Nobleza obliga
Paul B. Thompson
Kilómetro tras kilómetro discurría el serpenteante sendero, separado del cielo por una tupida bóveda de frondosas ramas. Los primeros brotes exuberantes de la primavera habían transformado el bosque, de un espacio de troncos desnudos a una caverna viviente de verdor. La luz del sol apenas alcanzaba el suelo del bosque, dejando el caballo y al jinete en perpetua penumbra.
Roder cabeceaba sobre su silla de montar. El viejo caballo de batalla, llamado Baya debido a su pelaje rojizo, tenía unos andares suaves y armoniosos que acunaban a su jinete con la misma efectividad que una hamaca veraniega. Roder había puesto en camino de buena mañana, y el nerviosismo por su apresurada partida se había desvanecido después de muchos kilómetros de tranquilos parajes boscosos.
Había salido del castillo de Camlargo, un destacamento fortificado que se erguía en el lindero occidental del gran bosque. Con una antelación de una hora escasa, Roder había recibido un importante despacho del alcaide del castillo, Burnond Montalarga, con la orden de entregarlo en la vecina fortaleza de Fangoth. Entre los dos castillos se extendía un vasto bosque, hogar de animales salvajes y forajidos que aún lo eran más.
La flácida mano de Roder soltó las riendas. Sin una mano que lo guiara, Baya enseguida se dedicó a mordisquear las hojas tiernas de las ramas que invadían la estrecha senda. La repentina interrupción del movimiento despertó a Roder como el toque de diana.
—¿Qué? ¿Cómo? —Se llevó las manos a la cabeza y descubrió que llevaba puesto el pesado yelmo. Recuperó la memoria cuando tocó el frío acero. Su misión, el despacho. Comprobó que conservaba el estuche de cuero lacrado que colgaba de su hombro. El sello de lord Burnond estaba intacto.
Como Baya estaba tomando un refrigerio, Roder decidió desmontar para estirar las piernas. Se agachó para tocarse los dedos de los pies y luego arqueó la espalda, inclinándose por el peso de la espada que llevaba al cinto, junto a su cadera izquierda. El arma era un eficaz recordatorio del motivo de su viaje.
Forajidos. Media docena de bandas de salteadores utilizaba el bosque como escondite y su pillaje había despertado las iras de lord Burnond. La mayor parte de la reducida guarnición de Camlargo había salido a perseguir a una u otra banda y, cuando fue necesario encontrar un correo para llevar el urgente mensaje a Fangoth, Roder era el único hombre que quedaba para encargarse de la delicada misión.
—Los bandidos del bosque se niegan a reconocer nuestra soberanía. Nuestros últimos tres mensajeros desaparecieron en la espesura sin dejar rastro —lo previno solemnemente Burnond—. ¿Todavía estás dispuesto a llevar este despacho a lord Laobert?
—Lo estoy, mi señor —declaró Roder—. No os decepcionaré.
¿Qué era aquello?
En algún lugar por delante de él, oculto por helechos y matorrales, alguien gritaba. Imponiéndose a la voz en apuros se oyó un ruido más siniestro, el fragor del metal chocando contra metal. Incluso Baya lo advirtió y dejó de comiscar las hojas. El instinto del viejo caballo de batalla seguía intacto. Al oír el sonido del combate resopló, cabeceó vivamente y empezó a piafar.
—Ya lo oigo —dijo Roder impulsivamente. Se abrochó rápidamente la cota de malla y la correa del yelmo—. ¡Bandidos!
Baya era muy alto y a Roder le costó cierto esfuerzo introducir el pie en el estribo para izarse de nuevo hasta el lomo del animal. Rodeó con las riendas tensas su mano izquierda y golpeó los flancos de Baya con sus talones desprovistos de espuelas.
—¡Arre! —El viejo caballo de batalla no podía correr al galope, pero consiguió animarse hasta adoptar un majestuoso paso largo, directo hacia donde venían los ruidos.
En cuanto el caballo se puso en marcha, Roder se preguntó si se detendría algún día. Baya siguió abriéndose camino sin prestar atención a las ramas bajas que amenazaban con derribar a Roder de su silla de montar. Las hojas le azotaban el rostro y los brotes arañaban el penacho de su yelmo.
—¡So, Baya! ¡So! —gritó, pero el caballo de batalla no tenía intención de detenerse hasta haber hecho trizas a su jinete.
El sendero torcía a la derecha y luego a la izquierda, descendiendo por una cuesta arenosa surcada de raíces de árbol desenterradas por las fuertes lluvias. Baya consiguió evitar un tropiezo con aquel peligro. Roder levantó la cabeza y vio un carro volcado en un arroyo que cortaba el sendero al pie de la ladera. Cuatro hombres montados en robustos ponis rodeaban el vehículo volcado. Dos de ellos llevaban toscas lanzas, en realidad plantones de árbol con la punta aguzada a hachazos y endurecida al fuego. Los otros dos blandían antorchas encendidas, con las que intentaban incendiar el carro.
—¡Eh, vosotros, alto! —gritó Roder. Tiró de la empuñadura de su espada. La hoja era más larga de lo que esperaba y necesitó dos tirones para extraerla de la vaina. Los saqueadores apartaron la vista de su labor y señalaron hacia él. Sobre el arroyo, los árboles estaban lo bastante separados como para dejar ver el sol y el cielo, y la luz relampagueó al reflejarse en el bruñido casco de Roder y en su espada. Los hombres de las teas las arrojaron contra el carromato. El toldo de lienzo prendió al instante y dos personas saltaron del vehículo en llamas para escapar del fuego. Una figura delgada con un vestido largo de color marrón llegó a la orilla trastabillando y fue apresada por un bandolero armado con una lanza. Izó a la muchacha hasta subirla a su montura y, gritando «¡Arre!», se alejó al galope. El otro ocupante del carromato, con las ropas ardiendo, se zambulló en el agua.
Horrorizado al ver a una joven raptada antes sus ojos, Roder lanzó un aullido y azuzó a Baya en persecución de los bandidos. El pesado caballo de batalla tomó impulso en su atronadora carrera cuesta abajo y, por un momento, pareció que daría alcance a los forajidos. Pero en el momento en que sus cascos posteriores se mojaron, las patas delanteras de Baya se enredaron en una maraña de sogas flotantes. Las cuerdas estaban atadas firmemente al carromato y el caballo se contorsionó y cayó violentamente al arroyo.
