CAPÍTULO 12
El siguiente día amaneció despejado, frío y ventoso.
Lo sé porque cuando despuntó el día ya estaba despierta. Era un día típico de marzo. Por fin había dejado de llover, lo cual no era de ninguna manera simbólico.
Admitámoslo, la maldita lluvia tenía que parar un día u otro.
Cuando le hube dado el biberón a Kate, me senté con ella en la cama y le saqué el aire. Pronto se hizo evidente que a pesar de que, por fortuna, me había desembarazado de aquel lodo de miseria en el que me hallaba inmersa, este nuevo estado de liberación conllevaba ciertas responsabilidades.
El día anterior había sido estupendo. Muy divertido. Pero, y esto lo pensé espontáneamente, la vida es algo más que diversión.
El cartelón del hombre-anuncio que habitaba en mi mente y que normalmente dice «El fin es inminente», hoy proclamaba «La vida es algo más que diversión».
Trabaja para mi departamento de Conciencia. Le detesto. Es un cabrón miserable.
Siempre se presenta con su cartelón dispuesto a aguarme la fiesta, especialmente cuando voy de compras, proclamando argumentos de peso del estilo de «Ya tienes cuatro pares de botas» y «Cómo puedes justificar gastarte doce libras en un pintalabios».
Me echa a perder mis momentos de compras. Y normalmente acabo por no adquirir el artículo en cuestión.
- Lo siento -balbuceo mientras la dependienta se detiene, antes de colocar los zapatos en una caja y me clava una mirada asesina-. He cambiado de idea.
Si me decido a comprarlo, el sentimiento de culpa es tan grande que se me hace imposible disfrutar del artículo.
Sea como fuere, aquel día el viejo y miserable aguafiestas me recordó que debía hacer algo más con mi vida que limitarme a pavonearme por un supermercado mostrándole a Kate cajas de mousse de chocolate congelado. ¿Qué sistema de valores le estaba inculcando? Que tampoco debía limitarme a preparar la cena para mi familia. Ni perder los huesos por el novio de mi hermana.
Me acerqué a la ventana con Kate en brazos y contemplamos el jardín del que Michael con tanto cariño se desentendía.
Me sentía como un hombre momentos antes de ser conducido ante el pelotón de fusilamiento. Un tanto pensativa.
Me había llegado la hora de la verdad. La hora de madurar y aceptar mis responsabilidades. Cosa que nunca se me había dado bien.
En cuanto se presenta el más ligero problema en mi vida, Responsabilidad se encierra en el cuarto de baño de mi cerebro y se niega a salir. Y por mucho que Deber y Obligación traten de convencerla o engatusarla, ella sigue firmemente atrincherada allí dentro, sentada en el suelo, acurrucada, hasta que el trauma y el drama hayan pasado.
Tenía que ocuparme de ciertas cuestiones. Asuntos terribles. El dinero y la custodia de nuestra hija y el domicilio conyugal. Y juro por Dios que fue muy doloroso. Mi cerebro se estremecía a medida que iba considerando cada cuestión.
Ésta era la primera ocasión desde que vi a James darme la espalda y salir de la sala del hospital en que me detenía a pensar en los aspectos prácticos de nuestra separación.
Por ejemplo: ¿Debíamos reunimos para considerar la venta del piso? ¿Debíamos repartirnos nuestros bienes equitativamente?
Lo cual sería extremadamente entretenido.
Por ejemplo: ¿Llevamos el tresillo a rastras al centro de la habitación, serramos el sofá por la mitad, y cada uno cogemos un trozo rebosante de espuma y de relleno, además de una butaca a juego?
Ya me entiendes, cosas de esa índole.
Sinceramente, ignoraba cómo íbamos a repartir la mayor parte de nuestros bienes. Porque no me pertenecían a mí ni a él. Le pertenecían a ese esquivo tercero: «nosotros». La persona o la energía, llámalo como quieras, que estaba formada por la unión de mí y de James. Y que era mucho más que la mera suma de ambos. ¡Cómo deseaba encontrar a ese desaparecido «nosotros»! Averiguar su paradero, atraerlo ofreciéndole aquellos maravillosos bienes. Como si fuese la presentadora de un horrible concurso basura.
Fíjate en ese fabuloso televisor. Es tuyo. ¿Quieres continuar con nosotros? Échale un vistazo a esa cocina magníficamente equipada. Una preciosidad, ¿verdad? Pues bien, puede ser tuya con la sola condición de que regreses. Aunque imagino que en un concurso basura no se ganan cocinas equipadas. Con un poco de suerte puedes conseguir lo suficiente para comprar el billete de autobús de regreso a casa.
Ya me habría gustado que recuperar al «nosotros» hubiera sido tan sencillo. O que la solución pasase por insertar un anuncio en el periódico de la tarde con un texto de esta guisa: «Se ruega al "nosotros" de James y Claire, visto por última vez paseando por (pongamos por caso) la zona de Kerry, se ponga en contacto con la Gardaí de Dublín para recibir una notificación urgente.»
Pero por lo visto el «nosotros» no estaba meramente desaparecido. Estaba muerto. James lo había asesinado.
Había fallecido intestado. En teoría, el estado heredaba todos los bienes que pertenecieran a «nosotros». En la práctica, cómo no, era impensable que sucediera algo tan ridículo y surreal.
Y ahora acércame la sierra, por favor.
Déjame que te diga que estaba totalmente convencida de que sólo había una manera de enfrentarse a las situaciones desagradables. Y la situación en que me hallaba en aquellos momentos era de lo más desagradable. La solución pasaba por inspirar hondo, y afrontarlas de lleno, mirándolas a los ojos fijamente, demostrándoles quién llevaba los pantalones.
