CAPÍTULO 33
Sólo para asegurarme, llamé a Judy.
- ¡Claire! -contestó; parecía encantada-. ¿Ya estás de vuelta?
- No, Judy, todavía no -respondí abatida. Antes de que Judy pudiera decir nada, continué-: Verás, necesitaba hablar contigo sobre algo.
- Suéltalo. ¿Estás bien? Pareces algo agitada.
- Lo estoy -admití-. Me siento agitada y confusa y no sé qué está pasando.
- ¿Qué quieres decir?
- Bueno, ya sabes que James y yo nos hemos reconciliado -empecé.
- Sí.
- Bueno, ¿sabías que fue culpa mía que James tuviese una aventura?
- ¿De qué demonios estás hablando? -quiso saber; parecía horrorizada.
- Me dijo que todo había sido culpa mía. Que había sido inmadura, egoísta, exigente y desconsiderada y que sólo aceptaría que volviese si cambiaba radicalmente.
- ¿Que te dijo que era él quien permitiría que tu volvieras? -preguntó Judy con incredulidad-. Claire, espera un momento. Algo no encaja.
Bueno, si Judy creía que algo no encajaba, entonces no era fruto de mi imaginación. Aunque no estaba segura de si experimentar alivio o no.
- A ver, Claire, ¿podemos empezar de nuevo? -me pidió-. James te dijo que se vio obligado a tener una aventura porque eras una persona con la que se le hacía difícil vivir.
- Sí -admití con consternación. Sonaba bien falso del modo en que Judy lo había expresado. James había logrado de alguna forma que sonara mucho más razonable.
- ¿Y ahora te está diciendo que te permitirá volver con él si cambias? -prosiguió-. ¿En qué sentido quiere que cambies?
- Oh, ya sabes. Quiere que no organice tantas fiestas. Y que no acuda a tantas fiestas. Que sea más tranquila, más considerada.
- Oh, ya veo -comentó acalorada-. Quiere que seas una jodida aburrida como él, ¿no es así? O más bien te quiere donde pueda tenerte bien vigilada. ¡Vaya mierda! -Hizo una pausa. Y de pronto se le ocurrió algo-. Pero ¿qué clase de idiota estás hecha? No irás a decirme que te creíste esa basura, ¿no? ¿Es que no ves que se trata del truco más viejo del mundo?
- ¿En qué sentido? -quise saber. Aunque no deseaba oírlo.
- Tiene una aventura. De pronto comprende el terrible error que ha cometido. Desea que vuelvas porque te quiere de verdad (cualquier imbécil se daría cuenta), pero teme que tú lo envíes a freír espárragos. De modo que se inventa que el error fue tuyo para que así te sientas culpable y luego agradecida de que, pese a lo mala Persona que fuiste, él aún quiera que vuelvas.
»Sea como fuere -añadió, tras lo cual inspiró profundamente y se lanzó a otro airado comentario-, resulta que sé a ciencia cierta que está mintiendo.
- ¿Oh? -fue todo lo que pude articular.
- Sí. Me lo dijo Michael. -(Michael era el novio de Judy. Michael era además amigo de James)-. Hará cerca de un mes, Michael salió con James a tomar un par de cervezas, bueno, más bien un par de docenas de cervezas. James se puso como una cuba y no paró de hablar de ti. Michael dice que James está colado por ti, que siempre lo ha estado. Y que siempre ha estado más enamorado de ti que tú de él. Y que siempre ha creído que iba a perderte. Y que no podría soportarlo. De modo que con la presión que suponía el bebé y todo lo demás decidió tirar la toalla. Y metió la pata al liarse con Denise, quien, seamos francos, no pudo creer su suerte al pillar a un tipo como James.
- Ya veo -dije sin alterar la voz-. Es interesante, porque George me ha contado algo parecido.
