Desaparecidos
Roger E. Moore
Día 0, por la noche
Dromel siempre me había dado la impresión de ser uno de esos tipos enojosamente emprendedores que recorren las orillas de la sociedad humana buscando una puerta secreta hacia la fama y la fortuna. Nunca me había planteado la posibilidad de que estuviera completamente loco, pero ahora me lo preguntaba.
—Bueno, ¿qué opinas? —concluyó—. ¿Estás conmigo? —Le había costado dos horas explicarme su plan, tras venir a verme sin previa invitación. Las velas se habían consumido y sólo el firme resplandor de la lámpara de aceite iluminaba mi pequeña habitación. Se inclinó hacia mí, esperando mi respuesta.
Mi expresión neutra y mi silencio debían desanimarlo, pero no lo consiguieron.
—No puede salir mal, Rojo. Llegaremos bajo las olas en mi nueva embarcación. No podrán vernos desde la isla, ni siquiera los seres de sombras, si es que aún existen. Podemos…
—Espera —lo interrumpí—. Por lo que yo sé de las leyendas, que pueden o no ser verdad, los seres de sombras…
—¡Ah! —Parecía estar esperando mi reacción—. No supondrán ningún problema. Mis reliquias los mantendrán a raya mientras nosotros nos ocupamos de nuestro negocio. No tenemos que preocuparnos por ellos.
—No parece que les tengas mucho respeto.
Dromel abrió los brazos, mostrándome las palmas.
—Bueno, ¿por qué debería tenérselo? ¿A quién conoces que haya visto alguna vez a un ser de sombras? Yo he oído lo mismo que tú, que, si te tocan, te hacen desaparecer como si nunca hubieras existido. Pero ¿dónde están las pruebas? Saldrá bien, te lo aseguro. Desvalijaremos las ruinas de Enstar y nos habremos ido en menos de una semana. Volveremos a casa con miles de monedas de acero, con una montaña de dinero. Podrás salir de este almacén infestado de ratas y comprarte un verdadero palacio, codearte con la flor y nata de Merwick y sonarte los mocos con sus manteles. Eso es lo que quieres, y tú lo sabes. Y ahora puedes conseguirlo.
Dromel no distinguía los excrementos de ballena de lo que yo quería realmente. Era verdad que los pragmáticos pero poco imaginativos habitantes de Merwick tenían prejuicios hacia determinados no humanos, en particular contra las razas muy grandes y potencialmente peligrosas como la de los minotauros, la mía. Podía merodear por los muelles a mi antojo, pero en muchos lugares de la ciudad no era especialmente bienvenido y en muchas propiedades situadas fuera de las murallas de piedra que la protegían no lo era en absoluto. Aunque eso no me afectaba mucho. Ser un buen ciudadano de Merwick no era mi principal preocupación.
Por otra parte, los capitanes de barco de cualquier puerto me contrataban como segundo oficial en cuanto veían mis anchos cuernos de color rojo oscuro. Curiosamente, incluso los humanos más intolerantes dan por sentado que todos los minotauros son expertos marinos y avezados guerreros. En mi caso estaban en lo cierto. Conocía las islas occidentales de Ansalon como la punta de mi hocico y sabía apañármelas en cualquier reyerta o batalla. Lo que realmente quería era tener mi propio barco y navegar por los mares de Krynn, explorar el mundo y dominarlo, vivir libre como las gaviotas en alta mar. Siempre había creído que me merecía algo mejor en la vida, como supongo que creen todos los minotauros, y Dromel acababa de exponerme un plan que tal vez me permitiría hundir las pezuñas en ese futuro y hacerlo mío.
El único inconveniente era que sólo un demente se tomaría en serio aquel plan.
Los ojos de Dromel brillaban, imaginándose la realización de su plan.
—He tardado meses en organizarlo todo, Rojo. He estudiado todos los pasos, todas las posibilidades. He hablado con todos los sabios y eruditos que saben algo sobre Enstar o los seres de sombras. Dime si ves algún fallo en mi plan.
Toda discusión era inútil.
—¿Dónde están esas reliquias que encontraste? —pregunté, mitad por curiosidad y mitad porque no tenía nada que decir.
Pareció sorprenderse, pero enseguida se llevó una mano al interior de su camisa. Sacó cuidadosamente un objeto largo, parecido a una daga, acoplado a un collar de eslabones de hierro, que sostuvo ante mí para que lo inspeccionara visualmente. La «daga» era en realidad una punta de lanza con complejos grabados y protegida por un trapo.
—Ésta es una de ellas —dijo con orgullo—. Mi conjuro de buena suerte. Me pincho con la punta de vez en cuando, por eso suelo envolverla, por lo menos la parte afilada.
La factura de la punta de lanza era soberbia. Sin duda era un legado de la época anterior a la Guerra de Caos, cuando los herreros tenían tiempo, talento y dinero para forjar armas tan lujosas como aquélla. Mi vista se posó en las runas grabadas a lo largo del borde de la hoja. ¿Habían brillado unos instantes? Una comezón recorrió mi piel.
—¿Dónde lo conseguiste? —pregunté.
—No todos los campos de batalla de la antigüedad están señalados en los mapas —respondió Dromel con una enigmática sonrisa—. Digamos que tuve suerte en mi último viaje al continente y me traje unos cuantos recuerdos.
Me desagradó preguntarlo, pero tenía que saberlo:
—¿Cómo sabes que eso es de una verdadera Dragonlance?
—¿Cómo? —Dromel se echó a reír. Abrió el collar y me tendió la punta de lanza.
La sostuve con la mano derecha… y al instante supe que me decía la verdad.
Dromel interpretó correctamente la expresión de mi rostro y me dedicó una sonrisa de triunfo.
—¿Lo notas?
Asentí en silencio. Mi ancha mano derecha temblaba por el poder que irradiaba la punta de lanza. Sentí un picor y un ardor en la palma, un hormigueo en mis fuertes garras. Era magia antigua, de la época en que había verdaderos hechiceros y clérigos, y magia por todas partes, como el aire. Era exactamente como la describían los viejos cronistas que, entre copa y copa, como entre murmullos, recordaban tiempos mejores y más heroicos cuyo ocaso había llegado justo antes de que yo naciera. El arma que ahora sostenía me devolvió un atisbo de todo aquello que echaba de menos. Me sentí despierto y vivo por primera vez en mi vida. Y el futuro que quería estaba a mi alcance.
—Por todos los dioses —murmuré.
—Una Dragonlance de infantería —dijo Dromel—. Hemos tenido suerte, ya que nunca lo conseguiríamos con una de las puntas de lanza grande. Bueno, tú podrías, pero yo no. —Hizo una pausa y luego continuó con tono apremiante—: Saldrá bien, Rojo. No puede fallar. Si existen los seres de sombras, no podrán acercarse a nosotros mientras tengamos estas reliquias. Así que, ¿estás conmigo? —Sus ojos verdes de demente escrutaron mi rostro en busca de una respuesta.
¿Estaba con él? Dromel podía estar loco, pero con la punta de lanza en la mano, me lo creía todo. Si su plan salía bien, nuestros problemas desaparecerían para siempre.
Si algo salía mal —si Dromel se equivocaba respecto a los seres de sombras— también nosotros, al igual que nuestros problemas, desapareceríamos para siempre.
Día 1, a media mañana
Mi especie no es muy aficionada a las obras literarias, pero yo soy una excepción y me siento orgulloso de ello (y es que los minotauros nos sentimos orgullosos de todo, claro). Por eso escribo este diario. Soy consciente de que las crónicas de las aventuras tienen un gran valor para otros aventureros, y cuanto más increíbles son las hazañas, mayor es su valor. Dromel confía en encontrar en Enstar pilas de monedas de acero como montañas en la sala del tesoro de la mansión de un gran señor muerto. Si ese extraordinario sueño resulta una simple ensoñación, esta obra quizá me proporcione aún cierto reconocimiento y unos modestos ingresos para mitigar mi decepción. El acero siempre es buen acero, en la cantidad que sea.
Desperté al amanecer para reunirme con Dromel en Fenshal e Hijos, una empresa familiar que en otro tiempo fue un importante astillero de Merwick. La Guerra de Caos y la llegada de los grandes Dragones quebraron la columna vertebral del comercio marítimo. Fenshal e Hijos había logrado sobrevivir a duras penas concentrando los menguados recursos de la familia en la construcción de barcas de pesca. Encontré a Dromel frente a un enorme dique seco cubierto donde antaño proseguían las labores incluso cuando hacía mal tiempo y de noche. Mis últimas noticias eran que el edificio estaba abandonado.
Dromel sonrió en cuanto me vio llegar.
—Eres fabuloso, Rojo —dijo afectuosamente—. ¿Dispuesto a ponerte a trabajar?
Eché un vistazo al edificio del dique seco. Oí con claridad el ruido de martillos en acción y voces procedentes del interior.
—Tenía unas cuantas preguntas que hacerte —empecé a decir, rascándome el hocico—. Sobre el tema de los seres de sombras… ¿tienes alguna prueba de…?
Dromel desestimó la pregunta con un gesto y la impaciencia reflejada en su rostro.
—Bah, luego hablaremos de eso —dijo, lanzando miradas furtivas en derredor—. Primero echemos un vistazo a mi nave. No le digas nada a nadie sobre nuestro destino. —Me dedicó una gran sonrisa que pretendía ser tranquilizadora y luego me condujo hasta una puerta lateral, la abrió y me mostró el interior.
Había docenas de claraboyas abiertas en el largo y alto tejado del edificio, aunque el interior seguía estando a oscuras en su mayor parte. La tenue luz me permitió distinguir alrededor de dos docenas de humanos, tanto adultos como niños, trabajando en lo que al principio creí que era un ancho y casi plano casco de buque invertido. Mis ojos se adaptaron rápidamente a la escasa iluminación y me dirigí al borde del dique seco para ver mejor el objeto de las atenciones de los obreros.
