CAPÍTULO 27
En cuanto cerré la puerta rompí a llorar.
Como si instintivamente supieran que se había ido -¡eh!, pero qué estoy diciendo, se habían pasado todo el tiempo estiradas en el suelo del dormitorio que quedaba justo encima del comedor, con las orejas pegadas a un vaso, intentando escuchar todo lo que se decía- Anna, Helen y mi madre emergieron como por arte de magia con sus inquietos semblantes.
Me encontraba aturdida.
Como si pudiera sentir mi pesar, Kate se puso a berrear. O quizá, simplemente, tenía hambre. Sea como fuere, resultaba un tanto estridente.
- El muy cabrón -acerté a decir entre sollozos, la cara me escocía por culpa de las lágrimas-. ¿Cómo puede resultarle tan fácil? Es como un robot de mierda, no tiene ningún tipo de sentimientos.
- ¿No estaba alterado? ¿Ni siquiera un poco? -preguntó mi madre.
- Lo único que le preocupa al muy hijo de puta es que va a ser muy sórdido cuando tengamos que hacer la separación de bienes.
- No te preocupes -dijo Helen tratando de consolarme-. A lo mejor te lo deja todo a ti.
Bien, Helen. Pero no era eso lo que quería oír.
- ¿Habéis hablado de una posible reconciliación? -preguntó mi madre, con el semblante pálido y mirada preocupada.
- ¡Para nada! -espeté, provocando un ataque de gemidos en Kate, que estaba en los brazos de una melancólica Anna.
- ¡Reconciliación! -chilló Helen-. No pensarás volver con él, ¿verdad? Sobre todo, después de la forma como te ha tratado.
- Pero ésa no es la cuestión -repuse entre sollozos-. Yo quería que, al menos, me diese una oportunidad. Para decirle que se fuera a la mierda y que no quería verle ni en pintura. Y el cabronazo ni siquiera me ha dejado hacer eso.
Las tres asintieron comprensivas.
- ¡Y ha sido tan presuntuoso! -espeté-. Y yo, encima, voy y me acuerdo de cómo le gusta tomar el puñetero café.
Las tres inspiraron hondo. Y menearon la cabeza con tristeza ante mi estupidez.
- Mal hecho -dijo Anna-. Ahora sabrá que todavía te preocupas por él.
- ¡Pero si no es cierto! -protesté con vehemencia-. ¡No puedo ni verle! ¡Contable de mierda! ¡Cerdo infiel y presuntuoso! ¡La madre que lo parió! -continué, las lágrimas me surcaban el rostro tiznado de rímel.
- ¿Qué ha pasado? -preguntaron las tres, acercándose ligeramente para escuchar otra de las fechorías de James.
- Le preocupa tener que repartir nuestras cosas y yo, yo, ¡yo!, he sido la que ha acabado reconfortándole ¡Qué te parece! Yo consolándole a él, después de todo lo que ha pasado.
- Hombres -dijo Anna, meneando la cabeza con triste incredulidad-. No se puede vivir con ellos, desde luego que no.
- No se puede vivir con ellos -prosiguió mi madre-, pero no les puedes pegar un tiro.
Hubo una pausa.
A continuación intervino Helen.
- ¿Y eso quién lo dice?
- Entonces ¿en qué habéis quedado? -preguntó mi madre.
- Todavía en nada -respondí-. Me va a llamar esta tarde.
- ¿Y qué vas a hacer hasta entonces? -preguntó mi madre.
Casualmente, desvió su inquieta mirada hacia el mueble bar, a pesar de que llevaba vacío una eternidad, pero las viejas costumbres tardan en desaparecer. Habría sido más oportuno que, casualmente, hubiese desviado su inquieta mirada hacia el jardín, debajo del depósito de gasóleo.
- Nada -dije-. Estoy cansadísima.
- ¿Por qué no te acuestas? -se apresuró a sugerir-. Has pasado por un verdadero calvario. Nosotras nos hacemos cargo de Kate.
Helen parecía a punto de protestar. Abrió la boca como para rebelarse, pero volvió a cerrarla. Algo, por lo demás, poco menos que milagroso.
- De acuerdo -dije.
Me arrastré escaleras arriba y me metí en la cama, aún llevaba la preciosa ropa con que me habían engalanado por la mañana. No quedaba ni rastro de aquella mujer sonriente, bien maquillada y atractiva. Tan sólo un desecho, con el rostro enrojecido y sucio y los ojos hinchados.
A media tarde, mi madre me despertó sacudiéndome suavemente por los hombros, y me susurró:
- James está al teléfono. ¿Quieres hablar con él?
