El ladrón del espejo

Richard A. Knaak

Él tenía mucho frío y ella parecía tan cálida… Él quería extender el brazo y tocarla, siempre había deseado tocar a las demás antes que a ella. Sin embargo, Mendel no se lo permitía; el maldito hombrecillo calvo no quería que corriera ningún riesgo. Sólo se esperaba de Vandor Grizt que observara y aguardara, que esperara para obedecer a su amo. Esperar y obedecer, eso era lo único que se le permitía a Vandor.

El broche de gemas engarzadas que ella lucía lo habría codiciado él en otro tiempo, pero como Vandor no podía conservarlo y para Mendel no tenía ninguna utilidad, su interés por la joya pronto se disipó. Había venido por algo distinto, algo más importante.

Ella miraba más allá de él, admiraba su reflejo con ojos ambarinos. Vandor sabía su nombre, pero sólo porque Mendel se lo había revelado. Que ella tuviera motivos para ser frívola era evidente. Pero observaciones tan mundanas no entraban en los objetivos de Vandor…, por lo menos eso era lo que se decía a sí mismo.

Con una oleada de largos cabellos plateados, la aristócrata se levantó de delante del espejo y abandonó la estancia, sin duda para ir a ver al amante del que su marido, mucho mayor que ella y por lo común ausente, no sabía nada. Vandor observó cómo se detenía para admirar una diminuta escultura y luego contemplarse en otro espejo.

Él se apartó, temblando a causa del sempiterno frío. La contemplación de la mujer en el segundo espejo casi los había situado frente a frente. Probablemente ella no habría podido verlo, pero nunca se sabía… y Vandor Grizt no sentía deseos de probar la ira de Mendel.

Por fin, ella salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí. Vandor examinó la presa que buscaba, la misma escultura que la aristócrata se había detenido a admirar. Se la había regalado, no su amante, sino su marido, y no podía sospechar que contenía poderes mágicos. Probablemente ni siquiera el marido lo sabía cuando la compró. Mendel, sin embargo… Mendel se había enterado de su existencia apenas dos días después de que la escultura llegara a Lauthen. Mendel siempre lo sabía, ¡que Chemosh se lo llevara!

Vandor cambió de postura, sabiendo que no tendría que esperar mucho rato para actuar. El atroz frío lo hacía sentirse rígido y torpe, pero no podía seguir titubeando. Tenía que hacerlo, y enseguida.

El espejo se disolvió ante sus manos cuando las extendió y aferró el botín de su amo.

Los dedos le hormiguearon cuando el bendito calor recorrió las zonas de sus brazos que sobresalían del mundo del espejo. Sin pretenderlo, se detuvo para saborear aquella calidez, permitiéndole extenderse un poco por el resto de su cuerpo. ¡Qué delicia, volver a estar caliente, por poco tiempo que fuese, sentir aunque sólo fuera un indicio del mundo real!

La calidez aumentó hasta que el calor dejó de complacer a Vandor y empezó a quemarle. Unos zarcillos de humo se elevaron de sus manos y sus mangas comenzaron a apergaminarse y ennegrecerse. Con una repentina sensación de apremio, el ladrón cogió la estatuilla, una elaborada figurilla de una dríada y su árbol, y se retiró al interior del espejo.

Como siempre, le costó un ligero esfuerzo conseguir que el objeto atravesara el espejo. En cuanto lo hubo conseguido, Vandor Grizt cruzó los brazos, acunando su botín, y giró en redondo para contemplar la estancia de la que había robado la estatuilla. Allí, en el interior del espejo, todo estaba bañado por una fría luz azul. La figurilla, que antes mostraba vivos colores, casi como un ser vivo real, parecía ahora un cadáver en miniatura cubierto de escarcha.

Vandor se estremeció y, alejándose de la superficie del espejo que separaba la realidad del reflejo, regresó junto a Mendel.

El viaje sólo requirió un pensamiento. Donde antes el ladrón de cabello oscuro contemplaba una habitación de rico mobiliario y citas elegantes, ahora miraba una vieja y decrépita sala con las paredes repletas de estanterías atestadas de libros. En un tiempo, uno de aquellos estantes rebosaba de pergaminos, tomos y artefactos, la envidia de casi cualquier hechicero, fuera cual fuese el color de su túnica, pero la necesidad había obligado a su envejecido amo, en las últimas décadas, a desprenderse de la mayor parte de la colección. Lo que quedaba eran sólo vestigios de grandeza, igual que lo que quedaba de Mendel era sólo una sombra del terror del hechicero Túnica Negra que había dominado aquella región durante más tiempo del que dura una vida.

El poder de Mendel podía estar menguando, pero sobre Vandor seguía siendo absoluto, incluso unos treinta años, más o menos, después de la Guerra de Caos.

Al mirar en derredor, Vandor no vio signos del cadavérico hombrecillo, el inmundo roedor que lo mantenía en una esclavitud total desde aquel fatídico día, diez años después de la Guerra de la Lanza. En el pasado, Mendel programaba con precisión cada uno de sus momentos de vigilia. Vandor daba por descontado que Mendel sabría cuánto tardaría en cada encargo y cuándo regresaría. Mendel empezaba a despistarse. ¿Dónde estaba ahora?

En sus manos, la figurilla se enfriaba, estaba incluso más gélida de lo habitual. Sabiendo lo que ocurriría si esperaba mucho más, el ladrón empujó el botín contra el espejo que tenía delante. Al principio, el espejo se resistió, como siempre, pero luego las manos de Vandor y la estatuilla lo atravesaron. Depositó rápidamente la dríada sobre la mesita de madera del otro lado del espejo, la que Mendel había situado allí años atrás para asegurarse de que su esclavo nunca tendría una excusa para perder uno de los tesoros.

Cuando las manos de Vandor retrocedieron hasta el pálido y frío mundo del otro lado del espejo, el antaño poderoso Mendel entró en la habitación con paso majestuoso.

Había vivido el equivalente a más de dos vidas, y fue en el transcurso de la segunda mitad de aquella existencia exageradamente prolongada cuando se produjeron tantos cambios en el hombre. Antes se erguía más alto que Vandor, que medía un metro ochenta, y ahora Mendel se había encogido hasta apenas poco más de un metro y medio. Caminaba encorvado, lo cual explicaba parte de la estatura perdida, pero Vandor a menudo se preguntaba si los profundos vínculos del hombre con la antigua magia de los dioses tenían algo que ver con lo sucedido. La magia casi había desaparecido de Krynn, y Mendel se encogía a ojos vista.

El cabello castaño suelto, la ancha nariz afilada y el recio mentón habían dado paso a una cabeza de buitre de pobladas cejas, bajo las cuales atisbaban unos crueles orbes negros. Mendel aún vestía la negra túnica de su gremio, pero ahora se la veía muy raída y no era de la mejor calidad. Podía renovar su vestuario al punto, gracias a los objetos de valor que Vandor robaba para él, pero no el poder que aquellas prendas representaban en el pasado.

—¡De modo que al fin has regresado! —exclamó el hechicero con voz áspera, reclinándose sobre su en otro tiempo mágico bastón—. ¡Me has tenido esperando demasiado tiempo, petimetre!

A medida que el aspecto de Mendel cambiaba, el hechicero se volvía cada vez más proclive a hacer observaciones despectivas acerca de los rasgos del ladrón congelado en el tiempo. El atractivo y aristocrático rostro de Vandor, sus penetrantes ojos del color de las esmeraldas, su cabello negro como el carbón que le llegaba a los hombros, su elegante bigote y las caras vestiduras de caballero le habían hecho buen servicio a lo largo de su vida, franqueándole el acceso tanto a una clase superior de doncellas como a una clase aún más alta de objetos valiosos. No obstante, envidiar la buena apariencia de Vandor era bastante injusto. El ladrón no cambiaba porque no podía. Continuaba siendo el reflejo de lo que era el día en que, necio entre los necios, la codicia y, sobre todo, la vanidad lo habían visto impulsado a inspeccionar el complicado y fascinante espejo de Mendel. Hasta que fue demasiado tarde y descubrió que el espejo había sido dispuesto a modo de trampa para alguien como él.

—He venido lo más aprisa que he podido. La dama Elspeth permaneció ante su tocador mucho más tiempo del que esperábamos, Mendel.

—¡Bruja vanidosa! —ladró el Túnica Negra, refiriéndose a una mujer cuya belleza habría admirado cualquier otro—. ¡Está tan enamorada de sí misma que ni siquiera se percató de la rareza del objeto que tenía delante de sus mismísimas narices!

