Convencer a los rectos de lo justo
Margaret Weis y Don Perrin
La ventisca había agotado sus fuerzas. Por primera vez en dos días, brilló el sol. Era un disco pálido y lánguido, como si fuera un sol de pergamino pegado en un cielo de franela gris, pero era el sol y daba calor.
Al verlo reflejarse con múltiples destellos sobre la nieve, como las escamas de un Dragón de Plata, la tropa de draconianos abandonó el abrigo de los árboles avanzando como un solo ser, un ser bien disciplinado. Los draconianos salieron de las sombras a la inverniza claridad. Por débil que fuera, se alegraron al ver la luz del sol. Todos batieron las alas para sacudirse la horrible materia blanca y esponjosa, volvieron el rostro hacia la luz y el calor solar y se solazaron con él. Su sangre, que antes corría perezosamente como el agua helada de una ciénaga, empezó a circular de nuevo. Un soldado lanzó una bola de nieve contra otro y se declaró la guerra. Pronto los níveos proyectiles rivalizaban con los copos de nieve, mientras los draconianos ululaban y gritaban.
Molestos por aquella falta de disciplina, los oficiales miraron con expresión preocupada a su comandante, pero Kang se limitó a sonreír y agitó una mano provista de garras. Que los hombres disfrutaran al menos unos momentos. No habían tenido gran cosa para divertirse en las últimas semanas.
Los únicos draconianos que no estaban enzarzados en la pelea de bolas de nieve eran los que llevaban las alforjas de piel que contenían el tesoro, el tesoro más valioso que jamás había llegado a manos de los draconianos, un tesoro que sería la salvación de su raza moribunda. Podían oírse breves graznidos y algún chillido ocasional procedentes de las alforjas; un morro asomaba bajo la tela de una, olisqueando el aire. Las crías draconianas hembras notaban el calor del sol. Quizás, al oír las risas, querían unirse a la fiesta, pero Kang estaba preocupado por si, incluso a la luz del sol, el aire estaba demasiado frío para dejarlas salir.
Estaban creciendo, habían doblado su tamaño durante los cinco meses transcurridos desde que los draconianos las rescataran del monte Celebund. Los draconianos, y Kang en particular, se sentían extraordinariamente protectores con las pequeñas. A las crías casi nunca se les permitía abandonar las estrechas alforjas, semejantes a úteros. Eran muy curiosas, no tenían noción del peligro ni instinto de conservación, consideraban a todo el mundo un amigo. El único día que dejó sueltas a las crías, Kang se arrepintió.
En cuanto salieron de los confines protectores de las alforjas, se irguieron sobre sus inseguras patas e inmediatamente salieron disparadas en cuarenta direcciones distintas. Kang se quedó estupefacto. No sabía que las crías draconianas corrieran tanto. En pocos segundos, estaban hurgando entre las provisiones, arañando y rasgando los odres de agua, cayendo de cabeza al arroyo. Una intentó hacerse amiga de una mofeta con desastrosas consecuencias odoríferas. Otra se cortó un pie con una lanza y aulló como si la hubieran empalado, provocando el pánico entre los draconianos adultos hasta que por fin descubrieron que la herida era totalmente superficial.
Después ocurrió lo peor. Al hacer el recuento, comprobaron que una de las crías había desaparecido. La Brigada puso el bosque patas arriba buscando a la pequeña hembra. La encontraron finalmente hecha un ovillo y profundamente dormida debajo de un escudo del revés. Al final del día, Kang se sentía como si hubiera envejecido cien años. Había sido el peor día de su vida, y eso que ésta incluía innumerables batallas contra humanos, enanos y elfos. Comparado con la persecución de aquellas crías, un combate con un poderoso Dragón de Oro parecía unas vacaciones idílicas. Se juró que, a partir de entonces, las crías se mantendrían en estrecho confinamiento y bajo atenta vigilancia.
Por enésima vez, Kang se preguntó si había tomado la decisión correcta, llevando a las crías en un viaje tan largo. Por enésima vez, su ser interior le repitió cansadamente: «¿Qué otra podías hacer? No podíais quedaros en el valle. Intentasteis vivir pacíficamente con las otras razas y no salió bien. Es mejor encontrar un lugar para vosotros, lejos del resto de la civilización, donde podáis retiraros del mundo y su locura construir un hogar, criar a vuestras familias».
Acuclillándose sobre los cuartos traseros en la nieve, Kang buscó la bolsa del mapa. Sacó un plano muy raído, se encorvó sobre él y lo estudió.
—Dudo de si la ciudad se habrá trasladado, señor —dijo Gloth, mirando por encima de su hombro—. No, ahí está. —Señaló con una garra—. Justo donde estaba ayer. Y anteayer. Y el día anterior…
—Muy gracioso —gruñó Kang. Extendió las alas para que Gloth no pudiera ver y se concentró en el mapa.
Lo habían trazado unos enanos y él tenía que reconocer que aquellas sabandijas sabían hacer bien dos cosas en este mundo: aguardiente enano y mapas. Localizó el punto que indicaba el destino de los draconianos, su futuro, sus esperanzas. Una ciudad en ruinas, abandonada, probablemente por buenas razones, pues se hallaba cerca de Neraka, la anterior capital del imperio del mal de la Reina Takhisis. Los enanos informaban de que la ciudad estaba repleta de todo tipo de seres terribles: muertos vivientes, espectros, esqueletos guerreros, quizás incluso kenders. Lo que aterrorizaba a los enanos, sin embargo, quizá no fuera tan terrorífico para los draconianos.
Cualquiera que expulsara a los habitantes actuales tendrá una ciudad ya hecha. Sólo harían falta unos arreglos, y Kang y sus ingenieros eran expertos en eso. El punto del mapa había cobrado tanta importancia que parecía brillar cada vez que lo miraba. Sabía desde el principio que el camino sería duro, pues atravesaba las montañas Khalkist, pero Kang no se esperaba que las nieves cayeran tan pronto, para aquella época del año. Se echó hacia atrás y plegó las alas.
Un zumbido similar al de una avispa enfadada —excepto que ninguna avispa que se respetase saldría con aquel tiempo— desgarró el mapa. Si Kang hubiera estado aún inclinado una fracción de segundo antes, la flecha le habría atravesado un ala y estaría clavada en su cráneo. Ahora Gloth miraba con expresión estúpida la flecha alojada en su grueso y musculoso muslo.
—¡A cubierto! —gritó Kang—. ¡Nos atacan!
Los draconianos actuaron con presteza, olvidando sus juegos. Los que transportaban a las crías buscaron el refugio de los bosques, mientras sus camaradas se desplegaban para cubrir su retirada. Más flechas hendieron el aire invernal; algunas dieron en el blanco, a juzgar por los alaridos.
—¡Eh, bozaks! ¡Apartaos de las crías! —gritó Kang.
Los cadáveres de todos los draconianos son letales para sus asesinos. El baaz se convierte en piedra, aprisionando el arma que los ha matado. Otros se convierten en charcos de ácido. Cuando un draconiano bozak muere, se venga de su asesino. Sus huesos explotan, matando o mutilando a cualquiera que se halle en la vecindad. Los draconianos encargados de las crías eran baaz, que se convierten en piedra.
Kang extendió la mano y arrancó la flecha de la pierna de Gloth. Manó un hilito de sangre, pero gracias a las escamas de los draconianos, el dardo había hecho pocos estragos. La historia habría sido muy distinta si aquella flecha hubiera dado en el blanco previsto: el cráneo de Kang. El comandante buscó refugio entre los árboles con el herido Gloth. Kang estudió la flecha ensangrentada atentamente y lanzó un amargo reniego.
—¡Slith! —bramó mientras se agachaba—. ¿Dónde está Slith?
—¡Aquí, señor! —El aludido llegó deslizándose sobre la nieve.
—¿Quién nos ataca? —preguntó imperiosamente Kang.
—Goblins, señor —dijo Slith, con expresión de disculpa.
—¡Creí haberte oído decir que habíamos dejado atrás a esos bastardos!
—Eso creía yo, señor —se defendió Slith—. ¡Salimos de su territorio hace dos días! Señor —añadió, bajando la voz y dejándose caer al lado de su comandante—, ¿sabéis de alguna vez que esos perezosos hayan abandonado sus calentitas cuevas para perseguir a un enemigo por la nieve cuando ya no es una amenaza?
—¡Nunca fuimos una amenaza! —protestó Kang—. Puedo comprender que los goblins quieran proteger su territorio, pero les dijimos que sólo estábamos de paso, ¡y nos limitamos a pasar!
