El plan perfecto
Linda P. Baker
Demial mantenía la puerta de la cabaña cerrada a cal y canto. Mantenía las cortinas corridas, con los bordes superpuestos para cerrarle el paso a la luz, a las estrellas y a los ojos de los curiosos.
Nadie más en la minúscula aldea de Toral cerraba sus puertas y cubría sus ventanas. Todos vivían su vida como antes de la llegada del ejército de Ariakan, hacía más de un año, casi como la vivían antes de la guerra. Era como si negaran que algo oscuro y nocivo pudiera volver a entrar en la pequeña aldea de montaña.
Demial sabía que no era el caso. A fin de cuentas, ella había combatido en la guerra, ¿o no? Pero no era en realidad la oscuridad, ni los recuerdos, lo que quería dejar fuera. Eran los vecinos ruidosos.
Mantenía las cortinas cerradas en todo momento y colocaba la tranca de madera en la puerta cada noche, antes incluso de sentarse a solas para comer. Comprobaba la puerta y las ventanas todas las mañanas antes de coger la vara que siempre dejaba junto a la chimenea. Las comprobaba antes de invocar un conjuro con aquella vara que había pertenecido a un Señora de la Noche, la hechicera Túnica Gris que fuera su superiora, mentora y maestra en la guerra, quien había acogido a Demial bajo sus alas y la había sacado de aquella aldea.
Como cada mañana, barrió el suelo frente la chimenea y se arrodilló delante con la sencilla vara de madera en las manos. A su mente no acudió ninguna de las palabras del conjuro, como en otro tiempo, memorizadas a la perfección. La magia no obraba como antes de que los dioses se marcharan al final de la Guerra de Caos. La magia no debería haber operado en absoluto, no sin el poder de Takhisis, la siniestra diosa que gobernaba a los hechiceros Túnicas Grises. Pero funcionaba, y por ello daba gracias Demial. No hacía preguntas. Se limitaba a aceptar el don que le habían dejado.
Sólo se preguntaba qué necesitaba de la vara: calor y alimento, y a veces algo insignificante y trivial. Pero esto último lo limitaba, porque se temía que el poder de la vara era limitado, que no respondería indefinidamente a sus exigencias.
Aquella mañana, como todas las mañanas desde que se sumara al empeño de Quinn por reabrir la mina, únicamente pedía un poco de fuerza, la suficiente para que el día fuera bien. Pedirle ser sólo un poco más fuerte de lo que su alto y delgado cuerpo permitía no era algo trivial.
Sujetó la vara contra su cuerpo y sus dedos hallaron una cómoda presa en ella. En la gruesa parte superior se había tallado una tosca imagen de la garra de un dragón, nítidamente grabada con sus rugosas escamas. Sin embargo, la rugosidad se suavizaba a medida que las estrías talladas iniciaban su grácil descenso en espiral por la caña de la vara, estrechándose y separándose hasta que sólo quedaba madera lisa al llegar a la punta remachada de latón.
Ya no quedaban palabras mágicas, ni conjuros que recordar, ni libros de antiguas runas. Sólo tenía sus pensamientos, su deseo de lo que quería que hiciera la vara. La magia ya no le proporcionaba las sensaciones anteriores, durante la guerra, cuando pronunciar un sortilegio la hacía sentirse presa de un fuego interior, energética, y se deleitaba con la aprobación del Señor de la Noche. En esa época percibía que algo crecía en su interior, ampliándose, acumulándose y ardiendo hasta que resultaba incontenible. Estallaba hacia el exterior y la magia era arrojada al aire.
Ahora la magia surgía del exterior. Ya no era algo a lo que ella daba a luz, sino algo que ocurría fuera de ella, sobre lo que no ejercía control alguno, aunque todavía provocaba que sus nervios se alegraran. La magia era tosca y salvaje, y la hacía sentirse exaltada e invencible, pero también terriblemente triste por lo que había perdido para siempre.
Esta vez, la magia, la respuesta a su deseo, fluyó por sus brazos y por encima de su piel. Se coló entre los músculos y se deslizó al interior, dejándola temblorosa y conmocionada, al tiempo que sus nervios se arqueaban en intermitentes descargas de dolor. Por un momento, necesitó apoyarse en la vara porque se sentía más débil, y no más fuerte, pero la sensación y el dolor sólo duraron unos segundos. Después; una calidez recorrió sus músculos, disolviendo la debilidad como si vertieran agua caliente en sus venas.
Permaneció de rodillas unos instantes más, disfrutando del hormigueo de placer que el conjuro dejaba a su paso. Recargada de energía, se puso en pie de un brinco, lista para afrontar el día. Devolvió la vara a su sitio, apoyada contra la chimenea.
Demial aseó la pequeña sala con rapidez. No representaba mucho trabajo. Barrer las migas del desayuno, lavar la bandeja y dejarla secar sobre la mesa, estirar las livianas mantas de la cama. Levantó la tranca de madera rápidamente y se rió de lo fácil que se desplazaba bajo la presión de sus dedos delgados pero fuertes.
Hoy llegaría un poco tarde. Las primeras luces del alba ya eran visibles en las copas de los árboles y la única calle de la aldea estaba desierta, con la excepción de Lyra, que llevaba a su bebé sentado a horcajadas sobre una cadera y un cubo de agua en la otra mano.
—¡Buenos días, Lyra! —Demial se apresuró a darle alcance, procurando escrupulosamente situarse a su derecha, el lado del balde. De lo contrario, se habría encontrado con un brazo ocupado por un quejicoso recién nacido. Lyra había perdido dos hijos durante la guerra y ya no esperaba tener más. Desde que había nacido éste, no se había separado de él, ni siquiera el tiempo suficiente para ir andando hasta el pozo de la aldea a por agua. Aunque la mujer no podía soportar la idea de perder de vista al bebé, no le importaba que otros lo sostuvieran, algo que Demial había descubierto a causa de un desagradable incidente la primera vez que ofreció ayuda a la mujer en las tareas matutinas. Formaba parte del plan de Demial mostrarse atenta y servicial, pero no pretendía ir más allá. Un niño babeante y manoseador estaba más allá.
—Permíteme ayudarte con eso. —Con destreza, sin darle tiempo a protestar a la joven, le arrebató de la mano el balde de cuero.
Cuando Lyra le dio las gracias, con un tinte de rubor en su fina tez, Demial sonrió. O, mejor dicho, obligó a las comisuras de sus labios a tensarse en una sonrisa. Lo había practicado en casa hasta que supo hacerlo a la perfección, de modo que no pareciera ni de lejos tan forzado como era.
Lyra cogió al bebé con ambos brazos, arrimó la nariz a la redonda carita y sonrió, agradecida.
—Eres muy amable al ayudarme. —El bebé era idéntico a ella, de cabello y ojos castaños. El pelo de Demial también era castaño y tieso como un palo, pero sus ojos eran amarillos. Ojos de gato, decía siempre su padre en tono burlón. Ojos de gato diabólico.
Demial siguió a la mujer más joven que ella, a través de una pequeña verja, hasta su cabaña. Depositó el balde junto a la puerta y, saludando con la mano, se dirigió al empinado sendero que conducía a la mina.
—¡Demial, espera! —Lyra se precipitó al interior de su cabaña y salió con un objeto envuelto en un paño—. Un trozo de bizcocho para el almuerzo.
Tras darle las gracias y saludar otra vez brevemente, Demial se alejó a paso vivo. Sonriendo para sí misma, se guardó el bizcocho en el bolsillo de la túnica. Siguió atravesando la aldea y ascendió por el camino que serpenteaba entre los huertos, saludando a los jornaleros que trabajaban en ellos. Al llegar al final de la cuesta, donde el sendero se nivelaba, tomó el atajo más escarpado y pedregoso que recorría la ladera en dirección a la mina. Cuando se acercaba a la entrada, no vio ni rastro de la bulliciosa actividad que esperaba. La mayor parte de los peones se hallaba en la erosionada pendiente que conducía al cegado orificio de la montaña, y sus expresiones recorrían todo el espectro entre el disgusto y el desaliento.
Antes del Verano de Caos y la guerra, Toral era un pequeño pero próspero poblado minero. De la mina que serpenteaba por el interior de la montaña, sus habitantes extraían cristales, un duro pedernal gris y un adorable mármol jaspeado de azul, que tenía una gran demanda en las cercanas ciudades de la llanura para decorar edificios. En ocasiones encontraban además algo aún más valioso, un heliotropo o un granate en bruto que podían pulir y vender a algún joyero. Pero el ejército de Ariakan había hecho desplomarse la entrada de la mina y aplastado el alma de la aldea. Ahora los aldeanos se ganaban la vida a duras penas en los huertos cubiertos de maleza y con la caza que lograban capturar con trampas.
Mientras subía la cuesta a grandes zancadas, la mirada de Demial pasaba rápidamente de rostro en rostro, buscando a Quinn. Su pulso se aceleró al verlo, alto y fuerte y confiado, en compañía de varios peones.
Tenía la vista fija en él y no reparó en la mina hasta que una de las mujeres dijo:
—Mirad eso. —Su voz delataba cansancio y desánimo, como si la jornada hubiera concluido en lugar de comenzar.
Demial siguió la dirección que señalaba su dedo. No eran necesarias más explicaciones para justificar las caras largas y los hombros caídos.
Había sido idea de Quinn apartar los cascotes de la entrada y reabrir la mina. Lo veía como una manera de dar nueva vida a la aldea. Por ser la meta y parte de la ambición del hombre que deseaba, Demial también las había hecho suyas. Cuando reabriera la mina y los agradecidos aldeanos le ofrecieran el mamo de la autoridad por el papel que había desempeñado, ella tenía intención de estar a su lado. Se había esforzado más que cualquiera de ellos, se había obligado a trabajar desinteresadamente, y en todo momento había mantenido aquella animada expresión esculpida en su rostro.
La semana anterior habían llegado a un punto en el que ya no era posible apartar más piedras. Las restantes estaban densamente comprimidas en el boquete de la montaña.
Por eso el día anterior habían atado sogas alrededor de los mayores peñascos que obstruían la entrada y los había hecho rodar colina abajo hasta una distancia prudente. El rugido que se oyó cuando todos tiraron a la vez y consiguieron desprender los peñascos fue vivificante, pero ahora que la nube de polvo se había posado había una nueva pila de rocas y escombros que cegaban la bocamina. Parecía como si no le hubieran hecho nada en absoluto, como si las últimas agotadoras semanas apartando a rastras las piedras de la entrada no hubieran servido de nada.
Al mirar hacia la mina, Demial tragó saliva con dificultad, pero lo que sentía era júbilo y volvió a tragar saliva, antes de que su rostro lo acusase. ¡Era perfecto! Todos estaban en pie con expresión hosca, como si alguien acabara de darle una patada a su animal de compañía favorito, pero ella se moría de ganas de sonreír. Todo iba encajando en su plan perfecto. Todas las piezas iban encontrando su sitio como guiadas por las manos de los dioses. Reprimiendo la sonrisa, Demial sacó pecho, adoptó un aire de terca resolución y ascendió el resto de la cuesta hasta llegar junto a Quinn.
El hombre se volvió hacia ella. Su semblante se iluminó, sus ojos echaron chispas. Ella podía ver la tensión y la decepción en las arrugas de alrededor de la boca de su amado, aquella hermosa e infantil boca fruncida en un permanente pucherito que pronto sería suya. Le borró las arrugas de cansancio y decepción, alisó el ceño que le dibujaba una uve de surcos en la frente.
—Al parecer, tendremos que volver a empezar desde el principio —dijo Quinn, indicando la mina con un gesto.