Contemplé el objeto largo rato. El impetuoso entusiasmo que sentía la noche anterior se disipó enseguida. Cuando la impresión pasó, fui a reunirme con Dromel. Estaba hablando con el propio Fenshal y ambos sostenían sendos extremos de una gran lámina con los planos de construcción de la nave. Dromel me recibió con una amplia sonrisa y me saludó con la mano cuando me aproximé.
—Estás loco —le espeté con un gruñido—. Estás más loco que una cabra.
—¡Cuerno Rojo! —exclamó alegremente—. Berin Fenshal, te presento a mi nuevo primer navegante, Cuerno Rojo. Es…
—¿Has probado alguna vez algo parecido a eso? —Fui incapaz de contener mi lengua—. ¿Tienes la menor idea de las dificultades que entraña un viaje submarino? ¿Estás tramando acaso una especie de plan secreto para suicidarnos?
—Así, ¿te gusta? —dijo Dromel en tono esperanzado, mirando más allá de mí, a la estrafalaria nave—. Se parece un poco a un caparazón de tortuga dragón, ¿verdad? En realidad, la idea se me ocurrió pensando en las tortugas dragón, hace un año. Ya sabes que nadan justo bajo la superficie del agua, de modo que resultan casi invisibles, envueltas en ese enorme y hermoso caparazón protector. Eso me dio la pista.
El viejo Fenshal elevó la vista al cielo mientras Dromel hablaba. Resoplé y me alejé, dejándolo plantado en mitad de su discursito, para volver al dique seco. Los demás miembros de la familia Fenshal que trabajaban en la nave fingieron no reparar en mi presencia mientras seguían con su trabajo silenciosamente.
—Lo llamo «buceador» —me gritó Dromel—. Esa cosa grande en forma de «x» es la quilla, y eso es la hélice. Gira cuando das vueltas a una manivela desde el inte…
—¡Es una locura! —rugí. Toda actividad cesó en el acto—. ¡Es una pesadilla! Quieres que naveguemos en eso rumbo a… —Con un terrible esfuerzo, me mordí la lengua. Me froté los ojos y el hocico enérgicamente con las manos, cerrándome al mundo. Después suspiré y volví a contemplar la nave, el buceador. Había olvidado aquella parte de su plan en cuanto me mostró la Dragonlance.
Los trabajos se reanudaron lentamente mientras yo seguía mirando. La embarcación submarina de Dromel no se veía muy grande, era menor que un barco mercante. No tenía mástiles, ni velas, sólo una superficie lisa de madera sobre la cual un muchacho untaba con una brocha una sustancia gris, probablemente un aislante impermeable. Unas placas de madera semejantes a aletas de pez sobresalían de los lados por varios puntos, apuntando en todas direcciones. Unos extraños objetos se erguían en la parte superior de la embarcación. Calculé que en el interior apenas habría el espacio suficiente para media docena de tripulantes, pero irían muy apretados.
A medida que la estudiaba, mi ira se iba aplacando. El diseño del buceador no carecía de lógica, si pretendía cumplir la misión que Dromel le tenía encomendado. Estaba tan bien construido como todo lo que hacían Fenshal e Hijos. Unas pequeñas portillas distribuidas por los costados de la nave permitían una visión clara, aunque limitada, del exterior. Sin embargo, pilotarla sería todo un desafío. Los objetos parecidos a aletas debían de ser timones, pensé, pero la embarcación seria sin duda torpe y de reacciones lentas. Y estaba el problema evidente de cómo aportar aire fresco al interior. Además, probablemente tardaríamos semanas en llegar a Enstar, si aquella hélice era su único medio de propulsión.
—La llevaremos a remolque —dijo Dromel, como si me leyera el pensamiento. Estaba justo detrás de mí, pero su voz era apenas audible—. Para eso es la anilla de proa, ésa. Nos soltaremos del buque remolcador después de cruzar la bahía del Trueno y entonces continuaremos solos hasta la isla. El buque esperará nuestro regreso en las costas de Ergoth del Sur. Será rápido y seguro, pero lo mejor de todo es que nadie nos detectará. Ni siquiera —bajó la voz a un susurro— los seres de sombras.
—Aire —dije—. Necesitaremos aire fresco.
—Eso redondo que hay cerca de la popa, arriba, es un conducto de ventilación flotante. Hemos inventado un tubo flexible que irá del buceador a la superficie, acoplado ahí. Soltaremos la toma de aire sujeta a unas boyas, expulsaremos el agua que penetre en el tubo y luego bombearemos aire puro a la cabina siempre que queramos. Sólo estaremos a seis metros de la superficie, como máximo. Las tormentas no nos afectarán.
—Dromel, ¿cómo se te ha ocurrido todo esto? —Lo mire con renovado asombro—. En cierta ocasión me dijiste que ni siquiera sabías qué lado del barco era estribor, y ahora has… No imagino cómo… —Me quedé sin voz mientras extendía la mano en dirección a la nave.
Una tos ahogada sonó detrás de Dromel. Ambos nos volvimos en redondo.
—¡Ah, Mollera! —gritó, y se precipitó hacia el hombrecillo barbudo que esperaba nerviosamente detrás del viejo Fenshal—. Rojo, te presento al verdadero diseñador del buceador, el genio que ha ideado cada tornillo y cada tuerca después de que yo le diera la idea. Éste es Mollera. ¡Será el ingeniero jefe!
Estudié a Mollera desde mi superior estatura, y mis peores miedos cobraron vida. Como en una revelación, comprendí cómo Dromel, que no distinguía babor de estribor, se había hecho con aquella asombrosa embarcación. Mi incredulidad se transformó en rabia y miré con dureza al calvo, barbudo y minúsculo genio que Dromel me presentaba.
Un calderero gnomo, que los dioses perdidos me asistan. Mollera me devolvió la mirada con ojos transidos de miedo aumentados por unos gruesos anteojos de montura de oro. Traía en los temblorosos brazos un montón de planos de barco y sudaba como un surtidor. Sin duda estaba tan desconcertado al verme como yo al verlo a él. Yo habría asegurado que iba a desmayarse.
—¡Saluda, Rojo! —exclamó jovialmente Dromel.
—No —dije con un resoplido de disgusto, y abandoné el edificio.
Día 2, por la tarde
—¿Estás sordo? —aullé—. ¡No! ¡Vete de aquí!
—¡Rojo! —Dromel estaba literalmente de rodillas en el cochambroso suelo del almacén, bloqueándome la salida—. ¡Rojo, tienes que venir! ¡De veras, te necesito! Tiene que haber alguien que conozca el mar, alguien con verdaderas dotes de navegación, alguien intrépido, alguien…
—¡Alguien lo bastante estúpido para viajar a bordo de una embarcación hecha por un calderero gnomo!
—¡Berin Fenshal en persona supervisó los planos! —gritó Dromel—. Él supervisó todo lo que Mollera diseñaba. Berin dijo que funcionaría. ¡Rojo, puedes preguntárselo, si quieres!
Miré hoscamente al arrodillado Dromel con el ceño fruncido, reprimiendo el impulso de estrangularlo.
—Ese ser atrofiado… Mollera, lo llamas, dijiste que vendría con nosotros, ¿cierto?
Dromel sufría lo indecible.
—¡Tiene que venir! ¡Él ha diseñado la nave a partir de mis orientaciones! Es un verdadero carpintero naval y un ingeniero. Se formó con el propio Fenshal y en los astilleros de Reyes del Mar, con Wailers y Goss. Mollera no es como un calderero gnomo de verdad, Rojo, es un auténtico técnico en reparaciones y posee…
—¿Quién más compone la tripulación? ¿O sólo nosotros tres? Levántate, pareces tonto.
Dromel tragó saliva y se levantó del suelo, luego se sacudió el polvo de los pantalones.
—Verás…, necesitábamos a alguien de fuera. Encontré a un kalanesti, buen cazador y rastreador. Así es como se llama, precisamente, Cazador, lisa y llanamente Cazador, al menos eso me ha dicho. Ya conoces a los kalanestis, ¿verdad? Esos tipos tatuados y semidesnudos, los Elfos Salvajes. Es un buen elemento, aunque no sea muy sociable, pero ninguno de ellos lo es, lo sé. Pero te gustará.
—Los elfos son unos perros. —Me dispuse a cerrar la puerta.
—¡No es como un verdadero elfo! —gritó Dromel, presa del pánico—. Es muy bueno en lo suyo, no es altivo y puede conseguirnos comida en cierra firme, porque no podemos almacenar todo lo que necesitaremos en el Falsa tortuga dragón. Si nos perdemos, nos puede sacar de la isla. Es ducho en toda clase de armas. ¡Es un maestro con las armas blancas, te gustará!
—¿De dónde has sacado eso?
—¿A Cazador? Estaba en el mercado hace una semana y… —No, ese nombre. El Falsa tortuga dragón. ¿Es así como llamas al buceador?
—Ah, sí, la nave. ¿Te gusta el nombre? Bueno, en cuanto a Cazador…
—Los elfos son unos perros hasta que hay guerra, y entonces son un puñado de gimoteantes cachorros de chucho que orinan en el suelo.
—Sí, lo sé, pero no, ¡éste no! Cazador está muy por encima de todos los demás, todo el mundo lo dice. ¡No es como un verdadero elfo!
—¿Y qué infiernos soy yo? —bramé—. ¿Le cuentas a todo el mundo que no soy un verdadero minotauro?
Me costó un terrible esfuerzo dominarme. Finalmente, inspiré lo más hondo que pude y dejé escapar el aire muy despacio. Aquella discusión me estaba dando dolor de cabeza. Librarse de Dromel era peor que arrancarse una garrapata gigante.
—¿Nos acompañará alguien más? —pregunté.
—No, no, eso es todo. —Dromel se retorcía con nerviosismo. Parecía muy incómodo—. Bueno, casi. Necesitamos un tripulante más, alguien que eche una mano en caso de emergencia, alguien que no conozca el miedo. A bordo cabe uno más sin renunciar ni un ápice a la comodidad. Podríamos necesitar sólo a esa persona. Tal vez. Lo sabré por la mañana.
