser amiga suya. Era tan interesante y divertido y dulce. Era una persona encantadora. Ya saben, especial. Fuera quien fuese esa novia suya, era una mujer afortunada.

- Claire -dijo-, gracias por darme la oportunidad de explicártelo.

- Oh, Dios -rogué-, a ver si te controlas y dejas ya de sonar tan humilde.

- Es sólo que… no sé -titubeó-. Debe de ser una… sorpresa para ti que Helen te dijera que yo tenía un bebé.

- Sí, digamos que fue una… sorpresa -dije con una sonrisa.

- De acuerdo -admitió. Se mesó su bonito y sedoso cabello-. Tal vez sorpresa no sea la palabra adecuada.

- Tal vez -convine con tono agradable.

- Debí decírtelo.

- ¿Por qué? No salíamos juntos ni nada por el estilo.

Se quedó mirándome. Parecía triste.

- Bueno, incluso aunque no saliéramos juntos debí habértelo dicho -insistió, y añadió-: Pero temí asustarte.

- Era bastante improbable considerando mis circunstancias.

- Pero pensé que te preguntarías qué clase de tipo era yo si ni siquiera se me permitía ver a mi propia hija. Quería contártelo. Estuve a punto de hacerlo muchas veces pero en el último momento siempre me faltaban agallas.

- Y ¿por qué me lo cuentas ahora?

- Porque ya está todo arreglado.

- Bueno, ¿no ha sido una suerte que Helen te invitara a venir hoy y yo estuviera casualmente por aquí? -ironicé con leve aspereza.

- Claire -respondió él con tono ansioso-, si no hubieras estado hoy aquí te habría llamado. Pensaba que hacía siglos que estabas de vuelta en Londres. De no ser así me habría puesto antes en contacto contigo. Lo digo en serio -añadió al advertir escepticismo en mi mirada.

- Muy bien -concedí-. Te creo. Así pues, cuéntamelo todo -añadí, obligándome a hablar con dulzura y a no delatar mi apremiante curiosidad.

Siempre disfruto de un buen relato de interés humano, incluso si estoy indirectamente implicada.

De la cuna de Kate llegaron una serie de ruiditos peculiares del tipo gorgorito. Oh, por favor, no llores ahora, cariño, rogué desesperada. Ahora no. Deseo de veras oír esto. Es importante para mami.

Y ¿a que no se lo creen? Se tranquilizó de nuevo. Era obvio que había heredado algo bueno de su padre.

Pero guarden silencio, damas y caballeros: Adam estaba a punto de explicármelo todo.

- Llevaba saliendo con Hannah… -empezó.

- ¿Quién es Hannah? -le interrumpí. Siempre es conveniente conocer a todos los personajes principales antes de que dé comienzo el relato.

- La madre de mi hija -explicó.

- Bien. Continúa.

- Llevaba saliendo con ella mucho tiempo, unos dos años.

- Ya.

- Pero todo terminó -dijo Adam.

- Oh. Suena un poco brusco.

- No, no lo fue -explicó-. Ninguno de los dos se largó con otra persona o algo así. Sencillamente la relación tocó a su fin.

- Ya. -Volví a asentir.

- De modo que nos separamos.

- Ya -repetí-. Hasta ahora te sigo.

- Pero yo aún le tenía mucho cariño. La echaba de menos. Pero cada vez que volvíamos a vernos era espantoso. Ella lloraba y preguntaba por qué no había funcionado nuestra relación y sugería que lo intentáramos de nuevo y esas cosas.

- Ya. -aquello me resultaba de lo más familiar.

- Y siempre acabábamos en la cama.

Pareció un poco avergonzado al decirlo. No supe por qué. Me refiero a que es lo que hace todo el mundo cuando se separa de alguien a quien una vez amó y a quien todavía ama en cierto sentido, ¿no es así?

Es la norma.

Dos personas se separan, se dicen que continuarán siendo amigos, se encuentran una semana después para tomar su primera copa «amistosa», se emborrachan, se dicen cuán extraño resulta no tocarse aunque sea de un modo meramente afectuoso, se besan, se apartan y se dicen «No, no debemos hacerlo», se besan de nuevo, se apartan y se dicen «Esto es ridículo», se vuelven a besar, se dicen «Sólo por esta vez. Sólo porque te echo mucho de menos». Cogen el autobús hasta la casa de él, prácticamente hacen el amor en el jardín de alguien cuando bajan del autobús, entran en su casa, a ella todo le resulta muy familiar y llora porque sabe que ya no pertenece a ese lugar. Hacen el amor, ella llora de nuevo y luego se va a dormir y tiene sueños espantosos en que están juntos otra vez para al instante siguiente volverse a separar y se despierta a la mañana siguiente deseando estar muerta.