Las comisuras de los labios de Demial se estremecieron. Agachó la cabeza para no sonreír como un gato que ha cazado un gordo y jugoso pájaro. Habló tímidamente, pero en voz lo bastante alta para que lo oyeran todos los de alrededor.
—¿Cuándo empezamos? —preguntó.
Quinn permaneció en silencio un instante y luego se echó a reír con ganas. Se volvió hacia la mina e indicó a los demás que lo siguieran.
—Demial tiene razón. ¡Vamos, a trabajar!
Cuando se encaró con la pila de rocas, los demás se unieron a la labor. Recogieron los trineos que utilizaban para acarrear las piedras y escombros y formaron un irregular semicírculo alrededor del montón.
Demial cogió su primera piedra del día. Tenía las dimensiones justas para poderla transportar cómodamente. Acunó la roca de afiladas aristas en sus brazos y la llevó hasta su trineo. Estornudó cuando una nube de polvo le dio en la cara y luego regresó por otra piedra. Sus músculos reforzados por la magia se tensaban nítidamente bajo su piel. Era capaz de cargar mucho más peso, pero tenía que ser prudente. Llevaba justo el suficiente, cargaba el trineo justo lo suficiente para resultar impresionante, pero no lo bastante para despertar sospechas de que utilizaba la magia.
La mañana transcurrió lentamente, igual que todas las mañanas desde que se incorporara al proyecto de reabrir la mina. Transportar una carga de piedras hasta la grieta, volcarla por el borde, arrastrar el trineo vacío otra vez hasta la mina y volver a empezar. Mientras el sol se elevaba y el polvo se convertía en una capa de mugre que rebozaba su rostro y su cuello, ella trabajaba como un autómata, cargando y arrastrando.
Recordó su plan perfecto de utilizar la magia en el momento oportuno para acabar de despejar la mina. La vara despacharía aquel trabajo con rapidez. En pocas semanas más de trabajo extenuante, los aldeanos estarían preparados para un poco de magia. Estarían tan fatigados que se lo agradecerían.
El problema era que no podía simplemente plantarse ante la mina con la vara y desear que se despejara el camino. Tenía que presentar una explicación razonable, algún modo de justificar la posesión de un artefacto tan poderoso y el hecho de que sabía utilizarlo, pero no le cabía la menor duda de que ya se le ocurriría algo. Era muy hábil con las palabras, con las explicaciones… como la astuta historia que ideó para contar a los aldeanos cómo había escapado del ejército de Ariakan y pasado el calurosísimo verano y la guerra en la ciudad portuaria de Palanthas, trabajando en una taberna.
Sus labios se curvaron ligeramente cuando empezó a remontar la pendiente por el camino. Habían aceptado su historia con facilidad. A los aldeanos no les costó ningún esfuerzo creer que Demial, la alborotadora hija del borracho del pueblo, hubiera pasado todo aquel tiempo sirviendo mesas en un miserable tugurio de marineros.
Quinn se acercó y acomodó su paso al de ella.
—Deberías descansar un rato —dijo—. No has parado en toda la mañana.
Demial dominó la llameante ira que siempre estaba demasiado cerca de la superficie, disfrazándola de presencia de ánimo y determinación, como quien se pone una camisa de colores.
—Tú tampoco.
—Entonces descansaremos juntos —dijo, como si llevara rato esperando la ocasión. Detuvo el trineo de la joven, la cogió por d brazo y la condujo hasta una de las escasas áreas de sombra.
El aire, más fresco allí, olía a agujas de pino secas y a brotes recientes, lo cual le recordó a Demial aquella primavera, no muy lejana. Esperaba que sus planes culminaran alrededor las Fiestas de Primavera, cuando la aldea celebraría durante una semana la inminente llegada de la nueva estación.
Cuando se sentaba sobre la hierba, una brisa le encrespaba los cabellos que se le pegaban a la frente, levantándolos y refrescándole la piel. Debía de tener un aspecto horrible, con largos mechones sueltos de su apretada trenza, sucia de polvo, pero Quinn le sonrió como si fuera engalanada con seda y joyas.
El hombre se sentó junto a ella de medio lado, con las piernas cruzadas, imitándole la postura, y su rodilla rozó la de la joven. Volvió el rostro hacia la brisa y le concedió a ella la oportunidad de observarlo con claridad. Las arrugas de descontento habían desaparecido de su boca y su frente. El cabello rubio como el trigo se aplastaba sobre su cabeza a causa del sudor. Tenía la cara tan sucia como ella y parecía cansado, pero eso era bueno. El cansancio sólo significaba que había trabajado duramente, que habían conseguido algo juntos.
El estómago de Demial protestó mientras ella se limpiaba la mugre del rostro y se acordó del bizcocho que Lyra le había regalado aquella misma mañana.
—Te invito a comer. Lyra me lo ha dado a primera hora —exclamó, y buscó el paño en su bolsillo. Salió mucho más plano que cuando se lo había guardado y la blanca tela presentaba manchas de humedad.
Abrió el paño manchado y mostró las migas aplastadas de bizcocho amarillo.
Quinn rio con ganas al ver la consternación de la joven. Era un sonido agradable, espontáneo, y ella lo paladeó como saborearía el olor a lluvia en el aire o el canto de un pájaro por la mañana. Sonrió, desconsolada pero divertida.
—Supongo que me he acordado demasiado tarde.
—Tonterías. —Quinn cogió uno de los trozos mayores con sus sucios dedos, echó la cabeza hacia atrás y se lo introdujo lentamente en la boca.
Demial observó el movimiento de su garganta, el ascenso y el descenso de los músculos bajo la piel cubierta de vello sin rasurar. Era un hombre atractivo. Ni siguiera la suciedad podía estropear el efecto de sus angulosos pómulos y su larga y elegante nariz. Desvió la mirada y se ruborizó, mientras él alargaba la mano para coger otro trozo de bizcocho.
—No está tan mal pese a estar aplastado. —Quinn le oprimió suavemente la mano, animándola a probarlo.
Ella negó con la cabeza y le ofreció el resto del bizcocho. De pronto tenía la boca más seca de lo que debería por la sed, y la provocadora risa había desaparecido de su garganta.
Él le lanzó una breve mirada arqueando las cejas.
—Todo el mundo sabe lo que has hecho por Lyra. Incluso Rory. Es la única razón de que él venga a la mina todas las mañanas, porque cree que a ella le conviene estar sola y porque sabe que tú vas a verla cuando pasas por su casa.
El elogio fue tan inesperado que Demial no supo qué decir. Lo miró boquiabierta, sintiendo una oleada de calor, una punzada de culpa por sus verdaderos motivos.
—Yo no… Yo no he… No… —Las palabras daban vueltas por su lengua y las emociones contradictorias se agolpaban en su pecho. Se puso en pie de un salto, molesta por el conflicto interior que experimentaba. Una inspiración profunda desatascó un frenético torrente de palabras, destinadas a convencerlos tanto a ella como a él—. Yo no he hecho nada. Sólo le llevo el agua. Siempre va cargada con el bebé y yo soy más fuerte que ella, de modo que le llevo el agua. No es nada.
—Es más de lo que imaginas. —Quinn la sujetó por la muñeca para evitar que se diera la vuelta.
Demial sintió un nudo en la garganta que le impedía respirar y la sofocaba más que cualquier palabra. Aquel contacto era lo más cercano a la sensación de la magia que quedaba en el mundo, el hormigueo de la piel sobre la piel, y era la primera vez que él se atrevía a tanto, la primera vez que superaba todas las reticencias.
Ella conocía la razón de tanta renuencia. Una y otra vez lo oía decir tristemente y en voz baja: «Mi corazón yace en una tumba». Todavía lloraba la muerte de aquella mujer. Demial estaba resuelta a hacer que la olvidara. Se estremeció y él se dio cuenta. Incluso le gustó, porque repasó con un dedo la interrumpida línea de la vida de la joven y le sonrió, con la misma sonrisa infantil de la cual ella se había enamorado cuando era una niña de cinco años.
—No te avergüences. Lo que haces por ella es maravilloso. —Su dedo recorrió de nuevo la palma y la muñeca de la joven.
De repente volvía a tener cinco años, el día en que su padre había bebido demasiado. Se suponía que él debía ir a trabajar al campo, pero perdió el conocimiento y la dejó sola para que encontrara el camino a casa como pudiera bajo el avanzado crepúsculo. Quinn, que entonces tenía diecisiete años, volvía del río por el camino con la vaca lechera de su familia y le dio un susto de muerte. Demial no chilló de miedo, como habría hecho la mayoría de las niñas de su edad, pero él la miró, y comprendió en el acto que estaba aterrorizada, aunque jamás lo reconocería, y alargó una mano para tocarle la muñeca.
—Ayúdame a arrastrar este antipático animal hasta el pueblo, ¿quieres? —dijo—. Esta vaca estúpida no comprende que intento llevarla a casa.
Ahora, Demial le sonrió a su vez, recordando la mansa vaca y la sonrisa de un muchacho de diecisiete años.
—Pero no hago nada por ti, ¿verdad?
Quinn sostuvo su mirada con serenidad, y toda inflexión de burla había desaparecido de su voz cuando respondió:
—Sí que lo haces. No te imaginas hasta qué punto nos hace felices a todos tu sonrisa.
Era una frase más reveladora de lo que ella habría podido extraerle por la fuerza.
—Quizá debería hacer más —dijo con suavidad. Recalcó la última palabra justo lo suficiente para que fuera una pizca sugerente, pero no lo bastante como para que él se asustara si era algo que no quería oír.
Quinn se encogió de hombros y su sonrisa pareció un poco forzada.
Demial asintió y se volvió rápidamente, antes de que la avidez que sentía se tradujera en una expresión radiante y vulnerable.
—Creo que iré a beber un poco de agua antes de volver al trabajo —dijo.
Cuando coronaba la modesta elevación que la ocultaría de la vista del hombre, se volvió para mirarlo una vez más. Estaba sentado donde lo había dejado, observándola.
—Tal vez puedo hacerte la cena algún día, para compensarte por el bizcocho aplastado —dijo.
Él la estudió unos instantes y ella dio por sentado que iba a rechazar su invitación. Iba a seguir triste, con aquella enojosa dignidad, como diciendo: «Mi corazón está en otra parte, para mí es imposible»; pero, para su sorpresa y regocijo, el hombre asintió, mostrando unos dientes blancos como la nieve, en contraste con su moreno rostro.
Demial se alejó a paso vivo, permitiendo que una sonrisa, esta vez genuina, aflorara a su rostro. La astucia y el hambre habían contribuido a su plan. Ya podía volver al trabajo y esforzarse sin prestar atención a las protestas de su cuerpo por la extenuación, o de su mente por el aburrimiento de acarrear piedras.
Aquella tarde, de camino a casa, no se entretuvo con los demás aldeanos, como habría hecho normalmente, uniéndose a sus cansadas risas, deteniéndose para saludar a los ancianos que se sentaban cerca del pozo a la espera de oír buenas noticias sobre el proyecto de la mina.
En su lugar, se apresuró a volver a casa y hacer la limpieza antes de que todos se congregaran en la zona comunal, alrededor de la plaza, para charlar acerca del trabajo de la jornada y los cercanos días de las fiestas.
Su cabaña era tan bonita como cualquiera de las de la aldea. Tenía una chimenea que tiraba bien, ventanas con cristal de verdad y un jergón cómodo y limpio, relleno de paja fresca que crujía cuando ella se movía por la noche. La mesa y el banco lucían una pátina dorada debida a los muchos años de uso. Demial lo limpió todo apresuradamente con un trapo, erradicando cualquier indicio de polvo. Alisó las mantas del lecho y tensó las cortinas cerradas con los dedos antes de poner el estofado a calentar.