—Sí señor —dijo Slith respetuosamente—. A eso me refiero. Volviendo a mi pregunta original sobre los goblins, ¿sabíais que pueden ser tan insistentes?
—No —reconoció Kang lúgubremente. Miró la flecha que aún sostenía y la sacudió como si fuera personalmente responsable de haber estado a punto de ensartarlo—. Nunca había visto goblins con flechas tan bien hechas como ésta.
Como para recalcar sus palabras, otro dardo silbó entre las ramas y se hundió en la corteza de un árbol cercano al punto donde se acurrucaba Kang. Una explosión lejana, en el interior del bosque, le indicó que uno de los bozaks había abandonado este mundo.
—¡Soldados, mantened la cabeza agachada! —bramó Kang. Miró en derredor con preocupación, buscando a los draconianos que llevaban a las crías y confiando en que hubieran encontrado un abrigo adecuado.
—No son goblins corrientes, señor —declaró Slith, mientras él y Kang ayudaban al renqueante Gloth a internarse entre los árboles—. Creo que ya tenemos la prueba de que éstos actúan cumpliendo órdenes. Alguien nos quiere ver muertos, señor.
—¡Menuda sorpresa! —rezongó Kang—. No tengo bastantes dedos en las manos y los pies para contar a todos los que nos quieren ver muertos.
—Los goblins no suelen ser de ésos, señor —argumentó Slith—. Suelen estar de nuestra parte. Quienes los hayan contratado también están de nuestro lado, si entiende lo que quiero decir, señor. Es poco probable que los malditos solámnicos financiaran asesinos goblins.
—Lo que significa que alguien de nuestro bando nos quiere ver muertos. —Kang se quedó pensativo. Eso introducía un factor totalmente nuevo en la situación—. Pero ¿por qué? —Él mismo respondió a su pregunta—. Por las hembras.
—Somos una amenaza para alguien, señor. Sabemos que la Reina Takhisis (escupo sobre su nombre y su memoria) —Slith acompañó la frase con la acción— pretendía que nos extinguiéramos cuando ya no le éramos de ninguna utilidad. Nos temía, y ahora parece que, a pesar de que ella se ha marchado, otros también nos temen.
—Pero ¿quién? —exigió saber Kang con impaciencia, estudiando la flecha que llevaba como si fuera un talismán—. ¿Quién está enterado siquiera de la existencia de las crías?
—Aquellos enanos lo saben, señor, y sin duda no va contra sus principios vender información.
—Cierto —masculló Kang—. Me había olvidado de ellos, maldito sea su peludo pellejo. Me pregunto…
—¿Dónde está el comandante? —gritaba una voz.
Los draconianos sisearon y señalaron. Cada vez que uno de ellos se movía, una flecha silbaba en su dirección.
Kang se puso en pie rápidamente.
—¡Aquí! —gritó. Una flecha le acertó en la espalda, frenada por la cota de malla de su armadura. Slith se la arrancó, la partió en dos y la arrojó sobre la nieve. Kang volvió a acuclillarse.
—¡Señor! —Un draconiano se deslizó por la nieve, atrayendo una tormenta de flechas sobre él. Los demás se aplastaron contra el suelo nevado y esperaron a que pasara la andanada—. ¡Señor! —repitió el draconiano—, hemos encontrado un gran edificio de piedra. Está fuera de la protección de los árboles, en medio de la llanura, aproximadamente a un kilómetro y medio de aquí. No está a cubierto, señor, pero es un buen edificio, bien sólido.
—¡Excelente! —Kang estaba a punto de ordenar a sus tropas que se pusieran en marcha.
—Sólo hay un problema, señor.
—¿Cuál? —preguntó Kang con impaciencia.
—Es un Templo de Paladine, señor.
Un Templo de Paladine. Su enemigo más implacable. El gran dios de los seres rectos de Krynn. En los viejos tiempos, ningún draconiano habría osado poner una garra en el interior de un Templo de Paladine. La ira del dios le habría frito la carne hasta separarla del hueso.
—Paladine se fue —dijo Kang—. Por lo que hemos oído, huyó del mundo hace cinco meses, junto con nuestra cobarde reina.
—¿Y si lo hemos oído mal, señor? —preguntó Gloth. Se había cubierto la herida de nieve y había dejado de sangrar.
—Tendremos que arriesgarnos —dijo Kang—. Slith, ve delante y compruébalo. Llévate el Pelotón de Apoyo.
Podía oír gritos, ruido de lucha. Los goblins habían dejado de dispararles desde lejos y ahora atacaban.
—¡A la orden, señor! —Slith se había levantado y marchado antes de que los arqueros tuvieran ocasión de afinar la puntería con él.
El viento aullaba entre la rala arboleda, levantando del suelo la nieve, que les escocía en los ojos y los dejaba medio cegados. El fragor de lucha se oía lejano, pero era un efecto acústico del viento invernal. Sus soldados, los draconianos de la Brigada de Ingenieros del primer ejército de Dragones, sólo estaban a unos quinientos metros de distancia, escasamente protegidos por los árboles dispersos.
Los enlaces corrieron por la nieve para comunicar las órdenes que acababan de recibir. Kang se apresuró a retroceder para echar un vistazo al templo. Se detuvo al abrigo de los árboles, escrutó a través de la llanura el edificio donde se harían fuertes. Las compañías de vanguardia realizaban un trabajo excelente manteniendo ocupados a los goblins. No llegaban flechas allí atrás… por el momento, pero era cuestión de tiempo.
El templo era un gran edificio de dos plantas, pocas ventanas, y las que había tenían cristaleras emplomadas. Lo coronaba una cúpula. Había sido construido en un mármol resplandeciente, más blanco que la nieve. Una muralla rodeaba el templo propiamente dicho. Detrás del templo y a lo largo de la muralla había varios edificios anexos. Kang apenas distinguió sus tejados de tejas rojas.
La nieve no alcanzaba tanta altura en el llano como en los bosques. El viento barría la tierra helada y la acumulaba en ventisqueros frente a la muralla del templo.
Observó cómo Slith se aproximaba cautelosamente a los sagrados terrenos del templo, que podían ser tan peligrosos para los draconianos como las flechas de los goblins. Nada ni nadie lo atacó. Kang no vio señales de que hubiera centinelas en las murallas. Slith abrió la puerta principal de una patada.
El Pelotón de Apoyo, casi setenta soldados, se materializó detrás de Kang. El comandante alzó una mano para que se detuvieran. El Pelotón estaba encargado de mantener a salvo a las jóvenes hembras draconianas. Todos ellos hablan hecho un voto de sangre, jurando defender hasta la muerte a las crías que transportaban. Fulkth, el jefe de ingenieros y comandante del Pelotón de Apoyo, se adelantó para situarse junto a Kang.
—Tiene buen aspecto —dijo.
—Es un Templo de Paladine —replicó Kang.
La larga lengua de Fulkth recorrió nerviosamente la punta de sus dientes.
—Debemos de tener hasta seiscientos goblins pisándonos los talones, señor.
Kang lanzó un bufido, pero no dijo nada. Slith se asomó a la puerta y empezó a agitar una mano de lado a lado, la señal de que todo iba bien.
—¡Adelante! —ordenó Kang, y el Pelotón de Apoyo salió a la descubierta, dirigiéndose al templo a la carrera. Pasaron junto a Slith, que regresaba para informar.
—¿Crees que podremos resistir ahí, Slith? —preguntó Kang.
—Sí, señor. El Pelotón de Apoyo puede reforzar las puertas y ventanas. Esa muralla de ladrillos es sólida. Obligará a los goblins a darnos tregua. Se lo pensarán dos veces antes de intentar saltarla para atacarnos.
—Igual que se lo han pensado dos veces antes de seguirnos el rastro por la nieve —masculló Kang—. Lo siento, Slith. No es culpa tuya. Estoy de mal humor, nada más.
—Sé cómo os sentís, señor —dijo Slith. Se estremeció y sus escamas tintinearon. Normalmente, la herencia dragontina de los draconianos los protegía del frío, pero si la temperatura disminuía demasiado, no podían adaptarse a ella y se arriesgaban a una posible muerte por congelación.
La temperatura estaba descendiendo.
—¿No hay problemas en el interior? —preguntó Kang—. ¿Ninguna fuerza sagrada te ha impedido entrar?
—No, señor. —Slith sonrió, mostrando una hilera de afilados dientes—. Los rumores que hemos oído deben de ser ciertos. Paladine se marchó hace tiempo. No hay nadie más dentro, al menos que yo haya visto.