- No puedo creer que necesitaras oírlo de George o de mí. ¿No sabías acaso que James estaba loco por ti? ¿Y que se sentía totalmente inseguro respecto a ti? -Era obvio que Judy estaba furiosa-. Y te está manipulando -prosiguió airada-. Se está aprovechando de la situación para así tenerte dominada. Te está diciendo que es culpa tuya que él te dejara, y que si no eres como él quiere que seas, volverá a dejarte. ¡Qué típico!
- Judy, tranquilízate un momento. Esto es muy importante.
- Oh, sí, claro. Oye, cuando he dicho que era un jodido aburrido no me refería a que…
- Está bien. Ya sé que lo has dicho, pero no tiene importancia.
- Ya sabes cómo son las cosas -insistió-. Me he dejado llevar por la exaltación y…
- ¡Judy! ¡Por el amor de Dios! ¡Olvídalo! Necesito hablar con claridad de lo que está pasando.
- Lo siento -se disculpó-. Adelante.
- Veamos, James tuvo una aventura, pero dijo que era culpa mía, ¿correcto?
- Eso has dicho.
- Debería haberme pedido disculpas, pero no lo hizo. ¿Correcto?
- Eh… correcto.
- Ha convencido a todo el mundo de que me quiere, excepto a mí. ¿Correcto?
- Correcto.
- Me ha ofendido, humillado, confundido, comprometido, mentido, me ha hecho perder confianza, me ha hecho disculparme por ser yo misma. ¿Correcto?
- Correcto.
- Y no piensa disculparse o consolarme. ¿Correcto?
- Correcto.
- No necesito a un hombre así. ¿Correcto?
- ¡Correcto! Pero… Claire, ¿qué vas a hacer?
- Matar a ese cabrón.
- No, Claire, tómatelo con calma -balbuceó Judy.
- Oh, descuida -dije, y exhalé un suspiro-. No voy a matarle. Pero sí voy a hacerle daño, daño de verdad.
- Eso me parece bien -respondió con alivio-. No merece que vayas a la cárcel por él.
- Gracias por tus francos consejos. Tienes razón, es un jodido aburrido, ¿verdad?
- Absolutamente -repuso con convicción.
- Pronto hablaremos -me despedí-. Buena suerte. Adiós.
Y ahora ¿qué?
Supuse que sería mejor esperar a que James me llamara. Pero ya no me sentía confundida. James me había puesto furiosa, muy furiosa. Y me dije que lo justo era hacérselo saber. En persona.
Me llamó poco rato después. Parecía encantado de que le hubiera telefoneado. Apenas si fui capaz de mostrarme civilizada. Mi rabia amenazaba con desbordarse.
- Claire, qué alegría saber de ti -dijo.
- ¿Qué vas a hacer esta noche, James? -pregunté con brusquedad.
- Eh… bueno, nada -respondió. Me gusta pensar que le sorprendió lo áspero de mi tono.
- Bien -dije-. Estaré ahí sobre las ocho. Necesito hablar contigo.
- Oh… ¿sobre qué? -quiso saber, y detecté una leve ansiedad en su voz.
- Ya lo sabrás.
- No, no, dímelo ahora -pidió, y la ansiedad en su voz fue bastante mayor.
- No, James, espera hasta esta noche -dije con firmeza.
Permaneció en silencio.
- Hasta las ocho entonces, James -me despedí.
- De acuerdo -murmuró él.
Colgué.
Todavía pensaba en lo que acababa de averiguar.
Siempre había sabido que no era tan mala como James me había pintado. Y de verdad que no era sólo porque no quisiera creer que fuera mala persona, aunque lo cierto es que no quería creer en realidad que fuera mala persona pero… bueno, ya saben a qué me refiero. Había tenido la sensación de que James me había mentido o de que al menos había exagerado al decirme que había sido una mujer horrible, infantil, egoísta y desconsiderada durante todo nuestro matrimonio.
Pero no conseguía ver qué motivo tenía para mentirme de esa manera.