Hay que coger, por así decirlo, el toro por los cuernos.
No queda más remedio que apechugar con las consecuencias.
Si alguien me pedía consejo sobre cómo abordar un asunto, eso era exactamente lo que les decía.
Yo creía ciegamente en mis propias recomendaciones. Y quizá llegaría el día en que seguiría mis consejos y actuaría en consecuencia.
Aunque estaba convencida de que era la mejor forma de afrontar situaciones ingratas, siempre me falta coraje para llevarlo a la práctica. Era experta en evitar tareas desagradables.
Yo podía haber sido la aplazadora oficial de Irlanda. «¡Capitán Claire Webster, Walsh de soltera, aplazadora en jefe, se presenta a sus órdenes, señor!»
Mi lema era: siempre deja para mañana lo que se supone que debes hacer hoy. Y si te las ingenias para aplazarlo hasta la semana que viene, mucho mejor.
Un lema breve y conciso lleno de significado, me complacía pensar que así era.
Para que te hagas una idea de mi actitud, te diré que en toda mi vida no creo haber fregado los platos al finalizar una fiesta.
Por mucho que me prometiese a mí misma que lo haría.
Y eso que despertarme, en plena resaca, con los platos guarrísimos y con la cocina que parecía un campo de batalla no había quien lo aguantara.
Pero ya sabes lo que pasa. Llega el final de la velada y la mesa está rebosante de platos medio llenos de Baked Alaska, porque ni siquiera me he molestado en recogerlos.
He de decir, en mi defensa, que hasta ese momento soy normalmente una anfitriona modélica, me desvivo por complacer a mis invitados, llevando platos y cubiertos desde y hacia la cocina como si fuese una cinta transportadora.
Sin embargo, mi sentido de la hospitalidad disminuye en proporción directa con el número de vasos de vino que haya tomado.
Así que a la hora de los postres y el café, acostumbro a estar demasiado relajada (de acuerdo, demasiado borracha, si le quieres llamar al pan pan) y no siento la necesidad de limpiar la mesa.
Si la mesa se desplomase ante mí debido al peso de la vajilla dejada de la mano de Dios, seguramente me echaría a reír.
Si mis invitados quisieran tener una mesa limpia mucho me temo que tendrían que hacerlo ellos mismos. Ya saben dónde estaba la cocina. ¿Acaso necesitan una invitación formal para recogerla?
En medio de la mesa siempre hay una fuente de fruta que nadie se digna tocar. ¿Qué tiene de malo la fruta? Está deliciosa. Yo siempre compraba fruta y nadie se la comía. Es un postre protestante, decía Judy. Mis amistades decían que ya de por sí era una terrible falta de respeto por mi parte ofrecerles un plátano o una naranja por todo postre. Que su idea de un postre decente, incluso de un triste postre, era algo repleto de grasas saturadas y azúcar refinada y doble ración de nata y alcohol y clara de huevo y colesterol. El tipo de postre con el que las arterias de una se contraen cinco o diez centímetros con sólo mirarlo.
Estoy segura de que desarrollaron tales actitudes durante sus infancias, llenas de privaciones. Probablemente tuvieron que comer gelatina y natillas después de cada cena durante veinte años. Y sabe Dios que les entendía a la perfección. Yo también tuve que pasar por el infierno de la gelatina. Pero si tenía que esperar a que pelasen y se comiesen la susodicha fruta, más me valía echarlos de mi casa para que no regresaran jamás.
Conque el resultado final era que yo siempre compraba fruta y mis invitados nunca se la comían. Ya me entiendes.
La mesa siempre acababa oculta bajo miles de vasos, la mayoría volcados con sus respectivos contenidos, ya fuera vino blanco, ginebra con tónica, café irlandés o Baileys, que se propagaban rápidamente, se entremezclaban y trababan amistad entre sí sobre el mantel. Formaban pequeños océanos alrededor de los islotes de sal Saxa, que alguna pobre alma con sentido de la responsabilidad (por norma James) había vertido sobre la mesa para detener la estela devastadora sembrada por el avance de las hordas de vino tinto derramado.
Para entonces yo me estaba tomando mi vigésimo segundo vaso de sambucca, reclinando la silla sobre sus dos patas posteriores, o sentada en las rodillas de James diciéndole a quien quisiera escucharme lo mucho que amaba a aquel hombre.
No sentía vergüenza alguna.
El estado de ebriedad en que me encontraba me anulaba cualquier capacidad de discernimiento, pero me hallaba fundida con el universo. Y, no sé cómo, normalmente me sentía demasiado sosegada y relajada como para considerar la idea de ponerme a limpiar.
«Pero si no es nada», acertaba a responder, rechazando con aspavientos las ebrias ofertas de ayuda, al tiempo que la ceniza de mi cigarrillo volaba hacia el cuenco de la nata o aterrizaba en la camisa blanca de James (habitualmente encendía algún cigarrillo a aquellas alturas de la noche, aunque hubiera dejado de fumar). «Por la mañana, en menos de diez minutos lo dejo listo.» Y lo más triste es que en aquellos momentos yo misma casi me lo creía.
Y, tonta de mí, siempre tenía la esperanza de que los duendecillos friegaplatos se presentarían de madrugada y dejarían mi piso como los chorros del oro. No hace falta que me dejéis un par de zapatos nuevos. Ni dinero bajo la almohada. Limitaos a fregar el suelo de la cocina.