—Que Fulkth lo registre todo. El templo será mi cuartel general. Vamos.
Kang y su reducida escolta de cinco draconianos baaz corrieron hacia el templo. El Pelotón de Apoyo ya había cruzado el portal del patio del templo. Kang oyó a Fulkth gritando órdenes de registrar los edificios y atrancar las ventanas y las puertas. Había llegado al portal cuando uno de sus guardias le llamó la atención desde atrás. Un enlace corría hacia él, empleando las alas para saltar y planear, dejando que el viento lo ayudara a recorrer la llanura.
El enlace se detuvo con un patinazo.
—Señor, el jefe de pelotón Gloth informa de que los goblins habían roto su primera línea, pero que ha repelido el ataque y los ha obligado a retirarse a unos trescientos metros. No obstante, cree que es sólo temporalmente y quiere saber si deseáis que retroceda hacia el templo, señor.
Kang miró a Slith.
—¿Tú qué opinas?
Slith se encogió de hombros.
—En algún momento tendrán que retroceder, señor. Bien podría ser ahora.
—¿Cómo va por allí? —preguntó Kang al enlace.
—Hemos perdido a cuatro o cinco de los nuestros, pero uno era Kelemek, el bozak, y cuando murió se llevó consigo a casi veinte goblins.
—Me disgusta haberlo perdido, de todos modos.
«Otro de los nuestros muerto —pensó Kang—. Nuestro número disminuye día a día. Quizá debimos quedarnos en el valle…»
—¿Señor? —Slith observaba a su comandante con expresión preocupada.
El enlace plegó las alas y dio unos pasos de baile para mantener el calor.
Kang parpadeó y se frotó los ojos escocidos por la nieve.
—Si el Primer Pelotón se retira, toda la presión la recibirá el segundo. Eso es inevitable. Chirz, regresa y dile a Gloth que retroceda hasta el templo; luego busca a Yethik y dile que haga lo mismo. El tiempo que tardes en ir del uno al otro causará una demora entre los movimientos de ambos. Que hagan que los pelotones retrocedan escalonadamente.
Yethik era nuevo al mando del Segundo Pelotón. Lo dirigía desde hacía sólo dos días, cuando la flecha de un goblin le acertó en un ojo a Irlikh, matándolo en el acto. Habían perdido casi treinta draconianos desde que partieron del monte Celebund. Sólo quedaban poco más de doscientos en la Brigada.
El enlace asintió y repitió las órdenes para asegurarse de haberlas entendido. Kang le dio una palmada en la espalda y lo despidió.
Uno de los baaz de la escolta del comandante se desplomó de bruces. Slith le dio la vuelta en el suelo. Tenía una flecha en la espalda, alojada bajo sus alas, una zona que la armadura no podía cubrir. Ante sus ojos, el cuerpo empezó a convertirse en piedra.
Slith entró en el templo a la carrera. Kang dejó al baaz donde yacía y cruzó el porcal del patio. El resto de los guardias baaz se precipitó en tropel detrás de él. En el interior reinaba un silencio sepulcral. La muralla impedía el paso del viento. Quizá también mantuviera fuera a los goblins.
—Slith, asegúrate de que el Pelotón de Apoyo está preparado para ocuparse de la defensa. Ah, y empezad a encender hogueras. Necesitaremos calor. Vosotros cuatro, montadme un puesto de mando en la segunda planta, donde pueda ver los combates. Quiero que subáis antorchas. Que Dremon venga a informarme en cuanto estéis listos.
El baaz de mayor rango saludó marcialmente a su superior, pero vaciló antes de proceder a cumplir las órdenes. Miró de soslayo el cadáver de su camarada. La nieve empezaba a amontonarse a su alrededor.
—Sí, lo sé —dijo Kang, respondiendo a la muda pregunta—. Si ganamos esta batalla, volveremos a buscarlo y lo enterraremos adecuadamente. Y lo mismo haremos con el resto de nuestros caídos, los que estén intactos. Si perdemos, no importará mucho dónde yacen, ¿verdad?
—No, señor. Lo siento, señor.
—No te disculpes, Rog. Solemos cuidar de los nuestros —replicó Kang—. No hay por qué avergonzarse de ello. Al contrario, es un mérito. Ahora, marchaos.
Los cuatro baaz se alejaron para cumplir las órdenes de su comandante.
Kang subió la escalera y entró en lo que aparentemente fueron los aposentos de algunos de los clérigos que servían en el templo. La habitación era pequeña y estaba excepcionalmente limpia, pero por completo desnuda. Sólo quedaban las literas de obra adosadas a la pared.
Kang abrió los postigos y se asomó a la ventana. El viento le aulló en la cara, pero distinguió al Primer Pelotón acercándose al patio del templo. El Segundo Pelotón estaba unos quinientos metros más atrás. Ninguno de los dos estaba siendo perseguido. Cerró la ventana y se sentó en una de las literas.
Un error. Se tumbaría y dormiría una siesta. Sólo una breve siesta. No había dormido mucho en los últimos días. No había dormido mucho en los últimos meses, o al menos eso le parecía. Una siesta no haría daño a nadie. Había hecho cuanto podía, el asunto ya no estaba en sus manos, Slith podía encargarse de… de…
—¡Señor! ¡El Pelotón de Apoyo informando, señor! —Un draconiano se materializó frente a Kang y saludó reglamentariamente.
Kang suspiró y abrió los ojos. Devolvió el saludo con un gesto de cansancio.
Dremon, otro draconiano sivak, había ascendido a oficial en jefe de intendencia cuando Yethik tomó el mando del Segundo Pelotón. Dremon era el mejor explorador de la Brigada, lo que significaba que era el mejor asesino, pero durante una de las últimas incursiones en el monte Celebund se había fracturado un hombro que nunca se soldó bien. Ya no podía realizar la furtiva labor de un explorador militar, pero Kang había encontrado otros usos para él. Había situado a Dremon al frente de la seguridad de las jóvenes hembras draconianas.
—¿Cómo están las crías? —preguntó Kang.
Dremon meneó la cabeza.
—Algo va mal, señor.
—¿Qué, maldita sea? —Kang se puso en pie de un brinco. El miedo le encogía el corazón.
—No lo sé, señor. —Dremon tenía una expresión de impotencia—. No sé nada sobre crías. La única que he visto en mi vida era una pequeña humana a la que, bueno, señor, la maté. Fue en aquella expedición a…
—¡Olvídate ahora de esa condenada expedición! —tronó Kang—. ¿Qué pasa con las crías?
—Están apáticas y no quieren comer. Hemos intentado darles un poco de la carne cruda que les dábamos hasta ahora, pero se limitan a apartar la cabeza.
—¿Están bastante abrigadas?
—Sí, señor. Las hemos atado como fardos en las alforjas. Están incómodas, señor. Lo único que hacen es gimotear y llorar.
—¿Están enfermas? —El propio Kang estaba enfermo, enfermo de preocupación.
—No lo sé, señor. En serio, creo que deberíais venir…
—¡Señor! —Un miembro del Pelotón de Apoyo entró en la habitación—. El subcomandante Slith me manda a deciros que el templo no está abandonado, como creíamos en un principio. Hemos encontrado a seis humanos, señor. Hembras. Estaban escondidas en el sótano. Se llaman a sí mismas Hermanas de Paladine, señor. El subcomandante quiere saber qué hacer con ellas.
Kang soltó un gemido. Un maldito problema encima de otro. ¡Hermanas de Paladine! Lo que faltaba. Esperó por los dioses que ya no estaban que las humanas hubieran perdido sus poderes mágicos sagrados, igual que él había perdido los suyos. En caso contrario…
—¿Intentaron atacar? —preguntó lúgubremente.
—Lo intentaron, señor. —El draconiano sonrió forzadamente—. Una de ellas, verdaderamente vieja y arrugada, gritó el nombre de su aborrecido dios y agitó una especie de medallón contra nosotros. No ocurrió nada. El subcomandante le quitó el medallón y le dijo que se sentara y se callara. Sus chillidos le daban dolor de cabeza.
—¿Dónde están ahora?
—Todavía en el sótano, señor.
—¡Señor! —Otro soldado entró en la habitación—. El Primer y Segundo Pelotón han llegado al patio del templo, señor.
—¿Qué hay del enemigo?
—Tomando posiciones alrededor del templo, señor. Parece que se preparan para atacar.