—Dudo que posea el menor buen sentido para apreciar la magia, Mendel. Para ella, la figurita sólo era una exquisita obra de…

Mendel lo hizo callar con un gesto.

—¡Cuando quiera oír tus opiniones, Grizt, te las arrancaré yo mismo! —El enjuto hombro aferró un gran medallón de aspecto diabólico que colgaba de su cuello—. ¡No me hagas perder el tiempo con tu parloteo!

Vandor selló la boca. Sólo una cosa podía afectarle allí, en el mundo de los espejos, y Mendel la tenía ahora en la mano. El medallón no sólo lo mantenía bajo control, sino que el hechicero podía utilizarlo para castigar al ladrón. Sabía que el frío, gélido mundo donde habitaba parecería una bendición, comparado con aquel castigo.

Al comprobar que su esclavo se callaba, Mendel asintió.

—¡Está bien, petimetre! ¿Qué hay de otros asuntos más importantes? ¿Qué hay de la Cimera Arcyana? ¿La has encontrado? ¿La tiene Prester, como indicaba mi piedra?

De los escasos artefactos que el antaño gran hechicero aún poseía, la piedra prospectiva de ónice seguía siendo el más útil, aunque sólo fuera porque ayudaba a Mendel a rastrear los artículos mágicos que tan desesperadamente necesitaban los magos últimamente. Cuando los dioses se marcharon, después de la Guerra de Caos, se llevaron consigo gran parte de la magia del mundo, pero todavía quedaba un poco en los artefactos otrora poderosos. Si un hechicero conseguía localizar uno de ellos y canalizar su poder latente, aún podía invocar conjuros de una magnitud potencialmente enorme. Inevitablemente, el objeto mágico agotaría su poder tarde o temprano, pero pocos nigromantes habían pensado en ello.

Tal era el rumbo que Mendel se había trazado con gran afán, poco después de la marcha de los dioses. A lo largo de los años, había obligado a Vandor a inspeccionar a fondo muchos lugares, en busca de los artefactos cuya existencia sugería su piedra prospectiva. Una de tales piezas era legendaria y había escapado a las garras del Túnica Negra. Se creía que la Cimera Arcyana tenía el tamaño de un medallón y llevaba grabado el emblema de la Casa de Arcya. Su creador, Hanis Arcya, la había utilizado para acrecentar sus formidables poderes, hasta su muerte. Por desgracia, como Vandor había oído demasiado a menudo de labios de su amo, el gran Primer Cataclismo había puesto fin a la Casa de Arcya, y desde entonces la Cimera era algo sobre lo que se rumoreaba, era visto fugazmente allí, se informaba de su existencia allá, pero nunca se demostraba que estuviera en parte alguna.

Ahora la piedra de Mendel le había indicado que podía estar en algún punto de las proximidades del palacio de Thorin Prester, un ex Túnica Roja que todavía parecía ser aficionado a influir en los acontecimientos en beneficio propio. El oscuro paradero de la piedra, más la envidia que lo corroía, habían obsesionado a Mendel. El objeto debía tenerlo Prester, y si Grizt no lo encontraba era porque no lo buscaba con suficiente ahínco.

Incluso sabiendo la furia que su respuesta podía desatar, el ladrón de los espejos replicó:

—He registrado su palacio de arriba abajo, Mendel, de lado a lado, de punta a punta; donde he encontrado un reflejo desde el cual espiar, incluso desde los charcos de lluvia. He revisado su sanctasanctórum una y otra vez y puedo asegurar categóricamente que él no tiene…

—¡Mentira! ¡Mentira! —La cara de buitre adquirió un tinte carmesí. Los ojos de Mendel estuvieron a punto de salírsele de las cuencas. El hechicero alzó su bastón y, con sorprendente velocidad, teniendo en cuenta su ajado aspecto, golpeó el dorado y enjoyado marco del espejo.

El mundo de Vandor tembló violentamente, en un terremoto de proporciones titánicas. Varias veces en el pasado, Mendel le había dicho que si destrozaba por completo el espejo, su desagradecido pellejo de esclavo dejaría de existir. Por fútil que resultara su existencia, Grizt todavía se aferraba a la esperanza de que algún día…

—¡Mentira! —repitió Mendel con voz áspera—. Creo, mi remilgado ladrón, que te has convertido en un mocoso demasiado acostumbrado al frío de ese lugar. ¡Creo que deberías calentarte un poquito!

—¡Mendel! —Vandor Grizt jadeó. El espejo no se había roto, pero él estaba abrumado por el mareo y el miedo—. ¡Piensa en lo que haces! Si me pierdes…

Demasiado tarde. El furioso y encorvado personaje estrechó con fuerza su medallón y fulminó con la mirada el apuesto reflejo que no le pertenecía.

—¡Sal de ahí, Grizt!

Una fuerza inexorable empujó a Vandor hacia el lado del espejo de Mendel, hacia el mundo real. Por mucho que intentó resistirse, el ladrón fue incapaz de ello. Primero sus manos atravesaron el espejo. Después el resto de su persona fue absorbido hasta el otro lado, mientras toda definición de forma se desvanecía.

Al otro lado del espejo, a un metro de su amo, Vandor Grizt recuperó su forma…, pero no por completo. Lo rodeaba una neblina, una semioscuridad, como si en parte se hubiera convertido en humo. El espejo del que acababa de ser arrancado casi era visible a través de su convulso cuerpo.

—¡Por el amor de los dioses, Mendel!

—Ya no hay dioses para ti, Grizt, excepto yo.

Vandor nunca había sido un hombre violento, siempre prefería el sigilo y las damas a los riesgos innecesarios. En ocasiones, no obstante, se había visto forzado a pasar a la acción, y si alguna vez existió alguien a quien habría matado de buena gana, ése era su torturador… ahora. Pero no tuvo ocasión. Antes de que pudiera dar un solo paso, sus manos empezaron a humear. Las mangas de su camisa se arrugaron y oscurecieron por el calor. Vandor sintió que su piel empezaba a crepitar, mientras un dolor horrible consumía hasta la última fibra de su ser.

—¡Por compasión, Mendel! ¡Me estoy abrasando!

—Claro que sí. —El hechicero lo contemplaba sin emoción, calibrando visiblemente hasta qué punto podía hacer sufrir a su esclavo. Cuando Vandor estaba a punto de rendirse, Mendel masculló—: ¡Retírate al espejo, espectro!

Al instante, el ladrón fue aspirado de vuelta al interior del espejo. Fue uno de los raros casos en los que apreció el gélido y ominoso entorno al que había sido condenado. Todo rastro del infierno que lo envolvía desapareció. Se estremeció, agradecido por el bendito frío, por la seguridad de su prisión especular.

—¡Que esto te sirva de lección! ¡Basta de mentiras! Prester tiene la Cimera y tú la encontrarás, ¿verdad, mi ladronzuelo del espejo?

Vandor no pudo mirarlo a la cara.

—Sí…

—Esto ha sido sólo una muestra de lo que podría hacerte, Grizt. —El horrendo castigo que acababa de infligir a Vandor había puesto al hechicero de un humor excelente—. Recuerda, además tengo tu cuerpo actual sometido a un conjuro permanente. Y sabes que necesito nuevas infusiones de magia para mantenerlo activo. Piensa en lo que ocurriría si me viera obligado a dejar que las fuerzas que frenan la descomposición de tu cuerpo físico se esfumaran.

Vandor se desplomó contra el espejo, implorándole al demente del otro lado.

—¡No! ¡Por favor! Mendel… Mendel, me estarías arrebatando lo único que significa algo para mí, y a ti no te serviría de nada. ¿Dónde encontrarías otro ladrón que conociera tan bien cómo ocultan sus tesoros los ricos taimados? ¿Dónde encontrarías otro con la astucia necesaria para ver más allá de sus fachadas? ¿Dónde…?

—¿Dónde encontraría otro tan vanidoso como tú, Vandor Grizt? Ciertamente, eres osado… Al menos antes lo eras. ¿Qué otro loco se atrevería a robarle a un mago sin poseer magia propia para protegerse? ¿Quién más pensaría que puede introducirse en mi sanctasanctórum, no una, sino dos veces, para llevarse lo más preciado para mí?

La vanidad había sido, en efecto, la perdición de Vandor. Otro hechicero le había prometido mucho por un artículo que tenía su rival. Por eso únicamente no habría merecido la pena arriesgarse, pero el hechicero se había aprovechado de la reputación de Vandor, que no había ladrón que pudiera comparársele. Vandor había robado aquella chuchería, y con gran facilidad, comprendiendo que incluso los mejores magos subestimaban su seguridad. El hecho de no poseer poderes mágicos lo animó a buscar una manera diferente de penetrar en el sanctasanctórum, una que ningún encantador habría previsto en un simple mortal. Vandor esperaba semanas y semanas antes de atacar tales lugares, planeando sus movimientos, pero cuando actuaba, normalmente lo hacía bien.

