CAPÍTULO 5
Llegó el momento de irse a la cama.
Me sentía extraña al ir a dormir en la misma cama en la que había pasado mis años de adolescencia. Creía que aquellos años ya habían quedado atrás para siempre.
Sensación de deja vu que, por lo demás, no me hacía la menor falta.
También era curioso que mi madre me diera un beso de buenas noches cuando tenía junto a mí a mi hija en su cuna.
Aunque ya era mamá, no necesitaba a Sigmund Freud para que me confirmara que todavía me sentía como una niña.
Kate contemplaba el techo con los ojos abiertos como platos. Quizá todavía sufría la conmoción del encuentro con Helen. Yo todavía estaba un poco preocupada por ella pero, sorprendentemente, me sentía muy fatigada. Me quedé dormida rápidamente. Sin embargo, en algún momento había llegado a pensar que no podría dormir. Quiero decir que iba a ser incapaz de dormir a partir de entonces.
Kate me despertó delicadamente a las dos de la madrugada, llorando a un millón de decibelios. Intuía que, en realidad, mi hija no había llegado a quedarse dormida. Le di el biberón. Y regresé a la cama.
Concilié el sueño de nuevo pero, al cabo de unas horas, me volví a despertar sobresaltada, aterrada. La causa no era el exuberante diseño floreado del papel pintado a lo Laura Ashley que lucían las paredes, ni las cortinas, ni el edredón que me envolvía y que a duras penas podía distinguir en la oscuridad.
Aterrada porque me hallaba en Dublín y no en mi piso de Londres junto a mi querido James.
Miré el reloj y eran (sí, lo has adivinado) las cuatro de la madrugada. Debí haber buscado consuelo en que una cuarta parte de los habitantes de la franja horaria del meridiano de Greenwich también se habrían despertado sobresaltados y estarían tumbados en la cama, observando con desesperación la oscuridad, inmersos en sus preocupaciones, desde: ¿me despedirán hoy del trabajo?, pasando por: ¿conoceré algún día a alguien que de verdad me quiera?, hasta: ¿estoy embarazada?
Pero no encontré consuelo en ello. Porque me sentía como si estuviera en el averno. Y comparar el infierno propio con el ajeno no alivia las penas de una.
Lamento ser tan morbosa al respecto, pero si a una le cercenan la pierna con una sierra oxidada, no siente consuelo al saber que en la celda de al lado están clavando a alguien a una mesa.
A oscuras, me senté en la cama. Kate dormía plácidamente junto a mí en su cuna rosa.
Éramos como vigilantes nocturnos, nos manteníamos despiertas por turnos. O, como mínimo, una de nosotras no pegaba ojo.
De todas formas, la similitud se limitaba a eso porque yo no podía gritar -sin faltar a la verdad-: «Las cuatro y sereno.»
El estómago se me revolvía ante aquella horrorosa situación. No podía concebir que me encontrase en casa de mis padres en Dublín y no en mi piso de Londres con mi marido. Tenía la sensación de que debía estar loca para dejar Londres y dejar a James en los brazos de otra mujer. ¡Le había abandonado!
¿Me había vuelto loca? Tenía que regresar. ¡Tenía que luchar por él! ¡Y recuperarlo!
¿Cómo podía yo haber acabado allí?
Había tomado el desvío erróneo hacia un universo paralelo en el que todo se asemejaba a mi propia vida, pero donde todo era siniestro, malvado e inicuo.
No podía vivir sin James. Él formaba parte de mí.
Si se me hubiera caído el brazo me hubiera dicho: No te apures. Ya te crecerá de nuevo si así debe ser. No hay por qué inquietarse. Sólo conseguirás que no te vuelva a crecer.
A fin de cuentas sólo era mi brazo, y James formaba mucha más parte de mi ser que un triste brazo.
Le necesitaba mucho más. Lo quería mucho más. Simplemente, no podía vivir sin él. Quería que regresase. Quería vivir mi vida con él junto a mí. E iba a recuperarlo. (Y a echarle un buen polvo.)
(Siento ser tan frivola y vulgar.)
Estaba atacada de los nervios. ¿Y si ahora ya fuera demasiado tarde? Nunca debí marcharme.
Debí ponerme firme y decirle que entre él y yo lo íbamos a solucionar. Que era imposible que amase a Denise. Que me amaba a mí. Que yo formaba parte de él hasta tal punto que no podía permitirse el lujo de no amarme.
Pero acepté la derrota y lo dejé en los brazos celulíticos (te aseguro que tiene celulitis) de Denise, y ni siquiera protesté.
Había llegado la hora de hablar con él.
No le importaría que le llamase a las cuatro de la mañana. Y es que él era James. Mi mejor amigo. Ya podía hacer yo lo que se me antojara, que a James no le importaría. Él me comprendía. Me conocía.
Yo regresaría a Londres con Kate por la mañana. Y todo volvería a la normalidad.
Íbamos a olvidarnos de todo lo ocurrido la semana anterior. Íbamos a remendar nuestras vidas sin dejar una hebra. La cicatriz iba a desaparecer. Sólo se apreciaría al mirarla muy de cerca.
Todo iba a enderezarse y a volver al buen camino. Las aguas volverían a su cauce. Y así debía ser.
Todo había sido un terrible malentendido, una desafortunada confusión, pero el daño era reversible.
A buen fin no hay mal principio, ¿no es así?
Ya sé lo que piensas. En serio, sé lo que piensas.
Estás pensando: Se ha vuelto loca.
Pues, tal vez. A lo mejor la pena me había desquiciado.
Estarás pensando: Ten un poco de amor propio, Claire.