Roder salió despedido por los aires. Aterrizó en la embarrada orilla con la violencia suficiente para quedarse sin respiración y ver las estrellas en pleno día. Baya se liberó de las sogas y trotó sin jinete colina arriba, en pos de los bandidos.
El sol dejó de dar vueltas y Roder notó que la frialdad del agua penetraba en sus botas. Algo proyectó una sombra sobre su rostro y, al mirar hacia arriba, vio a un joven que lo observaba.
—¿Estáis bien?
Roder salió del barro con la velocidad del rayo. Pese al galope y la caída, había logrado conservar su espada en la mano y exhibió la enfangada hoja ante el desconocido. El joven de pálido rostro reculó.
—¡No, esperad! ¡No soy uno de los ladrones! —dijo, indicando con un gesto a Roder que apartara su espada—. Ese carromato es mío. Me llamo Teffen, Teffen el carretero.
Roder bajó su arma con cautela.
—¿Qué ha ocurrido aquí?
—Soy comerciante y estoy de paso, vengo de Kyre y voy a Fangoth —respondió Teffen. Era poco más que un niño, de rostro pálido y agradable, afeado por una nariz bastante larga y una mandíbula prominente. Iba vestido como un aldeano, con calzones cortos, una túnica de velarte y un chaleco de cuero. Los costados del chaleco estaban chamuscados—. Mi carro se atascó en el arroyo, y antes de que Renny y yo pudiéramos salir, los forajidos nos atacaron.
—¿Renny?
—Mi hermana. —Teffen abrió los ojos desmesuradamente—. ¡La han capturado! —Se volvió para perseguir a los bandoleros, pese al tiempo transcurrido desde su fuga. Roder lo sujetó por el brazo y lo obligó a darse la vuelta. El brazo del muchacho era delgado pero fuerte.
—Espera —dijo Roder—. No puedes atrapar a cuatro hombres a caballo tú solo.
—¡Soltadme!
Roder obedeció.
—Será mejor que me escuches. Conozco a los bandidos. Son asesinos sin escrúpulos. Los bosques están atestados de ellos.
Teffen se puso en jarras.
—¿Quién sois vos?
El joven se irguió en toda su estatura.
—Soy Roder, del castillo de Camlargo.
—¿Sois uno de los caballeros negros? —Roder asintió con seriedad—. Os pagamos el diezmo por cruzar vuestras tierras. ¡Se supone que debíais protegernos! ¡Tenéis que ayudarme a rescatar a mi hermana!
—En otras circunstancias, lo haría, pero tengo una importante misión. Debo entregar un despacho en Fangoth cuanto antes.
Teffen parecía a punto de echarse a llorar.
—Ya sabéis lo que le harán, ¿verdad?
Roder intentó no pensar en ello. El mensaje de lord Burnond, con el sello intacto, aún colgaba de su hombro. El estuche del pergamino era una tremenda carga pese a lo liviano de peso.
—Al final la matarán —estaba diciendo Teffen—. Y para entonces estará mucho mejor muerta.
—¡No digas eso!
—¿A quién engañaría si pensara lo contrario? —gritó el muchacho. El silencio que siguió sólo fue aliviado por el gorgoteo del arroyo.
Roder miró sucesivamente la espada que empuñaba su embarrada mano y el rostro implorante de Teffen.
—Yo rescataré a tu hermana —dijo finalmente.
Teffen le cogió las manos con fervor.
—¡Que los dioses que aún viven os bendigan!
Azorado, Roder se desasió con el pretexto de lavarse las manos en el arroyo.
—¿Tienes algún arma, Teffen? —dijo mientras se echaba agua en la cara y limpiaba el limo grisáceo de su espada.
—Sólo este cuchillo. —Le mostró una cuchilla de sombrerero de apenas ocho centímetros de longitud—. Tenía una espada corta, pero un bandido me la arrebató de un golpe. Cayó al agua, no sé dónde.
—No importa. —En cualquier caso, Roder pensaba enfrentarse a los bandidos. Tenía la idea de que él y el muchacho podían introducirse furtivamente en su campamento por la noche y liberar a Renny. Preferiría no recurrir a la espada.
Se quitó el yelmo, formó un cuenco con las dos manos y se echó agua fría sobre su larga melena rubia. Cuando se puso en pie, descubrió que Teffen lo observaba de una manera extrañamente solícita. El muchacho, consciente de que su atención había sido advertida, se apartó vadeando las aguas, que le llegaban a la rodilla, en dirección al carro destruido. El humo de la madera ardiendo le hizo toser.
—¿Qué transportabas? —preguntó Roder.
—Tejidos y paños, sobre todo. Rollos de tela, hilados de lana, un surtido de botones. —Lo que no se había quemado, se había hundido irremediablemente—. Lo he perdido todo, me parece.
—Los bienes terrenales pueden sustituirse —replicó Roder. Sujetó su yelmo bajo el brazo—. Lo más importante ahora es salvar la vida y el honor de tu hermana.
Teffen pateó la chamuscada armazón del carro.
—Tenéis razón, señor. Me alegro de que hayáis aparecido, de lo contrario no me quedaría ninguna esperanza. —De pronto, miró en derredor—. El caballo que tiraba de mi carro huyó cuando los bandidos cortaron los arreos. ¿Dónde está vuestro corcel, sir Roder?
Buena pregunta. Roder formó una visera con la mano para protegerse los ojos del sol y alzó la vista hacia el sendero por el que habían desaparecido Baya y los salteadores. Intentó disimular sus temores.
—¡Ese viejo caballo es necio pero valiente! Cuando Baya oye el ruido del acero galopa hacia el lugar del combate. En cuanto se percate de que me ha perdido, volverá a buscarme.
—El tiempo apremia, señor. La pobre Renny…
—Sí, claro. —Roder envainó su espada y se dirigió a la orilla oriental del arroyo. Teffen rebuscó en el destrozado carro durante unos segundos y pronto se unió a Roder con una pequeña mochila de lienzo.
—Mis cosas —dijo el muchacho, en respuesta a la inquisitiva mirada de Roder—. ¿Nos vamos?
Roder encabezó la marcha. No se puso el yelmo y dejó que el sol del atardecer secara su larga y suelta melena. Era la viva imagen de un caballero, con sus anchas espaldas, la cota de malla negra, el yelmo y la espada. Sus botas empapadas rechinaban por el agua a cada paso que daba, estropeando el efecto, y cuando el sol se puso, sus pies aún no estaban secos.