Todo el mundo conoce esa regla. Es uno de los primeros principios que rigen el final de una relación amorosa. Adam debía de ser un ingenuo si creía que sólo le había pasado a él.

- Sea como fuere, Hannah quedó embarazada -prosiguió.

- Oh, vaya -dije con tono comprensivo.

Me miró con cierto recelo. Creyó que yo hacía gala de sarcasmo. No era así, de veras.

- Hablamos del asunto y consideramos todas las opciones. Ella quería casarse. Yo no quería, porque opinaba que era una estupidez. No veía qué sentido tenía casarse para darle al niño un hogar estable si sus padres ya no se querían.

- Ajá -dije sin comprometerme; me refiero a que técnicamente, Adam tenía razón. Pero, entre mujeres mi corazón estaba con la desafortunada Hannah.

- Supongo que me creerás un completo cabrón -dijo.

- No, en realidad no -contesté-. Estoy de acuerdo contigo en que casarse en esa situación no resuelve nada.

- Sí, piensas que soy un cabrón. Te lo noto.

- De verdad que no -repuse exasperada-. Continúa, ¿quieres?

Para mi gusto en aquel relato había un desarrollo excesivo de los personajes y muy poca acción.

- Consideramos que tuviera el bebé y luego darlo en adopción, pero Hannah no quería hacerlo. Luego hablamos de la posibilidad de que abortara.

Le eché una rápida ojeada a Kate. No pude evitarlo. Fue sólo que me sentí increíblemente afortunada por no haber tenido que considerar el aborto cuando descubrí que estaba embarazada.

- Sea como fuere, el aborto nos parecía una posible solución -prosiguió con tono cansino-. Pero ninguno de los dos lo deseaba.

- Estoy segura de que tú no lo querías -murmuré, tratando de hacerle creer que le creía.

Y me pregunté: ¿de veras es real este tipo?

Siempre había sospechado que la mayoría de hombres consideraba el aborto casi un sacramento, un don que el Cielo había tenido la generosidad de concederles para hacerles la vida más fácil y placentera, para enfrentarse a esos pequeños estorbos, los niños, que tenían pinta de interferir en su vida de despreocupada soltería.

Por supuesto que siempre está ahí esa multitud que va de gazmoña y moralista y declara que el aborto es un asesinato. Descubrirán que los hombres que se sienten satisfechos afirmando una cosa así son aquellos cuyas parejas no están embarazadas. Pero en el instante en que su novia sufra un «accidente» y se quede preñada la historia será muy distinta. Con la rapidez del rayo, las pegatinas antiabortistas desaparecerán del parabrisas trasero del coche para verse reemplazadas por otras que rezan: «Es mi cuerpo, la elección es mía», o incluso con mayor probabilidad: «Es su cuerpo, la elección es mía.»

Con frecuencia son los primeros en sugerir que tal vez ése no sea el momento adecuado para tener un bebé y que en realidad un aborto no es nada del otro mundo. Que es más fácil que sacarse una muela. Y que en la mayoría de los casos no tienes que pasar ni una noche en la clínica. Que no hay necesidad de sentirse culpable porque, en esa etapa, ni siquiera es un niño, sólo un puñado de células. Y que te acompañarán a la clínica y luego te recogerán. Y que es posible que unas semanas después te lleven de fin de semana para ayudarte a superarlo. Y entonces, antes de que la mujer se percate de qué sucede, está tendida en una mesa de operaciones de una carísima «clínica de maternidad», ataviada con un camisón de papel abierto por detrás, con una aguja clavada en el brazo, contando de diez para abajo.

¡Perdón, perdón! En este punto me he distraído un poco.

Como habrán advertido, se trata de un tema que considero de suma importancia, pero tal vez no sea el momento adecuado para abordarlo. Baste decir que Adam me había convencido de que no era uno de esos hombres.

Una cosa más; luego prometo cerrar el pico. Muéstrenme a un hombre embarazado, sin un centavo y sin pareja, e invítenle a declarar que todavía piensa que el aborto es una infamia. ¡Ja! Apostaría a que se dirige presuroso al organismo oficial de ayuda para la interrupción del embarazo.

Bueno, volvamos a nuestro feminista Adam.