Marta le había dejado una hogaza de oloroso pan del día en el porche y Demial lo cortó en rebanadas, que depositó sobre la mesa. Cada dos días le llevaba a la anciana leña del montón comunal y a cambio siempre encontraba algún regalito —un tarro de mermelada, o una hogaza de pan, o un trozo de tarta— junto a su puerta. La anciana negaba con firmeza que fuera cosa suya. No importaba; aquellas pequeñas atenciones también formaban parte del plan.
Después de comer, comprobó que el madero que atrancaba la puerta estuviera bien colocado, se despojó de sus ropas de trabajo sucias y cerró los dedos alrededor de su vara. Era lisa, cálida y acogedora, como si añorara el contacto con un hechicero tanto como ella añoraba el contacto con la magia.
Acarició las rugosidades de la madera y las estrías que se curvaban, con suavidad, mientras se sentaba en su sitio ante la chimenea. Pronto tendría que concentrarse en la labor de buscar una explicación para la vara, cómo había llegado a descubrir su poder para utilizarlo en la mina. Sonrió al pensar en la cara de Quinn cuando pronunciara el conjuro mágico que recuperaría la mina.
Quinn pronto llegaría a la aldea y se uniría a los demás para compartir los chismorreos nocturnos. Esta noche, Demial no tenía tiempo para distracciones. Acarició la vara y su magia, y formuló un mudo deseo de limpieza, de suave dulzura. El conjuro danzó a su alrededor, alborotándole el cabello y recorriendo su piel.
Cuando hubo terminado, con la vara de nuevo en su lugar, fue a la ventana posterior y retiró las cortinas. Utilizando el verdoso cristal a modo de espejo, comprobó su aspecto. Perfecto. Su cabello brillaba como si estuviera engrasado. Su piel tenía una sedosa suavidad y un olor dulce como la de una dama de ciudad recién emperifollada.
Con una sonrisa tan radiante como su cabello, se alejó bruscamente de la ventana, dejando las cortinas abiertas de par en par. Se vistió con su mejor túnica, un cinturón y zapatillas, y abrió de golpe las cortinas de la otra ventana, y luego la puerta.
Una sombra se proyectó sobre ella cuando la puerta se entreabrió. Demial dio un brinco al ver a Quinn remoloneando en el portal y tapando el sol poniente. Se había puesto sus mejores pantalones y chaleco y olía a agua del río y a jabón. Se había alisado el cabello, salvo por los díscolos mechones de delante, que se erguían en húmedos copetes. La fresca sombra de su cuerpo se arrastró sobre el cuerpo de Demial cuando se acercó a ella.
—Confiaba en que te unirías a nosotros esta noche —dijo con voz queda, al tiempo que le ofrecía el brazo para acompañarla.
Demial despertó cuando la luz del sol ya entraba por la minúscula ventana posterior y avanzaba reptando por el suelo.
—¿Cómo se puede dormir tanto? —se preguntó incorporándose.
Sentía una pesadez en la cabeza, debida tanto al peso de su cabello como a la cerveza que había bebido la noche anterior. Gimió quedamente y se cubrió los ojos con el brazo para tapar la luz. Nunca le había sentado bien la bebida. Debido a su crianza nunca había tenido mucho interés por ser una buena bebedora. Para ella no tenía sentido ofuscar su mente con el alcohol, pero Quinn le había ofrecido una jarra y por eso la había aceptado. El hombre estaba de tan buen humor que quiso acompañarlo.
Funcionó, porque había permanecido sentado junto a ella toda la velada, riéndole las gracias y escuchando sus ideas sobre la mina como si sus palabras fueran sabias. Una mente turbia era un pequeño precio que pagar por impulsar su plan un paso más hacia su consecución. Ahora, lo único que tenía que hacer era idear una explicación para la vara y utilizarla. Después de eso, Quinn sería suyo, porque… Bueno, entre las sonrisas que ella le dedicaba y la magia que aplicaría en la mina, ¿cómo podría ser de otro modo?
Se plantó en el centro de la habitación, contemplando la vara, cuando un bullicio la despertó de su ensoñación. Se volvió hacia un lado. El ruido sonaba como si casi toda la aldea se hubiera congregado justo detrás del pozo y hablaran todos a la vez. El único perro que quedaba ladraba ante tanto alboroto. Curiosamente, sin embargo, no oyó a ninguno de los niños. Normalmente estaban en medio de toda la animación, interrumpiendo la conversación con sus agudas vocecitas.
—Parece que media aldea haya decidido empezar las Fiestas de Primavera antes de tiempo —se dijo mientras se ponía la túnica a toda prisa y salía apresuradamente de la cabaña.
La mayor parte de la población adulta de la aldea se había reunido en el área comunal, cerca del pozo, agrupados en un puño al lado del banco donde se sentaban los ancianos todas las tardes, esperando oír los chismorreos de la jornada. Sus voces sonaban más apagadas ahora, pero aun así se notaba su emoción. Lyra, con el bebé en la cadera, pasó ame la cabaña de Demial a un rápido trote, mientras un joven corría hacia el pozo para sacar agua y alguien más llegaba con una manta.
Al otro lado de la calle, Quinn salía también de su cabaña en aquel momento. Se había echado la camisa descuidadamente sobre un hombro desnudo y llevaba las botas en la mano.
Demial se desvió de su camino para acercarse a él. Hizo caso omiso de la algarabía reinante, admirada por el movimiento de los masculinos músculos bajo la piel cuando Quinn se agachó para dejar las botas sobre un tocón de árbol.
—¿Qué es ese barullo? —preguntó el hombre.
—No estoy segura.
La fácil sonrisa de Quinn estaba ausente, su voz sonaba abogada, mientras se ponía la camisa, sin desabrochar, por la cabeza. Sus músculos abdominales se ondularon cuando tiró de la prenda hacia abajo. Introdujo los pies en las botas a trompicones y tiró de las cañas para calzárselas bien. Empezó a caminar y ella se puso a su altura sin movimientos bruscos, como si caminar juntos fuera lo más natural del mundo.
La muchedumbre próxima al pozo se apiñaba alrededor de algo o de alguien. ¿Qué podía haber ocurrido? ¿Habría enfermado y muerto alguno de los ancianos mientras se sentaba a tomar el sol de la mañana? La intensa luz dorada parecía demasiado vivificante para que alguien hubiera fallecido bajo su influjo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó imperiosamente Quinn. La multitud se apartó para permitirle ver lo que rodeaban. El hombre detuvo sus pasos. Se hizo un repentino y espectral silencio cuando él dio un paso al frente.
La aprensión se adueñó de Demial. Sin preocuparse de lo que pudieran pensar de ella, tanto si la consideraban descarada como si no, Demial lo siguió, agarrándole la camisa, resistiendo la presión de los cuerpos que se cerraban a su paso. A través de los dedos que oprimían la espalda del hombre percibió su súbito jadeo, la vibración de su «Oh, dioses». De algún modo, con la misma percepción extrasensorial que le indicaba que Quinn pronto sería suyo, supo que se trataba de algo peor que la muerte.
Quinn cayó de rodillas y le permitió a ella ver lo que había en el centro del corro de aldeanos.
Todos sus planes cuidadosamente trazados, su mundo perfecto, perdieron sus perfiles, su sustancia, como si hubiera estado mirando el sol demasiado rato. Durante unos segundos, minutos, fue incapaz de ver nada y luego, cuando la turbulenta luz blanca se aclaró de su visión, deseó que volviera a desaparecer.
Taya.
Quinn estaba arrodillado y de su garganta brotaban unos ruiditos absurdos que eran casi gemidos. Con una mano tan tensa que amenazaba con quebrarle los delicados dedos, sostenía las manos de una mujer… o lo que quedaba de ella.
Taya… Una rival de la infancia, la enemiga imbatible de la adolescencia. La buena de Taya.
Quinn se inclinó aún más y rodeó con sus largos brazos los hombros de la mujer.
Taya, que supuestamente se había llevado el corazón de Quinn a la tumba. La bendita Taya. La luz en contraste con la oscuridad de Demial.
Incluso ahora le robaba la luz, le robaba lo que era suyo. Como confirmando lo que su mente repetía, para obligarla a creérselo, la mujer que se hallaba a la derecha de Demial murmuró el nombre.
—Taya.
Aquel único susurro fue como las rocas al desplomarse en la mina. Las palabras cayeron dando tumbos, rodando y rebotando alrededor de Demial, ahogando lo que Quinn le decía a la mujer que abrazaba.
—Es Taya.
—¿Dónde ha estado todo este tiempo?
—Se marchó durante la guerra a servir con las fuerzas de Kalaman.
—¿Qué le ha sucedido?
—Mirad su pelo.
—¿Qué le pasa?
Demial se esforzaba en oír lo que decía Quinn. Sólo ahora se fijó de verdad en la figura que el hombre abrazaba. Pudo ver únicamente una parte del rostro, demasiado pálido, de la mujer, nada más que un flaco hombro y un brazo demacrado.
Taya estaba sentada, apenas capaz de sostenerse. Hablaba con una voz que rechinaba como la rueda de una vieja carreta, pero las palabras no tenían sentido. Eran palabras como «montaña», «batalla», «río». «Número», quizá. Las palabras no fluían coherentemente, privadas de cualquier semejanza con un significado.
Quinn se irguió y Demial dejó escapar el aliento. Por bien entrenada que estuviera para no mostrar nunca sus verdaderos sentimientos, no pudo ocultar su horror. Quinn tenía una expresión aturdida, conmocionada, la expresión de un hombre que acaba de despertar de una pesadilla.
No había ni rastro de la fuerte, hermosa y rubia Taya de antaño. Era como si alguien la hubiera dejado morir de hambre, apaleado, quebrado sus huesos, no le hubiese permitido reponerse demasiado bien y luego la hubiera dejado pasar hambre de nuevo. Su cuerpo estaba encogido y tembloroso. Su cabello, enmarañado, deslucido como la paja.
Quinn la ayudó a ponerse en pie sujetándola por los brazos y tirando de ella con suavidad.
Taya consiguió levantarse, pero sólo apoyándose en el hombre. Volvió la cabeza. Su mirada esquiva y desenfocada se posó en Demial y ésta comprendió que aún quedaba algo de la antigua Taya: sus ojos. Sus radiantes ojos más azules que el cielo. Miró a Demial y aguzó la vista. Taya la miró directamente y los murmullos cesaron.
Demial dio un paso atrás y notó que su talón pisaba el pie de alguien. ¿La había reconocido? En tal caso, no dio muestras de ello. La mujer se apoyó en el amplio pecho de Quinn y dejó que la levantara en volandas. Parecía una niña en brazos de un hombre, una niña agotada y exánime.
—Llévala a mi cabaña —dijo uno de los jóvenes. El edificio al que se refería era pequeño, pero lo utilizaban con frecuencia los heridos y los enfermos a causa de su proximidad al pozo y porque tenía una cama de verdad, en lugar de un simple jergón en el suelo.
Cuando Quinn se volvió hacia la cabaña, los aldeanos empezaron a taparle la vista a Demial caminando detrás de él, y ella se abrió paso otra vez para situarse a su lado. No creyó que volvería a ver nunca a Taya. No creyó que volvería a ver nunca a otra mujer en brazos de Quinn. Al verla ahora, al ver a Quinn con Taya, a Demial se le revolvió el estómago, pero tenía que permanecer cerca.