El rastro de los bandoleros —y de Baya— era fácil de seguir. Los salteadores cabalgaban de dos en dos por el estrecho sendero, y los cascos herrados de Baya dejaban huellas bien visibles en la tierra. A intervalos, los caballos de los bandidos se agrupaban y caracoleaban, para luego separarse de nuevo. Roder se imaginó que oían a Baya y que pensaban que el caballero que habían visto en el arroyo les seguía la pista. Curiosamente, no intentaron dejar el sendero, aunque con sus monturas podían haberlo hecho fácilmente, dejando al gran caballo de Roder debatiéndose entre la maleza y los árboles.
Se lo hizo observar a Teffen, pero éste se encogió de hombros y dijo:
—¿Quién sabe lo que piensan los bandidos?
—Quieren a tu hermana para pedir un rescate —dedujo Roder. Sudaba bajo el peso de su armadura—. No vistes como si tuvieras mucho dinero, aunque tus modales son refinados para ser comerciante.
Teffen apartó de un puntapié una piedra del camino.
—Nuestra familia tenía dinero en otros tiempos. Nuestra fortuna menguó después de la gran guerra, y desde entonces somos simples trabajadores.
—No tienes por qué avergonzarte.
—Yo no me avergüenzo de nada de lo que hago.
Roder miró de soslayo al muchacho. La actitud de Teffen —sus andares, el encaje resuelto de su mandíbula— tenía algo que lo convenció de que su afirmación era cierta. Al reparar que Roder lo estaba observando, el muchacho cambió de tema.
—¿Desde cuándo sois un caballero negro? —preguntó.
—He vivido en Camlargo toda mi vida.
—Es una extraña manera de expresarlo. —Teffen sonrió misteriosamente.
—Fui abandonado ante las puertas del castillo de recién nacido. Lord Burnond se convirtió en mi tutor y me educó.
Caminaban tan cerca uno del otro que sus hombros chocaron.
—Estoy seguro de que era más interesante que criarse en el taller de un sombrerero.
—No puedo quejarme. Tengo que dedicar mucho tiempo a los caballos. Me gustan los caballos.
En el corazón del bosque oscurecía pronto. Los oblicuos rayos del sol poniente no atravesaban la tupida cortina de hojas, de modo que el crepúsculo llegaba mucho antes que en el llano. Roder y Teffen llevaban horas andando sin acortar la distancia que los separaba de los bandidos. El muchacho estaba preocupado por su hermana; Roder lo intuyó al notar que el joven hablaba cada vez menos, a medida que su viaje se prolongaba. El rastro seguía siendo reciente; los salteadores parecían hallarse siempre justo delante de ellos, pero fuera de su alcance: en la siguiente colina, detrás del siguiente recodo…
Roder estaba cansado. Tenía los pies llagados por los húmedos calcetines y desfallecía de hambre. Sugirió que se detuvieran para tomar un bocado. Para su sorpresa, Teffen accedió. Encontraron un fresno caído a pocos pasos del sendero. Roder se sentó a horcajadas en el ancho tronco y extendió su pañolón sobre la madera cubierta de musgo. Teffen se instaló al otro lado del árbol. Tras aferrarse una rodilla con las manos, suspiró.
—La encontraremos —dijo Roder—. No pueden haber hecho nada con ella todavía. No se han detenido, deben creer que les pisamos los talones.
—Ojalá fuéramos cincuenta hombres en lugar de dos —dijo Teffen.
—En el castillo de Camlargo no hay ni cincuenta caballeros.
Teffen escrutó el oscuro bosque.
—¿En serio? Yo creía que había muchos más.
—Nunca hay más de treinta. Allí vive un centenar de hombres de armas, ya sabes, pero ahora toda la guarnición está persiguiendo forajidos.
—Antes de partir me dijeron que el bosque es peligroso, pero no tenía ni idea de hasta qué punto. ¿Qué banda creéis que nos han atacado a mi hermana y a mí?
Roder cortó pequeños trozos del pedazo de duro queso ahumado que llevaba en su bolsa. Ofreció una a Teffen.
—Por el bosque merodea un número indeterminado de bandas, pero lord Burnond dice que dos de ellas en particular representan una amenaza. Una la dirige un maleante llamado Gottrus. Gottrus el Sanguinario lo llaman los habitantes de los bosques. En un tiempo era súbdito de lord Laobert, pero lo condenaron y marcaron por ladrón y fue expulsado de Fangoth. Dicen que ha matado a cien personas, hombres y mujeres sin distinción, y atracado a más de mil.
Teffen mordió un bocado del queso.
—¿Quién es el otro cabecilla de los forajidos?
—Un misterioso personaje conocido como «lord» Sandys. —Roder hurgó en su bolsa y encontró el racimo de uva que había metido dentro justo antes de su apresurada partida del castillo. Por desgracia, su caída en la orilla del arroyo había reducido a pulpa la dulce fruta. Retiró los dedos pegajosos y meneó la cabeza.
—¿Qué tiene de misterioso?
—Nadie lo ha visto —dijo Roder, mientras se secaba los dedos en el pañolón—. Es un bergante muy astuto. El año pasado le robó a una caravana de mercaderes mil quinientas monedas de acero, a pesar de que los carromatos estaban custodiados por cincuenta mercenarios.
—¿Ha matado a mucha gente ese Sandys?
—Seguro que a unos cuantos. Es un forajido, pero dicen que está cortado por un patrón distinto al de Gottrus el Sanguinario. Gottrus es un asesino y un saqueador. Sandys, afirman, tiene una especie de inquina personal contra los caballeros…
Teffen bajó del árbol de un brinco. Su movimiento fue tan repentino y veloz que Roder se sobresaltó y se estrelló el trozo de queso en la mejilla en lugar de metérselo en la boca.
—¿Qué ocurre?
—He oído algo. Un caballo.
Roder se puso en pie con la mano en la empuñadura de su espada.
—¿Dónde?
—Venía de aquella dirección. —Teffen señaló el sombrío sendero por el que habían venido. Se puso rígido—. Escuchad —susurró—. ¿Habéis oído eso?
Roder no estaba dispuesto a admitir que había oído algo. Sin intención de disimular, levantó la pierna por encima del árbol caído y se dirigió al centro del sendero, dejando atrás a Teffen. Su aparente despreocupación se desvaneció cuando distinguió una silueta gris en el camino, recortada contra el oscuro tapiz de los árboles. Era un hombre a caballo que aguardaba, inmóvil.