Pero me temo que me di cuenta de que mi matrimonio era más importante que mi amor propio. El amor propio no te conforta por las noches. El amor propio no te escucha cuando se pone el sol. El amor propio no te dice que le apetece más hacer el amor contigo que con Cindy Crawford.
No se trataba simplemente de un fracasado romance de adolescencia. No le había pedido a otra cheerleader que le acompañara al baile de final de curso. No se trataba de un romance. Se trataba de amor.
Amaba a James. Él formaba parte de mí. Era demasiado bonito para resignarme a perderlo.
Incluso si el capitán del equipo de fútbol me pidiera que le acompañara al baile de final de curso y yo pudiera llevar mi vestido nuevo y, por ello, caminar altiva y orgullosa, seguiría sintiéndome igual. Seguiría necesitando que James volviese a mi lado.
Me levanté de la cama con dificultad, enredándome con el camisón de bombasí que mi madre había insistido en que me pusiera. Al marcharme de Londres, olvidé coger un camisón. Y cuando mi madre lo descubrió me informó ásperamente que nadie dormiría desnudo bajo su techo.
- ¿Qué pasa si hay un incendio? A lo mejor es costumbre dormir así en Londres, pero esto no es Londres.
Así que me dio a elegir entre el pijama con estampado de cachemir de mi padre o un enorme camisón Victoriano, más largo que un día sin pan, de cuello alto, floreado y forrado con muletón. No alcanzaba a comprender cómo se las apañó la mujer para que un hombre la fecundara, nada menos que cinco veces, ataviada de aquella guisa.
La prenda apagaría los calores de cualquier quinceañero italiano. En el momento en que un hombre se hubiera deshecho con éxito de los metros de tela y tuviera la fortuna de dar con un atisbo de carne humana estaría demasiado fatigado para hacer algo al respecto.
Preferí el camisón antes que el pijama de mi padre porque los metros de tela del camisón me hacían sentir como una sílfide, en los huesos y guapa. Mientras que el pijama de mi padre era alarmante y deprimentemente ceñido.
Decidí entonces que todas las sensaciones eran relativas. Me equivocaba al creerme gorda. No estaba demasiado gorda. No me sucedía nada malo. Simplemente, el resto del mundo era demasiado pequeño. Yo no tenía por qué cambiar. Lo único que me hacía falta era cambiar el mundo a mi alrededor. Si pudiera hacer que todo lo que me rodeaba -la ropa, los muebles, la gente, los edificios, los países- creciese un quince por ciento, recuperaría, de pronto, una envergadura normal.
Que sea un veinte por ciento. En ese caso me sentiría delicada como una flor.
Todo, advertí rápidamente, era cuestión de la proporción. Todo era bueno o malo, gordo o delgado, grande o pequeño cuando se comparaba con algo de alrededor.
Así que ahórrate los comentarios graciosos respecto a mi camisón. Mi locura seguía unas pautas (por lo menos en el caso que nos ocupa). Yo era consciente de lo que hacía. Escuálida, así me sentía. En los huesos, etérea y femenina.
Invertí diez minutos en levantarme de la cama, y cuando por fin conseguí ponerme de pie en el suelo, casi me degüello al pisar con el talón los bajos del camisón: la parte anterior del cuello me oprimió sádicamente la garganta.
Atragantada, tosí durante un rato, y Kate comenzó a moverse y a agitarse en su cuna. No te despiertes, cariño, pensé sumida en la desesperación. No llores. No hay necesidad. Todo saldrá bien. Conseguiré que tu padre vuelva junto a nosotras. Ya lo verás. Tú resiste aquí y defiende el fuerte.
Milagrosamente se serenó y siguió durmiendo. Salí de puntillas de la oscura habitación al descansillo. El enorme camisón revoloteaba con holgura y plácidamente en torno a mí al tiempo que yo descendía a ciegas por las escaleras. El teléfono estaba en el piso de abajo, en el recibidor. La única luz perceptible procedía de una farola de la calle, y brillaba colándose por los cristales esmerilados de la puerta principal.
Comencé a marcar el número de teléfono de mi piso en Londres. El ruido del marcado retumbaba en el silencio. Parecían ráfagas de metralleta en la quietud de la casa dormida. Dios, pensé temblorosa, los McLoughlin, tres casas más arriba, van a venir a quejarse del ruido. Se oyeron un par clics cuando el teléfono de Dublín se conectó con el del piso vacío, en una ciudad a más de seiscientos kilómetros de distancia.
Dejé que sonara. Quizá sonó cien veces. O puede que mil.
Sonó y sonó, llamaba a un piso frío, oscuro y vacío. Casi podía imaginarme el teléfono al otro extremo, sonando y sonando, junto a la cama lisa, sin arrugas, vacía, con la sombra de la ventana que se proyectaba sobre ella producto de la luz de la calle que fluía a través de las cortinas descorridas. Descorridas porque no había nadie para echarlas.
Insistí en mi empeño de dejarlo sonar y sonar. Y poco a poco la esperanza me fue abandonando.
James no respondía. Porque James no estaba allí. James estaba en otro piso. En otro lecho. Con otra mujer.
No estaba en mis cabales si de verdad pensaba que lo recuperaría por el mero hecho de querer recuperarlo. Debía estar desquiciada al creer que podía hacer caso omiso de que él estaba viviendo con otra mujer. Por el amor de Dios, me había abandonado. Me había dicho que quería a otra mujer.
Fui recobrando la cordura.
Demencia Transitoria había venido a hacerme una visita.
- Adelante, por favor, la puerta está abierta -le dije.