Envalentonado por su primer éxito, aceptó un segundo luego un tercero. El cuarto lo llevó a la entonces impresionante morada del gran hechicero Túnica Negra Mendel. La fortaleza de Mendel requería un poco más de tiempo, pero al final Grizt consiguió salir sin ser descubierto…, o eso creyó.

Cuando, sólo unas semanas más tarde, cierta hechicera Túnica Negra encapuchada de rasgos más que atractivos le ofreció una considerable recompensa por volver a robarle a Mendel, Vandor Grizt titubeó, al principio. La regla principal de cualquier buen ladrón es no volver a actuar nunca demasiado pronto el en mismo sitio. Sin embargo, se enteró de que Mendel tenía intención de ausentarse durante un par de semanas. Incapaz de resistirse al desafío y al femenino encanto de la persona que se ofrecía a pagar por el trabajo, el temerario ladrón aceptó el encargo. Incluso eligió una manera distinta de entrar, sabiendo que el mago podía haber descubierto restos de su última intrusión. Penetrar en el sanctasactórum de Mendel resultó un poco más difícil la segunda vez, pero encontrar el objeto en cuestión, eso le causó excesivos problemas. Era pequeño y se rumoreaba que estaba oculto en un lugar fuera de lo corriente, le dijo la hechicera Túnica Negra. Vandor registró meticulosamente toda la estancia, detrás de los cuadros y los tapices de las paredes, antes de llegar finalmente al espejo tapado.

Allí cometió su fatal error.

Al principio se mostró cauteloso con el espejo; estudió su complejo marco, pero era reacio a acercarse. Después, la curiosidad lo venció y Vandor levantó un poco la negra cortina. Al ver su propia mano reflejada en el espejo, el ladrón levantó aún más la cortina.

En ese momento, la vanidad se adueñó de él. Vandor entretuvo demasiado admirándose, y su mirada se convirtió en una prolongada contemplación del apuesto ladrón que había osado, no una vez sino dos, robarle a un mortífero mago Túnica Negra. Cuán astuto, cuán atractivo se veía.

Antes de que Vandor se percatara de lo que ocurría… fue arrastrado al interior del espejo. En lugar de mirarse en él, se encontró mirando hacia fuera…, a su propio cuerpo inerte y desplomado.

—¡Siempre te has creído muy listo, petimetre! —se mofó ahora Mendel, mientras escuchaba a Vandor suplicarle desde el otro lado de la mágica luna—. Al día siguiente de que tuvieras por primera vez la desfachatez de robarme, activé el conjuro del espejo. Después busqué por ahí y no me resultó tan difícil encontrar una fruslería que un ladrón de pacotilla tan arrogante e imprudente como tú cayera en la tentación de robar. Ya conocía tu gran debilidad, tu amor hacia ti mismo. ¡Ja! Sabía que no serías capaz de resistirte a contemplarte en el espejo tapado, y así, con la ayuda voluntaria de un miembro de mi Orden, una socia de lo más encantadora por cierto, me dispuse a preparar tu perdición.

Mendel no regresó a su fortaleza en todo el día. En ese tiempo, Vandor se puso frenético, y se moría de frío. Estaba atrapado en el espejo y seguía contemplando el cuerpo del que su ¿espíritu? había sido separado. Aún se parecía a sí mismo en todos los aspectos, incluso en las ropas que vestía antes de que el espejo lo capturase, pero su verdadera forma corporal había quedado abandonada al otro lado, moribunda.

—Por tus crímenes contra mí —le recordó el hechicero—, te condeno a una vida entera de servidumbre. Cuando, y sólo cuando, considere que has cumplido tu castigo, devolveré tu espíritu a tu cuerpo y volveré a dejarte completo… ¡Pero no antes de que encuentres la Cimera Arcyana para mí!

—¡Mi cuerpo! —jadeó Vandor—. ¿Todavía está bien? ¿El conjuro que le aplicaste lo mantiene intacto? —Era su única esperanza.

—¿Dudas de mí? —La mano de Mendel subió hasta su medallón.

—¡No! ¡No! —El ladrón se echó hacia atrás.

Su retorcido amo pareció aplacarse.

—Eso está mejor. ¡Muy bien, Grizt! Me has fallado una vez, pero has traído este otro botín, de modo que no puedo quejarme mucho. Esta noche, sin embargo, regresarás al sanctasanctórum de Prester y lo registrarás de nuevo. Esta vez no debes fracasar. ¡Estoy perdiendo la paciencia!

—Pero sí él no…

—¡La tiene! ¡No dudes de mí! —El bastón subió otra vez y repicó contra el marco del espejo.

Grizt guardó silencio mientras su atroz prisión temblaba. Sabía que no convencería al maldito hechicero. Temía las torturas del medallón. Pero ni lo peor de la joya mágica podía compararse con su miedo a que, algún día, no tuviera un cuerpo al que regresar.

—La encontraré —prometió.

—Asegúrate de ello.

El gran salón. Una sala de banquetes. La cocina. La cama de Prester. La habitación en la cual descansaba su única hija, una niña que aún no había cumplido los diez años. El conjuro que ligaba a Vandor al espejo especial de Mendel le permitía viajar a cualquier parte donde hubiera un reflejo, tanto en cristal o metal como en un recipiente del agua más pura. El sortilegio permitía al ladrón de los espejos tocar todo lo que estuviera al alcance de sus brazos, a veces incluso de la parte superior de su torso, si se esforzaba.

La luz de la luna, que brillaba a través de una ventana entreabierta, centelleaba sobre un bruñido peto que en un tiempo usaba el abuelo de Prester, un Caballero de Solamnia. A través del peto salió Vandor Grizt y recorrió con la mirada la habitación, la biblioteca personal de Prester, contando los segundos que le quedaban antes de que el creciente calor lo consumiera. Ya había estado antes en la biblioteca y no había descubierto nada. Sin embargo, las bibliotecas eran a menudo la ubicación de criptas tapiadas, libros huecos y cajones secretos de escritorios.

Vandor volvió a hundirse dentro del peto, sólo para emerger instantes más tarde por la minúscula superficie metálica del tirador de un cajón de escritorio. Unas manos delgadas de finos dedos se extendieron hacia el mundo real y abrieron otro cajón. Grizt palpó desde dentro la parte superior, en busca de un escondite secreto.

Nada. Volvió al peto, que le ofrecía una visión más completa, y estudió nuevamente el cuarto. Suponiendo que Prester tuviera la Cimera Arcyana, cosa que Vandor dudaba, quizá ni siquiera era consciente de su importancia. Algunos de los magos a los que Mendel se había visto obligado a robar no siempre reconocían el valor de su propia posesión. Eso había facilitado la tarea en ocasiones, pero con la misma frecuencia la hacía más frustrante, pues las víctimas que no tenían ni idea de la verdadera valía de un tesoro tenían la costumbre de guardarla en cualquier parte.

Siguiendo una corazonada —y las corazonadas, en su mayoría, le habían dado buenos resultados en el pasado—, Vandor Grizt regresó al dormitorio de la hija de Prester.

No había registrado la habitación tan meticulosamente como debía, porque se sentía un poco culpable de husmear entre las pertenencias de una niña. La madre de la pequeña había muerto cuando ésta apenas contaba cinco años, víctima de alguna enfermedad. A diferencia de su marido, la madre no era aficionada a la magia, sino que se jactaba de un noble linaje que abarcaba, no una, sino varias grandes casas a lo largo de siglos. Poco dinero acompañaba a dicho linaje, pero su condición de aristócrata había proporcionado a su marido una posición que contribuyó a satisfacer sus ambiciones, pasando de hechicero Túnica Roja a terrateniente.

Vandor estudió a la niña dormida y calculó que no despertaría fácilmente de un sueño tan profundo. Salió furtivamente del pequeño espejo de la habitación, abrió un arcón cercano y examinó su contenido silenciosa pero rápidamente. Ropas, broches, juguetes…, las posesiones habituales de una niña de buena cuna. Vandor recordó su propia infancia, de pinche de cocina del castillo de un lord. Había desarrollado una avidez por los objetos lujosos entonces, siempre atento mientras los nobles derrochaban lo que él tanto codiciaba.