Roder tiró de la empuñadura de su espada, pero la hoja no quiso salir de la vaina. Se ruborizó.
—¡Eh! —gritó al fantasma. Como un espectro, el hombre hizo dar media vuelta a su caballo y desapareció silenciosamente en la espesura.
—¡Teffen! ¿Has visto…? —Roder comprendió que hablaba con el aire. El muchacho también se había ido.
«Pobre crío, probablemente está asustado y se ha escondido», pensó.
—¿Teffen? Teffen, ¿dónde estás? Era un solo hombre, estoy seguro. Ha dado media vuelta en cuanto me ha visto.
Se quedó totalmente inmóvil y escuchó. Las ranas arbóreas y las cigarras empezaban a despertar con la noche. Aparte de ellas, no oyó nada. Decidió que Teffen debía de haber huido.
—Idiota —dijo de buen humor. Teffen volvería en cuanto se asegurara de que no había peligro. No tenía sentido perseguirlo por el oscuro bosque. Roder recogió un poco de leña y hojarasca y utilizó su yesca para encender una pequeña hoguera. Si Teffen tenía algo de juicio, regresaría guiándose por la luz o el humo.
Roder se sentó apoyando la espalda en el fresno caído. El pequeño fuego crepitaba a un palmo de sus pies. Colocó su espada envainada de través sobre su regazo y decidió permanecer despierto hasta que el muchacho regresara. Su determinación flaqueó. Cuando el fuego se consumió hasta que no quedaba nada más que un montoncito de brasas, Roder ya se había dormido.
Algo le rozó la mejilla. Aturdido por el sueño, Roder se rascó la cara para ahuyentar a la mosca. Pero el roce se repitió, esta vez con mayor insistencia. No era una mosca, sino Baya.
—Lárgate —masculló, y le dio la espalda al molesto caballo.
Algo le hizo cosquillas en la nariz. En medio de su adormecimiento, Roder creyó que se hallaba en su hogar, en Camlargo. Su pequeño cuarto estaba plagado de arañas durante los meses cálidos. Las detestaba. Conocía a un niño que murió por una picadura de araña. Cuando el insistente cosquilleo se repitió una vez más, supo que no podía ser Baya. Tenía que ser… ¡una araña!
Se levantó como una exhalación, y empezó a patalear y palmearse la cara con ambas manos. Empezó a recular hasta que chocó con el tronco del fresno.
—¿Eh? —exclamó. Una lámpara lo iluminó. Roder levantó la vista y distinguió un rostro frío y siniestro.
Apoyado contra el tronco del fresno estaba Teffen, con una lámpara protegida contra el viento en la mano. Lo acompañaban cinco hombres de aspecto rudo vestidos con ropas de gamuza y el rostro tiznado de hollín.
—¿Qué significa esto? —preguntó Roder, sin acabar de creerse lo que veía.
—La función ha terminado —dijo Teffen—. Buenas noches, buen caballero. —Hizo un gesto con la cabeza. Sin darle tiempo a protestar, el hombre de rudo aspecto más próximo alzó una porra y asestó un golpe en la cabeza descubierta de Roder.
A lord Burnond no le iba a gustar el cariz que tomaban los acontecimientos.
Roder abrió los ojos con un esfuerzo. Se sentía como si alguien hubiera vertido lacre en sus párpados.
—¡Au! —gimió—. Lo siento, mi señor. No pretendía dormir hasta tan tarde… —Parpadeó y trató de dispersar de un manotazo la neblina que lo rodeaba, pero descubrió que tenía las manos atadas a los tobillos. Era una posición extraordinariamente incómoda, que el sordo dolor de su cabeza hacía más desagradable.
Alguien le arrojó a la cara un cubo de agua fría.
—Buenos días —dijo una voz serena. Roder se sacudió las telarañas interiores, y vio un par de delgadas piernas ante sí, embutidas en livianas botas de ante y calzones cortos de cuero negro.
—Uf. ¿Quién eres?
Las piernas se doblaron y Teffen se acuclilló hasta que su nariz estuvo a la altura de la de Roder.
—¿Has dormido bien? —preguntó jovialmente.
Roder se tensó pese a sus ligaduras.
—¡No, maldito seas! ¡Suéltame! ¿Qué significa esto, Teffen?
—Creía que la situación estaba clara. Eres mi prisionero.
—¡Pero si soy un Caballero de Takhisis!
—¿De veras? La calidad de los prisioneros va en aumento por estos pagos.
Otro par de piernas, más robustas, entró en su campo de visión.
—Esto es todo lo que llevaba encima —dijo el recién llegado—. Tiene una especie de sello.
—¡Es un despacho oficial! —protestó Roder—. ¡Devuélvemelo! No lo toques… —Unos fragmentos del sello de lacre rojo cayeron sobre sus pies.
—A ver qué tiene en mente el alcaide de Camlargo, ¿eh? —Teffen examinó atentamente el rollo que enviaba Burnond—. Mmmm. Qué interesante.
—¿Qué dice? —Otros dos pares de piernas se unieron a las anteriores. Dos personas más leían por encima del hombro de su cabecilla.
—Ninguno de vosotros sabe leer —dijo Teffen. Sus compinches se limitaron a rezongar—. ¿Qué me dices de ti, Roder? ¿Puedes leer esto? —Sostuvo el pergamino desenrollado frente a Roder. Unas claras líneas manuscritas ocupaban la página de arriba abajo.
—Por supuesto que sé leer —espetó el aludido—. ¡Es un despacho muy importante de mi señor Burnond Montalarga para lord Laobert, alcaide de la guarnición de Fangoth!
El cabecilla de los forajidos examinó de nuevo el documento.
—Extraordinario —dije secamente—. No tenía ni idea de que Burnond fuera tan culto.
—¿Conoces a lord Burnond?
Teffen se incorporó.
—Podríamos decir que somos competidores. —Volvió a enrollar el pergamino hasta formar un apretado cilindro y se |o guardó en la caña de una de sus botas—. Bueno, Roder, amigo mío. Ahora eres nuestro. La pregunta es: ¿qué vamos a hacer contigo?
—Será mejor que me dejéis libre.
—¿Y desperdiciar un buen rehén? —preguntó Teffen.
Los bandoleros se echaron a reír.
Roder había empezado a sudar y el corazón le martilleaba en los oídos.