Y tenía la sensación de que había tratado de recortarme a medida -bueno, al menos hasta una medida que a él le encajara- al decirme que había sido esa clase de persona.
No le había gustado mi autoconfianza. Le había hecho sentir atemorizado. Así pues, con un cinismo desagradable, había decidido socavar por completo mi confianza en mí misma para lograr que dependiera de él.
Vaya cabrón.
¿Saben qué?, me parece que le odié más entonces que al enterarme de que se estaba acostando con Denise. Ésa era una forma peor de traición.
- Mamá -llamé asomándome a la escalera.
- ¿Qué? -exclamó ella desde la cocina.
- Te necesito.
- ¿Para qué?
- Necesito que cuides a Kate esta noche. Y te necesito para llevarme al aeropuerto.
- ¿De qué demonios hablas?
- Me voy a Londres. Necesito que te quedes con Kate -dije con serenidad.
- ¿Ya es martes? -preguntó ella presa de la confusión.
- No, mamá, hoy es viernes. Pero sigo teniendo que ir a Londres.
- ¿Y volverás a irte el martes? -quiso saber, desconcertada.
- Tal vez -dije. No podía responder a eso. Ni yo misma sabía aún si lo haría o no.
- ¿Qué ocurre? -preguntó con recelo.
- Tengo que resolver un par de cosas con James.
- Creía que ya las habías resuelto -dijo ella, supongo que con cierta razón.
- También yo lo creía -repuse con tristeza-, pero digamos que en la última hora han salido a la luz… otras pruebas, de modo que tengo que ir a verle.
- ¿Cuándo estarás de vuelta?
- Pronto -prometí-. Por favor, mamá; es importante. Necesito tu ayuda.
- Bueno, de acuerdo -dijo, y su tono fue algo más agradable-. Tómate el tiempo que necesites.
- No será más de un día o así -dije.
- Muy bien.
- Necesitaré que me prestes algo de dinero.
- No tientes la suerte.
- Por favor.
- ¿Cuánto?
- No mucho. Cargaré el billete de avión en la tarjeta. Pero necesitaré dinero para imprevistos. Ya sabes, tickets de metro, nudilleras de metal, etcétera.
- Siempre y cuando me las devuelvas la semana que viene, puedo dejarte cincuenta libras.
- Con cincuenta tengo de sobras -dije.
Bueno, eso esperaba al menos. No tenía ni idea de dónde dormiría esa noche, pero algo me dijo que no sería en mi cama de matrimonio de Londres con James.
Qué más me daba. Tenía un par de ex novios que aún no me habían olvidado. De modo que al menos tendría un techo sobre la cabeza. Además de una erección contra la espalda.
Me vestí para matar. Me pareció lo apropiado.
Pero no como quizá hayan esperado, con uniforme de combate, casco con malla forrada de hojas y un par de cinturones con munición cruzados sobre el pecho. Oh, no, llevaba una falda corta, negra y sexy con chaqueta negra, medias finas y tacones altos, muy altos. Me habría puesto un casquete negro con velo de tener uno. Pero por suerte no lo tenía.
Quería parecer una fulana asesina salida del mismísimo infierno. Pero, en retrospectiva, supongo que el casquete habría supuesto llevar la cosa demasiado lejos.
Debía de parecer una de esas viudas sofisticadas que se ven tan hermosas en el cementerio pero a las que el pueblo entero odia porque sospechan que han matado a su marido y porque heredarán todo el dinero que el fallecido pretendía legar para la construcción de un nuevo hospital.
Mamá pareció algo desconcertada ante mi aspecto cuando bajé las escaleras, pero tras echar una ojeada a mi decidido y airado rostro no hizo comentario alguno.
- ¿Lista? -pregunté.
- Sí -contestó mamá-. Sólo tengo que encontrar las llaves del coche.
Exhalé un suspiro. Aquello podía llevarle días.
