CAPÍTULO 24

Me fui a dormir. Estaba en lo cierto. No pegué ojo.

¿Para qué había venido James? ¿Se trataba, acaso, de un intento de reconciliación?

¿O sólo quería atar los cabos sueltos? Y si ésa era realmente su intención, ¿sería yo capaz de soportarlo? ¿Estaba realmente dispuesta a hacer las paces? ¿Estaría aún liado con Denise?

De repente, me sobresalté. ¿Y si la hubiera traído con él? Me incorporé de golpe. La furia me invadió.

No sería capaz, el muy cabrón.

Traté de serenarme: ¿qué sentido tenía enfadarse, si no tenía ninguna prueba? Además, ante todo tenía que pensar en Kate. Era la persona más importante.

Si quería que James formase parte de la vida de Kate, tendría que arreglar las cosas de la manera más civilizada posible. Aunque no quisiera volver a verme, no quería apartarlo de la niña. Conque tendría que descartar la idea de abalanzarme sobre él con un machete cuando le viese a la mañana siguiente.

No me lo podía creer. Lo iba a ver al día siguiente.

¿Y si ocurría lo inimaginable y quisiera volverlo a intentar?

¿Qué pasaría?

Lo ignoraba.

¿Y qué iba a pasar ahora con Adam, el hombre cor quien acababa de acostarme? No es momento de pensar en eso, me dije.

Estaba aturdida; la cabeza me iba a estallar. Parecía como si algunos pensamientos -los más persistentes- se hubiesen ido acumulando fuera, bajo la lluvia, tomándose unas copas, a la espera de una buena ocasión para colarse.

Allí no había espacio para Adam. Déjalo para otro momento, me dije. Espera a que acabe todo esto y luego ya pensarás en él.

Entonces empecé a preguntarme por qué se había desmoronado todo. ¿Por qué me había abandonado James? ¿Por qué se había ido con Denise, cuando yo creía que nuestra relación iba sobre ruedas? Hacía tiempo que no me torturaba con ese tipo de preguntas.

Pero a la mañana siguiente intentaría dar respuesta a todas mis dudas. Si conseguía comprender qué había fallado, qué error había cometido, quizá sería más fácil seguir adelante.

Ojalá hubiese tenido un interruptor en la cabeza para desconectarme, como un televisor. Apretar el botón y eliminar de mi mente aquellas imágenes, aquellos perturbadores pensamientos. No ser más que una pantalla vacía.

Si pudiera, me desharía de mi cabeza y la dejaría en la mesilla de noche. Al despertar, me la pondría de nuevo y listos.

Amaneció. No había podido dormir nada.

Salté de la cama y noté una tirantez en la entrepierna. ¿Qué me pasa?, me pregunté desconcertada. Al punto lo recordé: Ah, eh… ya… Me ruboricé al recordar la noche anterior: Adam. Sexo. Pero no es momento de pensar en ello.

¡A la mierda con James!

Por lo visto, no tenía derecho a holgazanear en la cama, abandonándome al recuerdo de mi noche de lujuria con Adam.

Y para colmo, tenía que levantarme y correr como una loca a prepararme para la llegada de Su Majestad. Como si del Papa o de la visita de un jefe de Estado se tratase.

Corrí a darle el biberón a Kate, la bañé y la vestí con su pelele más bonito. Uno muy suave, de color rosa, con elefantitos grises.

La espolvoreé con talco, la abracé e inhalé el maravilloso aroma de bebé que desprendía.

- Estás preciosa -le dije-. Serás la locura de cualquier hombre. Y si él no se da cuenta, es que es incluso más idiota de lo que creía.

Quería que estuviera divina, que fuera el bebé más precioso del planeta. Quería que James suspirara por ella. Para abrazarla, besarla, darle el biberón, olería.

Quería que se percatara de todo cuanto había abandonado. Y deseaba que me rogara que volviera a su lado.

A primera hora, la casa entera parecía estar en marcha. Anna y Helen sabían que James había llamado. Helen entró en mi habitación hacia las siete y media, se abalanzó sobre la cuna de Kate y exclamó:

- ¡Está guapísima! Ya verás cuando la vea. Esperemos que a la niña no se le ocurra vomitarle encima o hacerse caca mientras la tiene en brazos.

Cogió a Kate y contempló el pelele con admiración.

- ¿Y si le ponemos un lazo rosa en el pelo? Le hará juego -señaló.

- Si tuviera más pelo, no te diría que no -le respondí. Pero cuando Helen sugirió que le pusiéramos algo de maquillaje, pensé que empezaba a desvariar.

Me iba a reservar el maquillaje, y bastante, para mí misma.