Seguía con sus explicaciones, serio y ansioso, y me miraba con expresión suplicante.

¿Saben que tenía unas pestañas increíbles? Verdaderamente espesas y largas y… perdón.

Ejem.

- Le dije que si tenía el bebé haría cuanto estuviese en mi mano por ayudarla -prosiguió-. Le prometí que la mantendría y que estaría encantado de que el bebé viviera conmigo. O con ella. O de que lo compartiéramos. Lo que Hannah prefiriese. Quería que tuviese el bebé, pero sabía que la decisión era suya. Yo no podía decidir por ella y no quería presionarla para que lo tuviera porque sabía que estaba asustada. Sólo tenía veintidós años.

- Oh, Dios -comenté-; qué triste.

- Sí, lo fue. Fue horroroso.

- Y ¿qué pasó entonces?

- Sus padres intervinieron. Y cuando se enteraron de que habíamos discutido la posibilidad de un aborto, se volvieron locos. Lo cual no dejaba de ser justo, supongo. Y la apartaron de mí, de mi influencia supuestamente maligna, para llevársela a su casa en Sligo.

- Vaya -dije, imaginándome a Hannah encerrada en lo alto de una torre, en medio de la nada, como aquella princesa de larguísimo cabello dorado-. Qué horror. ¡Qué barbaridad! Parece que haya pasado en plena Edad Medía.

- No -replicó él con rapidez, ansioso por hacerme cambiar de opinión-. No fue tan malo. Tenían buenas intenciones. Sólo querían lo mejor para el bebé. Después de todo era su nieto y querían asegurarse de que Hannah no abortara. Pero no me permitieron hablar con ella ninguna de las veces que la llamé. Y dijeron que, cuando el bebé naciese, debería dejarles en paz.

- ¿Hablas en serio? Nunca había oído nada semejante. Bueno, supongo que sí. Pero sólo entre gente bruta o chalada. ¿Qué hizo Hannah? ¿Es que no sabía pensar por sí misma? ¿No les dijo a sus padres que se fueran a la porra? Quiero decir, ¡era una mujer adulta!

- Bueno -respondió él, incómodo-, entonces Hannah tampoco quería verme. Fui a Sligo y hablé con ella y me dijo que no quería tener nada más que ver conmigo y que no deseaba que interfiriera cuando el bebé naciese.

- Pero ¿por qué? -exclamé.

- No lo sé muy bien -contestó con expresión de tristeza-. Creo que estaba muy dolida porque yo no había querido casarme con ella. Y estaba enfadada conmigo por haberla dejado embarazada. Sus padres debieron convencerla de que yo era el mismísimo hijo de Satán por haber pensado en el aborto.

- Ya veo. ¿Qué ocurrió entonces?

- Pedí consejo legal. Y ¿sabes qué? Pues que prácticamente no tenía derecho alguno. Pero, incluso aunque hubiera podido insistir en mi derecho a ver a la criatura, no quería convertirlo en una despiadada batalla legal. En realidad no conseguía creer que Hannah pudiera hacerme una cosa así. Fue terrible.

Guardó silencio unos instantes.

Kate estaba sospechosamente callada, pensé, presa de la alarma. Pero parecía estar bien.

- Lo peor fue cuando nació el bebé -continuó Adam-. De hecho, ni siquiera sabía si había nacido. No sabía si estaba sano, ni si era niño o niña. Entonces la llamé a casa y su padre me dijo que había sido niña y que estaba bien. Y que Hannah también estaba perfectamente. Pero dijo que ella no quería hablar conmigo.

- Me parece espantoso -musité.

- Sí, lo fue. Y durante un año no supe nada. Fue una pesadilla. No podía hacer nada en absoluto.

Mi atención se vio distraída por el sonido de unos pies que ascendían por la escalera. Helen irrumpió entonces en la habitación. Su mirada fue de mí a Adam y de nuevo a mí.

- ¿Qué pasa aquí? -preguntó perpleja.

Me quedé sin habla.

Adam, fiel a la tradición, acudió en mi rescate.

- Helen -le dijo con delicadeza-, ¿te importaría dejarme un momento a solas con Claire?

- ¡Sí! -exclamó ella de mal humor-. Me importaría. -Hizo una pausa mientras lidiaba con su curiosidad. Entonces quiso saber-: ¿Para qué?

- Te lo explicaré después -respondió él con una mirada amable.

Helen permaneció unos instantes en el umbral con la sorpresa y los celos escritos en su exquisito y menudo rostro.