Afortunadamente Realidad se presentó de improviso y encontró a Demencia Transitoria vagando a sus anchas por los pasillos de mi mente, entraba en las habitaciones, abría armarios, leía mi correspondencia, fisgaba en los cajones de mi ropa interior, y cosas por el estilo. Realidad fue a buscar a Cordura a toda prisa. Tras algún que otro tira y afloja, se las arreglaron para echar a Demencia Transitoria y darle con la puerta en las narices. Demencia Transitoria yacía en la grava de la entrada de mi mente, resollando furiosa y gritando:
- Fue ella la que me dejó entrar. Me pidió que pasase. Ella era la que quería verme.
Realidad y Cordura, que estaban asomadas a la ventana del primer piso, gritaron:
- ¡Venga, lárgate! Aquí no eres bienvenida. Si no te has ido de aquí a cinco minutos, llamaremos a la Policía Emocional.
Supongo que cualquier psiquiatra que se precie habría dicho que era un caso de ofuscación. Que el trastorno causado por la marcha repentina de James era demasiado agudo para que yo pudiera asimilarlo. Que, simplemente, yo no era capaz de aceptarlo ni de asumirlo. Que para mí era más sencillo fingir que nada malo había sucedido y que si fingía que todo iba a salir bien, todo saldría bien.
Me senté en el frío y oscuro suelo del recibidor. Dejé pasar un buen rato y colgué el teléfono.
El corazón, que hasta entonces me había palpitado a cien por hora, recuperó su ritmo normal. Las manos dejaron de temblar y la cabeza cesó de fingir y fantasear.
No iba a regresar a Londres a la mañana siguiente. Ahora mi vida estaba aquí. Al menos, por el momento.
Me sentía desdichada.
Tras la euforia de creer que iba a hablar con James y que todo volvería a la normalidad, me quedé sumida en la más grande y desoladora de las tristezas que jamás hube sentido. Tristeza del tamaño de un continente. Tan profunda como el Atlántico. Tan vacía como el cerebro de Helen.
Los pies empezaron a entumecerse.
Aunque me sentía tan abatida como una anciana milenaria, tuve la sensación de que jamás sería capaz de dormir de nuevo.
La aflicción que sentía por aquella pérdida era tan tremenda que una sensación de sueño se apoderó de mí. Me moría de ganas por echar una cabezadita. Por liberarme a cualquier precio de aquel sentimiento.
¡Lo que hubiera dado por tener una madre neurótica! De esas que guardan los somníferos y el Valium y los antidepresivos a capazos en el botiquín del cuarto de baño.
En realidad era una neurótica, pues actuaba como si fuésemos posibles candidatas a ingresar en un centro de rehabilitación para drogadictos cuando le pedíamos dos comprimidos de Paracetamol para el dolor de garganta/ acidez de estómago/una pierna fracturada/la úlcera duodenal perforada.
Tenéis que ser fuertes, decía. Recordad el padecimiento de Nuestro Señor en la cruz. O a veces: ¿qué haríais si no se hubieran inventado los medicamentos? A lo que puede que le contestásemos: Estar clavado en la cruz es como un día en las carreras comparado con este dolor de oído. O, si no: me puedes flagelar contra el pilar cada día de la semana si me libras de este dolor de muelas.
Esto, por descontado, ponía punto final a cualquier esperanza, por nimia que fuese, de conseguir el fármaco deseado de mi madre. La blasfemia figuraba entre las primeras en su lista de ofensas imperdonables.
¡Lo que hubiera dado por que mi hermana Anna aún traficara con drogas! ¡Lo que hubiera dado por una pastilla de éxtasis en aquel momento!
Las posibilidades de hacerme con alguna bebida alcohólica eran impredecibles. Mis padres no eran bebedores y tenían pocas botellas en casa.
Que es cierto, que lo digo en serio. Y, por raro que parezca, no se trataba de una actitud deliberada. Ni de una decisión que hubieran tomado a conciencia. No era, ni mucho menos, por voluntad propia.
Incluso cuando se proponían tener botellas en casa, no conseguían más que acumular una pequeña cantidad, gracias a mí y, más recientemente, a mis hermanas.
Nuestro lema era: «Ninguna graduación es excesiva ni exigua. Todas las bebidas son dignas de consideración.» Cualquier cosa, desde el whisky a granel hasta el aguardiente de cereza o el asequible Babycham y todo lo que cayera entre medio, era como una bendición para saciar nuestra necesidad.
En mis años mozos, en aquellos idílicos tiempos antes de que descubriese las bondades del alcohol, teníamos un mueble bar de lo más variado, a rebosar. El vodka polaco en estado puro se daba codazos con las botellas de Malibú. Las botellas húngaras de Slibovitch se comportaban como si tuvieran todo el derecho del mundo a colocarse junto a la botella de Southern Comfort. La guerra fría no tenía cabida en nuestro mueble bar.
Lo que sucedía era que mi padre no paraba de ganar botellas de brandy o de whisky en el golf. Y mi madre ganaba de vez en cuando una de jerez o algún otro licor femenino en sus partidas de bridge. Cuando iban de vacaciones, nuestros conocidos nos traían regalos en forma de botellas exóticas. En cierta ocasión, nuestro vecino de al lado nos trajo una botella de ouzo de Chipre.
La secretaria de mi padre nos vino con el Slibovitch cuando fue de vacaciones al otro lado del Telón de Acero.
(Eso ocurrió en 1979, y mis hermanas y yo la creímos muy osada y valiente, y a su regreso la abrumamos con preguntas acerca de si había presenciado alguna violación de los derechos humanos en Hungría.
- ¿Es cierto que todavía tienen que llevar pantalones de campana y zapatos de plataforma? -le preguntamos con los ojos llenos de terror y sin perder detalle. Mientras Margaret, tan mundana como siempre, estaba interesada en saber a cómo salía al cambio un paquete de chicles.
- ¿Cuántos paquetes necesitaría para comprarme una casa?