Mientras mamá entraba y salía de una y otra habitación y vaciaba bolsos sobre la mesa de la cocina o rebuscaba en bolsillos de abrigos murmurando para sí como el ratón blanco (era en efecto el ratón blanco, ¿no?) de Alicia en el país de las maravillas, se abrió la puerta de entrada y apareció Helen con sus habituales pompa y ceremonia.
- ¿A que no sabes qué? -exclamó.
- ¿Qué? -inquirí sin interés.
- ¡Adam tiene novia!
Mi rostro palideció y me dio un vuelco el corazón. ¿De qué estaba hablando? ¿Habría descubierto alguien lo mío con Adam?
- ¡Y aún no has oído lo mejor! -prosiguió Helen, aparentemente encantada-. ¡Tiene un bebé!
Me la quedé mirando. ¿Hablaría en serio?
- ¿Qué clase de bebé? -logré preguntar.
- Pues un bebé pequeño, una niña -respondió Helen-. ¿Qué esperabas? ¿Un bebé jirafa? Dios, a veces me preocupas.
La cabeza me daba vueltas. ¿Qué significaba eso? ¿Cuándo había sucedido? ¿Por qué no me lo había dicho Adam?
- Pero ¿es un bebé recién nacido o qué? -quise saber. Ni siquiera traté de ocultar mi desconsuelo, pero Helen, con su sensibilidad habitual, no pareció advertirlo.
- No -respondió-. No lo creo. No se parece a Kate. Tiene pelo y no parece un viejo.
- ¡Kate no parece un viejo! -exclamé.
- Sí, sí que lo parece -repuso Helen riendo-. Es calva y gorda y no tiene dientes.
- ¡Cállate! -espeté-. Va a oírte. Los bebés pueden entender esas cosas, ¿sabes? Es preciosa.
- No pierdas los papeles -dijo Helen con suavidad-. No sé qué te ha hecho cabrearte así.
No respondí. Todo aquello me había causado un tremendo impacto.
- Ha sido muy divertido -prosiguió Helen-. Adam ha traído a la chica y al bebé a la universidad y la mitad de mi clase está hablando de suicidarse. Y ya puede olvidarse de aprobar ninguno de los exámenes de la profesora Staunton. ¡Si vieras cómo le ha mirado! Te lo juro, le odia.
- Entonces… ¿no conocíais antes a esa chica? -pregunté, tratando de esclarecer todo aquello. ¿Habría estado saliendo con ella mientras me engatusaba a mí? Debía de tratarse de algo así. Uno no sale de repente y compra un bebé con pelo en el supermercado. Esas cosas llevan tiempo.
- No, no la conocíamos -respondió Helen-. Por lo visto tuvieron una gran pelea hace siglos y hacía mucho que no las veía ni a ella ni al bebé. Pero ahora vuelven a estar todos reunidos.
Helen empezó a entonar a pleno pulmón una espantosa canción sobre lo estupendo que era reencontrarse con alguien. Se dirigió bailando hacia las escaleras sin dejar de cantar.
¡Espera!, quise gritar. Todavía no he acabado; aun tengo montañas de cosas que preguntarte.
Pero entró en el baño y cerró de un portazo. Aún la oía cantar, pero más débilmente.
Me quedé de pie en el vestíbulo, desconsolada y estúpida. Qué cierto es eso que dicen de que «no hay peor tonto que un viejo tonto».
Ahora no puedo pensar en eso, me dije. Debo olvidarlo. Ya volveré a pensarlo en otro momento, cuando las cosas sean distintas. Cuando sea feliz y lo haya resuelto todo. Pero ahora no.
Me obligué a dejar de pensar en ello. Me dirigí a la habitación de mi cerebro en que vivían todos mis pensamientos sobre Adam y desconecté la electricidad y cerré con tablones puertas y ventanas para que nada pudiera entrar o salir.