El silencio se condensó entre nosotros.
—Rojo —imploró Dromel—, pienso hacerlo contigo o sin ti. Si tú no vienes, encontraré a otro. Es la oportunidad de una vida, la de diez vidas. He hipotecado toda mi herencia, todas las tierras que mi padre me dejó, para construir ese buceador y encontrar esas Dragonlances. Podemos averiguar lo que ocurrió en Enstar, descubrir adónde fueron esos isleños durante la Guerra de Caos, y podemos hacernos más ricos que el antiguo Príncipe de los Sacerdotes de Istar cuando lleguemos a la mansión del lord, la que encontré en los mapas que me llevé de la biblioteca naval. Va a salir bien y quiero que tú participes.
Lo medité detenidamente. Siempre existía la posibilidad de que tuviera razón, y me odiaría a mí mismo si realmente fuera la oportunidad de mi vida. Me había vencido.
—Nos veremos mañana —dije—. Entonces hablaremos.
Dromel estuvo a punto de desmayarse de alivio.
—Por todos los dioses, Rojo, sabía que podía contar contigo. Eres un…
Cerré la puerta.
Día 3, a media mañana
Desperté al amanecer y fui una vez más a los astilleros de Fenshal e Hijos. Encontré a Dromel en el edificio del dique seco. A su lado había alguien que instintivamente y en el acto identifiqué como nuestro nuevo y último miembro de la tripulación.
—¡Ah! ¡Ro-Rojo! —Dromel. Su voz temblaba por un terror imposible de disimular—. Rojo, te pre-presento nu-nuestro…
—¡No! —rugí, y abandoné el edificio.
—¡Eh, tú, vaca sobrealimentada! —chilló una voz femenina a mis espaldas—. ¿Tienes algo en contra de los kenders?
Día 11, por la noche
Mi agrietada estera fosforescente ha dejado de funcionar por fin, de modo que escribo esto utilizando la esfera de Mollera. Nuestro buceador reposa ahora en el fondo del mar. No tengo ni idea de lo lejos que estamos de la costa, pero Dromel ha calculado a unos cuatrocientos metros. A través de las pequeñas portillas sólo se ve oscuridad. Desembarcaremos mañana.
Es muy tarde, pero Ramita está despierta, como siempre, demasiado nerviosa para dormir. No deja de rebuscar en su miríada de bolsillos. Tararea para sí misma a dos palmos escasos de mi codo derecho. Ramita es una parlanchina nata. Por lo menos ya no me pide que le lea mi diario. Me niego a dejárselo ver, lo cual la pone furiosa. Dromel también está despierto. Juega con una esfera fosforescente frente a Ramita, y la pálida luz verde se derrama entre sus dedos. No me imagino a qué le estará dando vueltas su mente, ahora que está tan cerca de la tierra de sus grandes planes y sueños. Lleva todo el día muy callado, su petulancia se ha esfumado. Mollera, manchado de aceite, ronca débilmente bajo sus mugrientas mantas, al fondo de nuestra atestada cabina. A veces murmura en sueños exactamente igual que cuando está despierto. Ignoro por completo cómo puede dormir; tras cuatro días bajo las olas, apestamos de un modo tan ofensivo que molestaría a los muertos. Había oído decir que los gnomos tienen un sentido del olfato prodigioso, gracias a su larga nariz, pero quizá Mollera sea una excepción. Cazador se ha acurrucado, hecho un ovillo, junto a la portilla de proa. No sé sí duerme o no. A su sueño, él lo llama «delirio», como si fuera una ensoñación sólo a medias consciente. No sabe explicar en qué se diferencia, pero no importa. No es más que un elfo, tan engreído como cualquier otro, aunque éste no habla demasiado: una bendición, en un viaje en el que no tenemos intimidad para nada en absoluto, y cada desaire se percibe aumentado mil veces.
Sin embargo, mañana estaremos tan ocupados que olvidaremos nuestros insignificantes pensamientos. En cuanto veamos la luz a través de las portillas, Mollera y Dromel accionarán la manivela de la hélice mientras yo maniobro con las aletas, y nuestro buceador ascenderá y avanzará hacia la costa de la isla. Nuestra pequeña aventura empezará finalmente.
Lo que ocurra entonces y lo que veamos no lo saben ni siquiera los nuevos usuarios de la magia, los místicos. Si sobrevivimos, quizá nos hagamos famosos, increíblemente famosos, y es posible que también increíblemente ricos.
Aun así, me pregunto qué probabilidades tenemos. Este viaje era una apuesta de locos desde el principio. Dromel lo sabe mejor que yo, me parece, pero siempre rebosa un optimismo infantil, seguramente para ocultar sus verdaderos temores. Tal vez no encontremos aquí nada más que la muerte. Tal vez sólo nos queden unos cuantos latidos de corazón una vez que lleguemos a la orilla. Tal vez ni siquiera tengamos tiempo de gritar.
Me pregunto cómo será no haber existido nunca.
Es hora de dormir. Más contenidos joviales después.
Día 12, por la mañana
Ramita nos despertó al amanecer. Moví las piernas para desentumecerlas y lancé un gruñido de dolor. Ya no soporto estar más tiempo apretujado en esta tumba móvil. El aire es rancio, pese al tubo de ventilación, y me temo que mataría por escapar de este confinamiento. Hoy tenemos que salir, no me importa lo que nos aguarde.
El pequeño Mollera, murmurando ininteligiblemente, trabajaba en el tubo reflector mientras el resto despachábamos nuestras míseras raciones de desayuno. Para nuestro asombro, consiguió desatascar el mecanismo e hizo subir cuidadosamente el largo Tubo hasta la superficie, a fin de que pudiéramos ver nuestro entorno. Esto me preocupó un tanto, pensando que quizá los seres de sombras, si había alguno planeando por encima de nosotros, pudiera introducirse por el tubo para entrar en nuestro buceador y destruirnos fácilmente en nuestra cárcel submarina. No ocurrió nada parecido, un punto a favor de Dromel. Quizá sea verdad que los seres de sombras no salen a la luz del día, como asegura. Sólo espero que sus conocimientos y nuestra suerte no nos fallen.
Mollera hizo girar el tubo reflector de lado a lado y luego graduó la lente para ampliar el foco. Se quedó petrificado, mirando fijamente por la lente del tubo con un ojo desorbitado.
Nadie habló, temiendo oír la noticia. Mollera se apartó lentamente del tubo reflector e indicó por señas a Dromel que mirara. Sin previo aviso, Ramita se le coló y aplicó un ojo a la lente antes de que nadie tuviera tiempo de hablar. Dromel le gritó airadamente, pero ella no se amilanó.
—No veo a nadie —se quejó la hembra kender—. Deben de haber salido a pescar a algún lado. Tendremos que mirar dentro de esas casitas destartaladas para averiguar cuándo volverán.
Los demás tardamos un momento en asimilar el impacto que nos produjeron sus palabras. Nos abalanzamos hacia el tubo reflector para ver la costa de Enstar por nosotros mismos.
Pocas crónicas escritas o relatos orales hablan del pueblo que en un tiempo habitó en la pequeña isla septentrional de Enstar o en su pequeña compañera, Nostar. Tenemos excelentes mapas de ellas, trazados por marineros a lo largo de muchos siglos, y tales mapas presentan las características habituales: pueblos y ciudades, caminos y senderos, emplazamientos legendarios, unos cuantos puertos de reducidas dimensiones. La mayoría de los habitantes eran con toda seguridad humanos, pero pocos eran famosos por algo, y las islas no merecieron una gran atención en el transcurso de muchos siglos.
No se conservan documentos ni pruebas que nos indiquen lo que fue de aquel pueblo después de la Guerra de Caos, hace tres décadas. No se sabe de nadie que haya desembarcado en Enstar y regresado para informar. No obstante, los místicos y los eruditos murmuran inquietantes teorías sobre el posible destino de los habitantes de la isla después de la llegada de los seres de sombras. Desaparecido, dicen, todos han desaparecido. No que han huido, no que viven en el continente o en otras islas con nombres inventados; sólo desaparecido. Lo hicieron los seres de sombras, cuentan los relatos, pero naturalmente no hay ninguna prueba, como dijo una vez Dromel.
Cuando por fin miré por el tubo reflector hacia la superficie, vi claramente los restos de un muelle y tres casas de piedra, sin tejado, en la no muy lejana orilla. Un granero medio derruido se erguía detrás de ellas, a cierta distancia, rodeado por una tosca valla de madera. Un ligero viento agitaba la parda hierba que crecía silvestre alrededor de las ruinas. La espectral escena me alteró los nervios.
—¡El viejo mapa tenía razón! —exclamó Dromel. Estaba pálido, pero extasiado—. Hemos encontrado la aldea de pescadores correcta, y la mansión de lord Dwerlen debería de estar a sólo unos tres kilómetros de distancia. ¡Lo hemos conseguido! ¡Lo hemos conseguido!
El barullo de los otros era casi insoportable, en especial los chillidos de Ramita, pero fue breve, demos gracias. Yo compartía su impaciencia y entusiasmo, pero hubiera sido indecoroso manifestarlos. Dentro de poco pondremos los pies en Enstar; seremos los primeros en hacerlo, que se sepa, desde la Guerra de Caos. Por fin me veré libre de este detestable ataúd flotante, doy gracias al mundo.
Dromel va a distribuir las reliquias que, con suerte, nos mantendrán a salvo mientras exploramos ese reino perdido. Cada uno recibirá una punta de Dragonlance atada a un collar de eslabones. Dromel nos ha asegurado que si hay seres de sombras en los alrededores, la radiación mágica de las puntas de lanza mantendrá a esas criaturas de pesadilla a una distancia segura. Ramita acosa constantemente a Dromel con preguntas sobre nuestra seguridad, que según él es absoluta. Lo pregunta todos los días, probablemente porque el tema de los seres de sombras pone muy nervioso a Dromel y, por alguna perversa razón, a ella le gusta eso. A mí también me gusta verlo nervioso, porque antes de partir ya le había avisado de los riesgos de incluir un kender en la tripulación.