Al otro lado de la habitación divisó una cómoda, pero al principio una superficie reflectante útil próxima a ella negaba su existencia a sus inquisitivos ojos. La mirada de Vandor fue hacia una peana situada junto al lecho de la pequeña. Sobre la peana había una jarra de agua, sólo parcialmente vacía. Como superficie reflectante era suficiente para sus necesidades. Con una planificación meticulosa, le permitiría registrar la cómoda.

Tenía que realizar una búsqueda de lo más concienzuda más incluso que la última. Si la Cimera Arcyana estaba oculta en algún lugar de este castillo, Vandor tenía que encontrarla. No le cabía duda de que Mendel cumpliría su promesa de castigarlo por fracasar.

Se trasladó a la jarra en un abrir y cerrar de ojos, pero a partir de allí, el ladrón se movió con precaución. No sólo podía volcarse la jarra, sino que la niña podía despertar a causa de su proximidad.

Lentamente, Vandor Grizt se irguió por encima del agua. La cabeza y los brazos flotaron más arriba, con una capa nebulosa debajo de ellos. Concentrándose en mantener su forma parcialmente sólida, Vandor extendió la mano izquierda y agarró el tirador del cajón más cercano.

Con cierta dificultad registró los dos primeros cajones, regresando a toda prisa a la seguridad de sus gélidos dominios cada vez que el calor se volvía ardiente hasta el punto de suponer una amenaza para él. Por desgracia, no encontró nada en ningún cajón, y el tiempo desperdiciado lo irritó. Decidido, el espectral ladrón abrió el tercero.

Un agudo chirrido de las guías lo dejó petrificado.

En su lecho, la niña se dio la vuelta, murmurando algo en sueños. Vandor se esfumó dentro del reflejo; luego, cuando advirtió que el agua se mecía, saltó velozmente al espejo del otro extremo de la habitación. Desde allí observó a la niña, que se sentó en la cama y bebió de la jarra. El ladrón maldijo en silencio; si se acababa el agua, no tendría medio alguno de alcanzar de nuevo la cómoda.

En ese momento reparó en el broche que la niña llevaba prendido en el cabello.

Que una niña llevara un broche al acostarse ya parecía bastante extraño, pero la pieza parecía valiosa, lo cual avivó la curiosidad de Vandor. Esperó contrariado a que la niña dejara finalmente la jarra y volviera a tumbarse en la cama. Esperó a que se durmiera y después, tras una última mirada a su rostro, se deslizó otra vez hasta el recipiente de agua.

El líquido restante apenas cubría el fondo de la jarra, pero bastaba para alguien que no tenía una forma corpórea. Tomando impulso, Vandor consiguió sacar más de la mitad del torso por encima de la jarra. Cautelosamente, se inclinó y estudió el broche con la máxima atención. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, apenas tuvieron dificultades para distinguir los diversos detalles de la joya. Un rubí montado entre dos grifos de oro enzarzados en combate, fulminándose mutuamente con sus ojos de diamante. Un martín pescador volaba por encima de ellos, con una espada y un escudo en sus garras. Unas puntas incrustadas sobresalían de los bordes de la joya, lo que le confería el aspecto de un sol radiante en miniatura. El broche era valioso en términos pecuniarios; Vandor supo que su valor era inestimable para él. Contempló la chuchería de la niña con los ojos de alguien que ha visto culminar la misión de su vida.

Había encontrado la Cimera Arcyana.

Vandor no podía imaginar por qué guardaría Prester un objeto tan valioso, incluso sin conocer su verdadera naturaleza, en la persona de una niña. Por sentimentalismo, quizá. Suponiendo que el antiguo Túnica Roja no conociera su historia mágica, podía habérselo regalado a la pequeña como reliquia heredada de su madre. ¿Acaso no era la esposa de Prester de linaje real, posiblemente incluso descendiente de Arcya?

Todo lo que le importaba al ladrón de los espejos era que ahora contemplaba el único objeto que podía inducir a Mendel a devolverle la libertad. Caminaría de nuevo entre seres humanos, besaría a una hermosa damisela, bebería cerveza y vaciaría uno o dos bolsillos… Pero primero tenía que robarle un broche a una niña.

Su cuerpo ya se estaba abrasando por el calor. De sus dedos ya surgían espirales de humo. Aun así, Vandor Grizt no regresó al agua de la jarra. No podía esperar más para conseguir su libertad. Sus afilados dedos levantaron suavemente el broche para abrir el cierre. En un segundo o dos desprendería la Cimera Arcyana. «¡Un juego de niños!», pensó, admirando su juego de palabras a pesar de que el dolor que recorría su cuerpo empezaba a hacerse insoportable.

Sosteniendo la Cimera cerca de sí, se zambulló en el reflejo acuático y desde allí pasó al espejo del otro extremo de la habitación. Los espejos de verdad le proporcionaron un camino de regreso más rápido y, con un tesoro de esta naturaleza, Vandor deseaba el camino más rápido posible. Cuanto más tiempo permaneciera el objeto con él en aquel gélido reino, más riesgos correría. Los objetos reales sólo duraban un poco más en el mundo de los espejos que él en el mundo exterior, sólo que ellos se congelaban mientras que él se quemaba.

—La joya de mamá…

Vandor Grizt se quedó helado dentro del espejo. La niña de cabello rubio oscuro que casi le cubría las facciones lo miraba fijamente desde la otra punta del dormitorio, con una expresión indescifrable en su delicado rostro. Lo señalaba a él, a la Cimera que sostenía, de una manera tan acusadora que el ladrón comprendió que ella podía verlo con una extraña claridad.

«¡Corre, idiota!», se dijo. Ninguna fuerza lo retenía allí, excepto el asombro, y ahora no podía permitírselo. Pensó en el maldito espejo de Mendel, sabiendo perfectamente que pensar en eso significaba dar el primer paso para volver.

Sin embargo, de un modo aún más sorprendente, permaneció en la habitación de la niña.

—¡Devuélveme la joya de mamá!

De pronto, el ladrón fue atraído hacia el espejo. La Cimera Arcyana —el broche de la niña— forcejeaba para liberarse de sus garras. Por mucho que lo intentó, Vandor no pudo evitar que sus manos atravesaran el espejo.

Al caer en la cuenta, se quedó estupefacto. ¡La niña era una hechicera! No era de extrañar que Prester le hubiera confiado la Cimera. Debía de haber advertido el talento de su hija, una rareza desde la Guerra de Caos. La Cimera no haría más que aumentar sus habilidades.

La niña seguía mirándolo acusadoramente, pero Vandor se resistió con denuedo. Si entregaba el objeto, no sólo perdería su única esperanza de obtener la libertad, además Mendel lo castigaría de una forma horrible.

El duelo de voluntades prosiguió. Los brazos de Grizt estaban totalmente extendidos fuera del espejo, pero nada más. El combate podía haber continuado el resto de la noche, de no haber sido por lo inevitable. Las manos del ladrón, después sus brazos, empezaron a humear. Ante los mismísimos ojos de Vandor, sus dedos, sus expertos dedos de ladrón, se ennegrecieron. La piel se desprendió, luego los músculos empezaron a arder, dejando al descubierto los huesos, cada vez más oscuros. Sin embargo, pese a la increíble agonía, al horror, Vandor Grizt se negó a ceder.

Oyó un pequeño jadeo y cayó hacia atrás, panza arriba. Por unos instantes fue incapaz de orientarse. Lentamente, llegó a imaginarse lo que había sucedido: la niña había comprendido su terrible destino. No pudo hacer otra cosa que dejar que su concentración flaqueara, no sólo salvándolo, sino incluso permitiéndole escapar.

¿Pero escapar adónde? Vandor parpadeó, al ver que ahora se hallaba en el interior de un espejo de una estancia que le resultaba familiar: la de lady Elspeth. Supo que era ésa porque la aristócrata jadeó repentinamente, soltó un pequeño espejo de mano y se volvió hacia él. Sin embargo, Vandor ya había desaparecido, arrastrado por el poder del siniestro espejo de Mendel. Le resultó asombroso haber sido arrojado a un espejo extraño sin su conocimiento o sin el permiso del hechicero. O el de lady Elspeth… Aunque el ladrón estuviera condenado a ser un fantasma, sus pensamientos se convertían a veces en sólida carne. Antes había reparado en la belleza de la aristócrata. Aquel deseo debía de estar presente cuando la sorprendida niña lo había soltado.

Abrazar a semejante mujer…

Comprendió que aquel sueño quizás estuviera por fin a su alcance. En sus manos sostenía aún la Cimera Arcyana. Lo único que tenía que hacer era llevársela a Mendel, el cual estaría tan satisfecho de él que, por fin, concedería a Vandor Grizt permiso para recuperar su cuerpo…

Un intenso frío irradió de sus manos.