Sinceramente, aquella niña tenía visión de futuro.)
Anna ganó una botella de licor de banana amarillo fluorescente en el sorteo de Navidad de Saint Vincent de Paul. Ahora no me viene a la memoria quién se agenció una botella desperdigada de licor de albaricoque.
Nuestra colección alcohólica iba incrementándose paulatinamente. Y como mis padres apenas bebían y nosotras las niñas aún no habíamos comenzado a empinar el codo, nuestro mueble bar se desbordaba.
Sin embargo, aquellos días felices llegaron a su fin. Lamento informarte que al cumplir los quince años descubrí las delicias del alcohol. Y pronto advertí que mi bolsillo no daba para cubrir las necesidades creadas por aquella nueva afición. Como resultado, me pasé largas y angustiosas horas en el salón, vigilando de reojo mientras me hacía con pequeñas cantidades de líquido de las botellas del mueble bar.
Lo vertía en un botellín de limonada que me había procurado como continente para elaborar los mejunjes. Me preocupaba vaciar demasiado una sola botella, así que escogía una amplia selección de bebidas. Y lo mezclaba todo a la vez en el botellín de limonada; ya ves por dónde van los tiros. No me importaba lo más mínimo el gusto del producto final. Mi prioridad era emborracharme. Y si para ello tenía que beber algo de repugnante sabor, así lo haría.
Pasé muchas horas felices tras haberme bebido una mezcla de (pongamos por caso) quizá jerez, vodka, ginebra, brandy y vermut (tía Kitty nos había traído el vermut de su viaje a Roma), jovialmente ebria en cualquier discoteca, previo uso de mentiras o amenazas para que mis padres me dejaran ir.
Tiempos memorables. Tiempos de esplendor. Para evitarme una escena incómoda y violenta con mis padres, sustituía lo que había tomado de cada botella por su correspondiente cantidad de agua. Qué mejor manera de no dejar huellas, pensé.
Sin embargo, al igual que las plantas delicadas se marchitan con el exceso de agua, me las apañé para aguar el alcohol en demasía. Concretamente una botella de vodka.
Pero finalmente me llegó el día del juicio final.
Un sábado por la tarde, cuando tenía diecisiete años, mis padres habían invitado a los Kelly y los Smith a tomar algo en casa. Dio la casualidad de que mi madre y la señora Kelly bebían vodka. O eso creían. Sea como fuere, gracias a mis esfuerzos durante aproximadamente los últimos dieciocho meses, lo que una vez había sido una botella de Smirnoff era ahora, más o menos al ciento por ciento, agua de la más cristalina y pura calidad, sin la menor gota de alcohol.
Los demás tuvieron la fortuna de poder beber alcohol de verdad.
Conque mientras mi padre, el señor Kelly, el señor Smith y su esposa empezaban a alzar la voz y a ruborizarse, y la conversación se iba animando y comenzaban a reírse de cosas que no tenían ni pizca de gracia, y mi padre le confesó a los presentes que no declaraba todos sus ingresos al fisco y los Smith revelaron que el señor Smith había tenido un lío de faldas el año anterior, y que casi se separan pero que ahora estaban tratando de arreglar las cosas, mi madre y la señora Kelly continuaban sentadas, rígidas, con cara de póquer y una sonrisa forzada mientras los demás se mondaban de risa.
A mi madre no le pareció divertido que la señora Smith derramase su Bacardi con coca-cola (yo no sentía ninguna pasión por el Bacardi, por lo que su contenido seguía prácticamente intacto) sobre la preciosa alfombra de la sala de estar, pero mi padre lo encontró gracioso. El regocijo era general. Si exceptuamos a las bebedoras de vodka.
Mi madre cayó en la cuenta al día siguiente.
La botella de vodka fue convocada y sometida a diversos exámenes. (Como por ejemplo: A ver, huele esto, dijo. ¿A qué huele? A nada, mamá, respondí. ¡Exactamente!, repuso ella.)
Los resultados obtenidos en el laboratorio forense improvisado en la cocina demostraban que, en efecto, había sido manipulada. De hecho, manipulada repetidamente.
Mis padres y yo protagonizamos una escena desoladora. A decir verdad, mi madre era la que lloraba a lágrima viva, por la vergüenza y la ira que sentía.
- Menudo bochorno nos has hecho pasar -se lamentó-. Invitamos a unos amigos a que vengan a tomar algo y todo lo que les damos son bebidas aguadas. ¡Tierra trágame! ¿Cómo has sido capaz? Tú, que prometiste no beber hasta que cumplieses los dieciocho años.
Yo, por mi parte, estaba avinagrada y resentida, y guardaba silencio. Agaché la cabeza para ocultar la vergüenza y la rabia que sentía al ser descubierta.
Mi padre guardaba silencio, estaba triste.
A continuación se tomaron drásticas medidas. Las bebidas fueron arrestadas y encarceladas. Detenidas bajo llave en un armario de alta seguridad sin derecho a ser enjuiciadas. Únicamente mi madre conocía el paradero de la llave y, como dijo ella misma, tendrían que pasar sobre su cadáver para sonsacarle el secreto.
Naturalmente era sólo cuestión de tiempo hasta que yo o mis hermanas diésemos con la manera de forzar la cerradura.
A partir de entonces nos vimos envueltas en una especie de maniobras guerrilleras por las que mi madre se empeñaba dar con nuevos escondites donde ocultar sus menguantes suministros alcohólicos. De hecho, Helen asegura que oyó a mi madre hablar por teléfono con tía Julia, que es alcohólica, y que le pidió consejo sobre dónde ocultar las bebidas. Este extremo no ha sido corroborado, por lo que no debe ser considerado como palabra de Dios.
