La visita de Reorx

Jean Rabe

—¡Ah, por las barbas de Reorx, sin duda causaré sensación en el festival! —El enano parloteaba para sí mismo con una voz que sonaba como gravilla que se deslizara por el fondo de un cubo—. Botas nuevas. Mmmm, un poco justas. Este peto, igual que…

El enano frunció el ceño y aguzó el oído al oír un ruido en los matorrales. El follaje de ambos lados del camino era frondoso debido a la primavera. Las ramas de una mata de lilas se habían movido, a pesar de que no soplaba brisa alguna.

—¿Hay alguien ahí?

—No es nada personal. —Unas escamas plateadas centellearon como motas de luz reflejadas en la superficie de un tranquilo lago cuando el draconiano salió de la espesura. Sus garras relucían como el acero bruñido al sol del atardecer—. Simplemente eres oportuno.

—¡Por el sagrado aliento del Forjador! —Los gruesos dedos del enano volaron hacia el hacha de guerra que llevaba al cinto y sus pies retrocedieron arrastrándose para ganar espacio.

El draconiano fue más rápido. Unos nervudos músculos se abombaron cuando la criatura se agazapaba y saltaba como movida por un resorte. Unos brazos se proyectaron hacia adelante como rayos y golpearon al enano en los hombros; el impacto lo derribó cíe espaldas y lo dejó sin aliento tras proferir un ronco bufido.

—No te muevas, enano, y te prometo que será rápido. No sentirás nada.

—¡Maldito sivak! —escupió el enano cuando recobró el aliento; forcejeó para liberar sus brazos—. ¡Vuelve al Abismo!

—¡He dicho que no te muevas! —Las fauces del draconiano se abrieron de par en par y la ácida saliva que se derramó de su labio inferior goteó en el rostro del enano—. Necesito tu cuerpo —explicó voluntariamente la criatura con un áspero siseo—. No puedo atravesar este territorio con mi verdadero aspecto. Incluso los dragones persiguen ahora a mi especie.

El enano gritó que el sivak debía buscarse otro cuerpo, que el suyo era demasiado viejo, demasiado gordo. Entre tanto, se debatía fútilmente contra el enemigo más grande y fuerte que él. El draconiano lo observó un instante más y luego pasó una garra afilada como una navaja de afeitar por la garganta de su presa, poniendo fin a su vida en lo que tarda un corazón en latir una vez.

—Te dije que sería rápido —confirmó el draconiano.

El sivak se puso en pie con agilidad y contempló el cadáver.

El enano tenía el pecho prominente, los brazos y las piernas gordezuelos, los dedos como morcillas. La ancha y curtida cara estaba cubierta de profundas arrugas por la edad. Su barba era gris como el acero, con vetas blancas, peinada con elaboradas trenzas y decorada con cuentas de metal.

—Realmente es viejo —refunfuñó el draconiano—. El último también era un viejo. Aun así, tendrá que servir.

Cerró los ojos y dejó escapar todo el aire de sus pulmones mientras oía el ruido de su corazón. Lo apremió para que se acelerara y se concentró en su magia, percibiendo el nuevo calor cuando su sangre era impulsada con más fuerza por sus venas. Sintió que su piel acorazada burbujeaba, sus escamas se alisaban y sus músculos se contraían. Notó que su cuerpo se replegaba sobre sí mismo, que sus alas se fundían en una sola pieza que se convirtió en una capa, que su hocico se achataba y que sus garras se transformaban en gruesos pies carnosos. El draconiano gruñó quedamente, pues la transformación era a un tiempo placentera e incómoda.

Flexionó sus nuevas piernas y abrió los ojos para mirar en derredor; ahora percibía el mundo de un modo algo diferente. Bajó la vista para contemplar el cadáver que podía tomarse por su hermano gemelo.