- Muy bien, a ti también tenemos que ponerte guapa -dijo Helen.

No me gustó su tono. Parecía algo dubitativa e insegura.

Entonces llegó mi padre.

- Me voy a trabajar -dijo-. Recuerda lo que te he dicho. No tienes que volver con él sólo por el bien de Kate.

- ¿Quién te ha dicho que le vaya a pedir que vuelva con él? -preguntó Helen a gritos.

Aquel comentario podía habérselo ahorrado. Aunque razón no le faltaba.

Entonces entró mi madre.

- ¿Cómo te encuentras? -preguntó.

- Bien -respondí.

- Me alegro -dijo-. Ve a ducharte. Mientras, Helen y yo cuidaremos de Kate.

- Perfecto -contesté-. Todo aquel trasiego organizativo me agobiaba un poco. Me recordaba a la mañana del día de mi boda.

Entró Anna.

Por un momento pensé que, ya puestos, no estaría mal bajar a abrir la puerta e invitar a los transeúntes a disfrutar del numerito.

Anna esbozó una dulce sonrisa y me ofreció algo.

- Ten, Claire, coge este cristal y métetelo en el bolsillo o donde quieras. Te traerá suerte.

- Necesitará algo más que una de esas mierdecillas de cristal -le espetó Helen.

- Ya basta, Helen -atajó mi madre bruscamente.

- Pero ¿qué pasa? -replicó Helen.

- ¿Es necesario que seas tan desagradable? -dijo mi madre.

- No soy desagradable, pero si está guapa y actúa con seguridad, seguro que a él le gustará. Y para eso no le hacen falta cristales.

La miré horrorizada. Podía ser una de las personas más irritantes e idiotas, pero he de reconocer que entendía de psicología masculina. Aun así, cogí el cristal. Nunca se sabe.

Tenía que airearme un rato, alejarme de mi familia. Me costaba trabajo pensar con claridad. Necesitaba calmarme antes de hablar con James.

Decidí llamar a Laura. Ella me echaría una mano.

- Laura -dije con voz temblorosa cuando cogió el teléfono.

- ¡Claire! -exclamó-. Estaba a punto de llamarte. ¿A que no adivinas qué me ha pasado?

Ésa era mi frase, pensé.

- ¿Qué? -le pregunté.

- El cabroncete de Adrián me ha dejado.

Adrián era, por supuesto, su estudiante de arte de diecinueve años.

- ¿Qué? -dije perpleja.

- Sí -contestó a lágrima viva- ¡Es increíble!

- Creía que no te importaba demasiado -le dije sorprendida.

- Eso creía yo también -dijo entre sollozos-. ¡Y espera a oír lo mejor! ¿A qué no adivinas por qué?

- ¿Por qué? -me interesé, preguntándome qué debía haber pasado. ¿Se habría quedado Laura sin calcetines?

- Me ha dejado por otra -respondió-. ¿Y a que no sabes cuántos años tiene?

- Trece -aventuré.

- ¡No! -gritó-. ¡Treinta y siete malditos años!

- ¡Caray! -exclamé, atónita.

- Sí -masculló, sofocada por las lágrimas-. Dice que soy una inmadura.

- El muy crío.

- Que necesita a una persona más centrada.

- ¡Qué jeta!

- Y yo, que le estaba haciendo un favor saliencon él. Y ahora va y me deja así -se lamentó-. Me dejado sin un triste calcetín. A partir de ahora no tendré que estar al día de los 40 Principales.

- Dios, qué desastre -dije meneando la cabeza con resignación.

- Oye -me cortó repentinamente-, tengo que irme o llegaré tarde al trabajo. Ya te llamaré.

Y colgó.

¿Qué te parece? Debió pensar que iba a relatarle mi noche de pasión con Adam. ¿Cómo se iba a imaginar la dramática situación en que me encontraba?

Me quedé unos segundos absorta, contemplando el teléfono.

¿A quién iba a llamar ahora? Decidí que a nadie. Tenía que intentar enfrentarme sola a todo esto.

Si yo no era capaz de controlar mi propia vida, ¿quién iba a hacerlo?

Me duché, me lavé el pelo y volví a mi habitación donde Anna, Helen (por supuesto) y mi madre mantenían una tonta discusión.

Allí estaban peleándose a gritos sin prestar la menor atención a Kate, que estaba en la cuna.

- No te he hecho ninguna mueca -protestó Anna con todas sus fuerzas, que no eran excesivas.

- ¿Cómo que no? -soltó Helen.

- No ha sido una mueca -dijo mi madre, intentando poner paz en aquel ambiente caldeado-. Ha sido más bien una mirada.