Escribiré más desde la orilla, si puedo. Si no…, no tendrá importancia y a nadie le preocupará.
Día 12, a mediodía
Tengo que ocupar unos minutos libres. Es casi mediodía y hace calor. Tenemos suerte de que el cielo esté despejado aunque hay viento. Si se levantan nubes nos retiraremos, ya que una oscuridad así facilitaría el desplazamiento de los seres de sombras. Estamos en la aldea de pescadores abandonada, a unos cien metros de la orilla. Lo único que queda del lugar son muros de piedra y vigas caídas de los tejados. Mollera excava en busca de tesoros mientras escribo esto, utilizando una vieja pala que encontramos, aunque es demasiado bajo para usarla adecuadamente. No ha encontrado nada en una hora de cavar. No deja de tropezar con la punta de la Dragonlance que lleva colgada del cuello y se queja entre dientes constantemente de la longitud de la cadena, que se le enreda en los pies, y de lo innecesaria que es, no habiendo amenazas obvias a la vista. Amenaza con quitarse la cadena y la punta de lanza, aunque le han avisado de que sería un loco si lo hiciera. Yo tengo las reservas suficientes para conservar mi reliquia segura alrededor de mi cuello.
Ramita encontró unos cuantos anillos y collares baratos y probablemente ha descubierto más escondidos, pero no lo sabremos hasta que le vaciemos los bolsillos y bolsas esta noche en el buceador. Sólo encuentra objetos sin valor, en su mayoría, pero incluso éstos se guarda. Yo estoy aburrido de apartar escombros y buscar cachivaches. Esperamos noticias de Cazador, que ha salido a localizar un camino que nos lleve a la mansión del tal lord Dwerlen, fuera quien fuese. Dromel no ha sido demasiado explícito al respecto, sólo habla del tesoro. Está explorando la orilla, aguardando pacientemente el regreso de Cazador.
La aldea estuvo en otro tiempo llena de pescadores, eso sí lo creemos. Puede que vivieran aquí unas doce familias. Hemos visto jirones de ropa vieja esparcidos entre los matorrales, en rendijas entre las piedras, debajo de los maderos. Aquí huele como si no hubiera humanos o elfos desde hace muchos años. Me acerqué uno de los pedazos de tela a los ollares y lo olisqueé lentamente. Sólo olía a ropa vieja, casi limpia de sudor, perfume o descomposición. La tiré y arrugué el hocico. Me molesta profundamente pensar en eso, incluso ahora. Si esto fue en un tiempo una próspera aldea, ¿dónde están los cadáveres? Debería quedar algún resto, quizás huyeron todos de la isla, como yo siempre había creído. Tal vez no existen los seres de sombras, o por lo menos no queda ninguno.
Dromel nos llama desde la orilla. Seguiré escribiendo más tarde.
Día 12, por la tarde
Dromel ha encontrado cinco largas barcas de pesca ocultas en una cueva poco profunda, unos cien metros a la izquierda del sendero que va de la playa a la aldea. Me disponía a entrar en la cueva, encorvándome para pasar, cuando Dromel gritó; «¡No vayas a las sombras!». Se puso hecho una furia.
Lo había olvidado. Me parecía una precaución ridícula, pero Dromel ha leído muchas cosas, así que accedí y me quedé donde daba el sol. Cuando se calmó, Dromel dijo que cree posible que los seres de sombras habiten en cualquier área sombreada, igual que cree que se desplazan de noche y se recogen antes del alba.
Ramita encontró, semienterrada en la arena, una soga podrida que estaba atada a una de las barcas; la cogí y saqué fácilmente la embarcación tirando de la vieja amarra hasta que se rompió. Después examiné la barca, que estaba agrietada por la erosión y ya no volvería a navegar. Tenía algas secas pegadas, quizá dejadas por una ola que cubrió toda la playa durante una tormenta. Las demás barcas estaban diseminadas por la cueva, como si las hubieran dejado allí de cualquier manera, pero, naturalmente, no pude investigarlo. Están muy adentro, en la oscuridad.
Ramita rebuscó entre unos trapos viejos que había en el fondo de la barca. Encontró dos sandalias de corteza de árbol y cordel, un collar de conchas marinas y lo que parecían ser unos pantalones podridos; ni huesos, ni otros recordatorios inquietantes. Se quedó con el collar de conchas. Yo revisé lo demás y encontré un complicado brazalete de acero y una bolsa podrida de gastadas monedas de plata de una acuñación que no me resultaba familiar. Se las di a Dromel para que las guardara. No nos va demasiado mal, de momento, aunque había sido mejor encontrar monedas de acero.
Ahora estamos en la playa, esperando el regreso de Cazador. Ramita parlotea sobre los locos que ha conocido en sus viajes por mar. Dromel está tendido al sol, aparentemente dormido. Mollera se ha alejado para inspeccionar otra vez las casas en ruinas. No me muero de impaciencia por volver a apretujarme con los otros cuatro en nuestra pequeña nave submarina, pero al menos hemos aireado la embarcación y a nosotros mismos durante unas horas. Creo que los demás consideran que mi olor corporal es mucho peor que el de cualquier otro. Probablemente les parece el de un animal, quizá como el de vaca. Sería lo suyo. Cazador se pone pringoso al máximo y ni se entera; Dromel se lava de una manera compulsiva, pero le huele el aliento. Nuestro compañero más menudo siempre está sucio de aceite de trabajar en la maquinaria del buceador. Es…
Alguien grita desde las ruinas. Creo que es Mo…
Ha sido muy extraño. Tuve un momento de desconcierto, probablemente a causa de las tensiones y los esfuerzos de la jornada. No recuerdo lo que iba a escribir. Qué raro.
Daremos por terminada la jornada y volveremos a bordo del buceador antes de que caiga la noche. No me muero de impaciencia por volver a apretujarme con los otros tres en nuestra pequeña nave submarina, pero al menos oleremos de un modo más tolerable durante un rato. Es hora de dejarlo hasta la noche, en el fondo del mar.
Día 12, por la noche
Fuimos nadando hasta el buceador y lo abordamos, antes de que cayera el crepúsculo. Hemos sobrevivido a nuestro primer día en Enstar. Me pregunto qué hemos hecho bien. Me pregunto si hemos hecho algo mal.
Cuando subimos a bordo se produjo un pequeño incidente. Recuerdo que el aire del buceador olía a algo nuevo y extraño, aunque al principio no se lo mencioné a mis camaradas porque no estaba seguro de las causas. Ramita se retiró para cambiarse de ropa y, cuando rebuscaba en la parte trasera de la cabina, sacó una manta sucia y una bolsa de tela llena de ropa de una talla muy pequeña. Ninguna de las prendas me resultó familiar; parecían ser de confección humana, pero del tamaño adecuado para un niño o un gnomo. Dromel y Cazador estaban perplejos y examinaron la ropa con detalle. Nadie la reclamó como propia. Está claro que no era mía.
Por curiosidad, me acerqué una de las prendas, una camisa, a los ollares y la olfateé. Repetí la operación y luego subí la camisa a la altura de mis ojos bajo la débil luz fosforescente. No olía como ninguno de nosotros cuatro, sino a un aroma fresco e intenso, de menos de un día antes. Eso era imposible, a menos que…
—Alguien ha subido a bordo cuando no estábamos —dije.
Los demás se quedaron estupefactos.
—La escotilla estaba cerrada y asegurada —dijo Dromel, mirando en derredor. Su rostro estaba notablemente más pálido, incluso al débil resplandor de la esfera.
Dejé la camisa a un lado y cogí la manta sucia, arrancándosela de las manos a Ramita.
—¡Oye, la estaba mirando yo, bisonte gigante! —aulló. No hice caso de sus protestas y me llevé la manta al hocico y la olí inhalando profundamente.
—Era un gnomo —dije, diferenciando rápidamente los distintos olores—. Un gnomo macho, sucio de aceite de máquina. Se ha comido nuestras provisiones. —Aparté la manta de mi rostro. La fragancia de aquel gnomo era el elemento extraño que había captado en el aire cuando subimos a bordo.
Recorrí lentamente la cabina del buceador, olfateando las paredes, el suelo y la maquinaria. Los demás se fueron apartando a mi paso, sin dejar de observarme.
—Estuvo aquí, con nosotros —dije—. Llevaba varios días entre nosotros. —Sólo había una explicación, pensé. El gnomo debía de ser invisible. Era imposible que no lo hubiésemos visto. Un gnomo no es tan pequeño como para eso, y un calderero gnomo no sabría cómo esconderse aunque tuviera un libro sobre esa materia.
—¿Un gnomo? —bramó Ramita—. ¿Un gnomo ha entrado en nuestro buceador?
Cazador no dijo nada, se limitó a recorrer con la mirada toda la cabina meticulosamente, con la mano derecha apoyada en el cuchillo de monte de larga hoja que llevaba fundado al costado.
—Un gnomo —repitió Dromel. Me pareció que iba a decir algo más, pero guardó silencio. Contempló los pequeños pantalones raídos que sostenía en las manos.
—Será mejor que comprobemos si se ha llevado algo al marcharse —dijo Cazador, lanzando una fugaz mirada a Ramita—. Quizás echemos en falta algo valioso.
—Oh —exclamo Dromel audiblemente. Se dio una palmada en la frente—. Soy un idiota. Por favor, perdonadme. No pasa nada.
—¿Qué? ¿Que no pasa nada? —preguntó Ramita, atónita—. ¿Alguien se cuela furtivamente en nuestro buceador y no pasa…?
Dromel agitó las manos indolentemente, cortando en seco a la hembra kender.
—No pasa nada en absoluto —dijo con cierta exasperación—. Nadie se ha colado a bordo furtivamente. Probablemente es culpa mía. Embarqué varios artículos antes de zarpar. Quería un poco de ropa extra para un caso de emergencia y compré un lote a la primera persona que vi en el mercado del puerto, una buhonera. Apuesto a que pertenecen a ese lote. Apuesto a que ella se las compró a un gnomo. No lo comprobé. Fue una tontería por mi parte. Lo olvidé por completo, con todo el ajetreo.