Cada mañana, después de una fiesta, me dirigía tambaleándome a la cocina y me detenía con la mano sobre el pomo de la puerta, inmersa en una cálida y bella fantasía que consistía en que al abrir la puerta de par en par, la pieza estaría reluciente, el sol destellaría sobre las pulidas superficies, todas las tazas y los platos y los cuencos y las ollas y las sartenes, fregados y guardados (en sus correspondientes armarios. Aparte de trabajadores, esperaba que los duendecillos fuesen inteligentes). En su lugar, mientras avanzaba cautelosamente entre los desechos, me las veía y deseaba para encontrar un vaso superviviente para tomarme el par de comprimidos Disprin que tanto necesitaba, y eso que ni siquiera buscaba uno limpio.
Y ahora que hablamos de fiestas, me gustaría conocer la respuesta a un par de cuestiones.
¿Por qué durante las fiestas siempre hay alguien que se dedica a pelar las etiquetas de las botellas de vino, de tal forma que cuando te despiertas por la mañana la mesa está cubierta de irritantes trocitos de papel pegajoso que se adhieren por todas partes?
¿Por qué siempre acabo utilizando el plato de la mantequilla como cenicero?
¿Por qué siempre hay una persona que dice -aunque debo admitir que normalmente bien entrada la noche-: Tengo curiosidad por saber a qué sabe una mezcla de Dubonnet y de Guinness? ¿Y por qué siempre hay alguien que se pregunta qué pasaría si le prendiese fuego a su copa de Jack Daniels?
Y que, acto seguido, proceden a comprobarlo. Para tu información, la Guinness hace que se corte el Dubonnet de la forma más repugnante que quepa imaginar, y el Jack Daniels se inflama como un pozo de petróleo kuwaití, hasta el punto que incluso un experimentado bombero tendría dificultades para contenerlo, y chamusca y produce ampollas en el techo del salón.
Así que ya lo sabes: no te recomiendo que lo pruebes. Pero si te sientes obligada a realizar el experimento, no lo hagas en tu propia casa.
Deja que algún otro pobre desgraciado tenga que echar mano de la escalera, las fundas para los muebles, los rodillos y las brochas.
Para hacerle justicia a James -aunque por qué tendría que hacerlo, ¡el muy cabrón!-, siempre se le habían dado bien las tareas del hogar y en especial limpiar después de las susodichas fiestas. Nunca se emborrachaba tanto como yo, así que por lo menos él estaba en condiciones de recoger casi todos los desperdicios de la mesa y llevarlos a la cocina para que, a la mañana siguiente, una habitación estuviera mínimamente presentable. Si exceptuamos, por descontado, las quemaduras del techo producidas por el Jack Daniels. Siempre me quedaba el consuelo de que podría pintarlo. Por enésima vez.
Acostumbraba a conservar un poco de pintura de la fiesta anterior.
Y el par de inevitables cuerpos resacosos que normalmente encontraba desmelenados y sin afeitar (si contamos sólo los cuerpos femeninos) sobre el sofá del salón. De hecho, resultaba más difícil deshacerse de ellos que de las mencionadas marcas en el techo, o de las quemaduras de cigarrillo en la alfombra.
Tumbados todo el santo día, gimiendo y exigiendo tazas de té y comprimidos de Paracetamol y asegurando que si se movían, vomitarían.
Sea como fuere, eso era precisamente lo que estaba haciendo una vez más. Es decir, volvía a dejar las cosas para más adelante. Estaba haciendo todo lo posible para evitar hacer lo que tenía que hacer.
En aquellos momentos, intentar centrar mi atención en los aspectos prácticos que mi separación de James conllevaba era como tratar de mirar directamente al sol en un día despejado.
Muy difícil. Y en ambos casos los ojos se me llenaban de lágrimas.
Imagino que lo mejor que podía hacer era reflexionar sobre el problema que planteaba la custodia de Kate. Aunque ¿acaso era un problema? James no había demostrado el menor interés por ella. Y a fin de cuentas, él era (¡uh!) el adúltero. Y, por lo tanto, en vista de que él era el malo, imagino que automáticamente me concederían a mí la custodia.
Pero lejos de sentirme eufórica por ese motivo, ni siquiera me sentía aliviada. Aquello no representaba ninguna victoria. Yo deseaba que James se preocupase por nuestro bebé. Quería que mi hija tuviese un padre.
Habría preferido que James me llevase a juicio y se hubiera permitido la libertad de enzarzarse en un amargo intercambio de insultos y que me hubiera calumniado llamándome lesbiana, o mujer de pocos principios (aunque me temo que esto último no es una calumnia) o lo que fuera. Porque, al menos, al tratar de hacerse con la custodia de Kate manchando mi reputación, demostraría que la niña le importaba.
Abracé a Kate con fuerza. Me sentía tremendamente culpable. De alguna manera, en algún momento, y sin siquiera ser consciente de ello, yo había metido la pata, y al hacerlo la pobre Kate, inocente espectadora, se había quedado sin padre.
Yo no alcanzaba a comprender a James. ¿Es que no sentía la menor curiosidad por saber de Kate? No le encontraba sentido. ¿Se debía a que Kate era niña? ¿Si hubiera sido niño James habría intentado que lo nuestro funcionase?
¿Y qué iba a pasar con nuestro piso? Lo compramos juntos y estaba a nombre de los dos. ¿Qué podíamos hacer? ¿Venderlo y repartir las ganancias? ¿Le compro su parte y me voy a vivir allí con Kate? ¿Le vendo mi parte y dejo que él vaya a vivir allí con Denise? ¡Ni hablar!
Pasase lo que pasase no iba a permitir que James llevase a ninguna otra mujer al hogar que yo había creado. Antes le prendo fuego a la vivienda y la reduzco a cenizas.
Bueno, no del todo. No tenía nada en contra de la gente que vivía dos pisos por debajo del nuestro. ¿Acaso debían perder sus hogares simplemente porque mi marido iba a llevar a su querida, a su fulana, al hogar familiar?