—Tu ropa es demasiado llamativa para mi gusto, viejo enano, aunque no puedo hacer nada al respecto. —El cadáver y él iban ataviados con un peto de oro adornado con un yunque en el centro y un martillo grabado encima. Los calzones holgados eran de un rojo oscuro como el vino y se introducían en la caña de unas botas de cuero negro que olían a nuevo y habían sido lustradas hasta relucir. Una capa confeccionada con un tejido negro muy caro pendía de los hombros transformados del sivak. Aunque el draconiano no se molestaba en estar al día en cuanto a las costumbres civilizadas, era consciente de que aquel enano se había gastado una cantidad considerable en su atuendo.

Ocultó el cuerpo tras una mata de helechos de gruesas frondas. Extrajo el hacha de guerra del cinturón del enano, se planteó por un momento llevársela, ya que el arma era de excelente forja y muy cara. No obstante, meneando la cabeza, la dejó caer al suelo.

—No necesito sus cosas —siseó. Regresó a la calzada y prosiguió su sinuoso camino en dirección al pie de las colinas.

El sivak se hallaba en el corazón del territorio enano, en una vía muy transitada, serpenteante y en ocasiones muy empinada. Se conocía como Calzada del Trueque y comunicaba varias ciudades enanas encajadas en las impresionantes y escarpadas montañas que rodeaban Thorbardin. La criatura había ido adoptando la forma de los enanos solitarios que mataba por el camino mientras atajaba por los picos del Trueno y luego seguía el largo desfiladero del Promontorio: una vez, un minero joven y sucio debido a su trabajo; otra, un mercader asmático plagado de ronchas; y más recientemente, un viejo enano manco con una docena de cuchillos al cinto.

Sólo un pueblo más y luego una pequeña cordillera que cruzar, según el mapa que llevaba el mercader. Después de eso llegaría a los bosques de Qualinesti donde, según había oído, se estaban congregando los draconianos para esconderse de los dragones y los humanos.

Ahora se acercaba a aquel pueblo, no necesitaba que se lo indicara el cartel ante el que pasó. Oía el desagradable parloteo de los enanos, procedente del otro lado de la curva que tenía enfrente, y lo que sonaba como un tambor que alguien tocaba a un ritmo peculiar.

«Neidarbardo», rezaba el letrero pintado de un bello tono marrón. «Hogar de los enanos preferidos por el Forjador». «Y de los kenders», habían garabateado debajo con pintura de un vivo color azul.

El draconiano transformado enderezó sus hombros de enano y apretó el paso, tomó la curva… y se detuvo bruscamente. El pueblo que se extendía ante él no era como los otros que había dejado atrás. Neidarbardo era… curiosamente pintoresco. Parecía un lugar ridículamente animado.

Las casas más cercanas estaban cubiertas por trozos de pizarra, que les conferían el aspecto de grandes caparazones de tortuga con puertas y ventanas. Su decoración era roja y blanca, con distintos tonos de verde y amarillo añadidos. Las de más allá eran viviendas enanas más tradicionales, construidas en piedra y con techado de paja, algunas con césped alrededor, en el que crecían flores silvestres. Había incluso unos cuantos edificios de dos plantas, de piedra y madera, todos ellos con aleros y postigos pintados de vivos colores, muchos con maceteros en las ventanas rebosantes de narcisos y azucenas.

En cada hogar flameaban largos pendones, un arco iris de colores discordantes que hacían daño a la vista. Unas gruesas cintas discurrían en zigzag entre las casas en forma de tortuga y unos delicados farolillos de pergamino, apagados a aquella hora del día, colgaban de los bramantes tendidos entre los edificios más altos. Por el rabillo del ojo, el draconiano disfrazado vio a dos enanos en lo alto de una escalera de mano, en precario equilibrio, bebiendo por turnos de una gran jarra de cerveza mientras intentaban enriquecer la decoración. El sivak se estremeció involuntariamente al ver la festiva escena.

