CAPÍTULO 25
- ¿Diga? -respondí, a falta de nada mejor que decir.
- Claire -dijo la voz de James.
Así pues, era James. Por fin había llegado la hora de mantener una conversación.
- James -le contesté. Y no supe qué más decir.
Ignoraba el protocolo a seguir con maridos infieles. Sobre todo porque estaba casi segura de que no buscaba ganarse mi cariño. Tendría que existir un manual que nos explicara cómo tratar a los maridos que nos abandonan.
Sí, el típico libro donde se aprende qué cuchillo conviene usar para abrir almejas y cómo, pongamos por caso, dirigirse a un obispo (sólo para dejar constancia: «Qué anillo más bonito lleva, Ilustrísima» es una frase ideal para un primer encuentro).
Un libro así nos enseñaría cuántas veces podemos usar la palabra «cabrón» en la misma frase, o cuándo está mal visto prescindir de la violencia física, etcétera.
Por ejemplo, si tu novio/marido/colega desaparece durante un par de días después de un partido de fútbol especialmente importante y regresa a casa resacoso, sin afeitar y hecho una piltrafa, estaría bien decir: «¿Dónde coño has estado estos tres días, egoísta asqueroso, borracho de mierda?»
Pero como el libro en cuestión está todavía por escribir, no me quedó más remedio que dejarme llevar por mi instinto.
- ¿Cómo estás? -preguntó.
Como si te importara, pensé.
- Muy bien -contesté educadamente.
Silencio.
- ¿Bueno… y tú, qué tal estás? -le pregunté. Por el amor de Dios, ¿dónde estaban mis recursos? Visto lo presente, ¿no era normal que me hubiera dejado?
- Bien -respondió con consideración-. Sí, bastante bien.
Presuntuoso de mierda, pensé.
- Claire -continuó con calma-, estoy en Dublín.
- Lo sé -dije sin entusiasmo-. Mi madre me ha comentado que llamaste anoche.
- Sí, no lo dudo -replicó con leve ironía.
Si hay algo que no puede decirse de James es que sea tonto. Cabrón, todo lo que quieras, pero no tonto.
- ¿Dónde te hospedas? -le pregunté.
Mencionó un hostal del centro, situado en una calleja. No era su estilo. Lo más normal era encontrarlo en hoteles de lujo para hombres de negocios, con sus oficinas de cambio y sus tiendas de souvenirs, donde se venden los típicos bastones barnizados y duendes enlatados. Por la dirección, medio deduje que no estaba en Dublín por negocios. Porque de ser así, se hubiese alojado, con gastos pagados, en otro lugar más caro y elegante. Y si no estaba en Dublín por trabajo, entonces ¿qué hacía aquí?
- Bueno, ¿y en qué puedo ayudarte? -pregunté, en un tono más serio. Él no era el único que podía echar mano de la ironía. Con mi tono de voz, intentaba transmitirle que, como suele decirse, yo no movería ni el dedo meñique.
- Lo que puedes hacer por mí, Claire -dijo-, es verrme. ¿Harás eso por mí?
- Por supuesto -contesté obediente. ¿Cómo, si no iba a romperte todos los huesos?, pensé.
- ¿Lo harás? -preguntó sorprendido, como si hubiera estado esperando que presentara batalla.
- Pues claro -le dije soltando una ligera risita- ¿Por qué te sorprendes?
Porque, pensé, cuando acabe de romperte todos los huesos, te cortaré el pene y se lo pegaré en la boca, y, evidentemente, todo eso no se puede hacer por teléfono, ¿no es así?
- Bueno, eh… nada, nada. Me parece… muy bien -dijo.
Todavía parecía asombrado. Estaba claro que no se esperaba que me prestase a verle. Eso explicaba el tono persuasivo y su sorpresa ante mi buena disposición.
Pero, francamente, ¿qué sacaba yo negándome a verle?
Necesitaba dar respuesta a un par de preguntas. Como, por ejemplo, ¿por qué dejaste de quererme? ¿Y cuánto dinero me vas a pasar para Kate? Si no nos encontrábamos para hablar de eso, ¿cómo íbamos a establecer nuestras respectivas posiciones legales y nuestra relación con Kate?
Quizá esperaba encontrarme completamente deshecha. Pero, ¡qué diantres!, de deshecha nada. Tampoco es que estuviera exultante de felicidad, ni mucho menos, pero no podía negarse que había mejorado.
¿Cuándo ocurrió?
Supongo que conoces la típica situación, cuando acabas de romper con alguien, en la que todas tus amigas se reúnen a tu alrededor y se ponen a decir tonterías del tipo: «Hay hombres a patadas», o «Él nunca te hubiera hecho feliz». Hasta que llega el momento en que te sueltan: «El tiempo lo cura todo.» Entonces es cuando tienes que intentar contener las ganas irresistibles de atizarles un puñetazo.
No lo hagas, porque la verdad es que no se equivocan. Yo soy la prueba fehaciente.
El único problema con eso de que el tiempo lo cura todo es que se lo toma con mucha calma. Así que, aunque efectivo, es de poca utilidad para las impacientes como yo.
Supongo que el sexo con Adam no había ido precisamente en contra de mi recuperación. Pero tuve que resituarme en el presente, porque James volvía a hablar.
- ¿Dónde podemos vernos? -preguntó.
- ¿Por qué no vienes a casa? -sugerí.
No quería jugar fuera de casa. Quería que, como mínimo, el encuentro tuviera lugar en mi terreno de juego y, a poder ser, bajo mis condiciones.
- Puedes coger un taxi. O si prefieres el autobús, le pides al conductor que te deje en la glorieta al final de…
- ¡Claire! -me interrumpió, riéndose de mi estúpido comentario-. He ido a tu casa cientos de veces. Sé perfectamente cómo llegar.
- Claro -repliqué sosegadamente. Ya lo sabía. Pero no pude resistir la tentación de tratarle como si fuera un total desconocido. Hacerle sentir que ya no le veía como alguien próximo a mí-. ¿Qué tal a las once y media? -dije firme.
- Eh… bueno, vale -dijo.
- Perfecto -contesté secamente-. Nos vemos entonces.
Y colgué sin esperar respuesta.