Pero mi madre sólo conseguía adelantársenos por muy poco. Tan pronto como encontraba un nuevo escondrijo para su alijo, una de nosotras daba con él. Por la misma razón que constantemente se deben desarrollar nuevos antibióticos para combatir las nuevas variedades resistentes de bacterias, mi madre tenía que inventarse una y otra vez nuevos escondites. Por desgracia para ella, su condición de nuevos o de ocultos era efímera.
Incluso intentaba hablar con nosotras para hacernos entrar en razón.
- Por favor, no bebáis tanto. O por lo menos no bebáis tanto de las bebidas que vuestro padre y yo tenemos.
Y, normalmente, nuestra respuesta, he de decir que con más compasión que rabia, era algo del estilo de:
- Pero, mamá, nos gusta beber. Y estamos sin blanca. No nos queda otra elección. ¿Tú crees que nos gusta comportarnos como vulgares ladrones?
Aunque Margaret, Rachel y yo ya no vivíamos en casa y podíamos permitirnos cualquier vicio que pudiéramos tener, Helen y Anna todavía vivían allí e iban apuradísimas de dinero. Así que la batalla continuó.
Y lo que una vez fue una noble e ilustre colección de bebidas se convirtió en un montón de mugrientas y cochambrosas botellas vacías, que vagaban nómadas por entre los armarios, los cubos de carbón y bajo las camas en busca de refugio. ¡Qué tiempos aquellos en los que las botellas gozaban de esplendor y rebosaban licores, y lucían etiquetas de marcas conocidas! Todo lo que queda en su lugar es una mugrienta botella de Drambuie, cubierta de pelusa, con un centímetro de líquido en el culo, y un dedo de vodka cubano (lo prometo, fabrican tal cosa. Es obviamente la bebida idónea para el camarada cubano ideológicamente correcto) y la botella casi íntegra de licor de banana, sobre la cual Helen y Anna han dejado claro que preferirían la muerte a tener que bebérsela.
Continuaba sentada a oscuras en el frío suelo del recibidor. Sentía la necesidad de beber algo. Incluso me habría tomado el licor de banana si hubiera sabido dónde estaba. Me sentía tremendamente sola. Consideré la posibilidad de despertar a mi madre para que me diera algo de beber, pero la sola idea me hizo sentir culpable. Ella estaba tan preocupada por mí, si la pobre mujer había conseguido conciliar el sueño, yo no podía despertarla adrede.
Quizá Helen podría ayudarme.
Subí cansinamente por las escaleras hasta su habitación. Pero al entrar sigilosamente en su cuarto advertí que su cama estaba vacía. Una de dos, o se había quedado a dormir en casa de Linda o algún jovencito estaba de enhorabuena. Si había pasado la noche con un hombre, seguramente encontrarían el cuerpo sin vida de él a la mañana siguiente, junto a una nota dando cuenta del suicidio al estilo de: «He conseguido todo lo que me había propuesto en la vida. Nunca podré sentir tanta felicidad como en este momento. Quiero morir en este estado de éxtasis. Es una diosa.»
Y, entonces, como si no tuviera suficiente con lo mal que me sentía, se apoderó repentinamente de mí un miedo angustioso, algo terrible le había sucedido a Kate.
Se había muerto en su cunita. O se había atragantado en su propio vómito. O se había asfixiado. O algo tenía que haberle ocurrido.
Regresé a mi dormitorio a toda prisa y me sentí aliviada al comprobar que todavía respiraba. Estaba allí tumbada, era como un fardo arrugado, rosado y fragante, tenía los ojos cerrados herméticamente.
Mientras esperaba a recobrar el aliento y a que el sudor se evaporase de mi frente, me preguntaba cómo se las ingeniaban otros padres. ¿Cómo podían dejar que sus hijos fueran a jugar con otros niños? ¿No eran presa del pánico cada vez que dejaban a sus hijos solos más de cinco minutos?
Ahora a mí me resultaba dificilísimo. ¿Cómo diantre me las arreglaría cuando tuviera que enviarla al colegio? Ni en sueños iba yo a abandonarla de ese modo. El director del colegio tendría que dejar que me sentase al final de la clase.
Ahora necesitaba un trago de verdad.
A lo mejor Anna estaba en casa.
Me dirigí a rastras hacia su dormitorio y abrí la puerta cautelosamente. El tufo me abofeteó cuando abrí la puerta. El tufo a alcohol, claro está.
¡Bingo!
Gracias a Dios, pensé. Había ido a parar al lugar correcto.
Anna estaba hecha un ovillo en la cama, su cabello negro y largo desparramado por todo su cuerpo y en la almohada, junto a ella, había lo que parecía un Big Mac.
- ¡Anna! -murmuré en voz alta meneándola ligeramente.
No hubo reacción.
- ¡Anna! -murmuré elevando aún más la voz esta vez, y meneándola por el hombro más enérgicamente.
Encendí la luz de la mesilla de noche y la enfoqué hacia su rostro, estilo Gestapo. ¡Despiértate!
Abrió los ojos y me miró fijamente.
- ¿Claire? -dijo incrédula con la voz ronca.
Parecía muy asustada, como si se creyese víctima de una alucinación. Nada extraño tratándose de Anna. Me refiero a lo de alucinar.
Es de las que gustan de las sustancias que alteran el estado de ánimo, ya me entiendes. Pobrecilla. Ella estaba convencida de que yo me encontraba a más de seiscientos kilómetros, en otra ciudad, viviendo otra vida. Pero allí estaba yo, presentándome en su habitación de madrugada.
Y encima gorroneando.
- Anna, perdona que te moleste a estas horas, pero ¿tienes alguna bebida por ahí?
Ella se limitó a contemplarme fijamente.