Las calles no parecían responder a ningún plan concreto. No se prolongaban a partir del centro, como los radios de una rueda; las dos últimas poblaciones enanas por las que había pasado el draconiano eran así. Las calles no formaban una parrilla, ni cualquier otra figura geométrica a las que los enanos parecían ser tan aficionados. Se distribuían al azar, con trazados curvilíneos; algunas eran de una mezcla de adoquines y tierra; otras estaban pavimentadas con los mismos ladrillos empleados en las viviendas más sólidas; otros eran callejones sin salida que acababan en la parte trasera de algún edificio.

En lo que el draconiano coligió que hacía las veces d centro del pueblo, una fuente coronada por la estatua de un guerrero enano burbujeaba alegremente; el agua manaba de la boca del personaje de piedra. No, agua no, advirtió tras observarlo mejor. Cerveza. Alrededor del borde de la fuente se sentaba un grupo de músicos enanos y kenders vestido con ropas de vivos colores. Los primeros tocaban largos y estrechos tamboriles, que sujetaban entre las rodillas, y los segundos acababan de empezar a tocar flautas y tubas que refulgían al sol de media tarde. La hembra kender más menuda tenía pegadas a los dedos unas castañuelas de metal que hacia entrechocar en lo que parecían —a juzgar por la expresión de los otros músicos— los momentos más inoportunos. Una joven hembra enana intentaba dirigirlos blandiendo en el aire una jarra vacía. Su otra mano aferraba una jarra llena, de la que bebía con frecuencia.

Por delante de los músicos correteaba un enano corpulento. Vestía una reluciente túnica, con listas horizontales verdes y azules, que no ayudaba a disimular el prominente estómago que se desbordaba por encima de su ancho cinturón. Se acariciaba una recortada barba negra y no apartaba la vista de un trozo de pergamino enrollado que sostenía con una carnosa mano; parecía estar ensayando un discurso.

—Yo, Gustin Barbarrecia, hip, alcalde en funciones de Neidarbardo… —Carraspeaba para aclararse la garganta y volvía a empezar, arrastrando ligeramente las palabras.

La mirada del draconiano se dirigió hacia el límite meridional del pueblo, donde había innumerables mesas colocadas en fila, Estaban cubiertas por manteles rojos y verdes, y docenas de ramos de flores primaverales. Las hembras enanas y kenders se afanaban a su alrededor, colocando platos y jarras. Cerca había una improvisada barbacoa, y sobre sus brasas se asaba un gran cerdo, al que daba vueltas un enano de brazos musculosos. El aroma de la carne asada impregnaba el aire, lo cual hizo que el estómago del sivak rugiera.

—Yo, Gustin hip Barbarrecia, alcalde…

La música subió de volumen, ahogando la voz del alcalde en funciones, la algarabía de los niños kenders que ahora llegaban a intervalos regulares y a los tamborileros que aporreaban sus instrumentos con un ritmo sincopado que en conjunto no sonaba mal.

El draconiano se puso de puntillas, una proeza considerable, teniendo en cuenta el cuerpo que había adoptado, estiró el cuello y atisbó por un hueco que dejaban los adornos. ¡Allí! Ante su vista aparecían las montañas que se erguían más allá de Neidarbardo. Detrás de aquellas montañas se encontraba el bendito bosque, la seguridad y la compañía de los de su propia especie.

Haciendo caso omiso de las protestas de su estómago vacío, inspiró profundamente y avanzó con paso decidido por la calle principal, en dirección a la fuente.

—¡Eh!

El sivak frunció el ceño al notar un tirón en sus alas disfrazadas de capa. Miró hacia bajo de soslayo. Vio a un kender con dos copetes. El kender llevaba en la mano un voluminoso libro y lo abrió por una página en la que había una ilustración de un enano. El kender miró la imagen, luego al draconiano y finalmente hipó, exhalando un aliento que olía a cerveza.

—¡Eh! —Sonrió mostrando todos sus dientes—. ¡Es Reorx! Eres Reorx, ¿verdad? Hip.

El draconiano se esforzó al máximo por desentenderse del embriagado joven y dio otro paso en dirección a las montañas, pero el kender era tenaz y se apresuró a interponerse en el camino del sivak.

—¿Adónde vas, Reorx? ¿Te importa si te llamo Reorx?