No era distinto de cuando eran pequeños. Entonces odiaba verlos juntos, y sin embargo formaba parte del círculo, ella era la niña mala que todos soportaban porque Quinn y Taya la toleraban. Pero Taya siempre estaba lista para martirizarla cuando Quinn no miraba, y siempre sonreía dulcemente cuando sí miraba.
Quinn se contorsionó torpemente para que su liviana carga pasara por la puerta y la depositó con delicadeza sobre la cama.
El estómago de Demial dio un violento vuelco cuando el hombre apartó el cabello de la cara de Taya.
Lyra se materializó a su lado, con un vaso de agua en una mano y una pila de ropa en la otra.
Demial la miró boquiabierta, olvidando a Quinn. Era la primera vez que veía a Lyra sin su bebé a cuestas. La primera reacción de Demial fue sonreír con ganas. Rory se alegraría. Lo único que había hecho falta para separarla del bebé era Taya.
Cuando frunció el ceño, se borró toda la alegría. Quinn intentó arrebatar el agua y las toallas de las manos de Lyra, negándose a renunciar a su posición al lado de Taya.
—Tienes que dejar que la cuidemos nosotras —dijo Lyra.
Intentó de nuevo coger las toallas.
—¡Quinn! —dijo Lyra secamente—. Apártate. —Con mucha más suavidad, empujó al hombre con una rodilla—. Vete. Fuera. Ya volverás cuando hayamos terminado.
Después de tocar a Taya una vez más para asegurarse de que era real, Quinn se puso en pie.
Demial salió tras él rápidamente, antes de que la reclutaran para ayudar. La idea de tocar aquel cuerpo sucio y esquelético era superior a sus fuerzas. Pero… Taya la había mirado como si la reconociera. ¿Y si empezaba a hablar?
Demial miró hacia atrás, titubeante. Quizá debería quedarse para asegurarse de que Taya no decía nada… Lyra había apartado una capa de ropa cubierta de barro seco y estaba retirando otra. La carne desnuda de debajo era una masa de cicatrices, montones de ampollas hinchadas y pústulas hundidas que dejaban intacta la piel de en medio. Quemaduras, del tipo que sólo la magia podía causar.
Demial se estremeció, dio media vuelta y cerró la puerta detrás de ella.
Fuera, la mayoría de los aldeanos se había dispersado. Los pocos que se habían quedado allí se alejaron arrastrando los pies, dirigiéndose a sus quehaceres cotidianos, cuando Demial cerró la puerta.
Quinn estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared de la cabaña. Se abrazaba las rodillas y sus manos pendían flácidas entre ambas.
Demial se acomodó a su lado, deslizándose cuidadosamente para sentarse encima de un brote de hierba.
El hombre inspiró entrecortadamente.
—Dioses, Dem —exclamó—, ¿qué ha podido sucederle? —Su voz sonaba vacilante, ausente.
La joven se mordió el labio para combatir el impulso de levantarse de un brinco y echar a correr o de chillarle. Nadie la llamaba así. ¡Nadie! Permaneció donde estaba a fuerza de voluntad. Recurrió a su mejor expresión consoladora.
—¿Dónde ha estado todo este tiempo? ¿Qué…? —La voz del hombre se quebró finalmente. Agachó la cabeza, incapaz de continuar.
Demial se ahorró tener que responderle porque la puerta se abrió. Lyra salió al patio con una jofaina en las manos. Estaba llena de toallas, ahora sucias.
—Se ha dormido —dijo, dirigiéndose especialmente a Quinn. Al no recibir respuesta, prosiguió—: ¿Quieres pasar y sentarte a su lado?
—¡No! —Demial trató de cerrar la brecha rápidamente—. Quinn puede seguir trabajando en la mina.
—No. —La voz del hombre era firme, tajante—. Iré yo. Sigue tú trabajando en la mina. —Cuando Demial intentó protestar, él tomó aliento lentamente y lo dejó escapar. Su voz era más suave y movía los dedos espasmódicamente—. Tú puedes… sentarte a su lado esta noche.
Demial asintió y se alejó con rapidez, antes de decir algo, hacer algo, demostrar lo poco que le gustaba la idea de que Quinn estuviera a solas con Taya… y lo poco que le gustaba la de quedarse ella a solas con la mujer.
Su mente estaba ocupada mientras recorría el empinado camino de la ladera. De veras, no quería estar en la misma habitación que Taya, pero… ¿no sería lo mejor? ¿No la apreciaría Quinn más por ello?
En la mina el trabajo estaba en marcha, como de costumbre. Tal vez un poco más lento, ya que todos se detenían de vez en cuando para especular acerca de la reaparición de Taya. Todos hacían una pausa para enterarse de algo más sobre Taya de labios de Demial. Como ella sólo podía decirles que la mujer estaba durmiendo, suspiraban y volvían al trabajo.
Sin conjuros mágicos que le dieran poder y con su propia falta de entusiasmo, Demial tuvo que reducir la cantidad de piedras que apartaba. Eso la hacía sentirse observada y no dejaba de mirar de reojo, segura de que los demás sospechaban de ella, pero todos parecían enfrascados en sus propios pensamientos y tareas. .
Empezaron a dolerle los hombros y los codos. Tenía la sensación de que alguien le estiraba los músculos de los antebrazos. Sufría a cada tramo difícil del camino, pero era un dolor sordo, comparado con pensar en el rostro de Quinn mientras le apartaba el cabello de la cara a Taya. Comparado con preguntarse qué estaría haciendo ahora su amado.
Como el día anterior, después del trabajo, Demial fue primero a su cabaña, deseando cambiarse de ropa. Necesitaba unos momentos de soledad para prepararse, para calmarse. Después enfiló la calle de la aldea, en dirección a la otra cabaña.
Taya estaba despierta, pero no muy consciente, y balbuceaba algo apenas audible, algo repetitivo y monótono. En lugar de situarse cerca de la cama de la mujer, como Demial esperaba, Quinn se había sentado junto a única ventana minúscula. Su rostro estaba pálido, atormentado y fatigado.
Fue hacia él y se sentó a su lado.
—No ha hecho otra cosa en todo el día. —Hizo un gesto en dirección a Taya—. Yo escuchaba. La he escuchado durante mucho rato, pero nada de lo que dice tiene sentido. Habla de una montaña y de una batalla, o algo así. Ni siquiera sabía… —Se le quebró la voz y desvió la mirada del pequeño cuarto y de la mujer postrada en la cama—. La creía muerta. Estaba convencido de que había muerto. ¿Dónde ha estado todo este tiempo?
—¿Tanto importa eso? —Demial habló apretando los dientes, obligando a las palabras a salir entre sus tensos labios—. Ahora está en casa. —Apoyó una mano sobre el antebrazo del hombre. Notó la tensión y los nudos de los músculos.
Demial relajó los dedos crispados y los separó para acariciarle la mano, hasta que los músculos se distendieron.
—¿Has comido algo? ¿Por qué no vas a descansar un rato? Yo me quedaré con Taya. —Casi se atragantó al pronunciar el nombre, pero consiguió que su voz sonara natural.
Quinn negó con la cabeza.
—No, no debería apartarme de ella.
Demial volvió a apretar los dientes para no mostrar sus verdaderos sentimientos.
—Quinn…, no puedes quedarte con ella en todo momento. Incluso tú tienes que comer y dormir. ¿Y qué hay de la mina?
—¿Crees que me importa la mina?
La ira ardió en el interior de Demial, pero consiguió aplacarla. Se sorprendió al comprobar cuánto le importaba oírselo decir, cómo le dolía saber que todo el trabajo que habían hecho no contaba para nada. Pero ¿por qué había esperado otra cosa ahora que él volvía a tener a Taya?
—Por supuesto que te importa la mina. Sabes que sí. Sólo estás cansado y dolido en este momento. Por favor…, hazte un favor. Descansa. Yo me quedaré.
Quinn la miró, interpretando erróneamente la angustia que reflejaba su rostro. Se ablandó, le cubrió la mano con la suya y la oprimió con fuerza.
—Gracias —dijo. Su sonrisa era de fatiga, pero genuina. La acarició, finalmente, girando la mano y rodeándole los dedos. En lugar de animarlo, no obstante, el contacto sólo pareció entristecerlo más aún. Se puso en pie rápidamente, murmurando: «Gracias» otra vez mientras se marchaba.
Demial permaneció en el suelo unos momentos más, escudriñando los alrededores. Aquella cabaña era mucho más pequeña que la suya, casi claustrofóbica, con su techo bajo y una única ventana diminuta. La chimenea era enorme, comparación, y ahora sólo contenía relucientes ascuas amontonadas. Había una mesa pequeña, con cicatrices debidas a los años de uso, y dos sillas: la que había ocupado Quinn y otra aún más pequeña al lado de la cama. Finalmente, tuvo que mirar el lecho y lo que yacía sobre él. En cuanto hubo mirado, no pudo apartar la vista.
Bajo las mantas apenas había cuerpo suficiente para parecer una silueta. Como si fuera consciente de su examen, Taya gimió y se agitó inquieta, volviendo la cabeza sobre la almohada y demostrando más energía de la que Demial había creído que poseía. Se retorció contra la manta, oprimida por el peso, luchando por salir de debajo.
Un escalofrío recorrió el espinazo de Demial. Era una sensación que conocía, estar inmovilizada e indefensa, y no pensaba contemplar a su peor enemiga sufriéndolo. Cruzó la minúscula habitación en dos pasos y retiró la manta.
Lyra había vestido a Taya con un camisón de algodón. Una de las mangas estaba subida y Demial vio que Taya se había fracturado el brazo entre el hombro y el codo pero no se le había soldado bien. La carne estaba impecable, aunque enfermizamente lívida, pero mostraba una curva antinatural, con un bulto donde la línea del brazo debía ser recta y limpia. Bajo los pliegues de la manga arrugada, la piel mostraba el arranque de las cicatrices que Demial había visto antes.
El rostro de Taya también estaba cubierto de cicatrices. No tan evidentes como las del cuerpo, pero había una larga línea blanca que empezaba bajo la mandíbula y seguía el contorno del rostro por delante de la oreja. En el mismo lado había una ristra de pequeños cráteres, como si alguien hubiera vertido gotitas de ácido sobre su sien. Fuera lo que fuese lo que le había sucedido, le había faltado poco para perder un ojo.
El efecto general de las marcas blancas mezcladas con las venas azules de la pálida tez era curioso y un tanto macabro. Más repelente era la paja opaca y deslucida que fuera otrora el espléndido cabello de Taya. En otros tiempos, Quinn podía pasar los dedos por él como si fuese agua, como si fuera reluciente seda. Todavía podía ver a Quinn alargar el brazo para tomar una guedeja y sostenerla en alto, por encima de la cabeza de Taya, para dejarla caer de nuevo como una cascada. Podía ver la risueña expresión de la entonces joven Taya cuando se volvía y fingía regañar a Quinn.
Taya alzó las manos bruscamente y las retorció en el aire, Abrió los ojos y miró directamente a Demial. Se quedó inmóvil, rígida.
—¿Demial? —susurró con penosa voz.
Demial jadeó. Antes de que pudiera responder, ames que pudiera decidir siquiera qué responder, los ojos de Tara se vidriaron y empezó a balbucear de nuevo.
—Montaña, Montaña. He encontrado la montaña. Escóndete aquí. Montaña. —Su voz fue bajando de tono y se hizo ininteligible, excepto por alguna palabra ocasional, y ni siquiera entonces tenía sentido. El torrente de palabras le provocó un prolongado ataque de tos ronca, y unas gotitas de sangre rociaron la pechera del camisón blanco, una esquina de la almohada y la barbilla de Taya.