- Cinco minutos -dijo, lanzándome una mirada venenosa mientras salía airada de la habitación.

- Oh, Dios -le dije a Adam-, será mejor que vayas.

- No, ya está cabreada conmigo. O sea que puedo quedarme y acabar lo que te estoy contando.

- En ese caso, allá tú -dije con cierto nerviosismo, maravillada ante su valentía.

- Bien -comentó con despreocupación-. Bueno, como decía, no volví a saber de ella en un año entero; ya empezaba a resignarme. Y entonces, hará alrededor de un mes, apareció como salida de la nada. ¡No podía creerlo! Y se trajo a Molly con ella.

- ¿Quién es Molly? ¿Tu hija?

- Sí. ¿No te parece un nombre horrible para un bebé?

- A mí me gusta -repuse. Supongo que estaba un poco a la defensiva porque el nombre de mi hija tampoco es el más sofisticado del mundo.

- Puede ser -admitió Adam-. Pero tendrías que verla. Es fantástica. Debería tener un nombre precioso. Como Mirabelle o…

- ¿Eso no es un restaurante? -No me gustaba la dirección que estaba tomando la conversación. En especial porque Kate podía oírla. No quería que desarrollara un complejo. Dios sabe que ya tenía suficientes puntos en contra. Temía que al cabo de treinta años, cuando fuese drogodependiente, alcohólica, bulímica y cleptómana, yo cargara con el muerto. Que dijera que todo era culpa mía por no haberle puesto un nombre más bonito y seductor.

- Oye, deja de preocuparte por el nombre de tu hija -le dije-. Continúa con la historia.

- De acuerdo. Bueno, sea como fuere, hicimos las paces. Dijo que sentía no haberme permitido tener contacto con Molly. Pero quería saber si era demasiado tarde para rectificar. Bueno, al principio deseé de veras enviarla a la mierda.

¡Jesús!, estuve a punto de exclamar. No podía creer que Adam estuviese actuando con semejante normalidad.

Imaginen la primera plana de los periódicos con unos enormes titulares: «¡Adam le guarda rencor a alguien!»

- Pero entonces comprendí que estaba tirando piedras contra mi propio tejado -continuó.

Qué desilusión, me dije. Por un instante creí que iba a mostrar una actitud inmadura e infantil. Bueno, no importaba. Siempre podía haber otra oportunidad.

- De modo que hemos llegado a un acuerdo civilizado sobre la custodia de Molly. Hannah y yo volvemos a ser amigos… bueno, al menos estamos en ello -concluyó.

- ¡Oh! -exclamé asustada-. Oh.

Me pregunté qué significaría «amigos». ¿Querría decir que se acostaban juntos a la menor oportunidad o realmente significaba tan sólo «amigos»?

Sólo tenía un modo de averiguarlo. Inspiré profundamente.

- Esto… eso significa que tú y Hannah no estáis, ya sabes, saliendo juntos, ¿no? -pregunté como quien no quiere la cosa.

- No -repuso sonriendo, y me dirigió una mirada que quería decir: «¿Es que no has escuchado una palabra de lo que te he dicho?»

¡Gracias a Dios!

- No -repitió-. Creía que resultaba obvio. Ése es precisamente el tema. Por eso el acuerdo es tan fantástico. Puedo participar en la vida de mi hija sin tener que mantener una relación romántica con su madre. Pero al mismo tiempo puedo ser amigo de Hannah, a quien admiro y respeto -añadió, siempre deseoso de mostrarse progre y decente.

- ¿De verdad estás contento de poder ver a tu hija? -pregunté con dulzura.

Asintió con la cabeza y pareció a punto de llorar.

Oh, por favor, no lo hagas, me dije frenética. Creo que ya estoy harta de todo ese rollo del nuevo hombre. Basta ya de ser plenamente consciente de tus malditas emociones. ¡Apártate de tu vertiente femenina! Si te pillo cerca de ella te daré una bofetada.

Una vocecilla interior me exigió:

«¡Pregúntaselo!»

«Vete a la mierda», le respondí.

«Venga -insistió-, pregúntaselo. ¿Es que tienes algo que perder?»

«No -dije, sintiéndome incómoda-. Déjame en paz.»

«Te mueres por saberlo -me recordó la vocecilla-. De hecho, mereces saberlo.»

«Cierra el pico -ordené apretando los dientes-. ¡No pienso preguntarle nada!»

«Bueno, si tú no lo haces -dijo la voz-, lo haré yo.»