—Defended las murallas. Conozco a los goblins. Su primer ataque será demasiado precipitado, antes de que estén organizados. No deberíamos tener problemas para contenerlos la primera vez. La segunda será más difícil. Que los oficiales me informen dentro de diez minutos.
—Sí, señor. —El enlace salió apresuradamente.
—¿Y las hembras humanas, señor? —preguntó el soldado.
—¿Y las crías, señor? —intervino el otro.
Kang se llevó la mano a la frente. ¿Hembras y crías? Hembras y crías…
—¡Hembras y crías! —gritó con una sensación de triunfo—. ¡Eso es! ¿No lo entendéis?
Los dos soldados negaron con la cabeza.
—Las hembras adoran a las crías —explicó Kang—. Es…, es instintivo en ellas. Instinto. —Recorrió la habitación con rápidos pasos. Los soldados tuvieron que correr para mantenerse a su altura.
—¿Incluso a las crías draconianas, señor? —preguntó Dremon con desconfianza.
—A todas las crías —respondió Kang con firmeza—. Los cachorros de león, los de lobo. Las crías de pájaro. Las de dragón. Según los poetas, las hembras, y sobre todo las hembras humanas, siempre están adoptando crías de animales y cuidándolas. No pueden reprimirse.
—¡Espero que los poetas tengan razón, señor! —dijo Dremon con fervor.
«Yo también lo espero —se dijo Kang—. Yo también lo espero». Lo único que manifestó en voz alta fue una orden:
—Bajad a las crías al sótano.
Tras una apresurada asamblea con sus oficiales, los dejó con sus respectivas misiones y atravesó a toda prisa el edificio del Templo de Paladine. Estaba vacío, con excepción de un altar con la imagen del dios tallada en mármol. El dios estaba representado por un Dragón de Platino, temible, sabio y benévolo. Por lo menos así debió parecer en un pasado no muy lejano. Ahora la estatua de dragón parecía desesperanzada y algo absurda. O quizá perpleja, frustrada. Al contemplarla, Kang experimentó un instante de comprensión íntima. Supo cómo se sentía aquella bestia. Él mismo se sentía desesperanzado, perplejo, frustrado. Habían ocurrido tantas cosas en tan poco tiempo, habían cambiado tantas cosas…
Kang acarició el hocico de la estatua al pasar, no tanto por jactancia, aunque el gesto demostraría a sus hombres que no le tenía miedo, como por un sentimiento fraternal. Ambos habían sido abandonados, él y la estatua.
Los soldados lo condujeron a través del templo propiamente dicho hasta un gran edificio anexo situado detrás del principal. Allí había más dependencias y una enorme cocina. Detrás de ésta vio una gran puerta de doble hoja a modo de trampilla en el suelo y abierta. Se oían voces procedentes de abajo. Kang bajó las escaleras del sótano con ruidosos pasos. En el sótano se estaba caliente y seco, olía a comida. Sin embargo, los olores eran fantasmas. En su mayor parte, la habitación subterránea estaba vacía. Sólo quedaba un saco de harina, junto con varias manzanas arrugadas y un saco de patatas.
A la luz del sol que entraba a raudales por la puerta del sótano, Kang vio a Slith plantado en el centro de la estancia. No iba armado, ni parecía especialmente amenazador. Seis hembras humanas se apiñaban en el extremo más alejado de la cámara subterránea, lo más lejos de Slith que permitía el reducido espacio. Una de las humanas, la más vieja —una hembra alta y correosa, con el cabello del color de la espada de Kang y un rostro tan afilado que haría avergonzarse al filo de una daga draconiana—, miraba al subcomandante con ojos llameantes, en actitud de desafío. Las otras hembras se habían situado detrás de la vieja, que Kang tomó por su cabecilla. Cuando él entró, la mujer clavó en él su hosca mirada.
Las hembras vestían túnicas que en otro tiempo fueron blancas pero ahora estaban cubiertas de polvo del sótano. Cada una lucía alrededor del cuello un medallón de plata, con la excepción de la cabecilla. Kang vio que Slith sostenía su medallón en la mano.
El comandante se quedó sin habla. Nunca había tenido mucho trato con hembras humanas. No le parecían en absoluto tan atractivas como a otros de su raza. La única huiría que había conocido bien en realidad era una Dama de Takhisis, un soldado como él. Se podía hablar con ella. No tenía ni idea de qué decirle a una clérigo.
Técnicamente, las humanas eran sus prisioneras, pero necesitaba su ayuda y no la obtendría recordándoles esa circunstancia. Tampoco era probable que se avinieran a ayudarle por medio de amenazas y coacciones. Quizá no supiera mucho sobre hembras, pero sí sabía distinguir a un superior, y por el orgullo y la postura erguida de la vieja, la ausencia de miedo en sus ojos y su aire retador, supo que no era un comandante que se dejase intimidar con facilidad.
En el exterior, los oficiales ordenaban a sus tropas que tomaran posiciones a lo largo de la muralla. Eso le dio una idea.
—Soy el comandante Kang, señora, de los Ingenieros del primer ejército de Dragones. ¿Cuál es vuestro nombre y vuestro rango, señora?
—¿A ti qué te importa, ser maligno? —le espetó la anciana—. ¡Mátanos y acabemos de una vez!
—No tenemos intención de mataros, señora —replicó Kang—. Vuestro nombre y rango, señora.
La mujer titubeó, hasta que dijo a regañadientes:
—Soy Hana, una de las benditas Hermanas de Paladine. Soy la superiora de nuestra Orden. O lo que queda de ella —masculló.
—Hermana Hana —dijo Kang con una breve reverencia—, vos y el resto de las hembras podéis consideraros bajo nuestra protección.
—¡Vuestras prisioneras es lo que quieres decir! —estalló la Hermana Hana.
—No, señora —dijo Kang, y se volvió lenta y deliberadamente hacia un lado, dejando el camino expedito hacia la puerta del sótano—. Vos y las otras sois libres de iros, si ése es vuestro deseo.
Las hembras parecieron desconcertadas, y desconfiadas.
—¡Es un truco! —dijo la Hermana Hana.
—No, señora. —Kang hizo un gesto hacia sus oficiales—. Slith, que las tropas no intenten impedírselo.
Slith y los demás se apartaron arrastrando los pies.
—Pero debo advertiros, señora —prosiguió Kang— que un gran ejército de goblins tiene rodeado este templo. Es posible que vos y las demás consigáis escabulliros entre sus líneas y escapar. Debéis saber que los goblins no matan a sus prisioneros. Los esclavizan.
Una de las hembras más jóvenes emitió un gemido.
—¡Silencio, Hermana Marsel! —espetó la hembra más vieja—. ¡Lo sabía! —Fulminó a Kang con la mirada—. Es un truco. ¡Nos dejáis escapar para que vuestros aliados nos capturen!
—Os equivocáis, señora —dijo con calma Kang—. Sólo tenéis que salir para ver que los goblins no son nuestros aliados. Nos están atacando. Nos superan en número. Hemos venido a este templo para utilizarlo como defensa.
El ruido de la batalla se oía con toda claridad. Además del estrépito de las armas y los broncos gritos y aullidos de los draconianos, sonaba un prolongado y agudo lamento que provocaba escalofríos. La anciana palideció y, por primera vez, su resistencia flaqueó un poco.
—El grito de guerra de los goblins, señora —dijo Slith, cuadrándose marcialmente—. Veo que ya lo habíais oído antes.
—Participé en la Guerra de la Lanza —dijo la Hermana Hana, más para sí misma que para los otros.
—Como nosotros, señora —dijo Kang, y añadió educadamente—: En bandos opuestos, creo.
Ella le lanzó una agria y torva mirada.
—¡El bando del Mal!
—No, señora —dijo Kang—. Erais vos quien estaba en el bando del Mal.
La anciana se irguió en toda su estatura.
—¡Yo luché en nombre de Paladine!
—Y nosotros luchamos en nombre de nuestra diosa. Todo depende del punto de vista, ¿no es así, señora? —replicó Kang. Los alaridos del exterior habían aumentado, al igual que el choque del acero contra el acero—. Me encantaría hablar de este tema más a fondo en otra ocasión, señora. Sin embargo, éste no parece ser el mejor momento.
—¡Señor! —gritaron desde el piso de arriba.
—¡Baja! —ordenó Kang.
Dremon y los demás miembros del Pelotón de Apoyo descendieron ruidosamente por las escaleras, arañando la madera con las garras y haciendo entrechocar sus armas con gran estruendo de metal. La mujer abrió los brazos y empujó a las demás hembras hacia la pared más alejada.