Con una mueca, Demial mojó un trapo en el balde de agua y trató de limpiar el estropicio sin tocar a su paciente. Taya se lo puso difícil con otro arrebato de contorsiones y giros, extendiendo crispadameme unos dedos tan demacrados que sin duda se romperían si chocaban con algo.
Contemplar aquel cuerpo postrado era nauseabundo. Tenerlo que tocar… La idea le puso la carne de gallina, pero era la única manera. Cuando Taya arqueó la espalda, Demial deslizó la mano entre la cama y los hombros de la mujer, y la hizo volverse sujetándola firmemente por la nuca.
Taya se quedó flácida sobre su mano y su cabeza se bamboleó como la de un bebé sin apoyo. Su cabello tenía el tacto de la paja al rozar los dedos de Demial, pero el cuerpo no era lo que ésta esperaba. Aunque no estaba enrojecida, la piel de lava ardía febrilmente, como si el fuego mágico que le había provocado las cicatrices todavía ardiera en su interior.
Demial esperaba que su tacto fuera el de un cascaron vacío y reseco, pero en realidad era muy denso, demasiado para una persona tan flaca. Parecía… real. Real y viva. Permanecía inmóvil sobre el brazo de Demial, pero estaba viva, respiraba, su corazón latía. Demial notaba su pulso contra el brazo, los irregulares bordes del tejido cicatrizado entre sus dedos donde tocaban la carne desnuda, la presión de un anguloso hombro donde parecía sobresalir.
Demial volvió a estremecerse y movió la cabeza para sentir su propia gruesa trenza contra su regular, firme y lisa espalda. Contempló sus propios dedos flexionarse para limpiar la sangre y el esputo del rostro de Taya. La mujer no se resistía. Yacía inerte y confiada en manos de Demial.
Las marcas del rostro de Taya no habrían sido tan asombrosas si se hubiera tratado de un maquillaje para las Fiestas. Sin embargo, sólo podían ser de un tipo de batalla tan horrible que pocos habrían salido con vida de ella. Tal vez las heridas fueran de la última y horrible batalla.
Demial habla huido de aquella batalla. De hecho, sólo tenía una cicatriz de toda la guerra, del principio, antes de que el Bien se hubiera unido al Mal contra un enemigo común. Una minúscula cicatriz que no era más larga que su mano, una delgada línea curva blanca a lo largo de las costillas, donde había dejado que la espada de un caballero solámnico se le acercara demasiado. El caballero había pagado con su vida por el error que ella había cometido.
¿Y si tuviera que lucir aquella cicatriz, y más, en su rostro? ¿O en sus brazos y espalda? Cuando Demial depositaba suavemente a Taya otra vez sobre la cama, los ojos de la mujer se abrieron, esta vez lentamente. Si se sorprendió al ver que Demial la tocaba, no lo demostró. De hecho, parecía agradecida.
—Demial —logró articular. Esta vez no cabía duda—. Ayúdame.
Separó la cabeza de la mano de la joven y empezó a balbucear de nuevo sobre montañas, batallas y números. Su voz, cascada y fatigada al principio, fue cobrando fuerzas hasta volverse aguda, aterrada y aterradora. Demial se sentó junto a la cabecera y deseó taparse los oídos, pero lo único que podía hacer era esperar. Los largos minutos se convirtieron en horas, mientras los lamentos le destrozaban los nervios. De fuertes a débiles y otra vez fuertes.
Cuando Marta entró más tarde con una humeante escudilla de sopa y toallas limpias, Taya casi se había agotado hasta guardar silencio otra vez.
La anciana dejó la sopa y un cucharón sobre la mesa cercana a la cama.
—¿Cómo lo lleva? —preguntó. Depositó las toallas en la mesa próxima a la ventana, y luego se dedicó a encender las velas de la habitación, mientras Demial mascullaba una respuesta a la pregunta.
La joven sólo fue consciente de lo oscura que estaba la habitación después de que se iluminara con la titilante luz de las velas. Se puso de pie y desentumeció sus cansados músculos. Estaba rígida por el tiempo que llevaba sentada, pero su espalda y sus hombros estaban fatigados como si se hubieran arqueado y retorcido cada vez que Taya hacía otro tanto. Tenía la garganta seca como si cada grito de Taya lo hubiese lanzado ella.
Marta llenó una taza de metal y la acercó al borde de la cama. Demial la cogió y se bebió ella la fresca agua antes de volverla a llenar para Taya. Refrenó a la anciana cuando ésta intentó ocupar su sitio junto a la cabecera de la cama.
—Yo lo haré. —Hasta el momento. Taya no había dicho nada más que su nombre e incomprensibles delirios de loca, pero ¿quién sabía lo que podía decir?
Incorporó a medias a Taya. La mujer se despertó y abrió los ojos. Demial le acercó la raza a los labios. La enferma abrió la boca y bebió agua ansiosamente, haciendo que Demial se sintiera culpable por no haber pensado antes en ofrecerle un poco. Taya aferró el antebrazo de Demial cuando retiró la taza y dijo claramente:
—¿En qué número crees tú?
Demial meneó la cabeza y volvió a empujar suavemente a Taya contra la almohada. Los dedos que oprimían su brazo se contrajeron. La mujer no tenía bastantes fuerzas para hacerle daño, sólo las suficientes para comunicarle su turbación.
—¿En qué numero crees tú? —repitió.
Demial sabía lo que venía a continuación.
—¿En qué número crees? ¿En qué número crees?
La voz de Taya se iría haciendo cada vez más aguda; las palabras se agolparían, cada vez más deprisa, hasta que se le cansara la debilitada voz. No había ninguna respuesta adecuada. Elegir un número al azar la ponía aún más frenética. Decirle que se calmara la hacía gritar más. Decir que no la entendía la hacía pasar a otra pregunta igualmente disparatada. Ningún contacto, brusco o suave, lograba tranquilizarla. Demial ya lo había intentado todo.
Casi todo, excepto la clara sopa que humeaba cerca de su codo. Demial hundió en ella la cuchara y luego la acercó a los labios de Taya.
—¿Qué número…? —La enloquecida mirada de Taya se paseó por la habitación, resbaló sobre las paredes y los muebles, sobre Marta, hasta detenerse en Demial.
—Así —dijo la joven, como había oído a las madres y los padres calmar a sus hijos—. Así, muy bien. —Preparó otra cucharada de sopa, sopló sobre ella para enfriarla y la introdujo en la boca rosa claro que de pronto parecía el pico abierto de una cría de ave.
—Mmmm.
Demial levantó la vista de la escudilla. La rápida mirada a Marta provocó que la cuchara errara el blanco y la sopa se derramó sobre la barbilla de Taya. Demial se la limpió con los dedos.
—¡Mmmm! —Esta vez había más intención en la voz de la anciana, una combinación de incredulidad y asombro, y quizá también un poco de respeto. Marta taladró a Demial con una mirada que parecía ver más allá del artificio de sus sonrisas ensayadas y su jovial conducta.
El rubor le calentó las mejillas.
—¿Qué? —preguntó, consiguiendo que su voz no reflejara acritud sólo gracias a un gran esfuerzo.
—¿Quién lo habría imaginado? —dijo suavemente la anciana.
—¿Qué habría imaginado? —Demial volvió a su labor de hundir la cuchara en el tazón, soplar y verter sopa en el pico de la cría de ave.
Marta le puso en la mano un trapo para que le limpiara la barbilla a Taya. Siguió mirándola fijamente unos instantes.
—¿Quién habría imaginado que cuidarías de esta mujer como si fuera tu propia hermana?
Demial no se atrevió a levantar la vista. Aquella penetrante mirada descubriría sus verdaderas intenciones, desvelaría su falsedad. No era la primera vez que se percataba de que no todos se dejaban embaucar por sus radiantes sonrisas y sus buenas obras, pero sí era la primera vez que la idea la turbaba.
—En un tiempo fuimos amigas —dijo sencillamente.
—Mmmm —admitió Marta en un tono que en realidad no admitía nada—. Estabais unidas, sí. Eso lo recuerdo pero a pesar de todo, nunca pensé que te cayera muy bien.
—Me cae muy bien —espetó Demial. Taya se sobresaltó por la aspereza de su voz y ella la bajó delicadamente—. Le prometí a Quinn que la cuidaría. Siempre cumplo lo que prometo.
—Mmmm.
Demial aferró el mango de la cuchara con fuerza. Si aquella vieja raposa decía: «Mmmm» una sola vez más…
Marta se puso en movimiento, con rápidos pasos que desmentían la edad y la frágil apariencia de sus huesos.
—Entonces será mejor que te deje hacerlo.
Antes de que Demial pudiera reaccionar, la anciana salió por la puerta.
—Alguien vendrá pronto a traerte la cena —dijo por encima del hombro.
La puerta se cerró detrás de ella y Demial se quedó sentada, con la cuchara balanceándose y la sopa goteando sobre su regazo. ¿Por qué no se había mordido la lengua? La había desconcertado escuchar la verdad, pero ahora tenía que quedarse con Taya hasta que viniera alguien más. Había creído que Marta la relevaría.
Taya se movió y sus dedos reiniciaron la danza en el aire.
—Creo en Mishakal, diosa de la luz —recitó—. Creo en…
Demial le dio la espalda e interrumpió su letanía con más sopa.
—Sí, ya lo sé —dijo—. Todos creíamos en ella, en un momento u otro. Y mira adónde nos ha llevado.
Fue Quinn quien le trajo la comida. Cruzó la puerta en silencio con una escudilla de estofado en una mano y una tabla con pan y queso en la otra.
Demial se sobresaltó y se levantó rápidamente, con los puños crispados y los pies separados para mantener mejor el equilibrio, antes de darse cuenta de quién entraba. Le sonrió tímidamente.
—Debo de haberme quedado dormida.
Había apoyado un brazo en la mesa y la cabeza en él, sólo para aliviar por un momento la tensión de su cuello. La voz de Taya debió adormecerla.
Le resultó evidente que Quinn también había dormido, pero no le había hecho ningún bien: tenía los ojos cansados, hundidos, inyectados en sangre como si hubiera atravesado un vendaval. Quiso que se acercara a ella, que le tocara la muñeca, pero el hombre permaneció en pie en el umbral, mirándola como si no supiera qué decir, como si le diera asco entrar.
Su mirada pasó de ella a Taya y su expresión se suavizó. Sus ojos parpadearon brevemente.
—Te traigo algo de comer —dijo, y penetró en la habitación.
Demial miró a Taya. Estaba dormida hasta que Quinn habló. Ahora estaba agitada y movía los labios como si fuera a empezar otra vez a hablar.
A Demial le habría gustado odiarla, por las palabras que pronto barbotaría, por la dolida expresión de Quinn al mirar a Taya, pero no le quedaban fuerzas.
—Yo me quedaré con ella ahora —dijo el hombre, situándose detrás de Demial—, si quieres comer. Si quieres descansar.
Demial asintió y se apartó. No tenía hambre, pero estaba cansada, muy cansada. Se detuvo en el umbral y se volvió para mirar a Quinn.
El hombre se había sentado en el borde de la silla y estaba inclinado sobre Taya, echándole el cabello hacia atrás.
—Volveré por la mañana —dijo Demial— para que puedas ir a la mina.
—No hace falta —dijo él—. Me trae sin cuidado la mina. Ve tú.
Ni siquiera levantó la vista, pero Taya tenía los ojos abiertos y miraba directamente a Demial.
La joven salió de la habitación, sin molestarse en coger una vela para iluminar el camino. Se fue a casa dando traspiés y se dejó caer sobre la cama a oscuras.