El enano que había matado había mencionado algo sobre Reorx, recordó el draconiano.

—Si digo que soy el tal Reorx, jovencito, ¿te marcharás?

El kender abrió unos ojos como platos, volvió a hipar y asintió enérgicamente.

—Está bien. Soy Reorx.

El kender se apresuró a apartarse de su camino, guardándose el libro bajo el brazo, y sus copetes se bamboleaban mientras corría como alma que lleva el diablo hacia el alcalde en funciones, que se había detenido junto a la fuente para rellenar su jarra.

Hip. Yo, Gustin Barbarrecia…

Mientras el kender tironeaba de una manga del alcalde funciones, el draconiano siguió su camino. Pasó junto a los músicos, aflojando el paso sólo un brevísimo instante cuando algo se agitó en su interior al oír la delicada melodía de una flauta, y luego se escabulló entre un trío de edificios de dos pisos con comercios en la planta baja. Uno lucía un vistoso cartel amarillo y naranja en forma de panal en la fachada. «La mejor miel de todos los tiempos», leyó. El siguiente era una tahona en cuya ventana se aireaban toda suerte de tentadores pasteles y galletas. El estómago del draconiano hizo oír su voz y él se apremió a seguir andando. El tercero era una barbería y, a través de la ventana abierta, divisó a un joven enano al que le estaban arreglando la barba.

La música sonaba ahora más fuerte, pero él relegó todos aquellos caóticos aderezos de la sociedad al fondo de su mente y puso sus miras una vez más en las montañas. De nuevo apretó el paso y consiguió recorrer unos cuantos metros más, antes de que volvieran a tirarle de la capa. Conteniendo el gruñido que ascendía por su garganta, se volvió para encontrarse con la mirada del enano gordo, Gustin Barbarrecia.

—¿De verdad eres Reorx? Hip.

El draconiano lo fulminó con la mirada.

—Sí, sí, soy Reorx y tengo mucha prisa. —Señaló con un grueso dedo el pie de las colinas—. De modo que, con tu permiso…

—¿Pero eres de verdad Reorx? —El enano gordo se tambaleó y parpadeó como si intentara enfocar la vista—. Hip.

—Sí.

—¿De verdad, Reorx, de verdad? —El enano volvió a hipar.

—Sí, soy Reorx, de verdad. Y tú y todos los demás habitantes de este pueblo estáis borrachos de verdad. Ahora, si no te importa…

—Llevamos todo el día de celebración —terció un enano de barba negra. Era uno de los tamborileros, que se había acercado para no perder ripio de la conversación—. Es el Día del Festival, ¿sabes? Normalmente no bebemos mucho. Excepto cuando tenemos sed.

El alcalde en funciones miró de soslayo al kender, que lo había seguido y le tendía otra jarra. El kender se sacó el libro de debajo del brazo, lo abrió y señaló una ilustración a toda página de un enano. El alcalde en funciones le dedicó una larga mirada. El draconiano bizqueó al ver la imagen. El peto, en efecto, se parecía al que él lucía, al igual que la capa y las botas. Los calzones holgados no eran de un rojo tan vivo, pero eso podía atribuirse a un error de impresión.

—¡El Forjador! —bramó el alcalde en funciones, al tiempo que soltaba la jarra de cerveza por la sorpresa. Agitó los brazos, y su aspecto recordaba el de una rolliza ave que intentara en vano emprender el vuelo—. ¡Venid todos! ¡El Forjador ha regresado! ¡Hip!

La música se interrumpió en el acto y todos los habitantes del pueblo, kenders y enanos sin distinción, parecieron quedarse sin aliento al unísono. A continuación, los instrumentos fueron abandonados apresuradamente, los platos quedaron apilados, los adornos no acabaron de colocarse. Todo el mundo acudió en tromba para ver al sivak.

—De verdad, tengo que irme.

—Yo, Gustin… —farfulló el alcalde en funciones.

—Si, ya sé quién eres. Gustin Barbarrecia, alcalde en funciones de Neidarbardo.