—¡Por Shinare, no! —Vandor supo exactamente a qué precedía aquel frío que calaba hasta los huesos. Se representó mentalmente el espejo de Mendel, confiando en tener aún tiempo.

La habitación de Mendel se materializó ante su vista. Vandor extendió el brazo, intentando arrojar la Cimera Arcyana a través del espejo.

El objeto se desvaneció entre sus manos y desapareció, como si nunca hubiera existido.

Vandor Grizt tuvo ganas de gritar. Su vengativo amo lo dejaría arder largo y tendido por eso, sin duda para salvar al ladrón de los espejos sólo en el último momento y poderle asignar otra tarea imposible. Vandor habría sufrido aquella tortura de buena gana si no temiera que, esta vez, Mendel podía destruir su cuerpo mortal. Después de ser preservado mágicamente durante tantas décadas, el cuerpo de Grizt se descompondría rápidamente sólo con que Mendel anulara el conjuro.

Estar tan cerca de conseguir la libertad…

Sacudió la cabeza, intentando pensar. Vandor sólo podía hacer una cosa, tomar una medida desesperada, pero era lo único que le quedaba por intentar. Podía decirle a su amo que no había encontrado todavía el objeto. Le permitiría ganar algo de tiempo, postergar lo inevitable. Si Mendel creía que la Cimera Arcyana aún existía, no castigaría a su esclavo con demasiada severidad. Si creía que la Cimera estaba casi a su alcance…

Vandor seguía debatiéndose sobre lo que decir cuando Mendel entró.

El avaricioso brillo de los ojos del encorvado personaje informó inmediatamente al ladrón de que Mendel tendría muy poca paciencia. Su obsesión por la Cimera crecía de una forma imparable.

—¿La tienes? ¿La tienes?

—No, Mendel, pero…

Esta vez, la furia de su amo lo sorprendió incluso a él. Mendel rugió, incapaz siquiera de articular palabra. Alzó su bastón y, ante el horror de Vandor, no golpeó el marco, sino el propio espejo. Lo aporreó con fuerza y volvió a aporrearlo, fuera de sí.

—¡Incompetente! ¡Chapucero! —El bastón golpeó de nuevo—. ¡Imbécil!

Cuando se disponía a descargar un tercer golpe, Mendel se reprimió, pues de pronto bajó el bastón y abrió los ojos desmesuradamente. Conteniendo a duras penas su ira, se inclinó para examinar el espejo mágico. A Vandor, en el otro lado, le daba vueltas la cabeza por los golpes. El desagradable semblante de Mendel ocupaba todo su campo de visión.

—No ha sufrido daños, alabado sea Nuitari —masculló el anciano, aparentemente olvidando por el momento que su dios ya no concedía su favor a los cielos de Krynn, como ninguno de los otros dioses.

Grizt habló, aprovechando la ocasión y rezando para que su astucia no fuera su ruina.

—¡Amo, es verdad que no tengo la Cimera, pero creo que estoy a punto de encontrarla!

La ira remitió un tanto de los ojos de Mendel, reemplazada por un desconfiado interés.

—¿Y eso?

Ahora la mentira debía ser convincente.

—Cuando la buscaba esta noche, me tropecé con Prester. Parecía muy sigiloso, como si saliera de algún lugar importante, un lugar situado en las profundidades de su sanctasanctórum…

—Eso puede significar cualquier cosa.

—Sí, pero llevaba consigo un objeto similar al que me hiciste robar para ti hace apenas un mes. ¿Recuerdas aquella diminuta araña de esmeralda?

La araña de esmeralda era un antiguo talismán con el que Mendel se había tropezado por casualidad. Un mercader que viajaba por la región la transportaba junto con las demás mercancías, piedras preciosas y joyas adecuadas para su noble clientela. Mendel la había visto e inmediatamente la identificó como un objeto mágico. Al quedar tan pocos hechiceros de la vieja escuela competentes, muchos artículos como la araña habían caído en manos de incautos y desaparecido para siempre en sus hogares.

Dos noches después, Vandor salió de los centelleantes reflejos de la colección de joyas del mercader y robó la araña. Mendel, en plena exaltación, sólo tardó unos minutos en exprimir hasta agotarlo el poder del objeto, que no era mucho; pero eso había permitido a aquella ave de rapiña utilizar modestos conjuros durante varios días.

—¿El objeto que llevaba parecía ocultar un fuego interior, bufón? ¿Revelaba algún indicio de vida?

—Si alguna vez la tuvo, a Prester ya no le importa. Mientras yo lo observaba, lo arrojó a una papelera.

Mendel se rascó el mentón.

—Entonces ya ha agotado toda su magia.

—Sí, eso es lo que supuse, pero lo importante es que lo sacó de otro escondite, donde debe guardar otros objetos mágicos. ¿No lo comprendes? ¡Tenías razón, como siempre Mendel! ¡Prester debe tener la Cimera Arcyana! ¡Ahora sé que sólo es cuestión de tiempo que la encuentre!

—No. —El encorvado anciano escrutó al fantasmal ladrón—. Sólo es cuestión de una noche. ¡Una sola noche Grizt! ¡Ya me he cansado de esperar! Tráeme la Cimera Arcyana mañana por la mañana, o descubrirás que hasta ahora he sido amable contigo…

Vandor tragó saliva.

—¿Una noche?

—Estoy cansado de tantos retrasos… ¡y de tus excusas! —gritó Mendel.

Vandor lo apaciguó rápidamente.

—La encontraré, Mendel. ¡Te lo prometo!

Una calculadora expresión asomó a los oscuros ojos del hechicero.

—Si lo haces, quizás incluso recuperes tu cuerpo. Eso te gustaría, ¿verdad, petimetre? ¿Caminar de nuevo como un trozo de carne viva que respira? En realidad no te necesitaré más, en cuanto me encuentres la Cimera. Esta vez podría dejarte marchar…

A pesar de saber que jamás podría llevarle a Mendel el objeto en cuestión, el ladrón no pudo evitar sentirse esperanzado.

—¿La libertad? ¿Me prometes la libertad?

—Antes encuéntrame la Cimera Arcyana.

Mendel dio media vuelta, despidiendo a un tiempo el espejo y al ladrón del interior. Vandor lo vio marcharse, sabiendo que el pérfido Túnica Negra ya estaba ocupado urdiendo aplicaciones para el legendario objeto. Mendel cerró la puerta de la habitación, olvidándose por completo del ladrón.

¿Cómo podía entregarle a su amo algo que ya no existía?

Se le ocurrió una idea desesperada. Quizás encontrara algo, otro preciado objeto que engañara al hechicero, que lo distrajera el tiempo suficiente para que Mendel le concediera la prometida recompensa, liberando el cuerpo de Grizt y permitiéndole volver a la vida. Cuando volviera a ser humano, era concebible que lograra escapar antes de que Mendel descubriera la verdad. Era descabellado. Era peligroso, era su única esperanza.

El día transcurrió con una cruel lentitud, sólo interrumpida por dos breves apariciones de su amo. Por fin cayó la noche. Vandor esperó a Mendel, pues sólo el hechicero tenía el poder de obligar al espejo a enviarlo a cumplir sus misiones.

Finalmente, Mendel entró con paso altivo, aferrando el maldito medallón con la mano izquierda.

—¿Y bien? ¿Por qué no has partido todavía? ¡Ve a casa del Túnica Roja Prester, no vayas a ningún otro sitio, y busca durante toda la noche, si es necesario! ¡Y encuentra la Cimera Arcyana! ¿Entendido?

—Sí, Mendel, entendido. —Liberado por el medallón, Vandor no perdió ni un momento más y se apresuró a internarse en el mundo de los espejos. Tenía que encontrar un objeto que pudiera sustituir al que había dejado que se destruyera, algo que engañara a Mendel. Por desgracia, tendría que proceder de los dominios de Thorin Prester; Mendel le había ordenado ir únicamente allí, y gracias a la magia del medallón, Vandor tenía que obedecer esa orden.

En cuestión de segundos, el ladrón de los espejos se introdujo en la casa del antiguo Túnica Roja. Se lanzó de una superficie reflectante a la siguiente, registrando el hogar de Prester de arriba abajo…, de habitación en habitación…, dejando el dormitorio de la hija para el final. Vandor tenía miedo de volver allí, temía que la niña dotada de poderes mágicos volviera a atraparlo.

¡Qué necio había sido! ¡Qué loco! ¿Por qué le mentiría a Mendel? Al final sólo había conseguido empeorar las cosas. El Túnica Negra lo castigaría, no sólo por perder el legendario objeto, sino también por intentar mentirle sobre él.