Se produjo un breve silencio, que Cazador interrumpió suspirando con una nota de disgusto.
—Es comprensible —dijo, dejando claro que él jamás habría cometido ese error. Apartó la mano del mango de su cuchillo y se rascó el mentón.
—Ooooh. —Ramita estaba claramente decepcionada—. ¿Entonces nadie ha subido a bordo sin que lo viéramos? ¿Estamos completamente solos? —Sus ojos recorrieron velozmente toda la cabina, esperando detectar al intruso y demostrar que Dromel estaba equivocado. Pero no había nadie más.
Miré fijamente a Dromel, pero él esquivó mi mirada.
—Será mejor que durmamos un poco, mientras podamos —dijo con fingida confianza—. Mañana será otro día, y quizás el de la suerte para nosotros. —Estrujó los pantaloncitos y los arrojó por encima del hombro al fondo de la cabina sin dedicarles un segundo vistazo.
Lo seguí con la mirada hasta la manivela de la hélice, con la que intentó hacer descender el buceador. Forcejeó con ella en vano antes de pedir ayuda.
—Debo de haberme debilitado desde que llegamos aquí —dijo—. Antes era más fácil.
Yo hice girar la manivela con una sola mano y poco esfuerzo. El Falsa tortuga dragón se posó suavemente en el fondo marino una vez más con un sordo impacto.
—Aquí abajo estamos seguros, ¿verdad? —preguntó Ramita—. Me refiero a que esos antiguos seres de sombras no pueden encontrarnos. Eso es lo que nos dijiste, ¿no? —No había ni rastro de miedo en su voz, sólo la natural curiosidad de los kenders… y un inocente deseo de irritar.
—Perfectamente seguros —respondió lacónicamente Dromel—. Los seres de sombras no pueden llegar hasta aquí.
—Porque detestan el agua, ¿verdad? —continuó Ramita—. Dijiste que a esos seres de sombras no parece gustarles el agua, quizá porque son fríos por dentro y podrían congelarse y quedarse así para siempre. Dijiste que también odian el fuego, pero en el buceador no podemos quemar nada porque también nosotros nos consumiríamos. Lo mejor de todo es que los seres de sombras ni siquiera saben que estamos aquí, no pueden vernos aquí abajo y por eso hemos venido en el buceador, para…
La expresión de Dromel revelaba su ira.
—Estamos perfectamente seguros aquí, como ya te he dicho muchas veces —repitió, levantando la voz—. De no ser así, ya estaríamos todos muertos. Nos habrían matado a todos la primera noche que pasamos aquí.
El rostro de Ramita se arrugó por la concentración.
—Recuerdo que dijiste que no se limitan a matar gente. Me dijiste que vinieron a Enstar y Nostar durante la Guerra de Caos y que hicieron desaparecer a sus habitantes para siempre.
Dromel titubeó. Estuvo a punto de mirar hacia el fondo de la cabina con cara de ansiedad.
—Algunos estudiosos creen que hacen algo parecido —dijo con calma—, pero no hay pruebas. La idea, en realidad, es que cualquiera a quien toque y mate un ser de sombras se borra para siempre de la memoria de los vivos. No sólo desaparecen, se borra todo recuerdo suyo, algo mucho peor que la simple muerte. La víctima queda extirpada por completo de las mentes y los corazones, desaparece, se olvida para toda la eternidad. Su cuerpo se esfuma, o se convierte en vapor, o algo igualmente espantoso. Sólo que… sus ropas permanecen.
Entonces recordé los trapos que Ramita había encontrado en la barca de pesca. ¿Abordó esa barca hace mucho tiempo esperando insensatamente escapar de los seres de sombras ocultándose en las sombras?
—Desaparecido —dijo Ramita. Suspiró—. Eso sí sería espantoso. No me imagino nada peor que la nada más absoluta. ¡Eso sería espantoso! —Una expresión de triunfo iluminó su rostro infantil—. ¡Pero nosotros tenemos las reliquias! ¡Reliquias de las guerras!
Dromel se dispuso a acostarse. Cazador parecía aburrirse. Se enroscó en su lugar habitual de proa y se sumió en su delirio de elfo, o lo que quiera que en su caso equivaliera al sueño.
Ramita me observó mientras cogía mi diario, pero no me pidió permiso para leerlo. Se limitó a mirarme ceñudamente y dedicarme una altiva mueca, y luego empezó a examinarlos modestos tesoros acumulados en sus bolsas a lo largo del día.
He escrito estas notas, pero ya es muy tarde. Todos los demás están durmiendo. Al acabar he estado mirando fijamente a Dromel durante mucho tiempo. Me pregunto si conseguiré dormir algo esta noche, pensando en mañana.
Día 13, a mediodía
Estamos otra vez en tierra firme. El tiempo nos acompaña: hace un calor agradable, no hay nubes y luce un sol radiante. Ya han ocurrido muchas cosas. Cazador descubrió una pista cubierta de maleza que se internaba en la isla y que parecía haber sido muy transitada en el pasado. La recorrimos entre grandes campos y carretas abandonadas por el camino y oxidadas. Dos horas después, encontramos las ruinas de lo que según Dromel era Hovost, una ciudad costera humana mucho mayor que la aldea de pescadores. Escribo esto sentado en un raigón de árbol frente a lo que debió de ser la taberna.
Hovost fue en otro tiempo una comunidad bien organizada y muy poblada. Creo que aquí vivían doscientas familias o más, a juzgar por las largas hileras de granjas que flanquean los caminos que conducen al centro del pueblo. Identificamos enseguida la taberna, varios templos dedicados a los antiguos dioses, muchos graneros y dos hórreos. No se mueve ni una hoja. El silencio es sobrecogedor. Ni siquiera se oyen cantos de aves entre los árboles y arbustos. Hay insectos, eso sí, pero menos de lo que me parecería normal. No he visto ni un lagarto.
Dromel nos advirtió que no entrásemos en ningún edificio. Las sombras podrían albergar seres de sombras, repetía, y no podemos correr el riesgo de enfrentarnos a ellos. Ramita parecía aburrirse con su conferencia, pero Cazador lo escuchaba muy serio. Dromel nos ordenó que exploráramos por parejas y buscáramos objetos valiosos. Este último comentario me pareció divertido. Los granjeros no suelen ser famosos por atesorar grandes riquezas.
Ramita se emparejó con Dromel. Cazador pareció alegrarse de venir conmigo. No ha dicho gran cosa en este viaje, y al principio creí que ese elfo no merecía mucho respeto, ya que no era un luchador probado. Aun así, no se ha quejado ni una sola vez durante el viaje y eso se merece un bufido de respeto, cuanto menos.
Cazador y yo acabábamos de perder de vista a los otros cuando ocurrió algo extraño. Me habló en voz baja y sin inflexiones.
—Cuerno Rojo —me dijo—, ¿te explicó Dromel por qué te había elegido para esta expedición?
Lo observé desde mi superior estatura. No me miraba a mí, sino a los edificios castigados por el tiempo ante los que pasábamos.
—Me lo mencionó, sí —respondí con frialdad.
—Eres un marinero experto, eso es evidente —dijo Cazador—. Dromel me contó que tus consejos lo impulsaron a variar algunos aspectos del buceador antes de zarpar de Merwick. Dijo que no eres como un verdadero minotauro, que resulta fácil trabajar contigo y se puede confiar en ti. Es igualmente evidente que no temes nada, soportas bien la adversidad y eres mucho más fuerte que el resto de nosotros juntos ¿Te dijo que ésas eran las razones por las que te elegía?
—¿Y a ti qué te importa, tatuado?
—Nada, pero me pareció extraño que me eligiera a mí. En Merwick había pocos rastreadores mejores que yo, pero tuve la impresión de que no era ésa su única razón para seleccionarme. Me preguntó por mis amigos, por mi familia mis socios, por todo el mundo. Casi tuve la sensación de que me elegía porque tengo muy pocas ataduras, pocas relaciones con nadie… Resumiendo, porque soy un solitario.
Parpadeé y volví a mirar al delgado elfo con renovado interés. Nunca había conocido a un elfo que no se considerara superior en todo al resto del mundo, pero la última parte de su declaración era muy poco corriente.
Curiosamente, yo también me consideraba un solitario. Cazador señaló con la mano.
—Si queremos regresar con riquezas, haríamos bien en mirar allí —dijo, olvidado ya el tema anterior.
Seguí su indicación hasta un curioso edificio situado sobre una distante colina de poca altura, visible ante nosotros tras rodear un templo en ruinas. Era una estructura de piedra, probablemente, en otro tiempo, una rica mansión. El tejado se había desplomado y la mitad de las contraventanas se había roto y desprendido, posiblemente a causa de las tormentas.
—Creo que allí encontraremos a nuestro lord Dwerlen perdido —dijo Cazador—, o al menos lo que queda de su hogar.
Nos detuvimos para estudiar el edificio. Cazador se volvió para contemplar toda la ciudad vacía a su alrededor.
—¿Cuánto tiempo dirías que ha transcurrido desde que este lugar quedó deshabitado? —preguntó con el mismo tono de voz uniforme.
Ya me había planteado esa pregunta. Inspiré lentamente, captando toda la textura de los aromas que nos rodeaban. Espiré y reflexioné. El olor a humanidad era débil, casi ahogado por numerosas estaciones de sol, lluvia y nieve.
—Una generación entera —dije por fin—, posiblemente dos.
—Ah —exclamó Cazador—. Eso encaja con las historias sobre Caos y la guerra. Se cuenta que Caos sacó a los seres de sombras de muy al sur y los diseminó por estas islas ese año. Si se alimentaron de los desafortunados habitantes, debió de ser…
—Es más probable —lo interrumpí— que la mayoría de los humanos huyera en busca de otras tierras en cuanto empezó la guerra. No puedo creer que una ciudad entera llena de seres quede despoblada de una manera tan definitiva.