Le dolía la contusión de detrás de la oreja izquierda y creyó que empezaría a vomitar si no lo liberaban pronto de aquella dolorosa inmovilización.
—¿A qué viene todo esto? ¿Qué hay del rescate de tu hermana?
Más risas. Teffen se arrodilló y exhibió su daga corta ante las narices de Roder. El joven cerró los ojos y se preparó para recibir una cuchillada, pero en lugar de clavarle el arma en la espalda, el muchacho cortó sus crueles ataduras. Roder se estremeció de alivio hasta que cuatro fuertes manos lo sujetaron por los brazos y lo obligaron a ponerse en pie.
—Es la hora de presentarnos debidamente. Mi nombre es Sandys —dijo—. Y como soy de noble ascendencia, me llaman lord Sandys.
Toda la sangre huyó del rostro de Roder y sus rodillas se doblaron como un par de tallos de maíz secos. Los forajidos volvieron a ponerlo en pie entre risitas.
—Veo que has oído hablar de mí —dijo el joven llamado hasta ahora Teffen.
—Todo era una trampa —jadeó Roder—. El atraco, el carro, tu hermana…
—Puedes conocer a mi «hermana», si lo deseas. —Señaló al quinto hombre presente, un tipo larguirucho con una cara tan curtida como una bota vieja. Llevaba el largo cabello pelirrojo atado en la nuca en un grueso moño. El forajido sonrió forzadamente y sostuvo un ajado vestido marrón a la altura de los hombros del prisionero. Roder cerró los ojos y se maldijo por su estupidez.
—Resultas una hermana excelente, Renny —dijo Sandys. El enjuto bandido se rió y arrojó el vestido al suelo—. Solemos utilizar el truco del carro y la hermana con los viajeros acaudalados —prosiguió el cabecilla de los bandoleros—. En cuanto vimos que ibas solo, nos pareció buena idea pescarte para ver qué te traías entre manos.
—Lo dices como si yo fuera una trucha —dijo Roder.
—Mordiste el anzuelo.
Roder tragó saliva y miró de reojo a un lado y otro. Se hallaba en algún punto del corazón del bosque. Una humeante hoguera ardía en el centro del pequeño claro. Unas toscas tiendas de campaña confeccionadas con piel de ciervo y corteza de árbol se alineaban siguiendo la linde del bosque. Contó sólo cinco hombres, más lord Sandys.
Sandys le tendió una calabaza hueca.
—Bebe —dijo—. Seguro que te duele la cabeza.
Roder aceptó la calabaza con gratitud y engulló el líquido del interior sin probarlo antes. No era agua, sino un fuerte licor casero que le abrasó la garganta antes de llegar al estómago. La expresión de sus ojos, a punto de salirse de sus órbitas, hizo rugir de júbilo a los bandidos.
—¿Qué clase de pisaverdes son los caballeros que mandan tras de nosotros últimamente? —exclamó uno de ellos—. ¿Esto es lo único que les queda?
—Mi misión era entregar un despacho, no perseguir bandidos —respondió Roder con voz ronca.
—Ya veo, pero Gerthan no ha dicho ninguna tontería. ¿Cuántos años tienes, Roder? —preguntó Sandys.
—Veinticinco.
Sandys entornó los párpados.
—¿Cuántos?
Un escalofrío recorrió el espinazo de Roder.
—Veinte.
Los forajidos volvieron a reírse de él. Sandys sonrió.
—No pasa nada, Roder. Yo mismo tengo veinticuatro. No es la edad que tengas lo que cuenta, sino lo que has hecho con tu vida.
—¡Ya veo lo que vosotros habéis hecho con la vuestra! —replicó Roder, molesto por las risotadas.
—Tu Orden me convirtió en un forajido —le espetó Sandys—. Lord Burnond confiscó la hacienda de mis mayores y condenó a mi familia a la pobreza.
—¿Él te obligó a robar?
Sandys apuró el licor que quedaba de la calabaza y se secó los labios con el dorso de la mano.
—Conozco a dos grandes ladrones, Roder —dijo—. Uno vive en un castillo y se lo considera noble. El otro vive en el bosque y no posee nada más que las ropas que ves.
Los forajidos, tras unas cuantas carcajadas más, se alejaron para ocuparse de sus tareas matutinas. Roder permaneció donde lo dejaron, paralizado. Comprobó que habían traído consigo todo su equipo, incluyendo la espada, que estaba apoyada contra un árbol a pocos pasos de distancia. Baya también estaba allí, atado a una cuerda tensada entre dos estacas, junto a los ponis de los bandoleros. ¿Podía llegar hasta su corcel antes de que los bandidos reaccionaran?
—Olvida la idea de escapar —le aconsejó Sandys, que no se había movido del sido—. No durarías ni un día en el bosque. Si un animal no te da caza, lo harán otros forajidos… y no todos los bandidos de este bosque son tan tolerantes como yo.
—¿Qué va a ser de mí?
—No lo sé. ¿Pagaría tu alcaide por recuperarte? —La expresión del rostro de Roder respondió a la pregunta—. Lástima. Debería valorar más a sus espías.
—¿Espías?
Sandys abofeteó repentinamente a Roder con el dorso de la mano. Aunque de constitución ligera, el cabecilla de los bandidos tenía una mano de hierro. La dolorida cabeza de Roder retumbó por el golpe. El joven crispó los puños, pero se contuvo al recordar que Sandys estaba armado y él no.
—¡Deja de hacerte el tonto! —dijo Sandys ferozmente—. ¡La estratagema de Burnond no me ha engañado!
Roder se acarició la mejilla enrojecida.
—¿De qué estás hablando?
—Has venido al bosque a espiarnos, ¿verdad? ¿Por qué negarlo cuando tengo la prueba ante mí?
—¡Estás loco! Ya te lo he dicho, me mandó lord Burnond a entregar…
—¿A entregar esto? —Sandys extrajo el pergamino de su bota y se lo arrojó a la cara a Roder—. ¡No me hagas reír! Es un galimatías, sólo garabatos al azar. ¿Creías que no sabría interpretarlo?
Roder recogió el despacho. Lo desenrolló y lo examinó con expresión confusa. El pergamino era cuadrado y él no sabía distinguir el encabezado del pie. Le dio varias vueltas sin entender nada.
Sandys arrebató el documento de las manos de Roder sin que éste opusiera resistencia.
—¿Por qué insistes en ese estúpido juego? Ahora me pedirás que crea que un caballero negro no sabe leer.