Un posible lugar donde podían haber otros bienes de valor era la habitación del propio Prester. Vandor la había inspeccionado antes, pero ahora sabía que debía hacerlo de nuevo.

Prester aún dormía profundamente cuando registró una vez más su dormitorio, apareciendo y reapareciendo en una superficie reflectante tras otra. Tras asomarse por el gran espejo que dominaba el escritorio del hechicero, Vandor hurgó en un pequeño cofre de madera en el que no había reparado en visitas anteriores. Desgraciadamente, no contenía nada de lo que el ladrón necesitaba. El tiempo se agotaba. Le quedaban pocos lugares donde buscar. Vandor se puso frenético.

De pronto percibió que unos ojos lo observaban. No eran los de Prester, pues aún dormía como un tronco, sino de una presencia más pequeña y, por desgracia, familiar para él.

—Sabía que volverías.

Sólo podían faltar unos minutos para la salida del sol. Vandor no tenía tiempo para niñas con poderes aterradores. Inmediatamente retrocedió al interior del espejo.

Es decir, intentó hacerlo. El ladrón de las sombras forcejeó con la cabeza y los brazos atrapados en la parte exterior del espejo. Distinguió a la joven hechicera, amedrentado, sin saber ya si la temía más a ella o a la ira de Mendel.

—¡Ya no tengo tu broche! —explicó, desesperado—. ¡Por favor, déjame marchar!

La niña lanzó una mirada a su padre, que seguía durmiendo a pierna suelta pese al barullo. Sus ojos volvieron a posarse en Vandor.

—¿Volverás a quemarte? —dijo. Como su prisionero no dijo nada, la niña frunció el ceño—. ¿Si te quedas a este lado del espejo, volverás a quemarte?

—¡Sí! ¡Por el bendito Shinare, sí!

—Lo siento.

Una repentina racha de viento empujó a Vandor hasta devolverlo por completo al interior del espejo. Inmediatamente intentó huir, pero no pudo moverse.

La niña se acercó al espejo. Escudriñó su interior, riendo por lo bajo.

—¡Me veo a mí misma a tu lado!

Vandor se quedó inmóvil, observándola con creciente aprensión. El ladrón de los espejos repitió sus anteriores palabras.

—Ya no tengo tu broche. Ha… Ha desaparecido.

—Fantasma tonto… —rió la niña—. ¡Lo tengo aquí! —Señaló su cabello, al tiempo que hablaba en voz tan alta que Vandor creyó que Prester iba a despertarse, pero el padre no se movió. Fuera cual fuese la magia que empleaba la niña, la empleaba bien. Mendel se habría puesto muy, muy celoso.

El significado completo de las palabras fue como un mazazo para el ladrón.

—Tú… —Vandor parpadeó—. ¿Lo tienes tú?

Por fin reparó en el elaborado broche que ella llevaba prendido en el pelo. El etéreo ladrón lo miró con incredulidad. No cabía duda, era un broche idéntico al que él había robado, con grifos y un martín pescador con joyas por ojos. Sin embargo, no podía ser el mismo, pues aquél se había desvanecido ante sus ojos, víctima de los caprichos del reino de los espejos…, o eso había creído Vandor.

—Es… ¿Es el mismo?

—Es el que me regaló mamá.

—Pero… yo te lo quité.

Una enigmática expresión cruzó el semblante infantil.

—Siempre vuelve a mí. No me acordé, pero siempre vuelve.

—¿En serio? —Grizt no prestó mucha atención a la respuesta de la niña, porque ya estaba dejando escapar un suspiro de alivio. Ya estaba calculando sus probabilidades de robar otra vez la Cimera Arcyana. ¿Qué importaba si, después de ponerlo en manos de Mendel, volvía a desaparecer? Mendel no lo culparía a él de fallarle…

—¿Eres un fantasma de verdad?

—¿Un fantasma? —la frase hizo estremecer a Vandor, pues a menudo se sentía como tal. Sólo lo mantenía cuerdo el conocimiento de que su cuerpo se conservaba incorrupto gracias a los sortilegios de Mendel. Ser un fantasma eternamente… Grizt no podía imaginarse un destino peor—. No, mi espíritu está atrapado en un espejo —respondió—, pero yo estoy bien vivo. El hombre que me obliga a hacer esto, a robar cosas, posee mi cuerpo. Si no hago lo que me dice, lo destruirá.

Ella pareció creerlo. Sus palabras eran veraces y, algo aún más raro en él, sinceras. La desesperación hacía ser sincero a Vandor Grizt.

—Lo siento por ti —dijo la niña finalmente.

—Si no regreso pronto, me castigará. —Alzó la vista. La oscuridad parecía estar disminuyendo. El alba estaba próxima. Le quedaban escasos minutos—. Tengo que estar de vuelta con las primeras luces. Ya casi es la hora.

—No le hablé a papá de ti —comentó la pequeña—. Crecí que había soñado contigo. —Se inclinó hacia él—. Me llamo Gabriela. Y tú, ¿cómo te llamas?

¡Empezaba a clarear! ¿Por qué el espejo del Túnica Negra no lo obligaba a volver?

—Vandor Grizt. Señorita, has dicho que no te gustaría verme quemado. ¡Me ocurrirá algo mucho peor si no me marcho ya! —Le tendió las manos—. ¿Lo ves? ¡Esta vez no tengo nada tuyo!

Cuando el alba empezó a colarse en la habitación, Prester se movió. La niña miró a su padre.

—Debería seguir durmiendo un rato más.

Grizt trató de no pensar en lo que esa afirmación significaba; la niña tenía poder, pero no la experiencia necesaria para emplearlo con sensatez. Podía mantener dormido a su padre, pero sólo por un tiempo.

—¡Por favor, pequeña dama! ¡Déjame marchar! ¡Será nuestro secreto! ¿A que sería fantástico? Te gustan los secretos, ¿verdad?

—Si te vas sin la joya de mamá, ¿el hombre malo te hará daño?

Vandor suspiró, demasiado acobardado para mentir.

—Sí.

El semblante de la niña se ensombreció. El ladrón notó una nueva punzada de inquietud. Nunca había visto una expresión semejante en una niña, por lo demás de aspecto tan inocente.

—No me gusta —dijo ella por fin—. Es como Garloff. Garloff es un hechicero feo de un cuento que me contaba mamá. Era malo, no como Huma. Huma era el héroe del cuento de mamá.

Grizt había perdido el hilo de la conversación y sus ojos se desviaban incontenibles hacia la creciente luz del día. ¿Cuánto tiempo más podía la niña retenerlo allí? Sin duda, no eternamente, y cuando su presa se debilitara, Vandor sufriría más que nunca.

—¡Gabriela, escúchame!

No lo hizo. Con los ojos brillantes, lo escrutó de una manera que a Vandor le resultó vagamente familiar.

—Garloff es como tu mago y tú eres igualito a Huma. —Antes de que el ladrón pudiera asimilar la absurda comparación, la hechicera añadió—: No te hará daño si te doy la joya de mamá.

Vandor Grizt parpadeó, inseguro de haber oído bien.

—¿Qué?

Gabriela se desprendió el broche con cuidado. Lo sostuvo entre las palmas de sus manos y lo cubrió de modo que Vandor no pudo verlo.

—No te hará daño si te doy esto. Toma.

La gratitud estuvo a punto de abrumar a Vandor Grizt. Ella quería darle la Cimera Arcyana para salvarlo de Mendel. La niña lo consideraba una especie de héroe trágico surgido de uno de los cuentos de su difunta madre. En el pasado, cuando vivía en el mundo real, hubo muchas mujeres que se ablandaron con sus mentiras, creyéndolo un gran paladín en lugar de un simple ladrón bien vestido. Nunca había intentado sacarlas de su error, nunca se había sentido culpable… hasta ahora.

—Gabriela —consiguió articular—, gracias. —Le dolía pensar que la niña entregaba una posesión tan preciada al Túnica Negra, que se limitaría a utilizarla para potenciar su miserable existencia, pero bajo ningún concepto pensaba Vandor rechazar la generosa oferta, pues eso significaba escapar del mundo de los espejos.

—Papá me lo dio después de que muriera mamá. —Gabriela separó las manos, dejando al descubierto el broche en todo su esplendor. Con la creciente luz del día, pareció refulgir—. Me lo contó todo sobre él.

No todo, sospechaba Vandor. Si la niña sabía que el broche poseía poderes mágicos, él dudaba de que se desprendiera de él ni para pagar el rescate de su nuevo héroe de cuento. No se atrevió a mencionarlo.