Y para mi horror me encontré abriendo la boca, por la que salió una voz que le preguntó a Adam:

- ¿De modo que era por eso que te gustaba estar conmigo? Ya sabes, por Kate. A causa de que yo tuviera una niña.

¡Qué vergüenza! No podía creer que hubiera tenido el valor de preguntarlo.

Desde luego a mi subconsciente no se le podía llevar a ninguna parte.

- ¡No! -dijo Adam. Bueno, en realidad no tanto lo dijo como lo gritó-. No, no, no. Temía que creyeras eso. Que anduvieses aplicándome teorías freudianas y pensaras que me gustaba estar contigo sólo porque buscaba alguna especie de sustituías para mi hija perdida y mi novia.

- Bueno, no creo que puedas culparme por ello, ¿no? -le dije, pero no con tono desagradable o agresivo.

- Pero ¿por qué iba a necesitar alguna clase de señuelo para desear estar contigo? -quiso saber-. ¡Si eres maravillosa!

No dije nada. Sólo me quedé sentada, sintiéndome avergonzada y encantada a medias.

- Lo digo en serio -prosiguió-. Tienes que creerme. ¿Qué clase de autoestima tienes? Eres increíble. No me digas que no lo sabías. Vamos, ¿lo sabías? -insistió cuando no respondí.

- No -musité.

- Mírame -ordenó. Me cogió con suavidad la mejilla para volverme el rostro hacia el suyo-. Por favor, escúchame. Eres preciosa. Y buena, lista, divertida y encantadora. Ésas son sólo algunas de las razones de que me guste tanto estar contigo. El hecho de que tuvieras una hija nunca ha sido relevante.

- ¿De verdad? -pregunté. Me sonrojé como una loncha de beicon, presa de la vergüenza.

- De verdad -contestó riendo-. Me habrías gustado incluso aunque no tuvieras una hija.

Sonrió.

Qué guapo era. ¡Oh, Dios! Me estaba enterneciendo.

- Lo digo en serio -insistió.

- Te creo.

Yo también sonreí. No pude evitarlo. Nos quedamos ahí sentados sonriéndonos mutuamente como idiotas. Al cabo de un rato Adam volvió a hablar.

- Así pues, al final seguiste mi consejo -comentó con leve ironía.

- ¿Sobre qué? Oh, te refieres a James. Bueno, no volví con él, pero no fue por nada que tú dijeras.

- De acuerdo, de acuerdo -contestó él riendo-. Tan sólo me alegra que cambiaras de opinión. En realidad no importa quién lograra que lo hicieras. Te mereces mucho más que alguien como él.

- ¿Puedo preguntarte algo?

- Por supuesto.

- ¿Qué aspecto tiene Hannah?

Me miró dándome a entender que conocía el motivo de mi pregunta y soltó una breve risita antes de hablar.

- Tiene el cabello largo, rubio y ondulado. Es más o menos igual de menuda que Helen o Anna. Sus ojos son castaños.

- Oh.

- ¿Satisfecha? -quiso saber él.

- ¿De qué estás hablando?

- ¿Satisfecha de que no se parezca en nada a ti? ¿De que no tratara de sustituirla contigo?

Había que concedérselo. No podía decirse que no fuera perspicaz. Me quedé satisfecha con que esa Hannah no se pareciera a mí. Pero ahora estaba celosa porque la imaginaba menuda y preciosa. ¡Jesús! ¿Es que nunca iba a sentirme satisfecha del todo? Me eché a reír. Me estaba comportando de una forma ridicula.

- Sí, Adam, estoy contenta de que no trataras de reemplazarla conmigo. Pero ahora será mejor que vuelvas con Helen.

Me levanté.

Él me imitó e instantáneamente me hizo sentir minúscula.

Nos quedamos de pie, sin saber qué decir. Lo único que sabía yo era que no quería decirle adiós.

- Eres una mujer muy especial -dijo. Y me atrajo hacia sí para rodearme con sus brazos.

Y fui tan idiota que no opuse resistencia.

Craso error. Enorme, gigantesco, colosal error. Yo no había estado del todo mal hasta que hubo contacto físico. Pero desde el instante en que me encontré entre sus brazos se armó la gorda con mis emociones. Se mezclaron el anhelo, el deseo (¡sí, más aún!), la pérdida y una cálida sensación de atontamiento. Hallarme entre sus brazos me recordó cómo me había hecho sentir. Creía haber olvidado lo maravilloso que era estar con él. Pero volvió a inundarme de nuevo.