Roder se ruborizó.
—Es verdad, no sé leer.
—¿No sabes? —masculló Sandys, y su rostro se puso lívido—. Es lo que imaginaba… —Retrocedió bruscamente y gritó a sus hombres—: ¡Gerthan! ¡Renny! ¡Rothgen! ¡Muro! ¡Urlee!
Sólo cuatro hombres respondieron a la llamada de su jefe.
—¿Dónde está Rothgen? —preguntó secamente Sandys.
—Se ha llevado dos baldes a la fuente —respondió su «hermana». Renny lanzó una breve mirada en la dirección aludida—. Está tardando mucho…
—¡A los caballos! ¡Nos marchamos!
Los salteadores se lo quedaron mirando fijamente. Sandys rugió una obscenidad y todos se pusieron en acción con la velocidad del rayo. Roder siguió observándolos, pasmado. Gerthan pasó corriendo por su lado apenas unos segundos más tarde con una manta de montar al hombro.
—¿Qué hacemos con él, Sandys?
—No tenemos tiempo para idiotas. Dejadlo.
Gerthan escupió y negó con la cabeza.
—Nos ha visto la cara —dijo—. No podemos dejarlo con vida.
Sandys ya había cruzado el claro cuando el sonido de la daga de Gerthan al ser desenvainada espoleó a Roder. Saltó en busca de su espada, que seguía apoyada en un árbol, a escasos metros de distancia. Los pasos de Gerthan lo siguieron. Roder empuñó el arma y giró rápidamente sobre sus talones. La punta de la vaina pasó volando ante la nariz del bandido. Dando un salto atrás, Gerthan le dio la vuelta a la daga para lanzársela en lugar de clavársela. Roder intentó frenéticamente extraer la espada de su funda, pero parecía estar pegada. Sólo salieron unos cuantos centímetros de la hoja, cubierta de óxido. El corazón del joven dejó de latir. Después de caer en el arroyo, había guardado el arma en la vaina sin secarla.
Sin otra alternativa, blandió la espada con funda y todo. La hoja protegida constituía una pobre defensa, pero era lo único que Roder tenía a mano. El bandido amagó un lanzamiento y Roder agitó su inútil arma. Pero no la empuñaba con la fuerza suficiente y la pesada espada se le escapó de la mano y fue dando vueltas por el aire hasta aterrizar a dos metros por detrás de su agresor. Gerthan sonrió aviesamente y apuntó.
En algún lugar del denso follaje sonó un cuerno. Una flecha negra con plumas de ganso grises se clavó en las costillas de Gerthan. El bandido lanzó un fuerte gemido y dejó caer la daga; medio segundo después, su cuerpo entero la siguió.
Se oyeron gritos y el ruido de hombres y caballos abriéndose paso violentamente entre el follaje. El cuerno volvió a sonar, más cerca ahora. Roder giró sobre sí mismo, intentando identificar el origen de su inesperada salvación. Vio que Sandys saltaba sobre un poni. Hombres armados, a caballo y a pie, inundaban el claro por docenas. Más flechas se clavaron en la hierba a su alrededor. ¿Quién atacaba? ¿Otra banda de forajidos que estaba en guerra con la de Sandys?
Con el corazón desbocado, supo que debía hacer algo. Recogió la daga de Gerthan y corrió detrás de Sandys, saltando por encima de piedras y raíces de árbol. El poni del bandido galopaba frente a él, distanciándose cada vez más, hasta que un trío de jinetes apareció en el camino del cabecilla de los bandoleros. Sandys refrenó su montura, dio media vuelta y se encontró a Roder cerrándole el paso, daga en mano.
Gritando, el bandido azotó con las riendas el cuello de su poni y arremetió al galope contra Roder. El ataque de valor que el caballero sentía un momento antes lo abandonó al ver que Sandys se abalanzaba contra él. Dio la vuelta a la daga como había visto hacer a Gerthan y la lanzó contra el jinete que se aproximaba. Lo siguiente que supo Roder fue que estaba volando por los aires. Se estrelló contra el suelo y se hizo un corte en el mentón. No vio cómo la daga se clavaba en el hocico de la montura de Sandys y paraba en seco al animal.
El poni blanco y castaño se encabritó. Roder pasó gateando entre el torbellino que formaban las patas del animal y se arrojó sobre Sandys. El bandido era un avezado luchador, pero había caído sobre una piedra, se había dado un golpe en la cabeza y estaba medio aturdido. Roder se abalanzó sobre él con sus setenta kilos de peso.
—¡Apártate, condenado! —gritó Sandys, tratando de sacárselo de encima. Roder agarró con ambas manos las muñecas de Sandys y las inmovilizó contra el suelo. El bandido tenía un vocabulario impresionante para maldecir y lo empleó con liberalidad. Mientras forcejeaban, hombres y caballos se agolparon a su alrededor.
Los gritos y relinchos cesaron. Roder apartó la vista apenas un segundo y vio que los jinetes que lo rodeaban vestían la cota de malla de la guarnición de Fangoth. ¡Caballeros! Se izó sobre los codos para ver mejor. Sandys aprovechó esa distracción para apoyar una bota en el pecho de Roder y apartarlo de un empellón. Rodó sobré sí mismo para luego levantarse, y se encontró frente a los sombríos rostros de veinte caballeros negros.
Roder aferró a Sandys y lo obligó a dar media vuelta. El muchacho tenía el rostro manchado de tierra y sangre (la del corte del mentón de Roder) y la pechera de la camisa rasgada casi hasta la cintura. El pecho de Sandys estaba ceñido por un largo vendaje de lino. Roder tardó unos instantes en comprender por qué: «lord» Sandys era una mujer.
Mientras contemplaba con asombro a la forajida, Sandys le asestó un puñetazo que le alcanzó en plena cara. Los caballeros estallaron en carcajadas mientras Roder reculaba trastabillando. Escupió sangre y descubrió que se le había aflojado un colmillo.
—¡Ya estoy harto de ti! —dijo en un arrebato de reencontrado valor. Pero entre Sandys y él se interpuso un imponente caballo de batalla tordo. Roder estaba a punto de reprender al jinete cuando reconoció al hombre que lo había detenido. Era inconfundible, con aquella barba gris como el hierro y su melena leonina.
—¡Lord Burnond! —En el paroxismo del alivio, abrazó la pierna del viejo alcaide—. ¡Mi señor, habéis venido a buscarme!