El seráfico rostro de Gustin reflejó su sorpresa.

—¿Sabes quién soy? Hip. Hip. ¿Sabes que soy el alcalde en funciones del pueblo? Bien. ¡Eres el verdadero Reorx! Hip.

—Sí. Sí. Soy Reorx. Ya lo he dicho tres veces. Soy el verdadero Reorx y debo seguir mi camino. —El draconiano había empezado a sudar. Sólo podían mantener una forma ajena a la suya durante unas cuantas horas y no quería ser descubierto. Necesitaba salir de aquel pueblo y llegar a las montañas, donde la sombra de los picos ocultaría su cuerpo plateado—. Tengo asuntos que atender, debo ir a cierto lugar.

El alcalde en funciones no parecía oírlo.

—Yo, Gustin Barbarrecia, alcalde en funciones de Neidarbardo, hip, declaro inaugurado el Festival de la Forja, en hip honor al más grande de los dioses de Krynn: ¡Reorx! —Se guardó en el bolsillo el pergamino con el resto del discurso y prosiguió, con mayor volumen y autoridad—. Hemos sido hip bendecidos, amigos míos…

Detrás de él, el draconiano masculló para sus adentros:

«¿Dios? ¿Reorx es un dios? Vaya. Yo sólo conozco a la Reina de la Oscuridad…»

—… por los dioses hip ausentes desde la Guerra de Caos. Hay quien creía que los dioses se habían marchado para siempre, pero los neidarbardianos sabíamos que volverían. Por eso seguíamos honrándolos en nuestros festivales y oraciones ¡Lo sabíamos! ¡Hip! Ahora hemos sido recompensados por nuestra fidelidad. ¡Reorx ha decidido presentarse entre nosotros! ¡Reorx ha vuelto! En este mismo día en que tradicionalmente celebramos el Festival de la Forja, ¡Reorx en persona ha regresado!

Estalló una bulliciosa salva de vítores mientras enanos y kenders se agolpaban alrededor del draconiano. Algunos se limitaron a acariciar su peto, dedicándole toda clase de exclamaciones y afirmando que no notaban el tacto del metal. Otros le estrecharon la gruesa mano, mientras que unos pocos besaron el suelo junto a sus pies. Las jarras se entrechocaban y vaciaban rápidamente. Alguien depositó una jarra llena en la mano del sivak.

—La he hecho yo —balbuceó ebriamente un venerable enano—. No ha fermentado lo suficiente, pero…

—¡Por Reorx! —brindó alguien. Estalló otra ruidosa salva de vítores.

El draconiano estaba anonadado.

—Yo… De verdad, tengo que marcharme —dijo al cabo de unos segundos. Intentó recordar cuánto hacía que había matado al enano y cuánto tiempo más podría seguir poseyendo su cuerpo. Tal vez otra hora, como máximo, calculó. Con suerte, quizá dos. La mano que sostenía la jarra recibió un empujoncito y él la levantó para beber. La cerveza era densa y amarga, pero estaba buena.

—¿Adónde vas? —Era otro de los músicos.

El draconiano estudió sus lustrosas botas mientras meditaba su respuesta. Alguien le volvió a llenar la jarra.

—Pues voy a convocar a los demás dioses, para que todos puedan regresar a Krynn.

Una nueva salva de vítores se oyó, más enloquecida y ruidosa que las anteriores. Más entrechocar de jarras acabadas de llenar. Uno de los kenders músicos cogió su tuba y la hizo sonar estridentemente.

—Así que ya lo veis —añadió el draconiano, mientras vaciaba la segunda jarra—. Tengo que irme. No debo hacer esperar a los otros dioses. —Intentó dar un paso, pero estaba atrapado por la muchedumbre. Calculó que habría casi un centenar de enanos y una tercera parte eso más de kenders.

—¿A qué dios convocarás primero? Hip.

El draconiano miró con muda desesperación al enano que había hablado, que sólo se tambaleaba un poco más que el alcalde en funciones.