—Tomad, sir Vandor. —La niña le tendió el objeto, avanzando hasta casi tocar la luna del espejo.

Grizt lo cogió con unas manos que todavía no ardían, unas manos que temblaban de alivio. Contempló el deseado objeto, los grifos y el martín pescador que parecían burlarse de sus esperanzas.

—Gracias, mi señora.

Ella volvió a emitir una risita y su expresión se ensombreció una vez más.

—Tenéis que dárselo al hechicero, sir Vandor. No quiero que vuelva a haceros daño.

¿Realmente creía la niña que él pensaba quedarse con aquella chuchería? Los artefactos mágicos le resultaban inútiles, y más en el mundo de las sombras. Empezó a garantizárselo, pero se contuvo al ver algo en los ojos infantiles que lo perturbó. ¿Qué clase de niña tenía enfrente? A veces le daba más miedo que el propio Mendel.

—Lo haré, mi señora —consiguió decir finalmente—. Lo haré… y gracias otra vez.

La figura durmiente volvía a moverse. Gabriela miró calmosamente a su padre y luego otra vez a Grizt. Él jamás había visto una mirada tan madura en el rostro de una niña.

—Adiós, sir Vandor. Por favor, ven a jugar conmigo algún día.

El ladrón se vio expulsado del espejo, pues el obstinado tirón del otro espejo, el de Mendel, había salido vencedor repentina y finalmente.

Aun así… Mientas Vandor regresaba a su familiar prisión, advirtió con cierta sorpresa y alivio que, por una vez, no sentía dolor alguno durante la transición. Ni siquiera el implacable frío le resultó demasiado molesto. Grizt se preguntó si la niña sería la responsable, si sería tan poderosa. La Cimera Arcyana, por otra parte, contenía poderes tremendos y tal vez una parte se había transferido…

¡La Cimera Arcyana! Vandor empujó el broche de la niña a través del espejo y lo depositó cuidadosamente sobre la mesa de la habitación de Mendel. Sólo entonces suspiró con alivio. Su joven admiradora le había regalado el preciado objeto para salvarle la vida, pero si lo mantenía demasiado tiempo en su lado del espejo, seguro que se destruiría, y Vandor Grizt sólo podría culparse a sí mismo.

Al cabo de un momento, la cadavérica figura de su maldito amo apareció en el umbral.

—¿La tienes? ¡Dámela, estúpido canalla! ¡La quiero!

Después del tono pausado con que Gabriela le había hablado, Mendel se asemejaba mucho a un niño malcriado…, un niño mimado que mantenía la vida del ladrón pendiente de un hilo. Con todo, Vandor estuvo tentado de alargar la mano y recuperar el objeto. De no haber sido por el poder que el retorcido hechicero ejercía sobre él, el ladrón habría dejado que el reino del frío destruyera la Cimera. La estupefacta reacción de Mendel habría merecido la pena. Vandor quería abandonar urgentemente el reino de los espejos, pero necesitaba recuperar su cuerpo, lo deseaba más que nada en el mundo.

—Aquí está —masculló—. Es toda tuya, por fin, Mendel.

—¡La Cimera Arcyana! —El jubiloso mago recogió el broche y lo acunó en sus manos. Los ojos de Mendel examinaron su botín, mientras sus dedos acariciaban la excelente factura de la pieza.

Vandor Grizt observó al hechicero, asqueado. Mendel no se merecía semejante tesoro. No había realizado esfuerzo alguno, no había sacrificado nada. Grizt, por lo menos, seguía la doctrina de los ladrones: trabajaba para conseguir sus propios botines. Mendel debía darle las gracias a la niña por la Cimera. Sólo porque ella se había desprendido voluntariamente de la herencia de su madre por el bien de Vandor tenía ahora el Túnica Negra más poder con el que alimentar su ego.

—Cuánto tiempo… —trinó el avejentado nigromante—. Cuánto tiempo llevaba buscándote… Ya eres mía… Mía.

Mendel tenía su gran deseo, ahora Vandor tendría el suyo, después de tamo tiempo.

—Mendel…, mi cuerpo.

—¡Basta de charla! ¡Tengo cosas más importantes en mente! —El archimago siguió acariciando el artefacto.

Esta vez, Grizt no iba a dejarse achantar.

—¡Mi cuerpo, Mendel! Me prometiste que si robaba eso para ti, podría…

—¡No me hables más de tus deseos, petimetre! ¡Obedece todas mis órdenes o sufrirás las consecuencias! ¡No creas que tienes otra opción!

—Pero mi cuerpo…

—Tú no tienes cuerpo. —Mendel le lanzó una furibunda mirada—. ¡Desde hace más de treinta años, imbécil! ¿Creías que desperdiciaría mi valioso poder conservando aquel vulgar pedazo de carne? ¿Qué es la cáscara de un miserable ladrón comparada con mis necesidades? ¡Conténtate con servirme, Vandor Grizt —dijo riendo—, porque seguirás haciéndolo durante el resto de mi vida!

Vandor soltó un rugido agónico. Se arrojó contra su lado del espejo, intentando aferrar el cuello del monstruoso hechicero. Lo había tenido engañado todos aquellos años. ¡Qué iluso había sido! Mendel lo había hecho bailar a su son, haciendo promesas que nunca pensaba cumplir. Gabriela lo había creído un fantasma; ¡cuánta razón tenía! Vandor el fantasma, soñando con lo que nunca sería. ¡Cómo se había divertido su amo!

Volver a abrazar a una mujer, beber una buena cerveza, sentir el calor del día sin temor a su abrasador contacto…

Un fantasma. En todos aquellos años no había sido nada más que un fantasma.

Vandor intentó forzar el espejo para atravesarlo. Notó que algo empezaba a ceder. Empujó con más fuerza, con energías renovadas por la furia y la amargura.

Por desgracia, Mendel se dio cuenta y reaccionó. Con la Cimera Arcyana en una mano, se tocó el medallón, sonriendo.

Una descarga de dolor sin precedentes recorrió a Vandor. Era peor que nunca, indudablemente amplificado por la Cimera. Aullando, el ladrón volvió a caer dentro del espejo, sollozando.

—Creo… Sí, ya me has hartado —proclamó el codicioso hechicero—. Éste es un momento ideal para comprobar los límites de la Cimera Arcyana. Retiraré la magia del espejo y la poca que queda en el conjuro que te ata, y así aumentaré el potencial de la Cimera. Veremos si los rumores sobre su poder son ciertos.

Grizt chocó contra el otro lado del espejo, jadeando, sin recobrarse todavía.

—Maldito… Maldito seas, Mendel.

—Deberías alegrarte, Vandor Grizt. Voy a poner fin a tus sufrimientos… y no tendrás que sufrir mucho rato.

Sosteniendo el objeto por encima de su cabeza, Mendel recitó un encantamiento. El ladrón fantasma se preparó para lo peor, convencido de que su fin estaba próximo. De una manera perversa, Mendel había dicho la verdad. Al menos Vandor agradecería que fuera rápido.

El siniestro nigromante pronunció una última palabra y esperó. Vandor notó que los bordes del espejo temblaban.

De improviso, Mendel trastabilló y jadeó. Su mano temblaba inconteniblemente, hasta que casi dejó caer la Cimera.

El malvado hechicero luchó por no soltar el artefacto, y su rostro ya estaba bañado en sudor por el esfuerzo. Alrededor del mágico objeto brotó una resplandor rojo.

—¿Cómo… te… atreves? —siseó Mendel, mirando, no a Vandor, sino al broche. De repente parecía más pequeño, más consumido.

Vandor parpadeó. En lugar de absorber la magia del espejo y canalizarla hacia Mendel, la Cimera parecía estarle sorbiendo el poder a él.

«Tenéis que dárselo al hechicero, sir Vandor. No quiero que vuelva a haceros daño».

Gabriela había dicho aquello al ladrón con una expresión tan madura, tan inquietante… ¿Había planeado algo siniestro aquella extraña niña? ¿Se prolongaba ahora desde su hogar para castigar al carcelero de Grizt? ¿Era posible que tuviera el poder para hacer una cosa así?

El cuerpo entero de Mendel empezó a temblar y la piel del retorcido encantador, ya pálida, adquirió la lividez del pergamino. Aun así, Mendel se defendió. No parecía en absoluto dispuesto a rendirse.

—¡Qué insolencia! —espetó, arañando el aire con los dedos como garfios—. ¿Cómo osas? ¡Yo soy Mendel! ¡Mendel!