—¡Apártate, muchacho! —le ordenó malhumoradamente Burnond—. Hemos venido a prender a estos forajidos, no a rescatarte a ti. —Miró hacia el otro lado, donde se hallaba Sandys con sus dos hombres supervivientes—. Encadenadlos —dijo el alcaide—. Que se unan a los otros capturados.
Varios soldados de infantería empujaron a Sandys para que empezara a andar. Ella fulminó a Roder con la mirada. El joven no entendió su expresión; había en ella algo más que ira. ¿Odio? ¿O algo parecido a un indeseado respeto?
Burnond ordenó al heraldo que tocara la corneta y más hombres salieron de entre los árboles. Algunos lucían la librea de la guarnición de Fangoth, otros eran del castillo de Camlargo. Si ambos contingentes militares estaban presentes, debía de haber unos doscientos caballeros y hombres de armas en el claro.
—¡Traed a los prisioneros! —gritó Burnond.
Decenas de bandoleros cautivos, encadenados juntos en largas filas, desfilaron ante Burnond Montalarga. Roder se quedó estupefacto al ver la cantidad. Cautelosa y tímidamente, preguntó de dónde venían los demás forajidos.
Burnond carraspeó.
—Anoche tomamos el campamento de Gottrus el Sanguinario —dijo—. El propio Gottrus murió en el combate, pero capturamos a la mayoría de su banda.
Sandys y sus dos camaradas supervivientes fueron empujados junto a los demás. Roder permaneció en silencio al lado del alcaide hasta que Sandys pasó ante él, dando traspiés por los grilletes. La visión de las cadenas lo afectó de una manera extraña.
—Sandys —dijo, dando un paso hacia ella.
Burnond ordenó a los prisioneros que se detuvieran.
—¿Este es el bandido conocido como lord Sandys?
La joven miró los helechos pisoteados hasta reducirlos a pulpa por los caballeros.
—«Ésta» es Sandys —dijo en voz baja Roder.
—¿Es una mujer? Había oído rumores en ese sentido, pero no les daba crédito. Muy bien, que así la marquen. —Un escudero colgó una etiqueta de madera alrededor del cuello de Sandys con su nombre pintado. Burnond estaba a punto de despedir a los prisioneros cuando Roder recordó el despacho.
—¡Esperad! —exclamó, y se apresuró a recuperar el pergamino que Sandys guardaba en su bota—. ¡Vuestro despacho, mi señor!
—¿Mi qué? Ah, eso. —Burnond cogió el rollo y lo estrujó en un puño—. No es nada.
—¿Qué? ¡Es un mensaje vital para lord Laobert!
—Veo que todavía representas tu papel —dijo Sandys fatigadamente—. Déjalo ya. Todo era una artimaña, ¿no? —Señaló a Roder con la barbilla—. Enviasteis a este mercenario al bosque haciéndose pasar por un caballero para encontrarnos, ¿verdad?
Burnond arqueó una ceja gris como el hierro.
—Roder no es un caballero, ni tampoco un mercenario.
—Mandasteis a este taimado espía con un falso despacho —dijo la joven—, sabiendo que la hermandad del bosque no podría resistir la tentación de atracarlo. Mientras tanto, le seguíais la pista con vuestras tropas, esperando para abalanzaros sobre nosotros.
—Por decirlo de algún modo, mi «lord», la misión de Roder era una diversión, para distraer a los de vuestra calaña de la entrada de nuestras fuerzas en el bosque desde el este y el oeste. Jamás soñé que con esta pequeña trampa mía atraparía piezas de caza mayor como vos y Gottrus el Sanguinario. Pero os equivocáis acerca del muchacho: no es ningún espía, ni ningún guerrero. Es el mozo de cuadra del castillo de Camlargo, nada más.
Un silencio siguió a estas palabras mientras Sandys miraba sucesivamente a Roder y a Burnond y luego otra vez a Roder.
—Este muchacho es un necio —dijo Burnond—. No tiene aptitudes para las artes viriles.
Sandys consiguió sonreír con sus labios tumefactos.
—La necia soy yo, Burnond. Roder me había convencido de su sinceridad hasta el momento en que descubrí que no sabe leer. Después de eso lo suponía un cazador de recompensas. ¿Mozo de cuadra? Vuestro mozo me ha atacado a pie cuando yo iba a caballo, y sólo su agilidad mental me ha impedido salir airosa. Si todos vuestros caballeros fueran tan viriles como Roder, los bandidos habrían sido expulsados de este bosque hace mucho tiempo.
El aludido los contempló a ambos, incapaz de articular palabra. Lord Burnond lo había engañado y luego lo presentaba como un zopenco…, y ahora parecía que lord Sandys, la forajida, rompía una lanza por él.
—Vuestra elocuencia está fuera de lugar —replicó altivamente Burnond—. Quienes se resisten a las fuerzas del orden fracasan inevitablemente. Tal es su destino. El destino de Roder es el establo de Camlargo. Dentro de dos días volverá allí y vos estaréis en las mazmorras por vuestros numerosos crímenes. ¡Lleváoslos, sargento!
La fila de prisioneros emprendió su fatigosa marcha. Con el rostro encendido, Roder vio partir a Sandys. De hecho, descubrió que no podría apartar la vista de ella.
La captura de lord Sandys y una buena parte de la temida banda de forajidos de Gottrus el Sanguinario causó sensación en todo el territorio. Sus habitantes llegaban en tropel al castillo de Camlargo desde puntos tan lejanos como Lemish para ver a los infames bandoleros responder ante la justicia. Burnond Montalarga se encargó de ello dictando un bando para que cualquiera capaz de presentar pruebas contra las bandas de Gottrus o Sandys acudiera a Camlargo y denunciara a los maleantes en el juicio. Llegaron centenares de personas con tal fin.
Todo esto ocurrió cuando Roder había regresado al establo, a apilar heno diligentemente y limpiar el estiércol de los numerosos pesebres. Baya había vuelto también, tras ser recuperado en el campamento de Sandys por los hombres de Burnond. A su modo estoico, el viejo caballo pareció alegrarse de volver a ver a Roder. Demostró sus sentimientos pisándole un pie al joven con un pesado casco.
Se erigió una tarima en el patio del castillo. Allí fueron conducidos los forajidos para que desfilaran uno a uno ante la furiosa multitud y oyeran su clamor pidiendo venganza. Roder esperaba que Sandys apareciera, pero Burnond reservaba para el final el raro espectáculo de colgar a una forajida. Roder intentó visitarla en una ocasión en su celda, pero los caballeros de guardia no lo consintieron.