Todavía estaba cansada cuando el sol la despertó. Rodó sobre sí misma, desconcertada unos instantes al ver que las cortinas estaban descorridas y permitían que la brillante y animosa luz del sol recortara la esquina del camastro. Enseguida lo recordó todo, y la realidad fue como un mazazo en la cabeza. Parpadeó para librarse de unas repentinas lágrimas y se levantó de La cama. Se vistió lentamente y recorrió la calle hasta la cabaña de Taya. Quinn estaba sentado casi en la misma postura que cuando ella se había ido la noche anterior, con sus manazas colgando inútilmente entre sus rodillas. Taya dormía con un sueño intranquilo y se movía debajo de las mantas.
Demial se acercó a la cama y dobló las mantas a la altura de las caderas de la mujer.
—No le gusta el peso —le dijo a Quinn.
Él levantó la vista y trató de sonreír, pero sólo pareció que su boca estaba demasiado cansada o demasiado rígida, como si el dolor lo hubiera dejado insensible.
—Voy a ver cómo va la mina. Quizá trabaje un ralo.
Quinn asintió y bajó la cabeza.
Demial sabía que era inútil intentar convencerlo para que fuera. Taya le había robado sus sueños para la aldea. También le había robado los sueños a ella.
La mina estaba aún más deprimente y solitaria que el día anterior. Había menos peones, y entre los que se habían molestado en acudir, se notaba menos energía, menos vida. Quinn era el corazón, la sangre vital del proyecto, y ahora su corazón estaba en otro lado.
Demial contempló los desganados movimientos de los braceros y notó que algo desagradable crecía en su interior. La magia no había aliviado el cansancio al final de la jornada anterior, ni sus doloridos músculos, ni sus manos ampolladas. Ella se había entregado a la mina y ahora se negaba a que todo se fuese al traste.
Estampó una sonrisa en su rostro y se dirigió a paso vivo a la bocamina. Con una energía y unos ánimos que no sentía, agarró un trineo y ocupó su lugar en la cola.
—¡Rory! —llamó— ¡Tendrás que avanzar más deprisa para estar a mi altura!
El hombretón la miró de soslayo y sostuvo su mirada con ojos cansados y desanimados. Al cabo de un momento, sin embargo, sonrió.
—Ninguna mujer delgaducha puede superarme acarreando piedras —se echó a reír y emprendió una animada marcha con su trineo.
Cuando ella se rió a su vez, los demás la secundaron.
—¿Qué opinas? —preguntó uno de ellos, señalando el lado opuesto de la entrada, donde el extremo de una pesada viga de madera sobresalía entre un montón de piedras, y luego al otro lado, donde se erguía otro montón de piedras de formidable aspecto—. ¿Qué parte deberíamos tratar de despejar primero?
Ella miró de lado a lado, meditándolo cuidadosamente.
—Creo que deberíamos trabajar para liberar la viga primero. Si aún está entera, podemos utilizarla para apuntalar el techo del túnel a medida que avancemos.
Miró en derredor, al pequeño grupo de peones que aguardaban su respuesta, conteniendo la respiración para ver si alguien contradecía su decisión. Era el tipo de consejo que habrían pedido a Quinn el día anterior mismo, y ella esperó a ver si alguien decía que debían preguntarle a él.
Nadie lo mencionó siquiera. Todos expresaron su conformidad asintiendo con la cabeza y luego se situaron detrás de ella para llenar sus trineos.
Demial se había olvidado, otra vez, de potenciar su fuerza con la vara, por lo que la jornada fue penosa, pero estaba tan decidida que el tiempo le pasó volando.
Cuando regresaba a la aldea caminando penosamente esa tarde, Lyra la detuvo.
—Le he dicho a Quinn que todos nos turnaríamos para hacer compañía a Taya —le contó—, pero no quiere ni oír hablar de eso. Ha dicho que tú y él asumiríais la responsabilidad. Por favor, Demial, tú sabes que cualquiera de nosotros os ayudaría. Sólo tienes que pedirlo.
La joven asintió y siguió andando, sabiendo que tenía que cambiarse de ropa velozmente, obligarse a comer algo y sustituir a Quinn al lado de Taya. De modo que ahora Quinn no permitía que ninguno de los otros se sentara con Taya. Bien, no era ningún consuelo para Demial saber que el nombre tenía tanta fe en ella.
No halló ningún consuelo en acomodarse a la nueva rutina diaria: trabajar en la mina, asearse y comer a toda prisa, ir a sentarse a la cabecera de la cama de Taya hasta que Quinn venía a relevarla. Dormir hasta que el sol de la mañana la despertaba y vuelta a empezar.
En ocasiones creía que iba a volverse loca con aquella rutina, con el aturdimiento de levantar un pie detrás del otro, siempre sabiendo lo que le traería el siguiente paso. Cuando contemplaba los progresos de la mina, sin embargo, y a los peones que ahora la llamaban a ella en busca de guía y motivación, el inesperado orgullo que sentía borraba el dolor de ver a Quinn con Taya, su espalda encorvada y su rostro de anciano.
Las horas dejaron paso a los días y los días a las semanas. La época de las Fiestas de Primavera llegó y pasó sin que nadie mencionara lo de la celebración. El regreso de Taya había cubierto con un sudario la pequeña aldea igual que a Quinn.
Las únicas veces que Demial lo veía era al lado de Taya, En ocasiones, salían un rato juntos a las inmediaciones de la cabaña, pero siempre era doloroso verlo, hundido por la tristeza y mudo por la angustia.
Ella sabía que tenía que ocurrir algo, tarde o temprano. No podía seguir así indefinidamente. Y cuando ocurrió, no estaba preparada.
Un día se volvió tras dejar en la puerta el fardo de ropa de cama sucia y se encontró con que Taya la miraba fijamente. Los azules ojos estaban abiertos, limpios y sin pestañear.
—Demial —dijo con voz ronca—. Sabía que eras tú.
Estaba cuerda. Totalmente lúcida, como no lo había estado en muchas semanas. Tras muchos días de balbucir insensateces, Taya la miraba con ojos en absoluto turbios y perfectamente cuerda. ¿Qué le diría ahora? Las palabras que Demial había temido todas aquellas semanas. La revelación. La condena. Se había creído inmune a la preocupación, pero descubrió que su respiración se aceleraba.
Taya intentó alzar una mano para tocarla.
Demial retrocedió, apenas un pasito. Se ruborizó. Tantas noches como había pasado allí sentada, sosteniendo unos dedos como garfios, calmando los delirios de una loca, y ahora, cuando Taya intentaba tocarla, retrocedía horrorizada. Justo cuando creía que ya no le quedaba nada que Taya pudiera arrebatarle… le arrebataba el valor.
—¿Taya? —susurró. Tragó saliva y se obligó a avanzar, a sentarse al borde de la silla y deslizar sus fríos dedos entre los de la mujer.
—Demial. Sabía que eras tú.
Las palabras sonaban como papel de lija al salir, tan secas que dolía escucharlas. Automáticamente, Demial cogió la caza de metal llena de agua que siempre dejaba sobre la mesa, incorporó a Taya y sostuvo el recipiente ante sus labios.
Taya sorbió el agua con avidez. Suavizó la aspereza de su voz. Se aferró a la taza, se aferró al brazo de Demial con crecientes fuerzas.
—Demial. Sabía que eras tú —repitió.
—Claro que soy yo. —Demial liberó el brazo y la taza de los delgados dedos y Taya no hizo ademán de retenerla. Se tumbó sobre la almohada y contempló el techo con sus agudos ojos azules.
—Te vi… en el camino. El día que de mi… regreso. —La voz, aunque más firme, todavía era entrecortada. Cada aliento seguía representándole un esfuerzo—. Montañas —dijo, luego se interrumpió para aspirar una bocanada de aire, y Demial creyó que volvería a sumirse en la locura. En su lugar, Taya prosiguió—: No estaba segura. No lo sabía. Pero tenía que saberlo. Volví a casa…, a las montañas. Busqué y rebusqué… las montañas. Durante mucho tiempo…, no encontré el camino.
Demial no podía hablar. Estaba aturdida y un poco asustada de la imagen que acudió a su mente, la de una débil y medio loca Taya buscando, decidida a encontrar el camino a casa.
La mujer volvió la cabeza y dejó clavada a Demial con la seguridad de su expresión.
—Entonces encontré… las montañas. Me escondí. Te vi. En el camino. Supe… que había tomado la decisión acertada.
Demial se agitó nerviosamente bajo el peso de la mirada de Taya y se echó disimuladamente hacia atrás en la silla.
—No entiendo. —Pero se temía que sí. Taya era una de las pocas personas que sabían quién era ella, lo que había hecho. Taya había vuelto a casa para desenmascararla.
—Sé cosas sobre ti —dijo la mujer, reproduciendo sus pensamientos de una forma sobrenatural. Para esta declaración la entrecortada voz había cobrado fuerzas, se había vuelto suave y acariciadora—. Lo sé todo sobre ti. Te vi. Con las legiones de Ariakan. Con tus hechiceros y sus Túnicas Grises. Eras… Eras como… una tormenta. Un incendio. Un rayo. Tu superiora cayó y tú recogiste su vara. Continuaste la batalla. Estabas… magnífica. Incluso las tropas de mi compañía recibieron tu inspiración. Atacaron por ti, hacia la muerte. Y murieron.
La voz de Taya, por fin, se apagó.
Como un autómata, Demial levantó la taza de agua y aquellos delgados hombros, sosteniendo a la mujer para que bebiera. Tenía los dedos tan entumecidos que ni siquiera notaba el camisón de algodón, ni la febril carne de debajo. El agua proporcionó nuevas fuerzas a Taya.
—Todos murieron, ¿verdad? Todos menos tú. Debería haber imaginado que no morirías. Es lo que siempre se te ha dado mejor, ¿no? Sobrevivir.
Elogio y condena, todo a la vez. Admiración por alguien que había traicionado a su propio pueblo.
—Yo no…
Se interrumpió, confusa. Taya era la única persona que lo sabía, la única que jamás sabría que Demial se había salvado, que había sobrevivido a la incursión de la aldea aquel aciago día de verano, que se había asegurado una posición entre los hechiceros Túnicas Grises delatando la situación de la aldea y la valiosa mina.
—Supongo que has venido a contarle la verdad a todo el mundo.
Taya la contempló con algo parecido a la lástima.
—No. No, a eso no. No estaba segura hasta que te vi, pero entonces supe que había tomado la decisión acertada. Volví a casa para morir.
Demial dio un respingo y dejó caer la taza. Se estrelló ruidosamente contra el suelo, proyectando gotitas de agua en un reluciente semicírculo.
Volvió a respingar cuando Taya extendió el brazo y le sujetó la muñeca.
—Lo supe en cuanto te vi. Que tú podrías hacerlo por mí.
—¡Hacerlo! ¿Hacer qué? —Demial se zafó de la presa. Se puso en pie de un salto y retrocedió, derribando la silla con estruendo, pero lo sabía. ¡Oh, dioses, lo sabía! Giró sobre sus talones para marcharse, pero la voz de Taya la detuvo. Era otra vez suave y susurrante, tan baja que el roce de la túnica de Demial en el suelo bastaba para ahogarla.
No podía marcharse.
—¿Qué?
—Puedes hacerlo, Dem. Si no por mí, por Quinn.
—¡No me llames así! —estalló Demial. Olvidó todo el cuidadoso entrenamiento al que había sometido su expresión. «Sonríe. Sonríe amablemente. Sonríe radiantemente y nadie lo sabrá nunca»—. Nadie me llama así. Lo detesto.