—Improbable, estoy de acuerdo —dijo Cazador, imperturbable—, pero el año de la Guerra de Caos ocurrieron muchas cosas improbables. Yo añadiría que no una, sino dos islas, ésta y Nostar, se quedaron vacías, al parecer, y jamás se ha encontrado ni rastro de sus habitantes.
—Nadie los ha buscado tampoco, por lo que yo sé —gruñí. Ya había oído esos cuentos por labios de Dromel.
—Aun así, como tú dices, las historias de la Guerra de Caos dejan claro que su principal característica era el caos. Parece que muchos miles de personas huyeron a Ergoth del Sur para ser destruidos más tarde por el Dragón Escarcha, o hacia el oeste para ser destruidos por su rival Beryl. No costaría mucho conseguir que una isla de agricultores corriera a sus embarcaciones. —Olfateé el aire una vez más, meramente para recalcar mis palabras.
—Podría ser como dices —insistió Cazador—. Sin embargo, no he oído contar que se hubiera producido un éxodo tal en estas empobrecidas islas que hubiera implicado a tantas personas en un lapso tan breve.
Medité sobre sus palabras y la impertinencia de su tono de voz. Si quisiera atizarle un gancho en plena cara, probablemente estaría muerto antes de que su cuerpo llegara al suelo. Tensé el brazo derecho y los dedos provistos de garras de mi ancha mano se curvaron hasta formar un nudoso puño. No tendría tiempo de verlo venir.
Pero… sólo éramos cuatro y todas las manos eran necesarias. Quizá cuando volviéramos a Merwick habría tiempo para ajustar cuentas. Aun así, mi hocico enrojeció de vergüenza y agaché la cabeza. Ahora estaba más enfadado conmigo mismo por mi debilidad de no aclarar las cosas antes de que fuéramos más lejos, pero no soy tan impulsivo como el resto de mi especie. Podía esperar antes de actuar.
Con todo, reconocí ante mi mismo, Cazador no hablaba por hablar. En las islas habían vivido demasiadas personas para que todos hubieran escapado así. Simplemente, no parecía posible.
—Hubo otra cosa —prosiguió Cazador—. Fue muy extraño, pero cuando caminábamos por la aldea de pescadores, encontré algo cerca de una casa derruida. Estaba en el suelo, cuidadosamente dispuesto como si alguien lo hubiera dejado allí a propósito. —Empezó a buscarlo en el interior de su chaleco de cuero.
—Más tarde pensaremos en eso —lo interrumpí—. Deberíamos encontrar a nuestro omnisciente jefe y volver aquí, si pretendemos explorar esas ruinas y largarnos antes del anochecer.
Eso habríamos hecho, sólo que no hemos podido encontrar ni a Dromel ni a la locuaz hembra kender. Anochecerá en otras tres horas. Cazador ha sugerido que nos retiremos hacia la costa para asegurarnos de que estaremos en el buceador antes del crepúsculo, y opino que su idea es prudente, aunque él no sea más que un elfo. No es cobardía, creo yo, es vivir para luchar otro día. No me interesa poner a prueba mis dotes de guerrero contra criaturas a las que no se puede atacar con armas nor…
Día 13, por la noche
Ya estamos de vuelta en el buceador. Los demás duermen.
La tarde fue bien al principio para nuestros dos camaradas. Dromel y Ramita encontraron un cementerio y un edificio cercano donde se realizaban los preparativos fúnebres. No tenía tejado, pero eso les permitió explorar el interior sin temor a los seres de sombras y a otras cosas que podrían acechar en ellos. Ramita descubrió un escondite detrás de una pared de piedra, una pequeña cripta, y utilizaron largos maderos para arrancar de la oscuridad imperante los tesoros que contenía. Los materiales recuperados incluían un libro y muchas joyas. Dromel cree que las personas que preparaban a los muertos eran también ladrones que se quedaban con los objetos de valor con los que supuestamente debían enterrar a sus legítimos propietarios. No es una práctica desconocida entre los humanos. El volumen medio podrido parece un libro de contabilidad, en el que se catalogan los tesoros con su precio estimado en las antiguas monedas de acero de Ansalon, las fechas en los que fueron obtenidos y por quién. Estos saqueadores de tumbas eran de lo más meticuloso. Dromel se trajo la mayoría de los objetos de valor, que guardó en la gran mochila que llevaba a la espalda.
Cuando Dromel y Ramita abandonaban el edificio así cargados, los abordó un ser de sombras.
Ramita se niega a hablar del incidente. Esta noche no es ella misma, y el pie herido le causa un gran dolor. Antes de subir a bordo, Cazador recogió varias plantas que dijo que eran hierbas para calmar el dolor, y su consumo la ha hecho dormir, por el momento. Se aferraba con desesperación a cualquiera que estuviera cerca hasta que cerró los ojos.
Dromel nos contó a Cazador y a mí lo ocurrido cuando Ramita estaba inconsciente. El ser de sombras se ocultaba en una pequeña zona umbría, detrás de una pila de escombros del tejado caído hacía años. Los cascotes formaban un espacio oscuro frente a la pared, cerca de la puerta por la que habían entrado a las ruinas. Ramita vio el horrible puño y gritó de miedo. Dromel dijo que nunca había oído a un kender emitir un grito semejante. Tuvo dificultades pata describir el aspecto del ser de sombras; antes había dicho que podían cambiar de forma y adaptarse a la que el espectador considerara más inquietante. Se refirió vagamente a éste como algo muerto y añadió que les habló a ambos. Dromel no pudo continuar. Ocultó la cara en las manos y lloró durante muchos minutos.
Normalmente, un espectáculo semejante por parte de un humano me habría aburrido. En cambio, esta vez lo encontré perturbador en extremo, e incluso ahora me sigue obsesionando. Dromel me había dado la impresión de ser inmune a las emociones, siempre una fuente ele falsa jovialidad y mentiras bienintencionadas, una cáscara de huevo sin yema. Cazador lo consoló cuanto pudo. Yo me aparté de ellos, fingiendo inspeccionar los anillos cubiertos de platino, las monedas de acero y los peines de plata que ahora poseíamos, aunque su valor me resultaba cada vez más indiferente.
Tras tropezarse con el ser de sombras, Dromel y Ramita huyeron del edificio en ruinas. En algún momento, Ramita se cayó de un saliente o tropezó con una piedra y se dislocó el tobillo izquierdo. El relato de Dromel era confuso; me dio impresión de que se estaba cubriendo las espaldas por no haber vuelto atrás y ayudado a Ramita. De hecho, yo había oído a la hembra kender pidiendo ayuda a gritos cuando concluía mi anotación anterior en el diario. Encontré a Dromel solo, le pregunté dónde estaba Ramita y tuve que ir yo a buscarla y llevarla en brazos al buceador. No tuvimos tropiezos de ninguna clase. Ramita estaba histérica alternaba entre un llanto de depresión y un desasosiego antinatural semejante al pánico. Ella y Dromel se aferraba a menudo a las Dragonlances que pendían de su cuello, que parecían proporcionarles alivio.
No es seguro lo que haremos mañana. Ramita ha empezado a hablar en sueños. Entre balbuceos ha gritado: «¡No me toques!» y repite las palabras «vacío» y «nada» una y otra vez.
No puedo pasar por alto la mención de un último incidente. Antes de que Cazador entrara en su ensoñación nocturna, metió la mano bajo su chaleco y sacó una punta de Dragonlance sujeta por una cadena y me la tendió para que la viera bien.
—¿Dónde has conseguido esta otra? —pregunté—. ¿Se la has robado a Dromel?
Cazador me respondió con la sonrisa que le dedicaría a un tonto.
—Oh, rey de la confianza, no he hecho tal cosa. De esto te iba a hablar antes. Es lo que encontré frente a una cabaña de la aldea de pesca. Había pisadas que iban hasta allí y se alejaban hacia las ruinas, cerca de unas sombras. Alguien más llegó poco antes que nosotros, y esa persona había tenido la misma idea que nosotros: llevaba una vieja reliquia mágica como las nuestras para ahuyentar a los seres de sombras. Sólo que esa persona no fue lo bastante lista para mantener la reliquia consigo en todo momento.
Miré la punta de Dragonlance. Un pequeño escalofrío recorrió mi espalda.
—Nosotros no cometeremos ese error —dije sincera mente.
—Estoy de acuerdo —replicó él—. Lo siento por el tipo llevaba ésta. A juzgar por el tamaño de las pisadas, creo que debía de ser un gnomo.
Día 14, a media mañana
El despertar y el desayuno se completaron sin discusiones. Cazador acabó revelando su hallazgo a los demás; les pareció muy extraño que alguien con un collar y una Dragonlance tan parecidos a los nuestros hubiera estado antes en aquella zona. Decidimos que debió de ser el gnomo que había viajado de polizón en nuestro buceador. Su destino no podía haber sido agradable, coincidimos todos. Dromel carraspeó.
—No estoy seguro de sí sería… —Tuvo un breve ataque de tos antes de continuar—. Decía que no estoy seguro de que debamos volver a la… esto…
—No —dijo bruscamente Ramita. Se aparró el cabello de la cara y miró a Dromel de hito en hito—. Creo que si debemos. Deberíamos volver. —Hablaba con voz clara y tranquila. Nos la quedamos mirando, anonadados.
—Tu pierna —dijo Cazador, señalándola.
Ramita cambió su peso de una pierna a otra y las estiró ambas a modo de experimento. Hizo una mueca, pero la borró enseguida.
—Estoy bien, de verdad. No soportaría quedarme aquí encerrada mientras vosotros vais a explorar y divertiros. Nos limitaremos a… no acercarnos a los lugares oscuros.
Hasta ese momento me creía que los kenders no valían ni un escupitajo de enano gully. Ahora miré a aquella hembra de una manera muy diferente. Hablaba como un guerrero.
—Hay una mansión de piedra —dije—. Sobre una colina…
—¿Qué? —La expresión de ansiedad se diluyó un poco en el rostro de Dromel—. ¿Qué aspecto tiene?