De todas formas, ganas no me faltaban de prenderle fuego al piso. Gillian y Ken, que vivían en el piso justo debajo del nuestro, habrían tenido que soportar que unas cuantas llamas chamuscasen su techo.
Anteriormente, cuando oía a la gente decir fervientemente que iban a hacer eso mismo, simplemente me imaginaba que se comportaban como apasionados latinos. Que no hacían más que actuar delante de la cámara, reaccionar exageradamente.
Era consciente de que, en numerosas ocasiones, yo misma había repetido que lo iba a hacer, pero nunca lo había dicho en serio. Pero ahora iba en serio.
¡Por encima de mi cadáver iba él a llevar a Denise a mi hogar!
¿Y qué pasaba con mi situación económica? ¿Cómo diantre iba a hacerme cargo de Kate y de mí misma con mi sueldo? Si apenas sabía lo que cobraba, aunque sí sabía que era una miseria comparado con lo que ganaba James. Y que era su sueldo el que nos había mantenido a flote desde el día en que nos casamos.
Así que ahora me tocaba ser pobre.
Me sentía como si hubiese salido a un balcón y, de repente, el suelo desapareciese bajo mis pies. Un inmenso hueco por donde iba a precipitarme.
Me horrorizaba pensar que estaba sin blanca. Me sentía insignificante, como una mujer anónima flotando en un enorme universo hostil sin ningún medio de echar el ancla.
Por mucho que lo deteste, he de admitir que sin la ayuda mi marido y su elevado salario, apenas sentía que fuese una persona. Me odiaba a mí misma por ser tan insegura y tan dependiente. Debía ser fuerte, espabilada, independiente, una mujer de los noventa. La clase de mujer que sabe lo que quiere y que va al cine sola y que se preocupa por el medio ambiente y que sabe cambiar un fusible y a la que le interesa la aromaterapia y que tiene un herbario y que se defiende en italiano y que asiste a su sesión de relajación acuática una vez por semana y que no necesita a un hombre para que recomponga su frágil amor propio.
Pero la verdad es que yo no era de esa clase de mujeres. Me habría gustado serlo. Y quizá con el tiempo todo llegaría. Diríase que no tenía elección. Prácticamente me hallaba ante un fait accompli. Y es que por entonces yo me asemejaba bastante a la clásica ama de casa cincuentona. Me sentía completamente feliz en mi papel de responsable del hogar mientras mi marido salía a ganarse las habichuelas. Y si, además, mi marido estaba dispuesto a compartir las tareas del hogar, mucho mejor.
Imagino que quería nadar y guardar la ropa. Y es que si vas a nadar, ¿qué se supone que tienes que hacer con la ropa? ¿Ponerle un marco o qué? Éste debe de ser uno de los refranes menos agraciados que he oído.
¿Cómo íbamos James y yo a repartir el dinero que teníamos en nuestra cuenta bancaria? Sería como tratar de separar a gemelos siameses unidos por todos sus miembros vitales. El corazón, los pulmones y el hígado. Sería una empresa imposible.
Yo casi hubiera renunciado de buen grado a todos mis derechos sobre el dinero para evitar las ineludibles discusiones. Lo único que me hacía aferrarme a mi parte del dinero de la cuenta bancaria era la posibilidad de que James se lo gastase en Denise. Que le comprase flores, entradas para el teatro y prendas íntimas de fantasía. Aun sintiéndolo mucho, no veía la forma de que mi propio dinero fuese a sufragar semejante proyecto. Me oponía a ello por principio. Era un proceder inmoral.
Además, el día anterior había visto un par de zapatos realmente preciosos en el centro comercial, y me los quería comprar.
No tengo palabras para describir la inmediata sensación de familiaridad que surgió entre nosotros. Desde el momento en que puse los ojos en ellos sentí que ya me pertenecían. Sólo me cabía suponer que ya habíamos estado juntos en una vida anterior. Que habían sido mis zapatos mientras ejercía de sirvienta durante el Medievo británico o cuando fui una princesa en el Antiguo Egipto. O tal vez ellos fueran la sirvienta o la princesa y yo los zapatos. ¡Quién sabe! Sea como fuere, yo era consciente de que estábamos predestinados a estar juntos.
Y como no contaba con acceso directo a ningún tipo de capital, no me quedaba más remedio que reclamar el que tenía en Inglaterra. Por muy sórdido y desagradable que pudiera parecer.
Ante aquella encrucijada, la cabeza me daba vueltas ligeramente. Una sensación parecida a la que sufrí la noche en que mi madre se enfrascó en aquella conversación sobre Ike y Cher.
Poco podía imaginar, en aquel cálido día de abril tres años antes, cuando contraje matrimonio con James, que nuestra unión iba a terminar de semejante manera. Que algo que comenzó de forma tan divertida y esperanzadora y emocionante podría acabar con mal de amores y papeleo legal. Que iba a tener que enfrentarme a tantos tópicos, con discusiones sobre dinero y bienes.
Siempre creí que James y yo seríamos diferentes. Que aunque estuviéramos casados, no teníamos por qué comportarnos como un puñetero matrimonio. Que la diversión, el amor y la pasión serían, de por vida, las cosas más relevantes para nosotros.
Me había jurado a mí misma que nunca llegaría el día en que entraría en la habitación y le diría a James, sin dignarme mirarle a los ojos: «Los azulejos del cuarto de baño se están soltando. Será mejor que les eches un vistazo.» O, dedicándole la más escueta de las miradas: «Espero que no estarás pensando en ponerte ese jersey para ir a la cena de los Reynold.»