- ¿Qué haces aquí? -preguntó en voz baja, aterida.
- Es que estoy buscando algo que beber, coño -repuse exasperada.
- ¿Has venido a darme algún mensaje? -preguntó sin quitarme de encima aquellos ojos como platos.
Vaya por Dios, pensé enojada.
A Anna le encantaba todo lo sobrenatural. Nada podría complacerla más que ser poseída por el diablo, o vivir en una casa embrujada, o ser capaz de predecir calamidades. Ella, evidentemente, ardía en deseos por que yo formase parte de algún fenómeno paranormal. O eso o es que estaba más borracha que de costumbre.
Estuve a punto de decirle algo despiadado. Por ejemplo: «Sí, Anna, ¡ten cuidado! Tu cosecha se va a echar a perder.» O: «Sí, Anna, ¡ten cuidado! (el "ten cuidado" era imprescindible). El cántaro está agrietado y derramarás la leche que llevas al mercado.» O: «Sí, Anna, ¡ten cuidado! No cercenes las ramas del espino.»
El hecho de que Anna no tuviese cosechas, ni leche en un cántaro agrietado que llevar al mercado, ni estuviese a menos de veinte kilómetros de un espino no le importaría lo más mínimo. Continuaría encantadísima con aquella visita del más allá.
- Sí, Anna -dije para tomarle el pelo, aunque por ello no dejaba de sentirme algo idiota-. Me envían ellos. Me envían para que recoja la bebida.
- Está en mi mochila -musitó.
Su mochila estaba en el suelo junto a un zapato (¿qué le había sucedido al otro?), su abrigo, un cucurucho con algunas patatas fritas todavía en su interior y una lata de Budweiser. Me costó trabajo abrir la mochila porque había dos globos de helio atados a la correa. Estaba claro que venía de alguna fiesta.
Casi me eché a llorar de alivio cuando encontré una botella de vino blanco en la bolsa.
- Gracias, Anna -dije-. Mañana te lo pago. -Y me marché.
Ella todavía parecía aturdida y asustada. Asintió bobamente.
- De acuerdo -acertó a musitar.
Fui a ver a Kate. Todavía dormía plácidamente.
Tenía la impresión de que me la iba a encontrar sentada en su cuna, cruzada de brazos y exigiendo saber dónde estaba el padre que le había prometido. Pero simplemente dormía, soñando sueños de bebé, con nubes rosas, cálidas camas y gente agradable que huele bien y comida en abundancia y mucho sueño y mucha gente cariñosa.
Sin la preocupación de tener que guardar cola para ir al cuarto de baño.
Me llevé la botella al piso de abajo, a la cocina, y la abrí cansinamente. Sabía que después de un trago me sentiría mucho mejor. Justo cuando me estaba sirviendo una copa de vino, apareció Anna por la puerta de la cocina, frotándose los ojos. Parecía confundida e inquieta, el largo cabello negro le cubría el rostro.
- Vaya, Claire, pero si eres tú de verdad. No podía creérmelo -dijo sonando medio reconfortada, medio decepcionada-. Pensaba que me había dado el delirium tremens. Luego creí que era una visión. Pero luego pensé que si hubiera sido una visión, seguramente llevarías puesto algo más bonito que ese horrible camisón de mamá.
- Sí, soy yo de verdad -dije sonriendo-. Siento haberte asustado. Pero me moría de ganas por tomar una copa. -Me acerqué y la rodeé con los brazos. Era estupendo verla de nuevo.
Anna se parecía mucho a Helen, la carita blanca, los ojos almendrados de gato y aquella graciosa nariz.
Pero ahí se acababa el parecido. Para empezar yo no sentía el impulso de matarla veinte veces al día. Anna era mucho más callada, mucho más dulce. Era muy amable con todo el mundo. También era, por desgracia, muy desvaída y etérea. Más de una vez oí mencionar su nombre en la misma frase en que se decía: al diablo con las hadas.
Creo que mejor que sea honesta del todo contigo. No puedo ocultar el hecho de que Anna era un poco… a ver… un poco hippie, supongo.
Nunca tuvo un trabajo como Dios manda. Diríase que se pasaba todo el tiempo asistiendo a conciertos de rock. Cada vez que yo llamaba desde Londres y preguntaba por Anna, mi madre respondía algo así como: «Ana se ha ido a un concierto a Glastonbury», o «Anna está en Lisdoonvarna», o «Anna ha conseguido un trabajo en un bar de Santorini».
Y había algunos días -hay que reconocer que eran días horribles- en los que mi madre decía:
- ¿Cómo demonios voy a saber dónde está Anna? Sólo soy su puñetera madre.
Trabajaba esporádicamente. Habitualmente en restaurantes naturistas. Pero los empleos nunca parecían durarle mucho tiempo. Tampoco los restaurantes duraban demasiado, por alguna extraña razón.
Cobraba el subsidio de desempleo.
Ella, como ya he dicho, vendió drogas. Pero por poco tiempo. Y lo hacía del modo más honesto.
Lo digo en serio.
No aguardaba a la puerta de los colegios para tratar de vender heroína en estado puro a niños de ocho años. Sólo vendía pequeñas cantidades de hachís a familiares y amigos. Y por descontado que acababa perdiendo dinero. Se dedicaba también a hacer alhajas y de vez en cuando vendía alguna.
Era una forma precaria de subsistencia, pero diríase que a ella no le importaba demasiado la insegura naturaleza de la misma.
A mi padre le traía por el camino de la amargura. Decía que era una irresponsable. Y, cómo no, la culpa de la inestabilidad de Anna me la achacaban total e injustamente a mí. Mi padre decía que me había ido por patas (es la frase que él empleó) a Londres justo en el momento en que la edad de Anna la hacía fácilmente impresionable, y que yo le había dado a entender que era perfectamente aceptable abandonar un buen empleo para marcharse a Londres y trabajar de camarera. ¿Qué clase de ejemplo le estaba dando?, me preguntó.