—Nada temáis, señora —dijo Kang rápidamente, lanzando a Dremon una mirada de reproche que los dejó a todos rígidos e inmóviles—. Son parte de mis tropas. Llevamos un valioso tesoro, señora. El mayor don que ha recibido nuestra especie. He ordenado a mis hombres que traigan el tesoro aquí abajo, donde estará a salvo de todo mal durante la batalla.
Con cuidado, suavemente, Dremon y los demás draconianos cogieron las alforjas que llevaban a la espalda. Las depositaron en el suelo del sótano y retiraron los pliegues de piel que protegían a las crías. Unos brillantes ojos parpadearon al ver la luz, unos hocicos husmearon el aire. Unas pequeñas bocas se abrieron para bostezar y gemir. El corazón de Kang se encogió. Una semana antes, las crías habrían graznado, chillado y protestado. Ahora parecían soñolientas, apáticas, como le había contado Dremon.
—¡Oh, qué bonitas son! —dijo en tono arrullador la Hermana Marsel.
—Son un encanto —dijo otra.
Kang dirigió a Dremon una mirada de triunfo.
—¿Son crías de dragón? —preguntó la Hermana Marsel.
—¡Vástagos del Mal, es lo que son! —ladró la Hermana Hana—. ¡Son crías draconianas!
—Sí, señora —dijo Kang.
—Pero yo creía que los draconianos no podían tener descendencia —dijo la Hermana Marsel. Miró a Kang y se ruborizó—. Porque…, porque no hay hembras draconianas.
—Eso es verdad, señora —dijo Kang con voz más suave aún.
—¿Entonces cómo…? —La Hermana Marsel parecía no saber cómo terminar la frase.
—Las crías nos fueron entregadas a modo de paga. Nuestra reina nos envió…
—Nos engañó —dijo Slith entre dientes.
Kang se encogió de hombros.
—Quizá tenía derecho. Estaba desesperada. Para resumir, combatimos a los monstruos de Caos en las cavernas de Thorbardin y los derrotamos. Allí encontramos las crías. Las salvamos de la muerte. Pagamos su rescate con nuestra sangre. Es el mayor tesoro que hemos recibido nunca. Veréis, señora, estas pequeñas son hembras draconianas. Antes nuestra raza estaba condenada. Ahora sobreviviremos.
—¡Paladine no lo quiera! —gritó la Hermana Hana.
—No creo que él tenga ya mucho que decir en este asunto —dijo Kang solemnemente—. Nuestra reina nos abandonó a nuestra suerte y, por lo que he oído, vuestro dios también os ha abandonado.
—¡Nuestro dios está con nosotras! —replicó la Hermana Hana.
—No lo creo, señora —dijo Slith. Arrojó al aire el medallón de la mujer como un jugador lanza una moneda. Lo cogió al vuelo con un rápido movimiento de la mano—. Si vuestro dios anduviera por aquí, ¿me permitiría hacer esto con esta medalla?
—¡Ya basta, Slith! —dijo Kang en tono de reprimenda—. No nos corresponde a nosotros mofarnos de los fieles. Devuélvele a la hermana su medallón y discúlpate por no respetarlo.
Slith miró de reojo a su superior para decidir si realmente hablaba en serio. Al no ver ni rastro de una sonrisa, avanzó tímidamente hacia la hermana y le tendió el medallón.
—Disculpadme, señora —dijo— por cualquier falta de respeto que haya cometido.
La humana, pálida como la nieve, le arrebató el medallón y cerró firmemente el puño a su alrededor.
—¡Comandante! ¿Dónde está el comandante? —gritó alguien desde fuera.
—¡Aquí abajo! —bramó Kang.
Un soldado bajó las escaleras precipitadamente y se detuvo con un saludo.
—Señor —dijo—, hemos repelido el primer asalto. Los goblins se han retirado.
—Sólo para reagruparse —advirtió Kang—. Volverán muy pronto y esta vez estarán mejor organizados. ¿Qué opinas tú, Slith?
—Mi suposición es que no atacarán hasta mañana, señor. Pronto oscurecerá. Preferirán llenarse la panza y descansar bien esta noche. —Slith se encogió de hombros—. Saben que no iremos a ningún lado.
—Eso sí es verdad —gruñó Kang—. Puede que tengas razón. Organiza la guardia. Quiero que la doblen. No quiero que esos taimados bastardos salten la muralla furtivamente para rebanarnos el gaznate en plena noche. Y quiero que toda la tropa coma caliente. Asad el ciervo que cazamos.
La Hermana Marsel emitió un sonido gutural. La Hermana Hana frunció el ceño en su dirección y la más joven se tapó la boca con la mano. Kang reparó en las mejillas hundidas de todas las mujeres, en sus delgados cuerpos. Recorrió con la vista el sótano casi vacío y adivinó la verdad.
—Estaremos encantados de compartir nuestra comida con vosotras, señora —dijo ásperamente.
—¡Para envenenarnos! —exclamó la Hermana Hana, lanzándole una mordaz mirada—. No tenemos hambre.
—Como gustéis, señora. Slith, ya has oído las órdenes.
—Sí, señor.
Kang observó ansiosamente las crías. Se arrodilló y le hizo cosquillas a una bajo la barbilla, intentando que sonriera. La pequeña gimoteó y apartó la cara. Kang dejó escapar un profundo suspiro.
—Tienes razón, Dremon —dijo—. Algo va mal. Pero que me condene si sé qué es.
Kang miró de soslayo a las humanas. La Hermana Hana las dirigía en una oración a Paladine, pronunciando las palabras enérgicamente, en voz muy alta y enojada, como si estuviera convencida de que su dios estaba por allí, sólo que había elegido aquel momento para dar una vuelta. Cuatro de las hermanas más jóvenes rezaban con su superiora, aunque parecían abatidas y resignadas, más que enfadadas. Una, Marsel, sólo murmuraba la plegaria. Las crías draconianas atraían su mirada.
Kang pretendía aguardar respetuosamente hasta que acabaran la oración, pero como el rezo se prolongó durante casi diez minutos sin pausa alguna, decidió que no podía esperar más.
—Ejem… Disculpadme, señora —dijo tímidamente—. Esto…, parece que a nuestras pequeñas les ocurre algo. Nosotros somos soldados, señora. No sabemos nada de crías. Me preguntaba si vos, con vuestra experiencia…
—¡Mi experiencia! ¡Ja! —La Hermana Hana le volvió la espalda—. ¡Sigamos rezando, hermanas! ¡Recemos para que este mal sea erradicado de entre nosotras! Marsel —dijo secamente—, tú dirigirás la próxima oración.
—Sí, hermana —respondió obedientemente Marsel, y apartó la vista de las crías.
—¡Comandante, señor! —Alguien más gritaba arriba—. ¿Dónde está el comandante?
—Tengo que irme —dijo Kang a Dremon por lo bajo—. Dejad a las crías aquí abajo. Estarán más seguras que en cualquier otro lado. Quizá viéndolas se les ablande el corazón a estas humanas.
—¿Qué corazón, señor? —replicó Dremon.
Kang se limitó a menear la cabeza y se precipitó escaleras arriba para ocuparse de la defensa.
La noche llegó acompañada de un viento helado. La extraña luna nueva bañaba la nieve con una pálida y desoladora luz. La luna parecía perdida y solitaria en el cielo, pensó Kang al levantar la mirada hacia ella. Era como si se estuviera preguntando cómo se las había arreglado para encontrarse en aquella situación. Conocía muy bien aquel sentimiento.
Hizo la ronda, dedicando una palabra a cada soldado de guardia, apremiándolo para que mantuviera una atenta vigilancia, pues se le antojaba que, con la luna llena, los goblins quizá no esperaran al día siguiente para atacar. Se asomó por encima de la muralla y divisó cómo sus fuegos de campamento ardían, con oscuras siluetas que pasaban una y otra vez por delante de las llamas. Eran blancos tentadores, pero los goblins estaban fuera del alcance de los arcos y los hombres de Kang iban escasos de flechas.
Los draconianos andaban escasos de todo: flechas y provisiones. La poca comida que les quedaba iba primero para las crías. El ciervo que habían cazado la mañana anterior era la única carne que los soldados comían en una semana. Kang les había exigido mucho para llegar a su destino antes de que empezaran las copiosas nevadas del invierno y cerraran los pasos de montañas, lo que dejaría a los draconianos atrapados, siendo presa fácil para los malditos caballeros solámnicos.