Obviamente resultó muy antiestético. Sin duda recibiría quejas de los pensamientos vecinos. Pero no tenía otra opción. Estaba tratando de resolver mi matrimonio, en uno u otro sentido, y no necesitaba distracción alguna.
Mamá encontró al fin las llaves del coche.
Kate, mamá y yo nos dirigimos hacia el aeropuerto. No hablamos. Mamá se moría por preguntarme qué ocurría. Pero por suerte mantuvo la boca cerrada.
Fue milagroso, pero logré de veras dejar de pensar en Adam. Estaba tan enfadada y molesta por lo de James que supongo que simplemente no me quedaba sitio para preocuparme por otra cosa. Mi depósito de preocupaciones estaba atestado hasta los topes de millares y millares de pensamientos preocupantes sobre James. Lo que quizá fuera injusto. Pero estaba atendiendo a las preocupaciones por riguroso orden de llegada. Y Adam estaba en segundo lugar.
Dejar a Kate fue horroroso, pero tuve que hacerlo. No habría estado bien llevarla conmigo. Opino que tiene un efecto terrible sobre los niños el que sean testigos de cómo su madre asesina a su padre. Le di un beso de despedida en el vestíbulo de la terminal de salidas. Abracé a mamá.
- ¿Puedo preguntarte sólo una cosa? -dijo con tono ansioso y a la espera de una inminente explosión de rabia.
- Adelante -respondí, tratando de sonar amable.
- ¿Ha vuelto James con esa Denise?
- No que yo sepa. -esbocé una sonrisa amarga para tranquilizarla.
- Gracias a Dios -dijo, y suspiró de alivio.
Oh, vaya. Pobre mamá. Si tan sólo supiera que Denise no suponía un problema. Pero en efecto había un problema. Un problema mucho mayor que Denise. Vaya, realmente ésa había sido toda una ocurrencia.
Honestamente, ¿me creerían si les dijera que para entonces quizá estuviera empezando a perdonar y olvidar? ¿Acaso no era ya hora de dejar de mostrarme desagradable con Denise?
Lo cierto es que me resultó muy fácil.
Me volví sobre los sexys y altos tacones y traté de marchar con decisión a través de la sala de embarque. No era fácil mostrarse decidida cuando una no dejaba de colisionar con gente de todas clases que con la más absoluta calma permanecía en pie charlando rodeados de maletas y bolsas, o apoyaban los codos sobre los carritos, como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Como si aquello no fuera un aeropuerto y nadie tuviera un vuelo que coger. Desde luego nadie iba a partir más o menos hasta la siguiente década.
Traté de conseguir expeditivamente un billete para Londres. Pero no fue posible. El amabilísimo miembro del personal de Aer Lingus sólo me permitió hacerlo de forma relajada y pausada.
Entre una discusión sobre la presidencia rusa (¿no le parece un azote lo de la bebida?) y una charla sobre el tiempo (confiemos en que siga sin llover) me hice con una reserva en un vuelo que salía al cabo de muy poco para Londres.
No hubo problema alguno. Lo cual me pareció un desperdicio porque no era frecuente que estuviera de un humor de perros y me sintiera capaz de defender mi postura y mis derechos y causar problemas y todas esas cosas, y aquél habría sido el día idóneo para hacerlas.
Se me negó la oportunidad de entablar una buena discusión.
Pero todo el mundo se mostró encantador y de lo más servicial y todo salió a las mil maravillas.
Maldición.
Eran las cinco y diez.
El vuelo transcurrió sin incidentes.
Habría sido genial que el hombre de negocios de aspecto importante sentado junto a mí hubiera tratado de hablar conmigo, o mejor aún, de ligar conmigo, sólo para poder aprovechar al máximo mi mal humor.
Para ser honesta, me comporté como una cría. Ansiaba disfrutar de la oportunidad de decir algo malévolo. Pensé que me gustaría probar a imitar la voz de Joan Collins. Ya saben, hablar con ese tono pijo y atemorizante, haciendo que mis palabras semejaran cubitos de hielo al caer en un vaso. Y decir algo parecido a: «Yo de usted no me molestaría en hablar conmigo. Estoy de muy mal humor y no estoy segura de cuánto tiempo lograré mostrarme educada con usted.»