- Sí -contesté.
Bajé de la cama a trompicones, con la ropa toda arrugada y medio ciega aún por culpa del sueño que tenía.
- Hola -musité.
- Claire -dijo secamente, todo autoridad y eficacia- He intentado hacer que me envíen las escrituras por fax, pero no hay ningún lugar con servicio de fax en esta puñetera ciudad.
Al punto me sentí culpable. Me hacía sentir como si todo fuera culpa mía. Como si yo me hubiera recorrido la ciudad en persona y hubiese cerrado todos los establecimientos con servicio de fax, con la única intención de fastidiarle.
- Vaya, lo siento -balbucí-. Si lo hubieras dicho, te habría sugerido que los enviaran a la oficina de mi padre.
- Bueno, no importa -repuso entre suspiros, exasperado, y daba a entender que si quería que se hiciera algo, prefería hacerlo él mismo y no involucrarme a mí o a ningún otro miembro de mi familia-. De todos modos, ya es demasiado tarde. Los han llevado a correos y llegarán por la mañana.
Eso si tienes suerte, pensé en la relajada actitud del servicio postal irlandés en comparación con el británico. Pero no dije nada. Sin duda, como no llegaran los documentos, se las apañaría para culparme a mí.
- Pero de verdad pienso que deberíamos vernos esta noche, igualmente -continuó con aquel tono eficiente, como un auténtico profesional. El tiempo es oro, ¿verdad, James?
Pero hagámosle justicia: tenía toda la razón. No nos quedaba otro remedio que vernos. Había mucho de que hablar. Era lógico.
Evidentemente, yo deseaba que todo se arreglara cuanto antes para seguir adelante con mi nueva vida.
No tenía ningún otro motivo oculto, ¿verdad?
No era tan ilusa como para pensar que si me veía en repetidas ocasiones podría darse cuenta de que todavía me amaba, ¿verdad?
Quizá simplemente disfrutaba de su compañía.
¡Y un cuerno!
Pero tenía que admitir que estaba fascinada porque hubiera dejado de quererme. Ya sabes, del mismo modo que la gente siempre se queda mirando la sangre en la carretera y cómo remolcan los coches destrozados después de un accidente. Me consta que es horrible pero, a la vez, me atrae muchísimo. Sé que después estaré trastornada, pero, aun así, no puedo evitarlo.
O, quizá, simplemente quería una oportunidad para darle una paliza de muerte. ¡Quién sabe!
- Bueno, ¿qué hacemos entonces? -preguntó-. Me acercaría a tu casa, pero no estoy seguro de que me espere un buen recibimiento.
Casi no podía creer lo que oía. ¡Menudo caradura! ¡Un jeta de cabo a rabo!
No se merecía que le recibiéramos con los brazos abiertos, pero, bien mirado, yo le había tratado con los mejores modales. Lo cual es más de lo que podía decirse de la manera en que él se había comportado conmigo. ¿Acaso no le había preparado el café? ¿Le había echado los perros encima? No es que tuviéramos perros, pero ésa no es la cuestión. Peor aún, podía haberle echado a Helen encima. Pero ¿qué esperaba?
¿Que la carretera desde el aeropuerto de Dublín estuviera repleta de gente animándole y agitando banderas del Reino Unido? ¿Que hubiera una alfombra roja y una banda militar? ¿Que se declarara fiesta nacional? ¿Que yo le recibiera en la puerta, en body y diciendo, con voz de mujer fatal: «Bienvenido a casa, cariño»?
Sinceramente, estaba desconcertada. No tenía ni idea de qué decir. Quizá, como en la historia del hijo pródigo: «Lo siento, señor, pero se nos acaban de terminar los novillos cebados.»
Parecía resentido. Como si esperara que le dijera: «Venga, James, no seas tonto. Claro que eres bienvenido.»
Pero James nunca estaba resentido. Él era demasiado maduro. Y nadie en su sano juicio podía esperar que yo lo recibiera con los brazos abiertos. Pero ¿qué podía decirle?
- Siento que te hayas llevado esa impresión, James -acerté a decir con humildad-. Si mi familia o yo nos hemos portado de manera poco hospitalaria, sólo puedo pedirte disculpas.
Pero eso, claro, no me lo tragaba ni yo. Si realmente mi familia le había ofendido de alguna manera; si, por ejemplo, Helen le hubiera hecho muecas o gestos obscenos desde la ventana cuando se fue de casa, o le hubiera enseñado el trasero -o incluso algo peor-, yo, personalmente, le hubiera colgado una medalla a mi hermana.