—Tu padre te llamaba así —dijo Taya suavemente, con una lástima y una comprensión evidentes en su rostro. También había algo duro y afilado que Demial había intentado con todo su empeño borrar del suyo: la determinación y la malicia.
El fuego y las náuseas crecieron en la boca de su estómago. Sus dedos se contrajeron y se relajaron. Si Taya volvía a decirlo, si volvía a mirarla de aquel modo, Demial podría hacerlo. Lo haría, y de buen grado. Excepto…, excepto… De repente, todo el fuego se extinguió en su interior, toda la ira y el odio. No podía hacerlo. A pesar de todo, no podía hacerlo. Fue una conmoción para ella, una revelación, como lo sería para Taya. Realmente, no podía hacerlo.
—No puedo —murmuró—. No puedo.
Taya se echó a reír con un sonido desagradable de incredulidad que enseguida se convirtió en una tos convulsiva. Sus hombros se estremecieron. Sus pulmones sonaban como si fueran de papel quebradizo al rasgarse por la mitad. Volvió la cabeza sobre la almohada para secarse la boca, dejando la funda de lino manchada de flema y sangre.
—Sí que puedes. Eres la única que puede.
Demial enderezó la silla y dejó la taza en su sitio con delicadeza. Emitió un suave tañido de metal sobre madera.
Taya volvió a aferrarle el brazo.
La carne de la mujer ardía, pero Demial no supo si se debía a que la piel de Taya estaba muy caliente o porque la suya estaba muy fría. Antes de pudiera negarse otra vez con un gesto, Taya insistió.
—Puedes hacerlo, Demial. Mátame.
—No puedo.
—Ayúdame a morir.
—No puedo.
Taya acarició la sensible carne del interior de su muñeca con ternura, como una amante.
—Así estarás segura. Cuando yo no esté, ya no quedará nadie, ¿verdad? No habrá nadie que sepa lo que hiciste.
—Eso no importa. No lo haré. No puedo.
Taya curvó sus frágiles uñas y las clavó en la muñeca de Demial.
—Tienes que hacerlo. ¿Qué más te da? De todos modos, me estoy muriendo. Sólo me estarás ayudando. No será un asesinato. Y de todos modos, nunca tuviste reparos en asesinar, ¿verdad?
Demial negó con la cabeza, consciente de que su movimiento podía interpretarse como: «No, nunca me ha molestado asesinar». Algo se estaba desgarrando, rompiéndose en su interior, con un sonido como la tos de Taya.
—Tú no… No puedo… Yo no… No lo comprendes. Las cosas son diferentes ahora. —Contempló a Taya en una muda súplica, deseando implorarle.
Taya cedió. Sus dedos se quedaron inertes sobre la piel de Demial. Las lágrimas se acumularon en sus ojos. Parecían teñidas de azul, como el reflejo del cielo en un lago de alta montaña, hasta que se desprendieron de las ralas pestañas. Entonces parecían gotas de plata fundida resbalando por las pálidas mejillas.
—Oh, Demial, lo siento. Siento mucho todo lo que dije en el pasado. Tienes que saberlo. No creo que los demás se den cuenta, pero tú sí. Sabes que nunca me recuperaré. No creerás que deseo morir aquí, así. Veo cómo miras a Quinn. Sé que lo ves consumirse, día tras día. También lo vi a él en el camino, el día que regresé. El hombre que viene a hacerme compañía todas las mañanas… no es el Quinn que yo vi. Ninguna de nosotras quiere que se consuma.
Demial estaba cansada, muy cansada. Era demasiado, demasiado difícil hacer funcionar su mente. Si pudiera tumbarse un rato, sólo un ratito…
—No puedo.
—Tienes que hacerlo, si no por mí, entonces hazlo por Quinn. Sé que en tu corazón no hay sitio para mí, pero seguro que salvarás a Quinn.
Eso fue todo. Taya volvió a desplomarse sobre la almohada y sus ojos se cerraron lentamente. Yacía exangüe, del color de la cera. Su pecho apenas se movía al respirar. Ya parecía un cadáver…, excepto por las lágrimas. Grandes, plateadas, gruesas como gotas de lluvia, brotaban de debajo de sus párpados y corrían por su rostro hasta internarse en su cabello.
Demial no se movió durante mucho rato. Sentía las piernas y los brazos tan muertos como parecía Taya.
«Qué extraño —pensó—. Qué extraño es comprender cuánto he cambiado, entender finalmente cuánto significan para mí la mina, la aldea y Quinn. Qué extraño enterarme de cuánto me odiaba por lo que he sido…»
Se rió de sí misma quedamente. Si no hubiera sentido desvanecerse la Visión, si no hubiera notado que su diosa se alejaba furtivamente, que la magia se esfumaba, creería que los dioses aún estaban presentes. Creería que eran dioses tramposos, que ponían en práctica una maliciosa broma pesada.
Se puso en pie cuando Taya volvió a agitarse. Los ojos de la enferma se abrieron. Ahora estaban cansados e inyectados en sangre, pero conservaban el poder de detenerla a ella.
—Volveré —le dijo a Taya—. Te pondrás bien. Volveré.
Taya asintió, creyéndola. Confiando en ella.
El aire era frío y refrescante, después de la estrechez de la cabaña. Soplaba una ligera brisa que transportaba en oleadas el olor de un hogar encendido, de las flores del prado y de la lluvia inminente. La noche estaba silenciosa, excepto por el suave roce de las hojas mecidas por la brisa. El único indicio de que hubiera alguien en la aldea era el resplandor de las velas y las chimeneas a través de las ventanas. Brillaban incluso a través de las de su cabaña.
Se detuvo en el umbral y contempló asombrada la impoluta habitación. Un alegre fuego ardía en la chimenea. La mesa estaba limpia de las sobras de su última comida. Sus mantas reposaban tersas sobre el jergón. El suelo estaba barrido.
Con un súbito ataque de pánico, su mirada voló hacia la chimenea, hacia la vara que seguía apoyada allí, exactamente como la había dejado. Se sintió avergonzada por el momentáneo y serio miedo. Alguien había venido a ocuparse de su casa, a cuidar de ella, del mismo modo que ella cuidaba de Taya. Nada más.
Se preguntó si habría sido Quinn, pero sabía que no. Deseaba que hubiera sido él, pero probablemente era alguien que trabajaba con ella en la mina.
Rápidamente, antes de que cambiara de opinión, agarró la vara y volvió corriendo a la cabaña de Taya. Cuando se aproximaba a la puerta, vio que estaba abierta. Se devanó los sesos buscando una excusa que darle a Quinn, alguna razón que explicase por qué había dejado a Taya sin vigilancia para salir a buscar su bastón de paseo, pero en el interior no había nadie más que la silueta postrada en la cama y comprendió que debía de haberse dejado la puerta abierta al salir.
El fresco aíre se había colado en el cuarto, raudo, provocando una danza en el fuego de la chimenea y de las velas. También hacía estremecerse a Taya.
Cerró la puerta con rapidez.
—Lo siento. Me he dejado la puerta abierta.
Taya sonrió.
—Si. Era agradable. El olor… Mucho más agradable que el aire de aquí dentro. Me encanta cómo huele justo antes de que llueva.
Demial tragó saliva. ¿Durante cuánto tiempo había odiado a aquella mujer? ¿Cuántas veces había observado la pálida belleza rubia de Taya y ansiado matarla? Ahora…
—Tienes que hacerlo, Demial… —dijo la enferma con voz cascada. Le estaba leyendo la mente. Movió las manos bajo la ligera sábana que la cubría—. Por Quinn. Tienes que permitirme hacerle este regalo.
Demial asintió en silencio; no se fiaba de sí misma si hablaba. No estaba segura de lo que diría, de si lloraría o gritaría, o simplemente mascullaría tonterías del tipo que había oído salir de la boca de Taya.
—¿Cómo vas a…? —Taya dejó que su mirada fuera hacia el techo, hacia la pared y de vuelta a Demial—. ¿Cómo vas a hacerlo?
Demial situó la vara dentro del campo de visión de Taya aferrándola contra su pecho, rodeándola con ambas manos.
Taya la miró y luego otra vez a ella, con los ojos bien abiertos.
—¿Tu vara de mando? La que vi durante la batalla.
Demial asintió de nuevo.
—Tiene… Aún conserva algunos poderes mágicos. No sé cómo. No sé… —Se interrumpió, comprendiendo que a la vara no le quedaba mucho poder, que éste podía ser su último conjuro. Se preguntó si ella podría seguir hasta el final.
—¿Le dirás a Quinn que estuve despierta un rato? Dile que… lo amo. Te lo entregaría a ti…, pero siempre fue tuyo de todos modos, ¿verdad? Siempre te quiso más a ti, en cualquier caso.
Demial se quedó boquiabierta.
—¡Estás loca! —exclamó sin pensar, pero inmediatamente se arrepintió de sus palabras. Notó que se ruborizaba.
Taya se limitó a sonreír.
—Es posible —replicó con suavidad. Miró a Demial y dijo—: Estoy preparada.
Demial quiso gritarle: «¡Yo no!», pero no lo hizo. Se dirigió a la puerta y la abrió de par en par. Cruzó la habitación hasta la minúscula ventana y la abrió también. El aire fresco, más pesado por la llegada de la lluvia, inundó la pequeña habitación.
La sonrisa de Taya se acentuó y la mujer suspiró.
—Gracias.
Demial no podía mirarla, no podía ver lo que estaba a punto de hacer. Se arrodilló junto a la chimenea, se volvió para ver el fuego por un lado y el lecho por el otro. Se volvió para no tener que ver morir a Taya.
Esperó un largo momento a que sus manos dejaran de temblar, a que su corazón se calmara. Después cerró los ojos y deseó la muerte para Taya. Deseó la paz, y el fin de su dolor. El conjuro tardó en llegar, tan gradual que temió haber calculado mal, que a la vara ya no le quedaba suficiente poder. La vara empezó a cantar para ella, a tararear su poder. El conjuro creció en la madera durante mucho tiempo; el poder fue aumentando hasta que la vara vibraba en sus manos, estremeciéndose como si quisiera soltarse. La aferró con más fuerza, pensando en controlarla, pero ya era imposible controlar la magia.
La vara brincó en sus manos, sacudiendo dolorosamente sus hombros. Se agrietó y se quebró bajo sus dedos con un ruido extraordinariamente audible, como un árbol al desplomarse o como la caída de un rayo. Demial gritó y cayó de espaldas, apartándose de la explosión de la madera. Las astillas volaron hacia su rostro. Un agudo dolor la laceró cuando una astilla se clavó en su sien y la magia se derramó por toda la habitación, recorriendo los pedazos que reposaban en su regazo y en el suelo. La sensación no fue maligna ni horrenda, como ella se esperaba. En su lugar, fue fría, muy fría. La magia olía a sombras y hojas derretidas. Un hilillo de sangre resbalaba por su cara. Se estremeció y gimoteó quedamente, se palmeó todo el cuerpo y se sacudió frenéticamente los trozos de madera.
El conjuro estalló, dejándola sola y desposeída, y tocó a Taya. Era hermoso. Era azul, como los ojos de la mujer, y turbulento como un cielo encapotado en verano. Formó una extraña media luna que ascendió por toda la longitud del cuerpo de Taya, descendió y volvió a subir. Taya sonrió y alzó las manos, con los dedos separados, como si notara el contacto de una leve brisa primaveral. A cada pasada, la magia perdía sustancia, hasta que no fue nada más que un movimiento reverberante, algo en el aire que estaba allí pero resultaba invisible.