Pero, aparte de musitar un vago «perdone» cuando me rozó el muslo al forcejear con el cinturón de seguridad, el tipo me ignoró totalmente. Tan sólo abrió su impresionante maletín de piel y al cabo de un segundo tenía la nariz hundida en una novela de Catherine Cookson. Estoy segura de que la conocen. Es la de la hija ilegítima con la mancha de nacimiento de color vino, ésa que le gusta a su primo, a la que su madrastra azota con una fusta de montar, a la que el lord aristócrata viola cuando tiene trece años y, cuando huye de él, mete el pie en una trampa para conejos y tienen que amputárselo y cauterizarle la herida con un atizador al rojo vivo, mientras su chillidos reverberan por todo el vertedero.
¿O eso es lo que pasa en todos sus libros juntos?
Sea como fuere, el hombre estaba más interesado en Catherine Cookson que en mí y eso me produjo inquietud. Me moría por poner en práctica mi mal humor. En realidad deseaba un poco de calentamiento para la desagradable escena en que me vería envuelta más tarde. Pero no había nada que hacer.
Y entonces sentí cierta vergüenza de mí misma y traté de entablar una conversación, sonriéndole más abiertamente de lo que la cortesía exigía cuando me pasó la bandeja de la comida, ofreciéndome a abrirle el brik de leche cuando éste le planteó ciertas dificultades, dándole mi caramelo de menta para que se lo llevara a su hijita, incluso aunque él se comiera el suyo… esa clase de cosas. Resultó un hombre encantador. Hablamos sobre el libro que estaba leyendo. Le recomendé un par de escritores. Y, para cuando aterrizamos en Heathrow, ya nos tuteábamos. Nos dimos un apretón de manos, nos dijimos que había sido un mutuo placer conocernos e intercambiamos mutuos deseos de llegar sanos y salvos a nuestros destinos.
Volví a quedarme sola. Sola con mis pensamientos, mis temores y mi ira.
Aparte de los noventa mil millones de personas que había en Heathrow estaba completamente sola en Londres.
De haber sido esto una película en lugar de un libro, les habrían mostrado planos de autobuses rojos y taxis negros pasando ante el Parlamento y el Big Ben, y policías con divertidos sombreros dirigiendo el tráfico ante el palacio de Buckingham, y chicas sonrientes con falditas muy cortas bajo el letrero de «Bienvenido a Carnaby Street».
Pero esto es un libro, y sencillamente tendrán que utilizar su imaginación.
Heathrow estaba… bueno, estaba muy concurrido. Es una forma de expresarlo.
Era una auténtica locura.
No podía creer que hubiese tanta gente. Era como si una pintura renacentista sobre el día del Juicio Final hubiera cobrado vida. O como la ceremonia de inauguración de las Olimpiadas. Gente de todas las nacionalidades, con toda clase de exóticos atuendos, pasaba precipitadamente junto a mí hablando en todas las lenguas existentes.
¿Por qué tenía todo el mundo tanta prisa?
Y el ruido era ensordecedor. Anuncios por la megafonía. Niños perdidos. Adultos perdidos. Caros equipajes perdidos. Paciencias perdidas. Estribos perdidos. Chavetas perdidas. Absolutamente todo contaba con una buena posibilidad de haberse perdido.
Había olvidado que Londres era así. Hubo un tiempo en que yo misma funcionaba a esa velocidad con la mayor soltura. Pero me había acostumbrado al tempo de Dublín, de modo que había reducido el ritmo, me había templado y relajado. Permanecí en pie en la terminal de llegadas, aterrorizada, con pinta de paleta que viviera en la Cochinchina, abrumada por la multitud y musitando disculpas a medida que la gente chocaba comigo y chasqueaba la lengua con desaprobación.