Pero ahora tenía que tratarle bien. Aunque me entraran náuseas al ser amable con él, no podía dejar de pensar en Kate.
Nada me habría gustado más que decirle que de bienvenido nada, pero eso sería tirar piedras contra mi propio tejado. No quería que Kate creciera sin un padre, y el precio a pagar (y me temo que no estaba dispuesta a pagar más) era decirle a James que era bienvenido.
- ¿Entonces quieres que vaya? -preguntó a regañadientes.
Pero ¿qué le pasaba? Se estaba portando como un niño maquiavélico.
- James -dije con tono amable-, no quiero que vengas si no te vas a sentir a gusto. Los dos queremos estar tranquilos. Quizá lo mejor será que nos veamos en el centro.
Hizo una larga pausa para digerir mis palabras.
- De acuerdo -repuso fríamente-. Podríamos ¿ir a cenar?.
- Buena idea -dije, pensando sinceramente que era una buena idea.
- Yo tengo que comer algo -dijo ásperamente-, conque si quieres, te apuntas.
- Siempre has sido un perverso con un pico de oro -dije, esforzándome por sonreír. Pero de repente me sentí tremendamente triste.
Nos citamos a las siete y media en un restaurante del centro.
Y los preparativos fueron, si cabe, aún más laboriosos que los de la mañana. Naturalmente, quería estar hermosa. Pero decidí que también quería parecer sexy. A James siempre le habían gustado mis piernas, y le encantaba que llevara tacones altos, a pesar de que me hicieran casi tan alta como él.
Así que me calcé los zapatos más altos que tenía, mi vestido más corto, negro, por supuesto, y las medias más finas que encontré.
¿No era una suerte que me hubiera depilado las piernas justo la noche anterior? En realidad, había sido al arreglarme para acostarme con Adam. Mejor corramos un tupido velo.
Me puse kilos de maquillaje.
- Más rímel -me apremiaba Helen a mi lado-. Más base.
Diríase que el plan sutil de la mañana no había gozado de mucho éxito. Conque ahora iba a por todas.
Mientras me ponía esa crema tan irritante para que no se corra el pintalabios, me di cuenta de lo penoso que era todo aquello. Horrible.
Solía maquillarme con el mismo cuidado cuando empecé a salir con James. Y ahora, aquí me tienes, intentando a toda costa parecer un bombón para la traca final de nuestra relación.
Qué desperdicio. El fracaso de todas las relaciones podría medirse por la cantidad de maquillaje derrochado.
Qué importan las risas, las riñas, el sexo, qué importan los celos. Pero, eso sí, hay que quitarse el sombrero y guardar un minuto de silencio por el ejército de desconocidos tubos de base, rímel, lápices de ojos, colorete y pintalabios que murieron luchando para que todo saliera bien. Y que entregaron su vida en vano.
Me miré en el espejo y he de admitir que estaba guapa. Alta, esbelta y casi elegante.
- ¡Dios mío! -exclamó Helen meneando la cabeza, sin ocultar su admiración-. Mírate. Pero si hace nada eras una carca y estabas como un foca.
¡Eso sí son elogios!
- Hazte un moño -me sugirió.
- No puedo, tengo el pelo muy corto.
- Qué va -replicó acercándose para recogerme el cabello.
¡Caramba!, no le faltaba razón. El cabello debía de haberme crecido mucho durante los dos meses anteriores, en que lo descuidé por completo.
- Vaya -dije encantada-. No tenía el pelo tan largo desde los dieciséis años.
Mientras Helen se ocupaba de las horquillas y los pasadores, yo le sonreía como una lunática a mi reflejo en el espejo.
- James se va a poner enfermo -dije-. No va a soportar la idea de no poder tener a una tía tan buena como yo. En cuanto entre por la puerta, le tendré suplicándome de rodillas que vuelva con él.
Mis fantasías sobre James babeando humillado se interrumpieron cuando Helen gritó:
- ¿Qué te has hecho en las orejas?
- ¿Qué les pasa?
- Están como moradas.
- Ah, es el tinte. Supongo que será mejor cubrirlas con el pelo -dije cariacontecida. Ya le había cogido cariño a aquella imagen tan sofisticada.
- No, no, ya pensaremos algo -dijo con un brillo en los ojos-. No te muevas.
Y se fue.
Volvió con Anna, quien lanzó un silbido de admiración al verme. Traía un par de trapos y una botella de aguarrás.
- Tú esa oreja -ordenó Helen- y yo ésta.
Cuando me fui a ver a James, en vez de tener las orejas de un color bronceado brillante, las tenía rojas y peladas, casi sangraban. Sin embargo, llevaba el cabello recogido.