—Vuelve a tu estercolero, muchacho —le dijo uno de ellos—. Deja la justicia a los verdaderos caballeros.
El segundo día del juicio fue muy parecido al primero Los prisioneros encadenados fueron sacados de las mazmorras y conducidos a la plataforma de madera, donde esperaron su turno para presentarse ante sus acusadores. Ya era media tarde cuando Roder distinguió a Sandys al final de la cola. Sus cortes y magulladuras habían mejorado y se había vestido con ropas propias de su sexo. Con una sencilla camisa de tela hilada en casa, parecía más la esposa de un agricultor que una infame forajida.
El proceso avanzaba despacio. Varios de los peores hombres de Gottrus iban delante de ella y las acusaciones contra ellos eran cuantiosas y de enjundia. Algunos de los relatos de asesinato, robo y violación eran truculentos, horribles. Los forajidos fueron reunidos en la plataforma elevada. Entre tarea y tarea, Roder volvía a la puerta del establo para ver cómo Sandys estaba cada vez más cerca de la tarima.
La mañana tocaba a su fin. Pronto habría que interrumpir el proceso para almorzar. Los guardias pensaban en su rancho y la multitud aullaba contra un forajido particularmente malvado. Mientras todos los del patio estaban distraídos, Sandys efectuó un movimiento furtivo que Roder captó. La forajida había sacado un trozo de alambre que llevaba oculto entre sus cabellos y trataba de utilizarlo para forzar sus grilletes. Roder abrió la boca para dar la alarma, pero no emitió sonido alguno. Se mordió los labios cuando las pesadas cadenas cayeron de las muñecas de la joven. Ella las sujetó con las rodillas para evitar que hiciesen ruido al caer al suelo. Ni siquiera el bandolero que iba delante de ella reparó en que estaba libre.
Sandys dio un pasito atrás sin dejar de mirar al frente, luego otro. Roder estaba fascinado. Se introdujo una brizna de paja en la boca y se recostó en el marco de la puerta a mascarlo. Con un único y veloz movimiento, la forajida saltó de la plataforma, se volvió y corrió hacia la muralla del castillo, que se alzaba a varios metros de distancia. Su cálculo del tiempo fue excelente. Asombrosamente, nadie se dio cuenta.
Roder la observó atentamente mientras se arrancaba las mangas de la camisa y utilizaba una para fabricar una pañoleta para la cabeza. La joven se acuclilló junto a la muralla, desgarró una tira doble de tela del dobladillo de su camisa y la utilizaba a modo de faja. Raspó un poco de la mugre de las piedras de la muralla y se untó la cara con ella. En cuestión de segundos, la famosa bandolera había adoptado la apariencia de una desaliñada campesina. En aquel momento había varias docenas de mujeres parecidas a ella en el patio del castillo.
Sandys se deslizó furtivamente, rodeando a la muchedumbre. Su disfraz era perfecto y los hombres de armas no le prestaron atención. Se fue acercando a las puertas. El alcaide Burnond supervisaba los juicios desde un balcón del segundo piso de la torre del homenaje y Sandys pasó justo por debajo de él. La impasible mirada del alcaide no reflejaba sorpresa ni alarma, sólo arrogancia.
Roder escupió la paja y se apoyó la horca en el hombro. Era su oportunidad.
Sandys salió directamente por las puertas abiertas, en dirección contraria a la riada de lugareños que hacían cola para ver cómo los bandoleros se enfrentaban a la justicia. Los centinelas no repararon en ella. A una docena de pasos del castillo, empezó a caminar más aprisa. Al pie de la colina se extendían los prados y, más allá, el bosque. Cuando ya no era visible desde las puertas, Sandys echó a correr por la hierba. Los lejanos gritos de la multitud que abarrotaba el patio del castillo aún eran audibles. Su fuga todavía no había sido detectada, pero el vengativo clamor ponía alas en los pies de la joven.
—¡Alto!
Roder, horca en mano, se materializó a su derecha. Ella calibró la distancia que lo separaba del lindero del bosque. Demasiado lejos: el joven podía darle alcance con facilidad si intentaba echar a correr. Se desvió ligeramente para aumentar su delantera y dijo:
—Vaya, mozo de cuadra, ¿cómo has sabido que estaba aquí?
—Te estaba observando —respondió él—. He visto todo lo que hacías. Has sido maravillosamente astuta.
—¿Y cómo has conseguido adelantárteme?
—Por la puerta de atrás. Corriendo.
La joven dio unos pasos más entre la hierba que le llegaba a las rodillas.
—¿Crees que podrás detenerme?
—Si te llevara de vuelta ahora, demostraría a lord Burnond que no soy tonto.
Sandys se enjugó el sudor que cubría su frente.
—¿Es eso lo que quieres? ¿La aprobación de los caballeros? Nunca lo conseguirás, ni siquiera volviendo a capturarme. Para ellos nunca serás nada más que un mozo de cuadra.
Él bajó lentamente la horca.
—Lo sé.
—¿Sí?
—He pensado en lo que dijisteis tú y lord Burnond el día en que fuiste capturada. Me conoce de toda la vida y cree que soy un esportillero de estiércol sin valor alguno. Tú me conociste durante dos días y creíste que era un astuto espía. Por eso voy a dejarte escapar.
Ella se cruzó de brazos.
—Roder, de verdad eres tonto. ¿Cómo sabes que no lo digo únicamente para halagarte?
Él se encogió de hombros.
—Eso no importa.
Frunciendo el ceño, Sandys se acercó a Roder a paso vivo y lo miró de arriba abajo. Sin previo aviso, le sujetó el rostro con ambas manos y lo besó apasionadamente.
Roder se quedó boquiabierto.
—¿Por qué has hecho eso?
—Ya lo adivinarás.
Se arremangó el sayo y echó a correr en dirección al bosque.
—Volveremos a vernos, Roder. ¡No lo dudes!
Él se apoyó en la horca y observó la carrera de Sandys a través de la hierba. Burnond sufriría un ataque de apoplejía al enterarse de la fuga. A Roder le iba a encantar. Se tocó los labios, que conservaban el sabor de la infame bandida «lord» Sandys. Eso también le encantaba.
¿Volverla a ver? ¿Por qué no?
Sandys llegó a la tupida fila verde árboles y se sumergió en el bosque. No volvió la vista atrás.