—De dos plantas, con una torre central —dijo Cazador—. Está aproximadamente a un kilómetro y medio del límite de la ciudad. —Sonrió—. ¿Es lo que estábamos buscando?
Dromel tragó saliva y asintió.
—Yo… Sí, claro. Claro que sí, es la mansión de lord Dwerlen. Allí encontraremos riquezas suficientes para todos nosotros. Debemos volver, sí, ¿eh? Seríamos tontos por haber llegado tan lejos y no coger ese dinero.
Tal vez fuera su tartamudeo, o el temblor de sus manos lo que me indicó que se estaba callando algo.
—¿Quién era ese lord Dwerlen? —pregunté, inclinándome sobre él—. No nos has hablado de él. Quiero saberlo.
—Lo-lord Dwerlen era sólo un… un recaudador de impuestos o algo pareci…
En un segundo, mi mano derecha rodeaba su garganta.
—¡No me mientas, condenado!
—¡Rojo! —gritó Ramita—. ¡No le hagas daño!
—Dime la verdad —susurré ante el rostro de Dromel—. ¿Quién era lord Dwerlen? ¿Por qué estabas tan decidido a encontrar su casa?
—¡E-e-era un…, un cartógrafo! —consiguió articular Dromel, cada vez más colorado—. ¡Que-que-quería sus mama-mapas!
Le solté el cuello. Cayó hacia atrás, jadeando.
—Un dibujante de mapas —repetí—. ¿Nos has convencido de venir hasta aquí por un puñado de mapas?
Dromel titubeó y luego añadió, sin apartar de mí sus ojos bien abiertos.
—Era rico —dijo sin resuello—. Tenía toda clase de mapas conocidos. Se retiró a Enstar desde el continente hace décadas, antes de la Guerra de Caos.
Me aparté de él y me relajé. Eso sonaba más parecido a la verdad…, y no es que ya no pensara en matarlo.
—Entonces no hay ningún tesoro, ni monedas, ni joyas, sólo mapas —dije.
—¡No, eso no! —casi gritó Dromel—. No, creo que hay un tesoro, toneladas de riquezas, pero en cuanto a mí, lo que realmente quiero son los mapas. ¡Tengo que conseguir los mapas! —Tomó aliento con un estremecimiento—. Los demás os podéis repartir las piezas de acero que encontremos, pero yo quiero los mapas. Por favor.
—Bueno, a mí también me gustan los mapas. ¿Y si…?
—Puedes quedarte los mapas, Dromel —interrumpí.
—¡Eh! —gritó Ramita.
—Cállate —la corté, sin dejar de mirar a Dromel—. Pero me dirás por qué quieres esos mapas, y no sólo medias verdades.
Dromel tragó saliva.
—Me gustan los mapas —dijo.
Sabía que eso no era todo, pero decidí ser paciente. Pronto vería los mapas por mí mismo. Ya me había hecho cierta idea de lo que Dromel tenía en mente.
—Bien. Pues quédatelos. El resto nos lo dividiremos los demás, pero será mejor que haya un gran tesoro, como vienes diciendo desde el principio.
—Tendremos que entrar en la casa —dijo Cazador con calma—. Puede que esté oscuro. Podría haber más seres de sombras allí.
Ramita se estremeció violentamente. Se rodeó el torso con las manos, como si necesitara calor.
—Tenemos las reliquias —dijo en voz baja—, pero no deberíamos entrar en la casa a menos que sea imprescindible. Todavía estoy aquí y respiro, de modo que esos trastos funcionan, evidentemente, como tú nos dijiste, ¿correcto? Podemos ir a donde queramos, sólo que no por mucho rato.
Iba cobrando valor a cada minuto. Era una guerrera, después de todo.
—¿A quién se le dan bien los nudos? —dijo Dromel, frotándose el cuello con cuidado y evitando mirarme—. Supongo que tendremos que pasar por varias puertas para llegar dondequiera que su señoría tuviera una cripta subterránea.
Cazador lucía una enigmática sonrisa.
—Yo. —Sostuvo en alto la punta de la Dragonlance—. Puedo utilizar la punta de esto, si es necesario.
Desembarcamos del buceador antes de que transcurriese una hora. Debo acabar esta anotación, ya que se ha acabado el descanso frente a la mansión de piedra de Dwerlen y nos disponemos a entrar. El tiempo nos ha acompañado durante el viaje, hasta ahora, y el cielo está despejado. Si no hay nubes, no hay seres de sombras. Es casi mediodía. En mi próxima anotación estaremos exultantes por el triunfo o condenados. Ojalá conociera el resultado, pero no lo conozco.
Día 14, al anochecer
Hemos preparado una gran hoguera. Quemamos todo lo que encontramos en la ciudad. No hay tiempo para volver al buceador antes de que se ponga el sol. No hay tiempo para…
Día 15, por la tarde
Mi mano ya no es tan firme como antes. Es como si hubiera pasado un año entero desde la última vez que abrí este diario. Apenas recuerdo lo que escribí ayer mismo. Mi memoria está enturbiada por la niebla.
Ramita y Dromel duermen, con los labios manchados de verde por masticar hierba calmante del dolor. El vello que cubría mi brazo derecho, entre la muñeca y el codo, se ha vuelto blanco como la plata y se ha apelmazado. No tengo sensibilidad en esa zona; he perdido todas las sensaciones, como si me hubieran seccionado los nervios. Los dedos de mi mano derecha tiemblan y mi caligrafía es la de un anciano moribundo.
Sólo conservo recuerdos aislados de lo que ocurrió cuando nosotros tres pasamos bajo el viejo arco de la entrada de la mansión de piedra. Me acuerdo de que el tejado se había venido abajo en parte, por lo que entraba un poco de luz. Despejamos la entrada para asegurarnos de que nada nos cerraría el paso si tuviéramos que emprender la retirada precipitadamente. Vimos un pequeño vestíbulo, con puertas que daban a un gran comedor y a varios talleres y almacenes más oscuros. Encendimos dos antorchas cada uno, una para cada mano, y entramos. Las armas eran inútiles allí, aunque las llevábamos encima de todos modos. Sólo el fuego tenía una posibilidad de expulsar de allí a un ser de sombras…, el fuego y nuestras reliquias.
No estoy seguro de lo que ocurrió después. Mis recuerdos son confusos, entre habitaciones sin techo y pasadizos atestados de escombros, y una estrecha escalera de piedra que subía a la ausente segunda planta. Seguimos deambulando sin rumbo hasta que encontramos una ancha escalinata que descendía hasta un montón de viejas puertas cerradas. Era la cripta subterránea. Habíamos encontrado nuestras riquezas.
Por otra parte, no habíamos visto nada de valor en la mansión en ruinas. Las puertas del fondo nos atrajeron. Reaccionamos como polillas atraídas por la llama de un horno.
Mi memoria ya no es lo que era. No recuerdo quién abrió las puertas, aunque sospecho que fue Ramita, ya que todos los kenders son ladrones, incluso las hembras que tienen el corazón de un guerrero.
Una vez en el interior, estábamos explorando la sala cuando Dromel lanzó un grito. Nos sobresaltó a todos, pero no se había hecho daño. Había encontrado un cofre de marinero. Abrió la tapa de golpe antes de que pudiéramos prevenirlo y sus manos sacaron con gran cuidado cuatro largos rollos de papel viejo. No nos dijo lo que eran, pero supe que probablemente había encontrado lo que había venido a buscar realmente: la colección de mapas de lord Dwerlen. Dromel no era ningún tonto. Un buen mapa valía más que el acero. Se habían perdido tantos de los mapas antiguos en la Guerra de Caos, habían ardido tantas ciudades y bibliotecas, tantos gremios habían sido diezmados y destruidos, que un solo mapa de nuestro mundo tenía un valor incalculable. Dromel guardó rápidamente tantos mapas como pudo en un saco, que se ató a la espalda. Uno en concreto lo hizo gritar de placer al encontrarlo, y ése se lo guardó bajo la camisa. Incluso permitió a Ramita coger unos cuantos cuando hubo llenado su saco.
El resto estábamos perdiendo el tiempo y el día se acercaba a su fin. En el extremo opuesto de la sala subterránea había otra puerta cerrada. De nuevo, uno de nosotros forzó la cerradura, aunque ésta se resistió. Todavía conservo un recuerdo extrañamente claro de estar en la habitación, cerca de las escaleras de salida, montando guardia con mis antorchas, sin oír nada más que los gemidos del viento entre las piedras y muros caídos del exterior. El techo de madera oscura estaba cubierto de telarañas. Recuerdo haber pensado: «No es un buen sitio para quedarse». Debíamos movernos.
La radiante luz del sol que llegaba hasta nosotros por las escaleras se desvaneció repentinamente y un aire frío descendió hasta el sótano.
Una gran nube estaba tapando el sol. No habíamos prestado atención al tiempo.
Me volví para gritar a mis camaradas. Llegué demasiado tarde.
Los seres de sombras estaban esperando a que ocurriera precisamente eso. Cayeron sobre nosotros como la noche.
He escrito las líneas anteriores y luego no he hecho nada más que mirar fijamente la página durante mucho rato. Siento un hormigueo muy peculiar en el brazo derecho, alrededor de la zona donde el vello se ha vuelto blanco. Siento un dolor ahí un dolor que no es normal. Me pregunto si la piel y el hueso están muertos. Me pregunto si pronto moriré.
Un ser de sombras bajó por las escaleras en mi dirección. Habló mientras extendía los brazos hacia mí. Nunca escribiré lo que parecía o lo que me dijo. Lo golpeé torpemente con la antorcha y mi brazo atravesó su brazo. Creo que grité. Nunca había sentido un dolor tan grande como entonces. Caí hacia atrás y vi que uno de los brazos del ser de sombras atravesaba la pared, al pie de las escaleras, como si la pared no fuera real y el ser de sombras sí. Pese a mi agonía, recuerdo haber pensado: «Se mueve con fluidez, como el agua corriente». Se acercó a mí y le arrojé ambas antorchas a la cara.