Tenía la cabeza hundida en su pecho. Sentía latir su corazón a través de su camiseta. Me llegó el mismo y delicioso aroma a jabón y a cálida piel viril que recordaba.

Quise quedarme así para siempre, a salvo, estrechada contra su cuerpo hermoso y fuerte, con sus brazos rodeándome con ternura.

Me aparté de él.

- Tú tampoco estás nada mal -le dije. Juro por mi vida que no conseguí entender por qué había lágrimas en mis ojos.

- Sé feliz -me deseó.

- Tú también -contesté.

Me liberé de sus brazos.

- Bueno, adiós -medio sollocé.

- ¿Por qué «adiós»? -preguntó con una sonrisa.

- Porque regreso a Londres el domingo, de manera que es probable que no vuelva a verte -expliqué, al borde de las lágrimas. Y me pregunté por qué demonios sonreía. ¿Quién le había dado derecho a mostrarse tan pagado de sí mismo y tan contento? ¿Es que no tenía sentido de la oportunidad? ¡Aquello no era motivo de risa! Todo lo contrarío.

No podía creer que me sintiera tan desdichada. Me estaba resultando de lo más doloroso.

¡Deseaba que se largara de una vez!

- ¿Es que nunca volverás a salir? -preguntó-. ¿No puedes conseguir una niñera?

- Por supuesto que sí -repuse con tristeza-. Pero seguiré siendo incapaz de verte. A menos que tu cojas un avión a Londres cuando quieras salir conmigo. Pero no te veo haciendo eso.

- No -admitió él pensativo-. Tienes razón. No tendría sentido coger un avión a Londres para salir una noche si ya estoy allí.

Por un instante creí haber oído mal. Pero miré su rostro sonriente y supe que no había sido así. Me inundó una oleada de esperanza, una sensación tan maravillosa que me pareció que iba a estallar.

- ¿De qué estás hablando? -pregunté, apenas capaz de respirar. Tuve que sentarme.

- Eh… bueno, voy a mudarme a Londres -respondió en voz baja. Se sentó junto a mí en la cama. Trataba de mostrarse serio pero sus labios insistían en esbozar una sonrisa.

- ¿De verdad? -casi chillé-. Pero ¿por qué?

De pronto me asaltó un pensamiento.

- Eh, no me lo digas. No tienes dónde alojarte y te preguntabas, sólo te preguntabas, si podrías dormir en el suelo de mi casa. Sólo por un par de noches, un año como máximo. ¿Tengo razón? -pregunté con amargura.

Se echó a reír.

- ¡Qué divertida eres, Claire! -exclamó.

- ¿Por qué? ¿De qué te ríes?

- ¡De ti! -exclamó-. Desde luego que tengo dónde alojarme. No soy tan estúpido como para ser agradable contigo sólo para pedirte que me dejes quedarme en tu casa. ¿Es que crees que tengo ganas de morir? Sé que me matarías.

- Bien -dije, algo aplacada. Al menos mostraba un poco de respeto.

- ¿Acaso crees que por eso he subido a hablar contigo? -preguntó, ahora más serio-. Quizá yo sea el estúpido aquí, pero pensé que había dejado bien claro cuánto me gustas y me importas. ¿Acaso no me crees?

- Bueno, no puedes culparme por abrigar sospechas -respondí con tono huraño.

- No -admitió él con un suspiro-. Sencillamente tendremos que esforzarnos en convencerte de lo maravillosa que eres y de que no abrigo segundas intenciones para desear estar contigo. No te deseo por tu hija. No te deseo por tu piso. Sólo te deseo por ti misma.

- ¿Me deseas? -susurré, sintiéndome de pronto muy viva y muy sexy, consciente de que yo era mujer y él un hombre y de que una inevitable atracción física latía entre nosotros. Sus ojos se oscurecieron, el azul volviéndose casi negro, y pareció muy serio cuando dijo:

- Te deseo muchísimo.

La estancia se quedó de pronto en silencio e inmóvil. Ni siquiera Kate hacía ningún ruido. Podría haberse cortado la tensión sexual con un cuchillo.

Rompí el hechizo antes de que uno de los dos se consumiera de forma espontánea.

- Déjame ver si lo entiendo -dije, tratando de sonar práctica-. Vas a venir a Londres. ¿Para qué? ¿Por qué?

- Tengo un empleo -respondió, como si fuera la explicación más razonable del mundo.

- Pero ¿y la universidad? ¿Vas a dejarlo todo?

- No, pero todo va a ser diferente. Estudiaré por las noches.