A la desesperada, mi padre se propuso hacer de Anna una ciudadana responsable y contribuyente. Se las arregló para conseguirle un trabajo de oficina en una empresa de la construcción. Parece que alguien le debía un favor. Debía de ser un favor enorme.
Craso error tratar de obligar a Anna a que trabajase en una oficina. Era como intentar encajar una pieza redonda de madera en un agujero cuadrado. O como llevar los zapatos cambiados de pie. Desagradable, incómodo y casi con toda certeza condenado al fracaso.
Fue un completo desastre.
Anna era como una flor exótica, acostumbrada al clima tropical, a la que de la noche al día la trasladan a un país húmedo y frío. ¿Cómo iba a poder sobrevivir? No podía más que languidecer, sus preciosos pétalos de colores vistosos se habían marchitado y eran ahora marrones, su delicada fragancia se había evaporado.
El trabajo administrativo no formaba parte, precisamente, de sus talentos. Era demasiado imaginativa y creativa como para tomarse en serio algo tan tedioso como es archivar documentos.
También es cierto que iba demasiado colocada como para hacerlo correctamente.
Un lunes por la mañana su jefe, el señor Sherindan, lanzó un cheque encima de su mesa y le dijo:
- Envíale esto al señor Prescot con una nota de cortesía.
Por fortuna su jefe interceptó el correo antes de que el cheque fuese enviado junto a una carta escrita por Anna. La carta rezaba: «Querido señor Prescot: aunque no nos conocemos, entiendo que es usted un hombre muy agradable. Todos los constructores le profesan una profunda admiración.» Sheridan le explicó a Anna, con mucha paciencia, que cuando se envía una nota de cortesía no se trata de adular a nadie.
Siempre perdía la noción del tiempo a la hora de la comida porque había encontrado el nido de un cisne en un canal cercano a la oficina, y se pasaba las horas observando cómo los pájaros arrullaban sus huevos. (También liaba y se fumaba unos cuantos porros, si hemos de hacer caso de las malas lenguas.)
Pero el día en que sugirió cambiar el sistema archivador de los trabajadores de la construcción, de tal manera que en lugar de ordenarlos por el apellido, ella los ordenaría según sus signos zodiacales, el señor Ballard, el gerente de la empresa, decidió que aquello era la gota que colmaba el vaso.
Ya podía ser un favor que el mismísimo director general le debiera a Jack Walsh, pero aquella muchacha no debía seguir allí ni un día más.
Aunque Anna alegó que sólo estaba bromeando (toda sonriente, sin duda empeorando aún más las cosas, dijo: «Sinceramente, ¿cómo íbamos a considerar la idea de clasificarlos según sus signos del zodiaco? Es que ni tan siquiera conocemos sus ascendencias»), inmediatamente tramitaron su despido. Anna se encontró una vez más sin medios de ganarse la vida.
Mi padre estaba furioso y muerto de vergüenza.
- ¿Qué demonios pasará por esa cabecita? -bramó-. Si no la conociese juraría que toma drogas.
Con el corazón en la mano, he de decir que aunque era un hombre muy inteligente, a veces parecía de lo más ingenuo.
El único roce de verdad que Anna tuvo con un empleo remunerado ocurrió cuando aún iba a la escuela. El tutor de orientación profesional se interesó por saber qué pretendía hacer ella en la vida. Anna contestó que quería estar rodeada de hermosas plumas de colores. Pero no comprendió por qué la colocaron dos semanas de prácticas en una fábrica de estilográficas.
Una vez hubo comprobado que yo no formaba parte de ningún fenómeno paranormal, Anna, aunque decepcionada, decidió sacarle el máximo provecho a la situación.
- Anda, sírveme un vaso a mí también -dijo señalando la botella de vino.
Así lo hice, y las dos nos sentamos a la mesa de la cocina. Eran las cinco de la mañana. Anna no parecía encontrarle nada remotamente extraño a lo tarde que era o, para ser más exacta, a lo temprano que era.
- Salud -dijo alzando el vaso.
- Eso, salud -repuse riendo sardónicamente. Vacié el vaso de un trago.
Anna me miró con admiración.
- Y dime, ¿qué haces por aquí? -me preguntó para entrar en conversación-. No sabía que venías. Nadie me ha dicho… bueno creo que nadie me lo ha dicho -añadió algo vacilante-. Hace una semana que no aparezco por casa.
- Verás, Anna, fue una decisión algo repentina -dije entre suspiros, mientras me preparaba para una larga y tortuosa explicación sobre mis trágicas circunstancias.
Pero antes de que pudiera empezar, me interrumpió bruscamente.
- ¡Cielo santo! -se asombró cubriéndose la boca con la mano.
- ¿Qué? -inquirí preocupada. ¿Estaba el sacacorchos suspendido en el aire? ¿Había aparecido por la ventana el rostro de una premonitoria bambee?
- ¡Ya no estás embarazada! -exclamó.
Muy a mi pesar le dediqué una sonrisa.
- No, Anna, ya no estoy embarazada. ¿Y sabes por qué?
- ¿Porque has tenido un bebé? -preguntó lentamente.
- Exactamente -le confirmé todavía sonriente.
- ¡Jesús! -gritó-. ¡No es maravilloso! -Y me rodeó con los brazos-. ¿Es niña?
- Sí -contesté.
- ¿La has traído? ¿Puedo verla? -me preguntó
Anna toda emocionada.
- Sí, está en mi habitación, dormida. Y si no te importa, preferiría no despertarla. Al menos hasta que me acabe la botella de vino -añadí melancólica.