El escándalo de voces se cortó en seco cuando entré en la habitación. Las tres se giraron expectantes hacia mí. Parecía que habían decidido dejar a un lado sus rencillas y unirse a mí contra el enemigo común: James.

Trajinaban mis ropas de aquí para allá en busca de la combinación perfecta…

- Tienes que estar guapa -dijo Anna.

- Sí -asintió Helen-. Pero tiene que parecer natural. Como si se hubiera puesto lo primero que tuviera a mano.

- Sólo quedó en llamarme a las diez -les recordé-. No dijo nada de venir a verme.

- Sí -dijo mi madre-. Pero supongo que no habrá venido hasta Dublín sólo para llamarte. Eso podría haberlo hecho desde Londres.

Tenía razón.

- De acuerdo, chicas -les dije a Anna y Helen-. En ese caso, ponedme guapa.

- Dijimos que te prestaríamos ropa y te maquillaríamos, no que pudiéramos hacer milagros -dijo Helen sonriendo.

Al final triunfaron las mallas y la blusa azul de seda que llevaba el día que Adam vino a tomar el té.

Por unos instantes pensé en Adam con nostalgia. Pero decidí alejarlo de mi mente. No es momento de pensar en él, me dije, melancólica.

- Estás guapa y tienes buen tipo -dijo Helen mirándome-. Ahora, a maquillarte.

La verdad es que Helen lo estaba organizando todo como si de una maniobra militar se tratara.

Al oír lo del maquillaje, los ojos de Anna se iluminaron. Se me acercó con una bolsa de plástico que parecía contener toda clase de lápices de ojos y barras de labios.

- Fuera de aquí -le dijo Helen malhumorada, apartándola de mí a codazos-. La maquillo yo. No dejaré que le pintes la cara con soles, lunas y toda esa basura new age.

Anna parecía un poco avergonzada.

- No -le explicó Helen-. Tiene que parecer que no lleva maquillaje. Que se la vea guapa de manera natural.

- Sí -dije emocionada-. Eso es lo que quiero.

Me extrañaba que Helen fuera tan amable conmigo. ¿Acaso sospechaba que competía con ella por Adam? Si yo volvía con James, ella tendría el camino libre. Quizá sea injusto pensar mal de ella, me dije. Al fin y al cabo, no dejaba de ser mi hermana. Y, de todas formas, estaba segura de que no sospechaba nada.

He de admitir que cuando vi el trabajo de Helen, me quedé maravillada. Presentaba una cara fresca, la piel clara, los ojos brillantes y un aspecto de lo más informal.

- Sonríe -me ordenó.

Así lo hice, y todas asintieron con la cabeza.

- Muy bien -dijo mi madre-. No dejes de sonreír.

- ¿Qué hora es? -pregunté.

- Casi las nueve y media -respondió mi madre.

- Aún falta media hora -dije medio mareada.

Fui a sentarme en la cama. Allí estaban mi madre, Anna, Helen y Kate.

- Hacedme sitio -les dije. Me había sentado encima del pie de Anna.

- ¡Ay! -exclamó Helen, al recibir en la cara un codazo involuntario por parte de Anna.

Estábamos apretujadas en la cama, prácticamente las unas encima de las otras. Parecía un velatorio. Se iban a quedar haciéndome compañía hasta que llamara.

Me sentía como si, tras naufragar, navegáramos a la deriva en una balsa. Incómodas y apiñadas, pero dispuestas a aguantar hasta el final.

- Bueno -dijo mi madre-. ¿Os apetece jugar un rato?

- De acuerdo -dijimos todas al unísono.

Menos Kate, naturalmente.

Mi madre conocía juegos fabulosos. Juegos de palabras con los que solíamos entretenernos de pequeñas durante los viajes largos.

Casualmente, cuando James llamó, estábamos entretenidas con un juego que se le había ocurrido a Helen (a quién si no). Estaba pensado, evidentemente, como un guiño a mi reciente estado. Se trataba de encontrar todas las palabras posibles relacionadas con el embarazo.

No creo que fuera precisamente lo que mi madre tenía en mente cuando nos animó a crear versiones propias de los juegos que ella nos había enseñado.

- ¡De penalti! -gritó Anna.

- ¡Tener un bombo! -chilló Helen.

- Paciencia -murmuró mi madre, entre la desaprobación y el deseo de ganar.

- Te toca, Claire -dijo Anna.

- No -dije-. ¡Chsss!, el teléfono.

La habitación quedó en silencio. El teléfono estaba sonando.

- ¿Lo cojo yo? -preguntó mi madre.

- No, mamá, ya lo cojo yo -dije.

Y me fui.