—¿A Mishakal?

—Sí, creo que primero convocaré a Mishakal.

—¡Qué bien! —gorgoriteó alguien enterrado entre la multitud—. ¡Brindo por eso! ¡Por Mishakal!

—¡Por Mishakal! —repitieron todos—. ¡Brindemos por Mishakal!

—¿Y luego a Solinari, el dios de la magia beneficiosa? —Era un kender de mediana edad que aferraba una jarra de cristal azul con una mano y una flauta con la otra.

—Bueno…

—¡Por Solinari! —Siguió otra oleada de aplausos y brindis.

—¿Y qué hay de Haba… Habbbaba… Habbakuk?

—Mi intención es convocar a Habbakuk y luego a Solinari.

Se repitió el coro de vítores, brindis y ruido de jarras al vaciarse.

—¡Quédate a comer primero! —Esto lo dijo una hembra enana que se había quedado al final del corro. Tenía el rostro manchado de harina y blandía un cucharón de madera, del que goteaba un tentador chocolate—. Convoca a los dioses después de probar el cerdo asado.

El estómago del draconiano gruñó una vez más.

—Supongo que podría quedarme un ratito… —Alguien le volvió a llenar la jarra.

Los gritos de júbilo de los enanos y kenders aumentaron hasta adquirir proporciones ensordecedoras.

—¡Yo, hip Gustin hip Barbarrecia, alcalde en funciones de Neidarbardo, doy la bienvenida a Reorx, el Forjador, a nuestro banquete!

—No puedo quedarme mucho tiempo, comprendedlo. Los dioses están muy ocupados. —El draconiano descubrió que tenía que gritar para hacerse oír a causa del tumulto.

El alcalde en funciones asintió con evidentes muestras de embriaguez y le indicó por señas que fueran hacia las mesas. En respuesta, la multitud se calmó un poco y retrocedió como una fluctuante ola al retirarse de la playa. Gustin extendió una mano y, por un instante, el sivak se planteó echar a correr hacia las montañas. Aunque ahora tenía las cortas piernas de un enano, conservaba la fuerza de un draconiano, además de su velocidad. En aquel momento había un considerable espacio entre él y los rechonchos vecinos, y en su estado de ebriedad no conseguirían darle alcance.

Pero el cerdo olía muy, pero que muy bien.

Suspiró y aceptó la mano del alcalde en funciones, con lo cual el corpulento enano prácticamente se desmayó ante tanto honor. A continuación, Gustin condujo al sivak hasta las adornadas mesas y lo acompañó hasta la silla más grande. El draconiano sospechó que dicha silla estaba reservaba para el alcalde en funciones, ya que era lo bastante ancha para alojar su mole y en el respaldo estaban grabadas las palabras «Su Señoría».

Alguien estaba descuartizando el cerdo, que impregnaba el aire con sus cada vez más prodigiosos aromas. Una gran jarra finamente tallada fue llenada hasta el borde con la mejor cerveza enana que el sivak había olido nunca. Fue depositada ruidosamente ante el draconiano transformado, que apuró el contenido de su anterior jarra, apartó el recipiente vacío, luego bebió un sorbo del nuevo y descubrió con el mayor de los agrados que le calentaba el gaznate. No era tan amarga como la otra, ésta tenía un regusto dulce. La apuró también con rapidez.

El alcalde en funciones encajó su cuerpo en una silla situada a la derecha del dios, mientras uno de los músicos enanos se sentaba en la silla de la izquierda. En pocos segundos, todos los asientos estaban ocupados y el aire bullía con docenas de conversaciones farfulladas, todas ellas centradas en Reorx y los dioses.

La gran jarra del sivak se llenó una vez más por obra de una hembra enana vestida con recato que intentó remeter una servilleta en el borde del peto del dios.

—Me parece que no quiere entrar ahí —dijo, desistiendo finalmente, y se retiró anadeando.