Al instante siguiente ya no estaba allí, ni tampoco Taya. Sólo quedaba su cuerpo. Demial lo supo sin levantar la cabeza para mirarla. Incluso en sus momentos de mayor debilidad, Taya nunca se había quedado tan quieta.
Demial se puso en pie con esfuerzo y contempló los restos de la vara, esparcidos a sus pies. La vara que pretendía ser su salvación, la solución para la mina y el medio de atar a Quinn a su lado.
Reunió los pedazos, ligeros como hojas de maíz secas. Ya no había vida en la madera, ni belleza. Estaba tan muerta como el cadáver de la cama, apagada como sus sueños. Arrojó los pedazos al fuego y contempló cómo las relucientes brasas prendían en la madera reseca. Contempló la diminuta llama azul que se elevó y consumió los restos de la vara. Nadie más que un mago podría comprender el vacío que se apoderó de ella cuando vio la vara convertirse en cenizas.
Demial se obligó a acercarse al lecho. Había visto centenares de cadáveres, despedazados, con heridas sangrantes y los ojos saliéndose de sus órbitas. Ella misma había matado a docenas de personas, en combate, con su magia, con armas, incluso con las manos desnudas, cuando la embriaguez de la batalla se adueñaba de ella. Necesitó todo su valor para aproximarse a aquél, pero se alegró de obligarse a mirar.
El rostro de Taya estaba más pálido, si cabe, pero su expresión era de paz. Los finos labios rosados estaban blandos y relajados, insinuando aún la sonrisa que había iluminado su rostro cuando el conjuro la abrazó.
Demial empezó a cubrirla con la manta, a taparle la cara. Sin embargo, ni siquiera tras la muerte pudo soportar la idea de echar peso encima del frágil cuerpo.
Cuando abandonó la cabaña por última vez, cerró la puerta tras de sí con suavidad, dejando la ventana abierta para que entrara el aire fresco. Volvió a casa andando en plena noche y reparó en que todas las cabañas estaban ahora a oscuras. ¿Tanto tiempo había transcurrido desde que regresara a la suya en busca de la vara? Su propia chimenea seguía encendida, con un fuego débil pero brillante y animoso.
Se sentó en el banco ante la lumbre y su mente se quedó en blanco durante mucho rato. Sólo se desveló cuando una voz atravesó su aturdimiento, y sólo después de que pronunciara su nombre dos veces. Despertó únicamente después de sentir el calor de un brazo en su brazo, el contacto de una cadera contra su cadera.
—Demial. Demial.
Encontró a Quinn sentado a su lado, balanceando las manos entre las rodillas. Se limpió la sangre seca de la cara, intentando disimular sus movimientos, pero Quinn no la miraba a ella. No le prestaba atención a ella.
Era muy tarde. El fuego era apenas un aleteo de llamitas, una lumbre moribunda. Muerte. Morir. Pero aún no había amanecido. Quinn había dejado la puerta abierta, como ella, y vio que fuera todavía estaba oscuro. No había estrellas visibles en la negrura, sólo tinieblas. Sombras. Como la muerte.
—Se ha ido —dijo Quinn. Su voz era serena pero extraña, como si apenas pudiera contener su pesar, como si en cualquier momento pudiera hundirse y sollozar.
—Sí —confirmó Demial—. Ha muerto en paz.
Intentó animarse, sabiendo que tenía que reunir sus fuerzas. El único pensamiento que tenía claro en su mente, a pesar de su torpor, era que debía contarle la verdad a Quinn. Toda la verdad. Todo.
—Me pidió que te dijera: «Te amo», y luego añadió: «Estoy preparada». Después murió. Era lo que deseaba.
Quinn suspiró y desvió la mirada, como si el dolor fuera a partirlo en dos y no quisiera que ella lo presenciara.
—Oh, dioses —resolló.
Ella tragó saliva. Intentó alzar las manos y posarlas sobre él, para calmarlo y consolarlo. Sus brazos pesaban mucho, pero consiguió levantar uno. Podía tocarlo, mientras él se lo permitiera. Antes de contárselo.
Apoyó una mano en la ancha espalda del hombre y percibió la fuerza que tenía, los músculos que se movían bajo la piel mientras él se estremecía. Le gustaba su espalda. Siempre le había gustado su espalda. Era ancha y fuerte, y desde que era niña soñaba con apoyar la cara en aquella espalda, en descansar su peso en ella. Lo hizo ahora. Después de una vida entera de soñar con ello, se permitió apoyarse en él, descansar su peso, su pena y su miedo sobre aquella espalda buena, ancha y fuerte.
Él suspiró y ella notó un movimiento bajo su rostro, una onda de músculos contra su mejilla, una bocanada de aire penetrando en los pulmones del hombre y el latido de su corazón.
—La he matado yo —dijo Quinn.
Las palabras supusieron una conmoción para Demial. Las dijo con tanta calma, con tanta facilidad que sin duda ella tenía que haberlo entendido mal. Quizá sólo estaba expresando su sensación de culpa o… Demial suspiró rápida y bruscamente. ¡Sin duda él había adivinado lo que ella había hecho! La joven se echó hacia atrás y titubeó.
Él también se echó hacia atrás en el banco, apartándose, y en su rostro había una expresión extraña. Movió los labios, con los ojos brillantes como las ascuas de la chimenea y extrañamente calientes.
Ella se preparó para soportar la aflicción del hombre, su acusación, y su conmoción fue aún mayor cuando él soltó una risita.
—La he matado yo —repitió, casi con regocijo, casi con orgullo—. Le deseaba la muerte y ha funcionado. Como la magia. ¡Ha funcionado!
Demial sacudió la cabeza, demasiado confusa para hablar. ¿Su mente estaba demasiado agotada o él deliraba?
—Quinn, lo siento. Estoy muy cansada. Por favor. No entiendo lo que dices. —Alargó la mano para tocarlo—. Sé que siempre has dicho que tu corazón yacía con ella en la tumba…
La risita cedió el paso a una franca carcajada.
—Demial, no me mortifiques. Sé que nunca te engañé con todo eso. Siempre has sido capaz de ver en mi interior.
Ella lo miró estupefacta.
Quinn le cubrió la mano con sus manazas.
—Te estás burlando de mí, pero supongo que me lo merezco. —Se llevó los dedos de la joven a los labios y los besó suavemente.
Demial tenía los dedos ásperos por el duro trabajo en la mina. Apenas unas horas antes, podía haber usado la vara para que su piel volviera a ser suave y agradable. Ahora lo único que hizo fue contemplar, aturdida, cómo los labios del hombre recorrían las cicatrices de sus nudillos.
Quinn suspiró.
—De acuerdo, veo que piensas obligarme. Lo diré en voz alta. No amaba a Taya. Nunca la amé. Sólo decía aquellas cosas sobre ella para mantener el interés de otras mujeres. Cuando tú volviste, empecé a decirlas especialmente para ti. Sabía que recordarla te ponía celosa y me complacía ver el fuego en tus ojos cada vez que yo la mencionaba. Ahora lo sé. Siempre te he amado a ti.
Su corazón habría dado un vuelco, Demial habría saboreado la alegría de su triunfo de no haberlo dicho él de una forma tan insensible, tan carente de emoción.
—No comprendo.
—Antes sólo quería mortificarte, diciendo todo aquello de que la echaba de menos y que mi corazón estaba a su lado. Al final la odiaba, Demial. —Le soltó la mano y se puso en pie de golpe. Recorrió con pasos rápidos la pequeña distancia que los separaba de la chimenea, rebosante de energía. Se pasó la mano por los labios—. Ella era mi amiga de la infancia, mi amiga perfecta. Eso fue hace mucho tiempo. Ojalá la hubieran matado en la guerra. Ojalá no hubiese tenido que verla así. Ojalá hubiera podido recordarla como era antes. La odio por volver, por obligarme a verla así. Quería… ¡Quería que muriese rápidamente para proseguir con mi vida! Oh, sí, me quedé a su lado. Representé el papel de amante fiel y sincero, como todo el mundo esperaba de mí, pero detestaba hacerlo y la detestaba a ella. ¡Dioses! Todas esas horas en esa horrible y asfixiante habitación, escuchando sus delirios… Le deseé la muerte y ha ocurrido. Le deseé la muerte y ha funcionado, y ahora podemos estar juntos.
La miró con expectación, pero Demial permaneció sentada, inmóvil y asombrada. El aturdimiento no era nada, comparado con aquello. Era como estar muerta, Excepto… que su pecho continuaba subiendo y bajando con la respiración y su espalda estaba fría por la brisa, y sus espinillas estaban calientes por el fuego. Calor y frío y aire, ¿sentían los muertos esas cosas?
Quinn se le acercó. Hincó una rodilla en el suelo ante ella, se inclinó y apoyó una mejilla en su hombro.
—¿Y bien? —preguntó, con la voz ahogada por la túnica que aún retenía el olor de Taya y de la muerte.
Demial no se apartó cuando el aliento del hombre traspasó la tela, cuando humedeció su piel, resbalando por su hombro y descendiendo hacia su pecho y ascendiendo por su nuca.
—¿Y bien… qué?
—He dicho: «Ahora podemos estar juntos» y tú te quedas ahí sentada como si estuvieras paralizada. ¿No te das cuenta de lo que esto significa? He estado a punto de hacer lo que se suponía que debía hacer, lo que la aldea entera esperaba de mí. La mina volverá a funcionar pronto. Es lo que estaba esperando, el momento perfecto para consolidar mi plan. Ahora me seguirán. Reabriremos la mina y haremos esta aldea mejor de lo que era antes.
Demial contempló el fuego y notó que una chispita, caliente y anaranjada, ardía en su pecho. Fue el primer indicio de que iba a volver a la vida, de que sería capaz de sentir algo de nuevo. No era dicha porque su plan perfecto estuviera a su alcance. Era risa… Fría y dura risa.
Toda su diligente labor de las últimas semanas en la mina le había proporcionado la aceptación que deseaba. Ahora todos los habitantes de la aldea la respetaban. Podía conseguir al hombre que siempre había deseado. Todas las piezas de su plan perfecto habían encajado en su lugar, como las siluetas de madera de un rompecabezas infantil. Y tendría al hombre que siempre había deseado, porque no sería prudente hacer otra cosa. Tendría que aceptarlo, mantenerlo vigilado. Su compañero perfecto creía, después de todo el trabajo que ella había realizado en la mina, que iba a volver de pronto y retomar el mando en el punto donde lo había dejado, que se convertiría en el dirigente, y ella encajaría en su plan como su seguidora perfecta.
Se movió, de modo que la frente de Quinn ya no tuvo el apoyo de su hombro y lo obligó a levantarse.
—Estoy cansada, Quinn —dijo fríamente—. Quiero dormir durante varios días seguidos. Entonces hablaremos.
La sorpresa del hombre era claramente visible en su atractivo rostro.
—De acuerdo. —Se puso en pie lentamente, dándole tiempo a ella a cambiar de opinión, a decir algo, a tenderle los brazos. Como no fue así, le tocó la coronilla, con tanta suavidad que apenas le alborotó el cabello. La besó con la misma suavidad—. Hablaremos de eso más tarde, Dem.
Se marchó, con largas zancadas que lo internaron en la oscuridad, y ella volvió a estar sola.
El moribundo fuego era todo rojo, naranja y amarillo, sin una pizca de azul en las llamas que habría recordado a Demial los ojos de Taya o la magia. Mientras contemplaba la danza del fuego, empezó a llover. Entraron gotas por la chimenea, sobre las llamas doradas, que se extinguieron con un furioso siseo cuando el luego las devoró.