- ¿Por qué? -quise saber; todavía no lo entendía del todo-. ¿Por qué haces esto?

- Porque ahora que tengo una hija que mantener he de trabajar. Y no hay empleos en Dublín. Mi padre consiguió enchufarme en un banco mercantil en Londres. Y aún podré obtener el título. Sencillamente me llevará más tiempo.

- Pero ¿qué pasará con tu bebé? Acabas de lograr conocerla y quieres dejarla de nuevo. ¡Es horroroso!

Le tocó el turno a él de parecer desconcertado.

- Molly vendrá conmigo -dijo-. Voy a llevarme a Molly a Londres.

- ¡Jesús! -susurré-. No me digas que vas a secuestrarla. He oído hablar de padres que lo hacen.

- ¡No! -exclamó exasperado-. Hannah quiere que me la lleve. Hannah quiere recorrer mundo; ya ha tenido suficientes responsabilidades durante una buena temporada. Supongo que no es una coincidencia que la abrume el remordimiento por no haberme permitido ver a Molly en el mismo instante en que comprende que necesita niñera para un año.

- ¡Caray! -exclamé-. Desde luego suena casi ideal. ¿Qué me dices de la pobre Molly? ¿Y cómo es que los padres de Hannah no insistieron en quedársela?

- Oh, Hannah tuvo un buen encontronazo con ellos cuando decidió marcharse de vacaciones por un año -explicó Adam-. Y Molly estará bien conmigo, o eso espero. La haré seguir una terapia en cuanto empiece a hablar. Lo digo en broma -añadió al ver mi expresión de horror-. Ya sé que no es la crianza perfecta para una niña. Ser arrancada de su hogar y de su madre para pasar un año con un padre que ni siquiera la conoce. Pero haré cuanto esté en mi mano.

- ¿Y cuándo Hannah regrese y quiera llevársela de vuelta a Irlanda? -pregunté.

- Oh, Claire -dijo él con dulzura y cogiéndome la mano-. Relájate. ¿Quién sabe qué va a pasar en un año? Me preocuparé de eso cuando llegue el momento. ¿No podemos vivir el presente por ahora?

No respondí.

Estaba pensando. Decidí que tenía razón.

Cuando la felicidad aparece sin anunciarse en la vida de una, es importante sacarle el máximo partido. Quizá no se quede mucho tiempo y cuando en efecto se haya marchado puede resultar terrible pensar que todo el tiempo que una podría haber sido feliz se desperdició en preocuparse del momento en que esa felicidad desaparecería de nuevo.

- Bueno, creo que he conseguido llegar al motivo central de mi visita -continuó Adam, muy enérgico de pronto-. ¿Puedo preguntarte algo?

- Por supuesto -dije con una sonrisa.

- Si te parece que soy muy directo, dímelo -pidió, todo encanto y autocrítica-. ¿Crees posible que nos viéramos en algún momento en Londres? Quizá podríamos compartir una niñera. Y, por supuesto, en cualquier ocasión en que necesites una estaré encantado de hacerte el favor.

- Gracias, Adam. Me encantaría verte en Londres.Y, por supuesto, si eres tú quien necesita niñera, no dudes en pedírmelo.

- Ahora en serio -dijo, y su tono sonó varias octavas más grave-. Esto es muy importante para mí. ¿De veras podremos vernos en Londres?

- Por supuesto -contesté, y reí-. Estaré encantada de verte.

Alcé la mirada para clavarla en la suya. La expresión de su rostro reflejaba una especie de admiración y algo que seguramente era lujuria. De hecho, incluso podría haber habido amor. La sonrisa se me heló en el rostro.

- Oh, Claire -musitó, y se inclinó para besarme-. Te he echado de menos.

Fue en ese punto cuando Kate decidió que ya la habían ignorado bastante y empezó a aullar como una sirena de policía.

Al mismo tiempo Helen irrumpió en la habitación y se detuvo en seco al vernos. Contempló la escena de los dos sentados en la cama, Adam sujetándome la mano y yo con la cabeza alzada para que me besara, y dijo muy despacio:

- Joder, no puedo creerlo.

Me encogí, preparándome para la arremetida.

El castigo sería tan rápido como terrible.

Me miré los pies y quedé horrorizada al oírla llorar. ¿Helen llorando? Debía de tratarse de un error. ¡Aquello era insólito!

Alcé la mirada hacia ella, llena de remordimiento y compasión. Yo misma estaba casi al borde de las lágrimas.

Y entonces me percaté de que no estaba llorando.