—Disculpadme, comandante —dijo una voz a su lado.
Kang se volvió. Era una de las mujeres, la más joven Marsel.
—No deberíais estar aquí fuera, señora —dijo rápidamente, y cogiéndola del brazo la empujó para alejarla de la muralla en dirección a la seguridad del templo.
—Pero ¿por qué? —protestó ella, mientras escudriñaba el patio, intentando ver algo—. Los goblins no están atacando, ¿verdad?
—En este momento no, señora —dijo Kang con intención—, pero no sería impropio de ellos intentar un golpe de suerte y, sin ánimo de ofender, señora, con esa túnica blanca sois un blanco perfecto.
—Supongo que tenéis razón —dijo la Hermana Marsel, contemplando sus ropas con una sonrisa de arrepentimiento—. Yo… ¿Tenéis un momento, comandante? Quisiera hablar con vos, si me lo permitís.
Kang apartó heroicamente todo pensamiento de tumbarse bajo una cálida manta.
—¿Os envía la Hermana Hana?
—No. —La Hermana Marsel se ruborizó—. Ella no sabe que he venido. Está durmiendo con las demás.
—Lo que debería estar haciendo yo —masculló Kang, pero sólo para sí—. ¿Qué puedo hacer por vos, Hermana Marsel? ¿Queréis un poco de venado? —Sacó un magro bocado, un hueso con algo de carne que se guardaba para la cena.
La Hermana Marsel lo vio, tragó saliva, se relamió y dijo:
—No, gracias. Bueno, quizá probarlo… —Cogió la carne y empezó a comer vorazmente. Sin embargo, se detuvo a mitad y su semblante enrojeció. Le tendió el hueso con la carne que quedaba a Kang—. Lo siento. Me he comido vuestra cena, ¿verdad? No, tomad vos el resto. De veras, ya no quiero más.
Kang devoró lo que ella le había dejado, desgarrando la carne del hueso con sus afilados dientes.
—Las pequeñas no quieren comer —dijo la Hermana Marsel—. Vuestro soldado les ofreció comida. Ni la tocaron.
De pronto, Kang había perdido el apetito él también. Arrojó la porción intacta sobre el altar. El cocinero pasaría más tarde, recogería todos los huesos y los echaría a la sopa del desayuno.
—¿Puedo haceros una pregunta, comandante?
Kang asintió.
—¿A qué os referíais cuando le dijisteis a la Hermana Hana que ella estaba en el bando del Mal? ¿Era…, era una broma?
—No soy muy aficionado a las bromas, señora —respondió Kang.
La Hermana Marsel estaba perpleja.
—¿Hablabais en serio? ¿Que nosotras estábamos en el bando del… Mal? Yo creía que el nuestro era el del Bien.
—Nosotros creíamos lo mismo, señora. Creíamos que lo que hacíamos estaba bien.
Ella sacudió la cabeza.
—Matar, asesinar…
—Vuestros caballeros han matado a un incontable número de los nuestros, señora —replicó Kang—. Las tumbas de mis soldados se extienden ininterrumpidamente desde las Praderas de Arena hasta aquí.
—Os preocupáis de verdad por ellos, ¿verdad? —La Hermana Marsel estaba anonadada—. La Hermana Hana siempre dice que ese afecto es lo que nos hace diferentes. Que los draconianos y los goblins no cuidan unos de otros, que el Mal se vuelve contra sí mismo.
—De eso no sé nada, señora —dijo Kang—. Sé que soy un soldado y que mis tropas son responsabilidad mía. Durante la Guerra de la Lanza, combatimos por la gloria de nuestra diosa, igual que los caballeros lucharon por la gloria de vuestro dios. —Se encogió de hombros—. Tal como fueron las cosas, ambos bandos fuimos engañados. Nuestra reina puso pies en polvorosa, dejándonos morir, la muy cobarde. Vuestro dios hizo lo mismo, o eso he oído.
—Eso es lo que dicen algunos, pero yo no lo creo —replicó la Hermana Marsel—. Yo creo… —Su voz se suavizó—. Creo que Paladine se ha ido y nos ha dejado al mando para probarnos, para ver si somos capaces de utilizar con sabiduría lo que él nos enseñó. No es un padre sobreprotector que no pierde de vista a sus hijos ni un minuto para asegurarse de que no nos hacemos daño. —Sonrió.
Kang, que se estaba quedando dormido, recobró la conciencia de repente.
—Perdonadme, señora. ¿Qué decíais de hijos?
—De eso venía a hablaros, en realidad. Creo que eso es lo que va mal con las pequeñas, comandante —dijo la Hermana Marsel—. No podéis tenerlas prisioneras en esas bolsas el resto de su vida. Tenéis que dejarlas salir para que conozcan el mundo, el Bien y el Mal.
—Ya lo intentamos —dijo Kang con rudeza—. Se hicieron daño. Una se escapó. No. —Fue categórico—. Son demasiado preciadas para nosotros como para correr ese riesgo.
—Habláis igual que mi padre. —La Hermana Marsel sonrió y suspiró—. Decía exactamente lo mismo de mí. ¿Sabéis lo que hizo, comandante? Me envió a vivir con las Hermanas de Paladine. Me envió aquí, a este templo, donde estaría a salvo y protegida del mundo. ¿Estoy a salvo, comandante? —preguntó con aplomo—. ¿Estoy protegida? Kang carraspeó, azorado.
—El mundo acaba encontrándonos, comandante —dijo la Hermana Marsel con voz queda—. No podemos escondernos de él, ni siquiera en el sótano de un templo. Tenemos que aprender cómo enfrentarnos a él. Yo no lo sé. —Agachó la cabeza—. No sé nada. Soy estúpida y tengo miedo.
Dirigió una mirada a las llameantes hogueras. De vez en cuando, el grito de guerra de un goblin hendía el aire. La Hermana Marsel se estremeció.
—Tengo miedo porque me siento muy indefensa.
—Yo no creo que seáis una estúpida, Hermana —dijo Kang—, ni por asomo.
—Las crías podrían jugar en el sótano —propuso ella—. Ahí abajo no pueden meterse en muchos líos. Necesitan ejercicio y aire fresco.
—Quizá por la mañana —dijo Kang.
Por la mañana. Los goblins atacarían con todas sus fuerzas. Kang no estaba seguro de que pudieran contenerlos. Por la mañana, él, sus soldados y sus crías podían estar muertos. Sin embargo, no reveló sus temores a la joven humana y se juró en silencio que ella no caería en manos de los goblins con vida. Había visto lo que los goblins hacen a sus cautivos humanos, en particular a las hembras. Tal vez ella tenía razón. Tal vez ellos estaban en el bando del Mal, pero también había visto lo que los caballeros solámnicos hacían a los goblins que capturaban, había visto crías de goblin ensartadas en largas picas. Kang protegería a aquella hembra al menos de aquella salvaje y horrenda parte del mundo. Le pondría fin con rapidez. Confiaba en que ella lo entendería y lo perdonaría.
—Será mejor que vuelva ya —dijo la Hermana Marsel—. Estáis cansado y yo os hago hablar. Además, si la Hermana Hana despierta y descubre que me he ido, sólo Paladine sabe lo que hará.
—Entonces buenas noches, Hermana Marsel —se despidió Kang—. Y gracias.
Continuó su ronda y luego se fue a la cama, una de las literas de la habitación de la segunda planta del templo. No veía el momento de acostarse. Kang no era de los que perdían el sueño con preocupaciones innecesarias. Había hecho cuanto estaba a su alcance para prepararse. La mañana traería lo que tuviera que traer. Echaba de menos depositar la carga de sus problemas en el regazo de la Reina de la Oscuridad. Ahora tenía que cargar sobre sus hombros la responsabilidad, no podía endilgársela a su diosa. Pensó en lo que la Hermana Marsel le había dicho, en que los dioses los habían abandonado para que hicieran lo que pudieran con el mundo. No estaba seguro de creérselo, pero era una idea interesante.
De camino a la cama, Kang frotó el hocico del Dragón de Platino para que le diera suerte.
—¡Señor! ¡Comandante! ¡Señor!
Alguien lo sacudía violentamente por el hombro. Kang despertó con un sobresalto y distinguió con ojos turbios una brillante antorcha que ardía encima de él.
—¿Qué? ¿Qué? ¿Eh? ¿Es el ataque?