De igual modo, prometí no convertirme en esa clase de mujer que, a conciencia, se zampa las sobras de la cena de sus hijos mientras recoge la mesa de la cocina. O esa otra clase que se dirige directamente a su marido como «papá». No con el sentido de: «No, cariño, deja esa cuchilla, es de papá.» Y no es que me encante utilizar el término en ese sentido. Sino con el sentido de: «¿Nos compramos un helado ahora, papá?» Como si tu marido y tú hubieseis dejado de significar alguna cosa el uno para el otro en cuanto marido y mujer. Y ya no existieseis como personas. Y no fueseis más que los padres de vuestros hijos. Tu amante deja de ser tu amante. Es meramente el otro progenitor de tus hijos.
Me prometí que nunca me convertiría en la madre de nadie. Por muy excelentes personas que las madres puedan ser.
Me sorprendí al descubrir qué arrogante había sido. Y qué inocente.
¿Qué demonios me hizo creer que yo iba a ser diferente? ¿Es que no había advertido que miles de mujeres antes que yo habían hecho un pacto consigo mismas para nunca perder la magia de su matrimonio?
Del mismo modo, se prometían rotundamente que jamás dejarían que les apareciesen canas, que se les cayesen los senos, que les saliesen arrugas. Y sin embargo sucedía. La voluntad de esas mujeres no era lo bastante firme para combatir lo inevitable, para invertir las olas del tiempo.
La mía tampoco.
Dejé a Kate tumbada boca arriba en su cunita para ir a ducharme. Obviamente comenzaba, de verdad, a cogerle el tranquillo a esto de vivir, pensé orgullosa.
- El aseo -le dije a Kate, sintiéndome farisaica, sintiendo que era una Buena Madre- es el paso previo a la devoción. Y te explicaré qué quiere decir devoción cuando crezcas un poco más.
Bajo la ducha, no dejé de pensar en James. No con lágrimas ni con amargura. Recordaba lo hermoso que había sido. De veras. Aun habiéndome herido de aquella forma, que me pilló de improviso, no podía olvidar que la vida a su lado había sido genial.
Al principio de conocer a James, cuando salíamos con amigos gente, le observaba desde el otro lado de la habitación, le veía hablar con alguien. Y siempre pensaba para mis adentros en lo guapo y atractivo que era. En especial cuando se ponía todo serio y adoptaba aquel aspecto de contable. Cosa que siempre me hacía sonreír. Parecía la persona más aburrida del mundo. Pero déjame decirte que yo sabía cómo era de verdad.
Y sentía una intensa emoción al saber que cuando la fiesta o lo que fuera se acabase, aquel hombre regresaría a casa conmigo. Deseaba que fuese así para siempre.
Había visto suficientes esposas engordar y perder todo atractivo, esposas que se dirigían a sus maridos como si de unos currantes se tratase. Y eso me hacía entristecer.
¿De qué servía seguir casada si la chispa desaparece? ¿Si los únicos intereses en común son el estado de deterioro y abandono de tu vivienda? ¿O los malos resultados escolares de tus hijos?
Para eso, mejor estar casada con un taladro Black amp; Decker. O con un manual de psicología infantil.
En fin, la cuestión era que no le encontraba sentido. Le amaba. Quería que lo nuestro funcionase. Había intentado con todas mis fuerzas que las cosas marchasen sobre ruedas. En realidad eso no era cierto. No había intentado con todas mis fuerzas que las cosas marchasen sobre ruedas. Marchaban sobre ruedas por sí solas, sin que yo tuviera que realizar ningún esfuerzo. Al menos eso creía yo.
Creí que la búsqueda de la Persona Perfecta había llegado a su fin para ambos. Había conocido a un hombre que me amaba incondicionalmente. Era incluso mejor que el amor incondicional que mi madre me profesaba, porque, por desgracia, ese amor incondicional acarrea ciertas condiciones.
Y él me hacía reír del mismo modo que podían hacerlo mis hermanas o mis amigas. Pero era incluso mejor, porque yo no tenía por costumbre despertarme en la cama junto a mis hermanas o mis amigas.
Así pues, con James abundaban las ocasiones de pasar un buen rato y en lugares más interesantes. Y desde luego implicaba zonas anatómicas mucho más interesantes.
Yo pensaba que si alguno de los dos iba a tener una aventura amorosa, ésa sería yo. No quiero decir que me hubiese propuesto tener una aventura, pero ya sabes por dónde voy. Yo siempre era la vocinglera extrovertida a la que todo el mundo consideraba divertidísima.
Por lo general, todos opinaban que James era sensato y responsable. Callado, introvertido, imperturbable. He ahí el problema de los hombres que visten trajes y gafas de lectura y que te miran fijamente con los ojos llenos de sinceridad y dicen cosas como: «Durante un periodo de baja inflación, lo mejor que uno puede hacer es escoger una hipoteca de interés fijo», o: «Yo vendería los bonos del Tesoro y compraría acciones del Estado.»
O alguna afirmación similar. Te hacen creer que son tan aburridos como ostras y que los tienes bien amarrados. E imagino que eso es lo que me pasó con James.
Sentía que podía comportarme y actuar como me diera la real gana y que James sonreiría y se mostraría tolerante conmigo. Yo le hacía gracia. No, no le hacía gracia. Eso suena un poco condescendiente y despectivo. Pero a buen seguro que me encontraba graciosa.
Por otro lado, me sentía segura y protegida a su lado. Era consciente de que en cualquier momento podía montar un numerito y ponerme en ridículo a mí misma, pero como sabía que de todas formas James me seguiría queriendo, no sentía el impulso de montar numeritos.
Había dejado de emborracharme con tanta frecuencia. Pero incluso en los días en que lo hacía y me despertaba a la mañana siguiente con un dolor de cabeza terrible y abochornada al recordar breves fragmentos de la noche anterior, él se mostraba de lo más considerado.