El hechicero masculló algo más, y lenta pero inexorablemente pareció recobrar su aplomo. Las esperanzas de Vandor se transformaron en miedo; ahora parecía que la Cimera Arcyana ya no se rebelaba contra su poseedor, sino contra la lejana adversaria de Mendel, una niña con mucha capacidad mágica pero, como sabía el ladrón, no lo bastante madura Para manipular bien su habilidad.

Ahora Mendel recobraba las fuerzas y la niña, en su casa, debía estar perdiendo las suyas. Grizt conocía a su amo lo suficiente para comprender que Mendel seguiría exprimiendo a la niña hasta que no quedara nada de ella. Pensar que la hija de Prester moriría de una forma horrible por hacerle un favor a él turbó al ladrón más de lo que habría imaginado.

El insidioso mago se había enderezado por completo y se reía de su invisible enemiga.

—¡Cuánto tiempo he esperado este momento, Prester! ¡Cuánto he esperado para erradicar tu relamida presencia de Ansalon!

¡Prester! Mendel ni siquiera sabía que amenazaba la vida de la hija de Prester, una niña, aunque no le habría importado. El hechicero creía que sólo su antiguo rival tenía el poder suficiente para replicarle de aquel modo.

Con todas sus fuerzas, Vandor extendió los brazos cuanto pudo, aprovechando que su amo estaba distraído. Sin embargo, por mucho que lo intentó, incluso con la mitad del torso fuera del espejo, el ladrón fantasma no llegaba al malvado hechicero.

Vandor se replegó y probó algo distinto. Se arrojó desesperadamente contra el espejo una vez más, embistiéndolo desde el interior. ¡Tenía que ceder, tenía que ceder!

De pronto, lo vio. Cerca del lugar donde Mendel había golpeado antes la luna, se había abierto una minúscula grieta. No era gran cosa, pero sí lo suficiente para debilitar hasta cierto punto el espejo mágico. Con desesperación, Grizt golpeó aquel punto una y otra vez, sabiendo que cada segundo que transcurría empujaba a su joven salvadora hacia el borde del abismo.

De repente, sin previo aviso, la grieta cedió y Vandor Grizt se encontró cayendo a través del espejo.

El ladrón se levantó del suelo, incrédulo. Vio que tenía cierta solidez, aunque aún podía ver a través de sí mismo.

Solidez significaba que podía rodear con sus manos el cuello de Mendel.

Sin embargo, su acción no había pasado desapercibida. Mendel, observándolo con una mueca burlona, agitó el medallón que aferraba.

—¿El caballero andante Vandor Grizt? ¿O simplemente un exagerado deseo de venganza? No ha sido una buena idea abandonar el espejo. No olvides que sigo siendo tu amo.

El dolor traspasó a Vandor, forzándolo a hincar una rodilla en tierra. Levantó, la vista y contempló con creciente horror a Mendel mientras éste pronunciaba su conjuro. El calor empezó a abrumar al ladrón. Cuanto más forcejeara, en vano, mayor estaba destinado a ser el calor. Sus vestiduras ya empezaban a ennegrecerse; el proceso era más rápido que nunca, gracias a la Cimera Arcyana.

Vandor se obligó a ponerse en pie, luchando contra el poder del maldito medallón del hechicero. Ya no temía por su existencia, terrenal o de otro tipo. Sabía que iba a morir. Lo único que pretendía era alcanzar al execrable hechicero y encontrar el modo de evitar que Mendel volviera a torturar a nadie.

—Póstrate… y consúmete —gruñó su amo, quizá con cierto apremio—. ¡No eres más que vapor, petimetre! ¡Una simple vaharada!

La mano de Grizt ardió en llamas. Sus brazos empezaron a abrasarse. Sentía que las llamas empezaban a lacerar su carne, aunque no tenía una carne real que pudiera arder.

Mendel sonrió, parecía más fuerte.

—¡Prester y tú! ¡He disfrutado inmensamente con el día de hoy, Vandor Grizt!

Apretando los dientes, el fantasma aulló y embistió con toda su rabia acumulada.

La expresión de sorpresa que cubrió el rostro de Mendel complació inmensamente a Vandor. El hechicero soltó el medallón para protegerse los ojos de la silueta llameante que arremetía contra él. Vandor consiguió agarrar a su verdugo por el cuello…

… para atravesarlo en un instante.

Sucumbiendo a una agonía que ya no podía soportar más, Vandor buscó el reflejo más próximo, una copa de plata que reposaba sobre una mesa, intentando alcanzarla con la mente. Al cabo de un momento, el entumecedor frío del reino de los espejos se abatió sobre él, un frío bendito que le ayudó a mitigar su dolor.

Su intento de venganza había fracasado. Grizt no había conservado su forma sólida el tiempo suficiente para acabar con Mendel y ahora…

Mendel lanzó un alarido. Vandor, sin haberse recobrado todavía, consiguió alzar la vista desde su escondite. El mal vado hechicero seguía aferrando la Cimera Arcyana…, o mejor dicho, ahora la Cimera lo aferraba a él. Las garras del martín pescador parecían haber cobrado vida. La mano y la muñeca de Mendel estaban atrapadas en ellas. Más extraño aún, el Túnica Negra parecía más pequeño otra vez, más pequeño que nunca, como si se hubiera encogido varios centímetros.

—¡Nooo! —aulló Mendel para el aire—. ¡No puedes hacerme esto! ¡Te lo ordeno!

Vandor contempló anonadado cómo su torturador se encogía. El resplandor que rodeaba el objeto había cambiado. Ahora era amarillo, y el brillo envolvía al hechicero. El decidido ataque de Vandor, aunque desafortunado, había distraído a Mendel el tiempo suficiente para que la hija de Prester se repusiera y aprovechara la ventaja.

Con un último alarido horrorizado, el anciano mago se desplomó de rodillas. Al hacerlo, el resplandor recorrió como una ola su convulsa figura. Vandor pestañeó cuando el brillo se desvaneció finalmente y la Cimera Arcyana cayó al suelo, donde rebotó con un tintineo. Las garras del martín pescador volvieron a la normalidad, Mendel, había desaparecido.

Sin poder creer lo que veían sus ojos, el ladrón salió del espejo, avanzando cautelosamente hacia el broche. Sintió vértigo al pensar en lo que acababa de acontecer, en lo que le sucedería ahora a él y también, igualmente importante, en lo que debía hacer ahora con el portentoso objeto. Sabiendo que su tiempo era reducido, Vandor fue a coger la Cimera.

El rubí del centro centelleó con un súbito movimiento y Vandor Grizt no pudo evitar mirarlo.

Un rostro aullante lo miró desde el interior.

El rostro aullante de Mendel.

Horrorizado, Vandor retrocedió y, al hacerlo, la Cimera Arcyana, con Mendel sepultado en su interior, se desvaneció.

«Siempre vuelve a mí», le había dicho la pequeña Gabriela.

Vandor pensó en el broche, otra vez en las delicadas pero mortíferas manos de la hija de Prester. Ya no albergaba temor alguno por ella; curiosamente, lo sentía por su antiguo torturador.

Levantó la vista y la clavó en el espejo de Mendel. Lo embargó una sensación de urgencia y empuñó el bastón del mago, que Mendel había soltado durante la lucha. Lo sostuvo en alto y luego descargó un golpe tras otro contra el espejo, hasta que hizo añicos el maldito artefacto, su gélida prisión.

Después, él mismo esperó a desvanecerse también cuando la magia del espejo se disipó; pero, para su sorpresa no ocurrió nada. Con una vehemencia casi jubilosa, el espectro pisoteó los fragmentos esparcidos por el suelo, maldiciéndolos hasta que no quedó ni un solo trozo grande intacto. Por fin, agotada su furia, Vandor empezó a reír sin parar y reculó dando traspiés para admirar su obra.

Era libre. Se había liberado de Mendel y del espejo. Un fantasma, sí, ahora era un fantasma, pero ya no era un esclavo.

El calor del mundo real empezó a hacerle efecto una vez más, pero ésta de una manera más gradual y con menos intensidad. Para entonces, Vandor tenía que haberse consumido por completo, y por eso comprendió que la desaparición de Mendel significaba que él podía permanecer durante más tiempo en el mundo real.

Aun así, Vandor Grizt no pensaba arriesgarse. Regresó a la copa de plata y contempló la habitación del espejo roto.

—Adiós, Mendel. Gracias, Gabriela —susurró. Fuera cual fuese su destino, por ahora saborearía su libertad. Un mundo transformado se abría ante él, y el fantasmal ladrón tenía intención de explorarlo.

Después de todo, había tantos, tantísimos espejos…