Se incorporó hasta quedarse sentado, aturdido y aún medio dormido. Tenía un vago recuerdo de que alguien más lo había despertado durante la noche. Slith, creía recordar. Su subordinado estaba muy animado por algo, pedía permiso para hacer algo. Kang no se acordaba de qué era. Al parecer, había dado su consentimiento, porque Slith se había marchado, pero qué le había dicho o a qué había accedido Kang no lo recordaba ni que lo mataran.
—Siempre dije que podía dar órdenes incluso en sueños —masculló Kang—. Supongo que finalmente he llegado a eso.
—¡Señor! ¡Por favor! ¡Tenéis que venir! ¡Tenéis que ver esto!
El soldado había abierto uno de los postigos. El cielo presentaba franjas rojas y las nubes se acumulaban en el horizonte. Volvería a nevar. Sonaban cuernos. Sus tropas gritaban y hacían entrechocar sus espadas.
Seguro de que se asomaría a la ventana para ver un par de regimientos de goblins asaltando sus posiciones, Kang no comprendió nada de lo que estaba ocurriendo.
Los goblins, aparentemente, estaban retrocediendo.
—¿Qué día…? —parpadeó y se frotó los ojos.
—¡Se retiran, señor! —dijo el soldado draconiano.
—¿Qué? ¿Por qué? —Kang estaba desconcertado.
El soldado señaló hacia los goblins.
—Mirad a su general, señor. El bastardo corpulento que monta aquel enorme caballo de batalla.
—Sí. —Kang bizqueó a causa del sol—. No es muy buen jinete. Ha estado a punto de caerse dos veces en un instante.
—¡Sí, señor! —El otro draconiano estaba disfrutando—. ¡Es Slith, señor! Ha matado al general y se ha apoderado de su cuerpo. ¡Slith es quien ha ordenado a los goblins que se retiren!
Kang lo recordó todo de golpe. Slith despertándolo en plena noche, pidiendo permiso para realizar una incursión. Kang había farfullado algo, no recordaba qué. Pero Slith había tomado sus balbuceos como una respuesta afirmativa, como tenía por costumbre. Slith le había salvado la vida a Kang en más de una ocasión. Había salvado a todas sus fuerzas más de una vez. Ahora había salvado a su raza.
Kang observó con el corazón henchido de orgullo al subcomandante, mágicamente transformado en el general goblin asesinado, saltando sin parar sobre la silla de montar y gritando órdenes en lengua goblin para que el ejército corriera y no dejara de correr. Por fortuna, habiendo luchado con tropas goblins durante años, Slith sabía exactamente qué decir para motivarlos. Kang no podía oírlo, estaba demasiado lejos. Pero podía imaginárselo.
—¡Es un trampa! —gritaría el goblin, Slith—. Hay miles y miles de draconianos ocultos en ese templo. ¡Van a salir y cortaros las orejas y almorzar carne de goblin! ¡Corred cuanto podáis, muchachos! ¡Corred por vuestra miserable vida!
—¡Apoyo! —exclamó bruscamente Kang, al tiempo que buscaba su equipo con manos torpes—. ¡Tenemos que darle apoyo! Que parezca real. ¡Deprisa!
—Sí, señor —dijo el soldado draconiano—. Ya estamos todos listos, señor. Mirad.
Las puertas del templo se abrieron. El Segundo Pelotón, a las órdenes de Gloth, salió en tropel, aullando como demonios escapados del Abismo. La visión y el sonido de los enfurecidos draconianos aumentó el pánico de los goblins, a quienes probablemente no les hacía mucha gracia aquella acción desde el principio. Los pocos que escoltaban al «general» atrojaron sus armas y abandonaron su puesto, huyendo apresuradamente sobre el terreno azotado por el viento.
Esta retirada fue una suerte porque, en ese momento, Slith se cayó del caballo. Aun siendo irracional, el animal era más listo que los goblins. Sabía perfectamente que el ser que montaba sobre sus lomos no era su amo. El caballo se encabritó y emprendió un galope. Las fuerzas draconianas rodearon a Slith y, por si había goblins presenciándolo, Gloth convirtió en un espectáculo la captura de su «general».
—Mogu —dijo Kang—, ve a decirles a las hembras humanas que están a salvo. Los goblins han huido. Puedes darles la buena noticia de que nosotros también nos marcharemos. Y dile a Dremon que deje salir a las crías para que jueguen en el sótano esta mañana. ¡Esta gloriosa mañana!
Kang apostó el Primer Pelotón junto a las puertas del templo. El Segundo Pelotón regresó desfilando triunfalmente. El ejército goblin probablemente no dejaría de correr hasta llegar al Nuevo Mar. Slith empezaba a librarse de la forma de goblin y a recuperar su verdadero aspecto draconiano. Kang encabezó los vítores cuando Slith entró.
—¡Una idea brillante, Slith! —dijo Kang, palmeando el hombro de su subcomandante—. ¡Absolutamente brillante!
—Gracias, señor. —Slith sonrió, radiante—. Tengo que reconocer que no era ésta mi intención inicial, señor. Salí únicamente a ver si encontraba a su general y podía traerlo aquí como rehén. Y entonces se me ocurrió que si lo mataba y adoptaba su forma, podría…
—¡Señor! —Un draconiano, jadeando sin resuello, se acercaba a la carrera—. Tenéis que venir…
Kang lo hizo callar con un gesto.
—Continúa, Slith.
—¡Señor! —El draconiano hizo caso omiso de la orden de Kang; en realidad le puso las manos encima y lo sacudió—. ¡Señor! ¡Tenéis que venir! ¡Va a matar a las crías!
Kang jamás había corrido tan deprisa en toda su vida. Casi se lanzó de cabeza escaleras abajo hacia el sótano, pero se contuvo a tiempo. Al llegar al pie, se encontró una situación de tablas.
Dremon se hallaba a un lado del sótano, sujetando firmemente a la Hermana Marsel con sus garras y amenazando su garganta con un cuchillo. En el otro extremo del sótano, la Hermana Hana sostenía en alto una espada, por encima de las cabezas de las crías draconianas atrapadas en las alforjas. Las demás hembras humanas estaban acurrucadas en una esquina, postradas, llorando. Los draconianos tenían las espadas en la mano.
—Si les toca una sola escama, comandante, le rebanaré el pescuezo de oreja a oreja —dijo Dremon cuando Kang llegó—. ¡Luego mataremos a todas las demás!
—¡Mantened la calma! —ordenó Kang, aunque las palabras se le atragantaron. Las crías estaban fascinadas por el brillo de la espada que amenazaba con poner fin a sus cortas vidas. Chillaban con regocijo y extendían sus manitas provistas de garras para tocarla. Kang advirtió que se trataba de un arma draconiana.
—No habrá matanza si yo puedo evitarlo. ¡Infórmame! —dijo secamente a Dremon.
—Recibimos vuestras órdenes, señor. Desenvainé mi espada y la dejé a un lado cuando me disponía a dejar salir a las crías. Nunca pensé… —Dremon tragó saliva antes de proseguir—: Ella cogió la espada antes de que pudiera impedírselo, señor.
—Hermana Hana —dijo Kang, con la máxima tranquilidad que pudo—. No quiero que nadie resulte herido. Dejad esa espada. Nos llevaremos a las pequeñas y os dejaremos en paz. Nos os molestaremos más.
—¡Vuestra especie destruyó todo cuanto yo tenía! —gritó la Hermana Hana—. Mi hogar, mi familia. ¿Por qué debería perdonar a la vuestra? Estas crías son vástagos del Mal. ¡Me encargaré de que ese mal termine, aquí y ahora!
Contemplaba a Kang con un odio puro, un odio que a él le resultó deplorable y para el que no estaba preparado. Recordó haber sentido él mismo ese odio en otro tiempo, cuando los enanos incendiaron el pueblo que él y los demás tanto habían trabajado por construir. Entonces había matado enanos con sus propias manos. Para un soldado, matar es sólo otra tarea desagradable, como cavar letrinas o montar guardia, pero al vengarse de los enanos, Kang había disfrutado con la masacre. Aquella hembra también disfrutaría matando. Matando crías inocentes.
—¡No pondrá fin al Mal, Hermana Hana! —gritó la Hermana Marsel—. Matar a las pequeñas sólo lo perpetuará. Estas crías no han hecho nada. Son inocentes. Paladine enseña que todo ser vivo de Krynn tiene la posibilidad de decidir qué camino seguir: el camino de la oscuridad o el camino de la luz. No nos corresponde a nosotros privarlas de esa capacidad de elección.