—¿Por qué has elegido nuestro pueblo? —El que hablaba era un niño sentado a la otra punta de la mesa. Su jarra estaba llena de sidra y el sivak reparó en que sólo a los adultos se les concedía el privilegio de beber cerveza—. De todos los pueblos de Thorbardin, señor Reorx, ¿por qué has venido a éste?

El sivak arrugó su cara de enano, meditó, y luego bebió otro trago de la gran jarra. Tuvo la sensación de que sus dejos eran más gruesos que antes, lo mismo que su lengua.

—Bueno, jovenzuelo, cuando contemplé Krynn desde los cielos, divisé fugazmente Neidarbardo y me sentí atraído por él.

—¿Por Neidarbardo? —El niño pareció sorprendido—. Hay ciudades mucho más grandes en las montañas y en los llanos.

El sivak asintió y ahogó un hipo.

—Ah, jovenzuelo, sin duda las hay, pero percibí que los habitantes de Neidarbardo eran muy fieles a los dioses…, aunque hemos estado ausentes desde la Guerra de Caos. Oí vuestras oraciones cuando contemplaba Krynn.

—¿Me oíste a mí?

El sivak asintió y bebió otro trago. No recordaba haber bebido jamás algo tan delicioso.

El niño se quedó sin aliento, aplaudió y repartió codazos en las costillas entre sus vecinos de mesa.

—¡Me oyó a mí!

Una gruesa tajada de carne cayó sobre el plato del draconiano, que casi se olvidó de todo y fue a cogerla con las manos. Vio al alcalde en funciones utilizar el cuchillo y el tenedor, copió sus gestos hasta donde se lo permitía su habilidad y empezó a devorar el manjar. Nunca, en ningún pueblo por los que había pasado, había comido algo tan sabroso. Naturalmente, nunca había estado tanto tiempo sin comer, ni tan hambriento… y nunca había bebido tanto. Vació otra vez la gran jarra cuando depositaron ante él una segunda e igualmente gruesa tajada de carne. Indicó con torpes gestos que volvieran a llenarle la jarra.

—Mi primo hip Gustin hip sacrificó hip el cerdo hip ayer —contó un viejo tamborilero enano—. El mayor hip cerdo que he hip visto por estos hip pagos en años. Debió de ser hip un presagio de tu hip llegada.

Sirvieron pan valiente cubierto por la miel más dulce que el draconiano había probado. «La mejor miel de todos los tiempos», le recordaron. La comió casi con veneración y dejó una gota sin tragar sobre su lengua. Finalmente la hizo bajar con la cerveza.

—La recogemos de los hip panales de abejas gigantes que hay hip a la salida del pueblo —explicó Gustin, señalando aproximadamente hacia el sur—. Uldred, Mesk, hip Puldar, id al panal y traed más para nuestro excelentísimo invitado. Hip. ¡Miel para Reorx!

Sirvieron cuencos de arándanos espolvoreados con azúcar, más cerveza, batatas rehogadas en cremosa manteca, canela en rama, más cerveza. El aire seguía bullendo de alabanzas hacia el dios que se había dignado favorecer el pueblo de Neidarbardo con su distinguida presencia.

—¿Dónde expulsó Caos a todos los dioses? —Lo dijo una hembra que empuñaba una cuchara llena de chocolate. No había bebido tanto como los demás y era más fácil entenderla—. ¿A la otra punta del mundo? ¿O quizás a otro mundo?

El draconiano engulló una gran porción de carne de cerdo.

—No se me permite decirlo, amable señora. Caos hip ordenó que ese lugar se mantuviera en secreto para los mortales.

Se oyeron murmullos de «Claro, normal».

—¿Entonces por qué has vuelto a Krynn? ¿Caos te dejó en libertad? —Era la misma mujer.

El draconiano ensartó una batata.

—No es que me dejara precisamente.

El coro de exclamaciones fue acompañado por intermitentes choques de jarras.