Sonreía amablemente y me traía vasos de agua y se inclinaba y me besaba la frente palpitante mientras yo yacía cual cadáver postrada en la cama, y me decía cosas como: «No, cariño, no estuviste insoportable. Estuviste muy divertida.» Y: «No, amor, no te pusiste mandona. Nos tronchamos de risa contigo.» Y también: «Ya aparecerá tu bolso. Seguro que te lo dejaste bajo los abrigos en casa de Lisa. Ahora la llamo.» Y: «Por supuesto que podrás volver a mirar a la cara a toda esa gente. Todo el mundo llevaba una buena cogorza encima. No creas que tú eras la más borracha.»
Y en uno de los momentos más terribles, mi peor mañana después de una fiesta, que yo recuerde, después de haberme prometido cientos de veces que nunca más volvería a beber, me dijo: «Date prisa, princesa, tienes la vista a las nueve y media. No puedes llegar tarde porque tu abogado ha dicho que el juez que te ha tocado es un capullo integral.»
Oye, espera un momento. Déjame que te explique. Por favor, préstame atención.
Sí, me arrestaron una noche, pero no por haber cometido ningún delito. Simplemente me encontraba en el lugar equivocado y en el momento inoportuno. Resulta que estaba en una discoteca que no tenía licencia para servir bebidas alcohólicas. Ignoraba que los dueños del lugar estaban cometiendo un delito, si exceptuamos el precio desorbitado que cobraban por el vino. Y las chaquetas de los guardias de seguridad, que eran como para condenarlos a diez años de prisión incomunicada.
No sé cómo me las apañé para acabar allí. Lo único que recuerdo es que la gente no paraba de beber y que aquello estaba muy animado.
Cuando la policía entró en la discoteca y todo el mundo escondió sus bebidas bajo la mesa, Judy, Laura y yo nos tronchamos de risa.
- Igual que durante la Ley Seca -convinimos entre carcajadas.
Yo me propuse explicar mi chiste favorito sobre policías, el que dice así: ¿Cuántos policías hacen falta para romper una bombilla? Pues ninguno. Se cae por las escaleras ella sólita.
Uno de los agentes se sintió muy ofendido al oírlo y me dijo que si no me comportaba, me arrestaría.
- Pues arrésteme -dije sonriendo con frescura y extendí las dos muñecas para que me pusiera las esposas. Obviamente, todavía no había reparado en que eran policías de verdad y no comediantes.
Nadie se sorprendió más que yo cuando el agente hizo precisamente eso. Desde luego que comprendía a la perfección que él se limitaba a cumplir con su deber. No le guardaba ningún rencor. No estaba resentida.
El muy cabrón.
Debo admitir que yo estaba muy desconcertada. Intenté explicarle que era una mujer de clase media, de las afueras de la ciudad. Que me las había arreglado para agenciarme un contable que finalmente se casó conmigo. Le dije todo esto para hacerle entender que los dos estábamos del mismo lado, el de reparar desaguisados y luchar por la justicia y todo eso.
Y que al arrestarme se estaba cargando, así por las buenas, el estereotipo comúnmente aceptado del borracho y alborotador.
Así que el coche patrulla arrancó conmigo dentro, con lágrimas en los ojos y mirando por la ventanilla a Laura y Judy.
- Llamad a James -articulé con los labios mientras nos alejábamos.
Estaba segura de que él sabría qué hacer. Y lo hizo. Pagó la fianza y me consiguió un abogado. Y dudo mucho que, en toda mi vida, yo haya pasado tanto miedo como entonces.
Estaba convencida de que me iban a sacar una confesión a base de torturas y de que me condenarían a varias cadenas perpetuas y que jamás volvería a ver a James ni a mis amigos ni a mi familia.
Nunca volvería a ver el azul del cielo, salvo desde el patio de ejercicio, pensé auto-compadeciéndome. Nunca volvería a vestir ropas bonitas. Tendría que llevar puesto esos horrendos trajes de saco de reclusa.
Y debería hacerme lesbiana. Tendría que hacerme novia de la Gran Señora para que me protegiese de las demás chicas y de sus botellines de coca-cola.
Y por mucho que yo tuviera una licenciatura, no me iba a servir de nada allí dentro.
Y tendría que comenzar a fumar de nuevo. Y a mí no se me daba nada bien imitar el acento australiano. Estaba desesperada.
Conque cuando James vino a la comisaría y pagó la fianza, no podía creerme que no hubiera cámaras de televisión y enloquecidas multitudes con carteles esperándome fuera.
Tan sólo otro coche patrulla que se detuvo con un chirrido de frenos y raspando el bordillo. Y cinco borrachos que se desplomaron al intentar apartarse.
James me llevó a casa. Un amigo le dio el nombre de un abogado y le llamó.
Me despertó por la mañana; yo no me atrevía abrir los ojos porque presentía que algo terrible iba a suceder. Me limpió el pintalabios y me dijo que era mejor que durante la vista no pareciese una chica de vida alegre. Hizo que me pusiera una falda larga y una blusa de cuello alto por el mismo motivo.
Se sentó junto a mí en la sala de audiencias y me cogió la mano mientras yo esperaba que llegase mi turno. Me tarareaba cancioncillas; yo estaba allí sentada con el semblante pálido y nauseabundo, conmocionada y resacosa. Las cancioncillas que tarareaba resultaron reconfortantes. Hasta que acerté a comprender algunas palabras. Trataban sobre una cadena de presos que partían piedras.
Me giré y le contemplé anegada en lágrimas, dispuesta a decirle que se fuera a la mierda, que se largase a casa si el aprieto en que me hallaba le parecía tan divertido.