—No hay elección posible —respondió la Hermana Hana—. ¡Para estas sabandijas no! Nacen de conjuros malignos lanzados por siniestros clérigos y malvados hechiceros. Surgen de los huevos de Dragones del Bien, cuyas crías fueron destruidas para producir a estos monstruos.
—Lo que decís es cierto, señora —dijo Kang, con la esperanza de mantener a la mujer ocupada hablando mientras se le ocurría qué hacer. Tenía pocas esperanzas de hacerla cambiar de idea—. Podría disculparme. Podría decir que no somos responsables de nuestro nacimiento más que vos lo sois del vuestro. Desde el principio, fuimos creados para andar por el camino de las tinieblas. Ya de pequeños fuimos obligados a luchar unos con otros por la comida, creyendo que así nos haríamos más fuertes como soldados. Nos enseñaron a odiar, a detestar a humanos y elfos. Después de la guerra, acabé comprendiendo que era el odio lo que nos estaba matando. El odio lo mata todo. La única posibilidad que teníamos de sobrevivir era dejar de odiar y empezar a vivir. Por eso creo que nos fueron entregadas en custodia estas crías.
Tras una pausa momentánea, Kang se volvió hacia su subalterno.
—Dremon —dijo—, suelta a la hermana.
—Pero, señor… —protestó Dremon, angustiado.
—¡He dicho que la sueltes! —rugió Kang.
A regañadientes, Dremon dejó ir a la Hermana Marsel. Ella se apartó, tambaleándose por la debilidad de sus rodillas, y se apoyó en una columna. Permaneció con la cabeza gacha, temblando. La Hermana Hana lo observaba con desconfianza.
—Os hago una oferta, Hermana Hana —dijo Kang, mientras se desabrochaba el cinturón con su espada—: Soy un oficial. Tal vez fui yo quien ordenó la muerte de vuestra familia. Descargad vuestra venganza en mí y será bienvenida. Pero dejad vivir a las crías.
La Hermana Hana lo miró con ojos llameantes de furia. No había en ellos vida alguna, sólo una oscuridad mortal. La locura del odio la había devorado casi por completo.
—Me pongo en vuestras manos —prosiguió Kang desesperadamente—. Podéis matarme aquí mismo. No intentaré deteneros. Slith, ¿me estás escuchando?
—Sí, señor —respondió Slith.
—Toma el mando. Mi última orden, y espero que nadie ose desobedecerla, es ésta: cuando yo haya muerto, reúne las tropas y las crías y marchaos. Las hermanas podrán quedarse en este templo y vivir en paz. ¿Lo has entendido?
—Sí, señor —contestó Slith con voz serena—. Lo he entendido.
—Ahora llévate de aquí a todos los demás.
—Señor…
—¡Es una orden, Slith!
—Sí, señor.
Las garras se retrajeron, las espadas fueron envainadas.
Los draconianos, de forma lenta y con renuencia, subieron las escaleras. Kang se quedó solo, él y las crías y las hembras humanas.
Kang depositó en el suelo su espada y su armadura, el cuchillo que llevaba en la bota y los demás pertrechos. Avanzó hasta situarse al alcance de la espada de la Hermana Hana y se dejó caer de rodillas ante ella, con las manos extendidas al frente en señal de sumisión.
—Ofrezco mi vida a cambio de las vidas de nuestras hijas, señora. Dejadlas marchar. Dejadlas tener las oportunidades que yo nunca tuve. Pero os prevengo de una sola cosa, señora. Cuando muera, mis huesos explotarán. Deberíais ordenar a las demás hermanas que salgan enseguida y permitirlas llevar a las pequeñas a un lugar seguro.
La Hermana Marsel saltó hacia adelante y extendió una mano en dirección a las crías. La Hermana Hana le cerró el paso y le lanzó una perversa mirada.
—¡No te acerques!
—¡No lo hagas, Hermana Hana! —suplicó la Hermana Marsel—. En el nombre de Paladine, ten compasión. ¿O es que todo lo que nos has enseñado sobre Paladine era mentira?
La Hermana Hana sonrió al oírlo. Era una sonrisa terrible.
—Sí —gritó—. Era mentira. ¡Todo era mentira! El dios me mintió, ¿verdad? Dijo que mis hijos murieron por una razón y luego se marchó. Me traicionó, los traicionó a ellos. Que la muerte se nos lleve. ¡Que la muerte se nos lleve a todos!
Kang se agachó para evitar el golpe, que no sólo lo habría matado a él, sino a todos los que estaban atrapados en aquel sótano, incluidas las crías. Rodó hacia un lado, intentando como pudo esquivar el siguiente ataque.
Observó estupefacto cómo la Hermana Marsel se situaba frente a él de un salto. Aferró el brazo de la Hermana Hana y le golpeó la muñeca. La espada cayó al sucio suelo de tierra con un ruido sordo. La Hermana Hana se desplomó a su lado, sollozando, con las manos como garfios.
La Hermana Marsel acogió en sus brazos a la hembra, la acunó, empezó a mecerla, murmurando palabras de consuelo.
Kang se puso en pie torpemente.
—Hermana —empezó a decir, intentando encontrar palabras de agradecimiento.
La Hermana Marsel levantó la vista y negó con la cabeza.
—Será mejor que os vayáis —dijo—. Llevaos a las pequeñas.
El Pelotón de Apoyo sacó a las crías del sótano. El Primer Pelotón saqueó el campamento de los goblins para recoger la comida y las armas abandonadas en su huida. Volvieron para informar de que ahora tenían provisiones por lo menos para un mes. Mientras el resto de la Brigada se preparaba para emprender la marcha, Kang y Dremon llevaron a las crías a la habitación de la segunda planta del templo y las dejaron salir de sus estrechas prisiones. Las crías miraban a su alrededor, asombradas de su libertad, luego se levantaron y se pusieron a jugar. Algunas descubrieron sus alas por primera vez y empezaron a corretear por el suelo, dando cortos saltitos. Otras se subieron a las literas y trataron de saltar desde allí, lo que hizo que el corazón de Kang se le subiera a la garganta. Valientemente, combatió el deseo de volverlas a introducir a todas en las alforjas.
Las tropas draconianas permitieron que las crías jugaran hasta que se cansaron, luego las alimentaron con sopa caliente hecha con los restos del venado del día anterior. Las crías comieron bien y pronto se alegraron de volver a las alforjas, donde enseguida cayeron profundamente dormidas.
Al atardecer, los Ingenieros del primer ejército de Dragones formaron en el patio del templo, dispuestos a partir, a proseguir su marcha. Había empezado a nevar, pero esta vez Kang se alegró. La nieve borraría sus pisadas, impidiendo toda persecución.
Kang tenía una deuda que pagar. No podía marcharse sin dar las gracias antes a la Hermana Marsel. La encontró en el templo, en pie frente a la estatua del Dragón de Platino.
—¿Cómo está la Hermana Hana? —preguntó Kang.
—Se pondrá bien. Las demás están con ella. —La Hermana Marsel se cruzó de brazos y se estremeció. Las hogueras se habían apagado. En el templo hacía frío.
—No deberíais quedaros aquí —la previno—. Los goblins pueden regresar.
—Lo sé —respondió ella—. Debimos habernos ido hace mucho tiempo, cuando se marcharon las demás. Pero la Hermana Hana dijo que Paladine regresaría algún día y se disgustaría si encontraba que todas nos habíamos ido. Hay un pueblo no muy lejos de aquí, Se alegrarán de acoger a la Hermana Hana y proporcionarles un hogar a ella y a las demás.
—¿Qué haréis vos? —pregunto Kang con sincera curiosidad.
La Hermana Marsel sonrió lánguidamente.
—Necesito salir de mi propia bolsa de piel, ¿no creéis, comandante?
Kang meneó la cabeza. La humana parecía demasiado joven y frágil para recorrer un mundo que se volvía más oscuro y peligroso cada día. Sin embargo, no le correspondía a él decirlo. La decisión era de ella.
—Buena suerte, Hermana —dijo—. Y gracias por lo que has hecho por nosotros. Estamos en deuda contigo, todos nosotros.
—Si la Hermana Hana hubiera cumplido su amenaza, todo lo que Paladine nos enseñó habría sido mentira. —La Hermana Marsel alzó la vista hacia la estatua—. No lo es. Sé que no lo es. Voy a encontrar la verdad.
Kang se encogió de hombros. Él ya había encontrado su propia verdad. La dejó ante la estatua del Dragón de Platino.
Resultaba extraño, pero cuando se volvió para mirarlos a ambos por última vez, el dragón no parecía tan desesperanzado.