- De acuerdo -convino Anna mientras me servía otro vaso de vino. De alcoholófila a alcoholófila-. Anda, zámpatelo. Imagino que hace mucho tiempo que no te dejan probar gota. No me extraña que ahora empines el codo de esa forma.
- Sí, hacía tiempo que no tomaba un trago. Pero ésa no es la razón por la que necesito emborracharme tan a la desesperada -le dije.
- ¿Ah, no? -preguntó intrigada.
Así que le conté lo de James.
Y se mostró tan considerada, tan compresiva, tan poco crítica y, a su excéntrico modo, tan sensata que paulatinamente me hizo sentir mejor. Algo más tranquila. Algo menos abatida. Algo más optimista.
Imagino que la botella de vino también merecía una mención especial en los rótulos de crédito. Aunque tenía un papel pequeño, que no insignificante, ayudó a levantarme el ánimo. Pero la palma se la llevó Anna. Murmuró cosas del estilo de «si es así como tenía que ser, es que así tenía que ser», y «todo lo que nos sucede es por nuestro propio bien, aunque a veces no parezca que así sea» y «nuestro futuro está predestinado y todo sucede por algún motivo».
Una forma de hablar muy hippie, pero yo la encontré muy reconfortante.
A eso de las seis salimos de la cocina dejando la mesa cubierta de vasos, la botella vacía, el corcho, el sacacorchos, el cenicero repleto a rebosar y el envoltorio de un paquete de galletas (sí, de las digestivas; mi madre seguía sin comprarnos pastelitos Jaffa) que Anna se había zampado.
Mi padre se levantaría al cabo de una hora para preparar el desayuno para él y para mi madre. Él se encargará del desorden, acordamos. Le gustaba hacer cosas, convinimos. Necesitaba sentirse útil.
Lentamente subimos por las escaleras, abrazándonos mutuamente. Me dejé caer sobre la cama, tenía sueño y me sentía relajada y tranquila. Anna permaneció unos minutos contemplando asombrada a Kate hasta que insistió en ir a buscar los dos globos de helio (que había confiscado ilegítimamente en la fiesta a la que había asistido, junto con la botella de vino) para atarlos a la cuna de Kate. Acto seguido, Anna me dio un beso de buenas noches y salió de puntillas del dormitorio. Yo me quedé dormida como un tronco, aunque no tuve ningún sueño. Kate me despertó quince minutos más tarde, berreando porque quería su desayuno. Le di el biberón y me volví tambaleante a la cama.
Justo cuando comenzaba a adormecerme, oí a mi padre levantarse. Unos minutos después, le oí retumbar escaleras arriba y gritarle a mi madre:
- ¡Tus hijas son unas borrachas de mucho cuidado! -Siempre eran hijas de ella cuando las despedían del trabajo, no asistían a misa, salían hasta tarde y se vestían de forma provocativa. Eran sus propias hijas cuando aprobaban sus exámenes, se licenciaban, contraían matrimonio con contables y compraban casas-. ¡Se pasan la noche bebiendo y el día durmiendo! ¿Y se supone que yo tengo que limpiar el desorden que han dejado en la cocina?
Evidentemente mi padre había descubierto los restos de nuestra fiestecilla matutina.
- No me digas que han vuelto a encontrar la bebida -se lamentó mi madre-. No pensé que esta vez adivinarían que la había puesto debajo del depósito de gasóleo. Ahora tendré que encontrar un nuevo escondite.
Al rato los ánimos se apaciguaron. Cuando, tonta de mí, creí que iba a poder conciliar un par de horas de sueño, alguien llamó a la puerta de la casa. Cosa preocupante, naturalmente, porque sólo eran las siete y media. Oí a mi padre abrir y trabar conversación con un hombre. Me esforcé por oír qué ocurría. ¿Acaso era James? La esperanza resurgió en mí de tal forma que por poco no me desmayo.
Entonces se oyó a mi padre subir a la carrera las escaleras. Y le gritó a mi madre:
- Hay un tarado en la puerta con un zapato en la mano. Quiere saber si es nuestro. ¿Qué hago?
Mi madre, sumida en la perplejidad, guardó silencio por unos instantes.
- Oye, esta mañana, con tanto contratiempo, voy a llegar tarde al trabajo -le dijo mi padre como si fuera ella la culpable.
Comencé a llorar decepcionada. No era James quien estaba en la puerta. Yo sabía exactamente quién era.
- Papá -chillé a lágrima viva-. ¡Papaaá!
- Buenos días, cariño -dijo mi padre asomando la cabeza por la puerta-. Enseguida estoy contigo y te preparo una taza de té. Es que hay un lunático ahí abajo y mejor que me libre de él cuanto antes.
- No, papá. No es un lunático. Es un taxista. Despierta a Anna. Seguro que el zapato es suyo.
- ¡Vaya, así que se ha dignado a venir por fin a casa, ¿eh?! -exclamó mi madre desde su dormitorio.
- Tenía que haber imaginado que esto era cosa de Anna -masculló mi padre mientras se dirigía al dormitorio de mi hermana.
Cuando la hubo despertado, resultó que el hombre que esperaba en la puerta era el taxista que la había traído a casa a altas horas de la madrugada. Cuando acabó su turno, encontró el zapato en el asiento trasero. Y ahora visitaba, cual Príncipe Azul, las casas de las muchachas a las que había llevado la noche anterior, tratando de asignarle propietaria al zapato. Y, en efecto, Anna era su Cenicienta.
Anna le dio las gracias efusivamente. El taxista se marchó. Anna volvió a la cama. Mi padre se fue a trabajar. Yo cerré los ojos. Kate se puso a llorar. Y yo también.