Entonces me miró a los ojos. Y no pude evitarlo. Me eché a reír. James tenía razón. Aquella situación era tan ridícula que era imposible no reír.
A ambos nos entró la risa tonta como si fuéramos colegiales. El juez nos lanzó una mirada asesina.
- Eso añadirá otros diez años a su condena -dijo James, y los dos nos desternillamos.
Yo me libré de aquello con una multa de cincuenta libras, que James pagó entre carcajadas.
- La próxima vez la pagarás tú -me dijo sonriente.
Yo no alcanzaba a comprender su actitud. Si alguien me hubiera despertado a las dos de la madrugada para decirme que habían arrestado a James, me habría horrorizado. A buen seguro que la situación no me habría parecido tan graciosa como a él. Habría reflexionado seriamente sobre la clase de hombre con que me había casado. No habría sido tan indulgente y comprensiva, ni le habría dado todo mi apoyo como él hizo conmigo. De hecho, ni siquiera se mostró comprensivo porque ni por un momento actuó como si yo hubiera hecho algo malo.
Así que la próxima vez que me arrestasen, no tendría a nadie que me cogiera la mano en la sala de audiencias ni que me hiciera reír. Y por descontado tendría que pagar la multa yo misma.
A veces era tan atento. Cuando me despertaba de madrugada preocupada, era maravilloso conmigo.
- ¿Qué te pasa, nena? -me preguntaba.
- Nada -respondía yo, incapaz de expresar con palabras aquella horrible e indescriptible ansiedad que me acechaba.
- ¿No puedes dormir?
- No.
- ¿Quieres que te aburra hasta que te duermas?
- Sí, por favor.
Y yo acababa por sumirme en un sueño apacible, arrullada por el sonido de la sedante voz de James que me daba cuenta de cómo las organizaciones benéficas desgravaban a hacienda o de las nuevas regulaciones del IVA establecidas por la Unión Europea.
Cerré el grifo de la ducha y me sequé.
Mejor que le llame, me dije. Regresé a mi dormitorio y comencé a vestirme.
Llámale, me exigí severamente.
Cuando le haya dado el biberón a Kate, me respondí vagamente y poco convencida.
¡Que le llames!, volví a decirme.
¿Acaso quieres matar de hambre a la criatura?, pregunté, intentando sonar airada. Le llamaré cuando le haya dado el biberón.
Ya verás como no lo haces. ¡Llámale ahora!
Y ahí me tienes otra vez echando mano de mis viejos ardides: dejando las cosas para más adelante, eludiendo mis responsabilidades, huyendo de las situaciones desagradables. ¡Pero es que tenía tanto miedo!
Era consciente de que debía hablar con James respecto al dinero y al piso y esas cosas. Eso no lo negaba en ningún momento. Pero tenía la sensación de que cuando discutiese con él sobre esas cosas, se harían realidad. Y al hacerse realidad, mi matrimonio estaría acabado para siempre.
Y yo no quería que fuese así.
- ¡Ay, Dios mío! -suspiré.
Miré a Kate, que yacía en su cunita, suave, regordeta y fragante en su diminuto pelele rosa.
Entonces supe que tenía que llamar a James. En cuanto a mí, podía ser una cobarde rastrera y todo lo que me viniese en gana, pero debía velar por el porvenir de aquella hermosa hija mía.
- De acuerdo -dije mirándola resignada-. Me has puesto entre la espada y la pared. Ahora le llamo.
Me dirigí al dormitorio de mi madre para usar su teléfono. Comencé a marcar el número del despacho de James en Londres y empecé a sentirme mareada. Emocionada y asustada al mismo tiempo. En unos instantes iba a oír su voz.
Y la espera me mataba. Estaba acalorada y temblaba debido a la expectación. Iba hablar con él, con mi James, mi mejor amigo. Salvo que, sin duda, había dejado de serlo. Pero a veces, durante unos instantes, lo olvidaba.
Comenzaba a resultarme difícil respirar. El aire parecía incapaz de recorrer todo el camino hasta el fondo de mis pulmones. Oí cómo el teléfono empezaba a sonar. Un escalofrío me recorrió y sentí ganas de vomitar. La recepcionista respondió.
- Esto… ¿Puedo hablar con el señor James Webster, por favor? -pregunté con voz temblorosa. Me sentía como si me hubiesen puesto una inyección de anestesia en los labios.
Se oyeron dos clics en la línea. En un momento estaría hablando con él. Contuve la respiración. Era como si después de tanto respirar a conciencia no me hubiera servido de nada. Se oyó otro clic. Y la recepcionista regresó al aparato.
- Lo siento, pero el señor Webster no estará en toda la semana. ¿Puede ayudarle algún otro compañero?
La decepción fue tan dolorosa que apenas pude alcanzar a balbucear.
- No, no se preocupe, gracias.
Y colgué. Continué sentada en la cama de mi madre. Ahora sí no sabía qué hacer.
Llamarle me había supuesto un verdadero suplicio. Y, por mucho que me pesara, me había emocionado muchísimo al creer que iba a hablar con él. Y él ni siquiera se encontraba en su despacho.
¡Menuda decepción!
La adrenalina corría por mi organismo, produciendo espinas de sudor que estallaban en mi frente, haciendo que mis manos transpirasen y temblasen, provocándome mareos, y yo ignoraba qué hacer al respecto.
Y de repente me sobresalté al pensar dónde se había metido James. Por favor, no me digas que se ha ido de vacaciones. ¿De vacaciones? ¿Cómo podía irse de vacaciones cuando su matrimonio se desmoronaba? En realidad ya se había desmoronado.