No tengo ni idea de si el fuego le hizo el menor daño. Yo eché a correr. Corrí, y debería avergonzarme, pero la vergüenza es irrelevante, trivial. Correr era lo único que se podía hacer. Unos seres de sombras más negros que la oscuridad entraron por las puertas de la otra punta de la habitación, a través del suelo, desde el techo. Recuerdo que intenté proteger a Ramita, que estaba cerca de mí. Es extraño que me preocupara por ella, pues sólo un guerrero minotauro merece ser salvado, pero la cogí en brazos y corrí hacia las escaleras.
Muchos seres de sombras se habían reunido al pie de las escaleras para impedimos la huida. Nos rodeaban, un ejército de siluetas negras como el humo que intentaron sujetarme pero no llegaron a tocarme. Creo que me volví loco durante un rato. Este recuerdo me agobia.
Recuerdo que Dromel tenía una punta de Dragonlance con su cadena en la mano y otra alrededor del cuello y le siseé: «¿Dónde has conseguido la otra?». La pregunta pareció sorprenderlo y la miró con perplejidad.
—Creí que tú… o alguien… la había dejado caer, ahí atrás —dijo. Hizo girar la reliquia alrededor de su cuello, gritando al mismo tiempo. Golpeó a un grupo de seres de sombras y todos cayeron hacia atrás y se disolvieron en la nada.
La cadena. La punta de Dragonlance. Recuerdo haber buscado por la habitación y visto otra, metida en el ojo de la cerradura de las puertas del otro lado de la sala subterránea. Alguien la había dejado allí, quizá mientras intentaba forzar |a cerradura. Era culpa de la kender, pensé, y corrí hacia ella y la arranqué de allí. Me coloqué a Ramita bajo el brazo izquierdo y empecé a hacer rodar la cadena con la Dragonlance recién encontrada, blandiéndola contra los demás seres de sombras. Cayeron hacia atrás. Arremetí por las escaleras de salida. Todos huían ante mí sin tocar el suelo con los pies.
El sol casi se había puesto. Dromel, Ramita y yo corrimos campo a traviesa hacia Hovost, la ciudad próxima a la mansión en ruinas del lord, y allí nos hicimos fuertes. Cuando el sol desapareció detrás del horizonte, encendí un fuego.
Conseguimos encender una enorme hoguera y la alimentamos con cualquier pedazo de madera capaz de arder, y las llamas amarillas crepitaban y chisporroteaban a gran altura en el cielo negro, conteniendo al ejército de la oscuridad.
Los seres de sombras se apiñaron a nuestro alrededor. Eran centenares, quizá miles. Nos hablaban. Le tapé las orejas a Ramita con las manos para que no llegaran a su mente, pero no dejó de gritar mientras ellos hablaban. Recuerdo haber mirado en derredor hasta encontrar una especie de planta que en cierta ocasión me habían dicho que calmaba el dolor y provocaba el sueño. Conseguí que Ramita comiera de esa planta y gritó un poco menos, antes de perder el conocimiento. Rodeé su cuerpo con la cadena y la Dragonlance que quedaba para protegerla. Ningún monstruo la tocaría así.
Yo no tenía nada para proteger mis oídos de las palabras de los seres de sombras, nada para ahuyentarlas de mi cabeza. Nos instaban a salir, a unirnos a ellos. Dromel y yo estuvimos oyéndolos toda la noche, y nadie nos oyó gritar excepto nosotros mismos.
No recuerdo cómo volvimos al buceador. Lo único que sé es que estamos aquí y, aunque probablemente estamos a salvo, eso no me reconforta.
Día ??
No tengo ni idea de qué día es hoy. Ramita y yo no hemos salido del buceador, aunque yo sólo estoy consciente desde hace un rato. Le di a comer demasiada planta contra el dolor y sigue durmiendo. No recuerdo por qué estamos esperando, o cuánto tiempo llevamos haciéndolo. Sólo recuerdo que ambos vinimos a Enstar para hacernos ricos. Ramita tenía ciertos mapas, creo, y tenemos este buceador, pero no me acuerdo de cómo lo conseguimos. Creo que Ramita tiene mucho que ver con todo esto, porque yo no recuerdo haber preparado el viaje. Tengo la cabeza turbia por las palabras de los seres de sombras, apremiándome para que los acompañara. Yo era uno de ellos, decían, uno de los insignificantes. Me decían que dejara mi Dragonlance y me uniera a ellos. Cuando lo hiciera, sería libre.
Es difícil escribir. Nunca había sufrido una enfermedad como la que me aqueja ahora. Una melancolía se ha apoderado de mi cuerpo y de mi espíritu, y las lágrimas brotan de mis ojos. Fui un loco por venir aquí.
Día ??
Ahora estoy más lúcido, aunque no mucho. Encontré un objeto curioso a mi lado cuando desperté esta mañana. Era una nota, escrita en lengua común. No tengo ni idea de cuánto tiempo lleva junto a mí. Debió de escribirla Ramita, aunque sigue inconsciente y muy pálida. Quizá despertó, mientras yo también dormía.
La nota dice:
«Cuerno Rojo:
»No resisto más la llamada de los seres de sombras. No tengo tu poder de voluntad. Voy a volver a la orilla. Siento haberte mentido. Te elegí porque no tenías ataduras en Merwick, de modo que si nuestra aventura salía mal, tu ausencia pasaría desapercibida. Creo que quizás hayamos llegado aquí con otros tripulantes del buceador, pero han desaparecido por culpa de los seres de sombras. No estoy seguro de cuántos éramos al principio, pero su sangre cae sobre mi conciencia y debo responsabilizarme de su destrucción. Ojalá supiera a quién he perjudicado. Todavía me acuerdo de ti y de la kender. No recuerdo a nadie más. Os dejo mis mapas para que los uséis Ramita y tú. Encontré el Gran Mapa de Krynn de lord Dwerlen, que llevaba desaparecido muchos años. Él había navegado mucho y sabía muchas cosas que luego se perdieron. Yo me había enterado de grandes cosas sobre él por las memorias de quienes lo conocieron y por eso sabía cómo encontrar su mayor tesoro. Mi intención era construir una flota como el mundo no había visto otra con lo que encontrara, ya que esos mapas permitirían hoy comprar un reino. Pero ya no significan nada para mí y me avergüenzo de haberos traído hasta aquí para morir. Os pido perdón. Debo subir a la superficie y marcharme. Las reliquias os mantendrán a salvo. Os dejo la mía, para mí ya no significa nada.
»Utiliza los mapas para encontrar tus propios sueños. En la proa, bajo el armario de las provisiones, hay un libro sobre el funcionamiento de este buceador. Por favor, Cuerno Rojo, recuérdame en tu diario y menciónale mi nombre al mundo, aunque nadie más me recuerde y desaparezca para siempre.
»Dromel.»
Una extraña nota. La guardé en mi diario. Ramita debía estar delirando cuando la escribió. Ojalá pudiera dormir. Las voces de los seres de sombras siguen murmurando en mi cabeza, y sus palabras suben de volumen sin cesar. Es demasiado difícil intentar poner en marcha el buceador. Me sacudiré de encima esta influencia maligna, esta horrible tristeza que me embarga, y arrancaré el buceador mañana. Ya hemos empezado a flotar a la deriva, alejándonos de Enstar, hacia mar abierto.
Día??
Debo irme. Ya no hay nada por lo que vivir. Ramita no ha despertado. Me temo que muera envenenada por las plantas contra el dolor. Es culpa mía. Le dejo mi reliquia, todas las reliquias que quedan. Su cuerpo estará a salvo. Tiene el corazón de un guerrero y los seres de sombras jamás la reclamarán para el olvido mientras lleve las Dragonlances. A mí, ¡ay de mí!, cuya alma ha sido vaciada por la locura interior y la oscuridad exterior, que se me lleven las sombras.
Día 1
¡Guau! ¡Menuda historia! Ojalá supiera quién la escribió. Debe de ser un regalo para mí, ya que salgo en ella, pero no tengo ni idea de quién puede habérsela inventado. Alguien con una gran imaginación.
Debí de pillar una de las grandes hace unos días, porque no sé qué estoy haciendo en esta estrafalaria embarcación. Debí de pedirla prestada para irme de crucero, o algo parecido. Tengo un dolor de cabeza espantoso; debe de ser la peor resaca de la historia. Nunca más tomaré vino de moras rojas, lo prometo. Miré hacia fuera por las portillas y no hay nada más que agua. Creo recordar que corría por una isla buscando cosas, y que había monstruos que parecían seres incorpóreos y vivían en edificios derruidos, pero nada más. ¡Qué tragedia! Probablemente he vivido una aventura y no me acuerdo. Sería una gran historia para contarla en Merwick.
Me he mantenido ocupada leyendo un manual que he encontrado sobre el funcionamiento de esta nave y creo saber cómo ponerla en marcha. Creo recordar que he visto este trasto en Fenshal e Hijos. Quizá si se la llevo no se enfaden conmigo y pueda mostrarles algunos de los mapas que he encontrado aquí dentro. ¡Uno de ellos parece el mapa de todo el mundo de Krynn! ¡Es increíble! Apuesto a que podría comprarme una flota entera con este mapa, pero naturalmente no lo haré porque es demasiado interesante para separarme de él, igual que estos cinco collares de puntas de lanza que llevo alrededor del cuello, no sé por qué. Me pregunto si serán realmente Dragonlances. Me parece recordar que oí en alguna parte que sí. ¡Eso sería una pasada!
Me voy a asear. Huelo como el suelo de un granero y el sabor de mi boca también es muy parecido. Después probaré esta nave y me marcharé. Quiero ver el mundo de Krynn, explorarlo y dominarlo, vivir libre como las gaviotas en alta mar, igual que quería hacer quienquiera que escribiese lo que dice esta carta. Quizá me invente mi propia historia y la escriba aquí también, y quizá debería publicarla y hacerme famosa. Estaría bien hacer algo por lo que todo el mundo me recordara.