¡La muy zorra estaba riendo!

Reía y reía sin parar.

- Tú y Adam -dijo meneando la cabeza, con lágrimas de risa surcándole las mejillas-. ¡Qué vergüenza!

- ¿Por qué? -repliqué, irritadísima; había olvidado la compasión y el remordimiento con la rapidez del rayo-. ¿Qué tengo yo de malo?

- Nada -dijo, y rió-. Nada. Pero es que eres tan vieja y… -Se detuvo, incapaz de seguir de tan divertido que lo encontraba-. ¡Y la expresión de tu cara! Pareces aterrorizada. ¡Y yo que creí que le gustaba! -exclamó. El ataque de risa fue tal que ni siquiera consiguió mantenerse en pie. Tuvo que apoyarse contra la pared y la risa la hizo doblarse en dos. Luego se marchó.

Kate gemía como un alma en pena y Adam parecía levemente desconcertado.

Si aquello tenía algo de divertido, desde luego yo no conseguía verlo.

Cogí a Kate antes de que le estallara un vaso sanguíneo y le hice una indicación a Adam con la cabeza.

- Habla con Helen -sugerí.

Adam se levantó con esfuerzo y salió de la habitación en pos de Helen.

Mecí a Kate en mis brazos, tratando de calmarla. Era un encanto de niña, pero les juro que a veces era de lo más inoportuna.

Oí reír a Helen mientras descendía las escaleras.

Y un rato después volvió a aparecer.

- Jodida buscona -me insultó alegremente, sentándose en la cama junto a mí-. Nos tenías a todos engañados. Con tus pretensiones de tener el corazón destrozado por James, y todo el tiempo estabas loca por Adam.

- No, Helen… -protesté débilmente-. No fue exactamente así.

Ella me ignoró. Tenía cosas más importantes en mente.

- ¿Qué tal es? -preguntó acercándose a mí con expresión cómplice y bajando la voz varios decibelios-. ¿La tiene grande?

- ¿Qué clase de pregunta es ésa? -repuse, fingiéndome escandalizada.

- No se lo contaré a nadie -mintió.

- ¡Helen! -exclamé; me daba vueltas la cabeza. Creo que la hubiera preferido furiosa conmigo.

Ahora iba a tener que soportar que fingiera ser mi mejor amiga con la intención de averiguar cómo era Adam en la cama y así poder contárselo a todo el mundo.

- ¿Dónde está Adam? -quise saber.

- En la cocina, haciéndole la pelota a mamá. Pero qué más da -comentó con entusiasmo-. Creo que te quiere.

- Oh, Helen, lárgate ya -le dije, empezando a sentirme agotada.

- De verdad que lo creo -insistió.

- ¿Tú crees? -pregunté. Vaya tonta estaba hecha. No debería escuchar nada que ella dijera. Desde luego a mi edad debería haber mostrado mayor juicio.

- Sí -afirmó, más seria que de costumbre.

- ¿Por qué?

- Porque hace un instante, cuando hablaba de ti, acaba de tener una erección enorme. -Se desternilló de risa-. Con ésa sí que te he pillado, ¿eh?

- Oh, lárgate de una vez, ¿quieres?

Ya había tenido suficiente por ese día.

- Lo siento -dijo Helen con una risilla-. No, te aseguro que lo digo en serio. Creo que te quiere. De verdad. Y seamos francos: si hay alguna experta en hombres enamorados, ésa soy yo.

Tenía toda la razón.

- ¿Tú le quieres a él? -quiso saber.

- No lo sé -respondí, incómoda-. En realidad no le conozco lo suficiente para saberlo. Pero me gusta mucho. ¿Te sirve eso?

- Tendrá que servir -repuso pensativa-. Confío en que os queráis el uno al otro. Espero que seáis muy felices juntos.

- Vaya, gracias, Helen -contesté, emocionada de verdad. Sentí lágrimas en los ojos. Estaba abrumada por sus buenos deseos.

- Sí -comentó vagamente-. He apostado con esa burra de Melissa Saint a que no conseguirá salir con él antes de que acabe el verano. De hecho empezaba a preocuparme un poco, pero esto es brillante. Como caído del cielo. Ahora no tiene la menor esperanza porque tú te ocuparás de mantenerle fuera de su alcance.

»Son las cien libras más fáciles que he ganado en mi vida -añadió frotándose las manos alegremente antes de concluir con satisfacción-: Sí, debo reconocer que todo ha salido muy bien. Ha salido a la perfección.