Entonces recobré la compostura. Después de todo, no era más que Londres. Me refiero a que podría haber estado en algún lugar que diera miedo de verdad. Como en Limerick, por ejemplo. No, perdonen; sólo bromeaba.
Y allí donde mirase, por todas partes, había pequeños grupos de hombres de negocios. En corrillos, con los desagradables trajes, esperaban los equipajes o la salida de un vuelo y lo más probable era que sus maletines estuvieran llenos de revistas porno.
Todos bebían cerveza, se daban firmes apretones de manos, decididos a exudar simpatía y cordialidad, y competían por ver quién profería la carcajada más sonora y quién hacía el comentario más disparatado sobre sus esposas o el más vulgar sobre cualquiera de las mujeres de la conferencia a la que acaban de asistir o a la que se disponían a ir. «Yo no la echaría de la cama por tirarse pedos», «Qué va, si tiene las tetas demasiado pequeñas» y «Todo el mundo se la ha tirado, hasta los chicos del correo» fueron la clase de comentarios que me llegaron de los distintos grupos.
Me pregunté cuál sería el sustantivo colectivo para un grupo de hombres de negocios. Seguro que tenía que haber uno. ¿Una conferencia de hombres de negocios? ¿Un portafolios de hombres de negocios? ¿Un poliéster de hombres de negocios? ¿Un traje de raya diplomática de hombres de negocios? No quedaban bien. Ninguno de esos términos expresaba en realidad lo repugnantes que resultaban los pequeños grupos. ¿Qué tal una falsedad de hombres de negocios? ¿Una deslealtad de hombres de negocios? ¿Una infidelidad de hombres de negocios?
Me percaté de que un miembro de uno de los grupos me dirigía una mirada lasciva. Aparté la vista a toda prisa. Él se volvió hacia los cuatro o cinco hombres que estaban con él y les dijo algo. Se oyeron carcajadas y todos empezaron a estirar los cuellos con la intención de darme un buen repaso.
¡Los muy cabrones! ¡Habría deseado matarles!
Además, eran de lo más poco atractivo y de lo más anodino. ¿Cómo se atrevían a mostrarse tan arrogantes conmigo? O con cualquier mujer. Deberían sentirse agradecidos de que una mujer les moliera a palos. ¡Que se jodan!, me dije furiosa.
Había llegado el momento de marcharse.
No tenía equipaje que recoger. No pensaba quedarme el tiempo suficiente como para necesitarlo. De modo que al menos me libraría de aquel carrusel infernal.
Inspiré profundamente, cuadré los hombros, apreté la mandíbula y empecé a abrirme paso por la terminal de llegadas. Me dirigía hacia la estación de metro, decidida a avanzar entre el resto de seres humanos cual amazona exploradora que se abriera camino a machetazos a través de una densa maleza.
Por fin llegué a la estación. Era obvio que Japón llevaba a cabo su censo nacional allí. Tras esperar lo que me parecieron varios años mientras los hijos del Imperio del Sol Naciente averiguaban cómo funcionaban las máquinas expendedoras de billetes -¿no se suponía que eran todos magos tecnológicos?- compré uno y subí a un tren que llevaba al centro de Londres. Los fondos no me llegaban para un taxi. El metro estaba atestado y cada nación de la Tierra tenía un representante en él.
No necesito acudir a una reunión de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Ya he estado en una.
El trayecto en metro fue tan incómodo y desagradable que en cierto sentido me vino como caído del cielo. Incluso si no hubiera abrigado ya sentimientos absolutamente homicidas antes de subir, había muchas posibilidades de que los tuviera al bajar del tren.
Un colega pasajero tuvo la amabilidad de apartar mis pensamientos del inminente enfrentamiento con James al presionar su erección contra mí cada vez que el tren volvía una curva.
Y alrededor de las ocho menos diez llegué a mi parada.