A lo mejor está asistiendo a clases, pensé desesperadamente. Pensé en volver a llamar para preguntar por el paradero de James. Pero me contuve. No iba a echar por tierra el poco orgullo que aún me quedaba.
Quizá esté enfermo, pensé. A lo mejor tiene la gripe. Si me hubieran dicho que tenía cáncer en estado terminal, probablemente me habría sentido más reconfortada. Lo que fuese, pero no dejéis que se vaya de vacaciones.
La sola idea de que él pudiera vivir sin mí, de que en realidad pudiera estar disfrutando de esa otra vida era horrorosa.
Aunque, bien mirado, yo era consciente de que llevaba una vida sin mí. Quiero decir que estaba más claro que el agua. Vivía con otra mujer, no se había puesto en contacto conmigo, ni siquiera para interesarse por Kate. Y a pesar de todo, supongo que yo no había dejado de albergar la esperanza de que seguía suspirando por mí, de que me añoraba terriblemente y de que, al final, regresaría a mi lado.
Pero si se había ido de vacaciones, toda esperanza se desvanecía. Le debo importar un carajo, pensé. Probablemente se ha largado con su tía buena a algún complejo turístico exótico. Debe estar bebiendo piña colada del zapato de Denise. Su vida retumbaba al son de botellas de champán descorchándose y fuegos artificiales explotando, y se encontraba rodeado de música y de gente feliz ataviada con sombreros de fiesta, engalanada con serpentinas, que pasan bailando por su lado, armando jolgorio y haciendo la conga.
Mientras tanto, yo tiritaba en aquel frío de marzo, convencida de que James se estaba dando la gran vida en algún complejo caribeño, donde tendría catorce criados y piscina privada y donde el aire olía a flores de franchipán.
Yo no tenía ni idea de cómo eran las flores de franchipán. Simplemente sabía que acostumbraban a aparecer en este tipo de escenarios.
¡Válgame Dios!, pensé tragando saliva. Lo que menos preveía era sentirme de aquella manera. ¿Y ahora qué hago?
Mi madre irrumpió en la habitación con un enorme fardo de ropa recién planchada. Se detuvo sorprendida al verme.
- ¿Y a ti qué te pasa? -preguntó.
- He llamado a James -respondí echándome a llorar.
- ¡Ay, Dios mío! -repuso.
Dejó la ropa sobre una silla y se acercó para sentarse junto a mí.
- ¿Qué te ha dicho?
- Nada -dije entre sollozos-. No estaba. Seguro que se ha ido de vacaciones con esa puta sebosa. Y seguro que han volado en primera clase. Y seguro que tienen jacuzzi en su cuarto de baño.
Mi madre me rodeó con los brazos. Y finalmente dejé de llorar.
- ¿Quieres que te ayude a guardar la ropa? -le pregunté gimoteando.
Mi madre comenzó a preocuparse de verdad.
- ¿Te encuentras bien? -me preguntó.
- Sí. Estoy bien.
- ¿Seguro?
- Sí -insistí.
Me encontraba bien. Será mejor que de ahora en adelante comience a acostumbrarme a estar así de alterada, decidí. Porque a partir de ahora esto va a ser el pan nuestro de cada día. Al menos hasta que acabase por aceptar el hecho de que lo mío con James había terminado.
De acuerdo, lo admito, me sentía fatal. Herida y conmocionada. Pero con un poco de tiempo dejaría de sufrir tanto. El dolor remitiría.
Y ahora no me iba a pasar una semana en la cama. Me cuadraría de hombros y seguiría adelante.
Le llamaría el lunes. Será un buen momento para hablar con él. Seguro que para entonces él estará hecho polvo, de vuelta al trabajo y con la depresión posvacacional y el desfase horario encima.
Trataba de animarme fingiendo que al ver que él se sentía abatido, yo me alegraría. Y si no pensaba demasiado en ello, funcionaba durante un ratito.
- De acuerdo, mamá -le dije con determinación-. Vamos a guardar esa ropa.
Fui resueltamente hacia la pila de ropa recién planchada. Mi madre me miraba pasmada mientras yo ordenaba las prendas. Cogí unas cuantas y le dije:
- Voy a poner éstas en el cajón de Anna.
- Pero… -comenzó mi madre.
- Nada de peros -repuse.
- No, Claire…
- Mamá -insistí, conmovida al ver que ella se preocupaba por mí, pero resuelta a recobrar la compostura y comportarme como una hija obediente-. Ya me encuentro bien.
Salí de la habitación y me dirigí al dormitorio de Anna.
La puerta del cuarto se cerró. Cosa que amortiguó la voz de mi madre cuando me llamó.
- ¡Claire! ¡Por el amor de Dios! ¿Cómo le voy a explicar a tu padre qué hacen sus calzoncillos en el cajón de Anna?
Interrumpí lo que estaba haciendo. No estaba colocando los calzoncillos de mi padre en el cajón de Anna, ¿verdad? Así era.
Lo mejor sería devolverlos a su sitio. Porque Anna advertiría que sucedía algo anormal cuando se cambiase de bragas y se encontrase con unos enormes calzoncillos abolsados.
Siempre y cuando demos por hecho que la muchacha se cambiase de bragas. O, ahora que lo pienso, que tuviese por costumbre llevar bragas.
Yo estaba convencida de que le había oído decir a mi hermana que la ropa, en especial las prendas íntimas, no eran más que una forma de fascismo.
Al oírle mencionar vagamente que el aire necesitaba circular y que la piel necesitaba respirar y que los conductos necesitaban sentirse emancipados y libres, me hizo sospechar que las bragas y su correspondiente uso no figuraban entre los primeros puestos de su lista de prioridades.
Con un suspiró de mártir, recogí el montón de calzoncillos.