—Lo desobedecí y me escapé de su lugar secreto. Me hallaba demasiado lejos de hip Krynn y de la compañía de enanos y kenders —prosiguió, hinchando su pecho de enano. La batata descendió con facilidad por su garganta, seguida por otro sorbo de cerveza—. Por eso decidí regresar. Caos no sabe que he venido. Cuando no miraba, me escapé furtivamente. Por eso tengo que irme ya. Si quiero convocar a los demás dioses, debo hacerlo antes de que me eche en falta y trate de impedírmelo. Hip. Aunque quizá tome otra chuleta más de ese cerdo.

La mirada del draconiano iba de un rostro a otro entre bocados de cerdo y arándanos. Varios músicos habían acabado de comer y atacaban una animada melodía. La música resultaba agradable a los oídos del sivak. Todos eran tan… felices. Era una emoción que generalmente repudiaba, la aborrecía, un sentimiento de debilidad que no tenía cabida en su vida y en la de sus compañeros. No recordaba haber sido nunca feliz. Se sorprendió sonriendo como todos los demás.

—¡Podrías quedarte para el baile de esta noche! —Fue una joven hembra enana con un vestido rojo engalanado con margaritas bordadas.

—¿Quedarme? No. —¿Cuánto tiempo había pasado desde que habla matado al enano? ¿Una hora? ¿Dos? Necesitaba marcharse antes de perder el control y recuperar su cuerpo de sivak. Eso sin duda pondría fin a la diversión y posiblemente a su vida, ya que varios de los enanos de aspecto más decidido iban armados con espadas y hachas de guerra. Aún así, no percibía el hormigueo que normalmente indicaba que estaba a punto de cambiar de forma. Tal vez se equivocaba respecto al tiempo. Tal vez podía esperarse. Se palpó para comprobar el ritmo de su corazón y descubrió que parecía latir al compás de los tambores enanos.

—¿Ni a un baile? —insistió educadamente la hembra.

—De verdad, tengo que marcharme. Hay dioses que convocar, plagas que erradicar, hip dragones que vencer y otros importantes asuntos que atender…

Le pusieron en la mano otra cerveza que enseguida encontró el camino hasta su gaznate. Todo estaba buenísimo. No notaba hormigueo alguno, ni un indicio de la recuperación de su amado y verdadero ser. Quizás hubiera algo en aquella maravillosa cerveza que le permitía conservar aquel maravilloso cuerpo más tiempo… quizá para siempre.

—Quiero que te quedes con esto. —Una anciana hembra enana avanzó hasta él meciendo las caderas y le colocó un medallón alrededor del cuello—. Mi marido extrajo el oro del que está hecho. Me lo regaló cuando éramos jóvenes y los dioses caminaban por Krynn.

Hip. Quiero hip que te quedes hip con esto. —Gustin Barbarrecia se estaba desabrochando una insignia de su túnica, una cinta morada de la que pendía un dije de oro moldeado con la cara de un enano—. Es un símbolo tuyo. Hip. Fue forjado hace años y me lo dio mi predecesor hip en la alcaldía. —El alcalde en funciones se volvió, su barriga chocó contra el draconiano y estuvo a punto de derribarlo de su silla. Prendió el alfiler en la capa del draconiano, donde iría el cierre de una verdadera capa, sin advertir la crispación del sivak al ser agujereado por el largo y afilado objeto.

—¡Y esto! —Una niña enana le hizo llegar su muñeca—. Es mi favorita.

—No puedo aceptar todo esto —protestó el draconiano—. Ahora debería hip irme, de verdad.

Colocaron otra jarra de cerveza frente a él. Los músicos tocaban ahora una pieza lenta, complementada por una compleja contramelodía que a ratos sonaba algo desafinada. El sivak se encontró tarareándola.

—¡Tienes hip que aceptar hip nuestros regalos! —replicó el alcalde en funciones. Parecía abatido—. Te veneramos más que a los otros hip dioses. El Forjador, el más grande hip de los dioses de Krynn. Fuiste tú quien hip domeñó a Caos para que forjara el mundo, y fuiste tú quien creó las estrellas hip golpeando a Caos con tu Martillo.

—Es verdad —reconoció el sivak, mientras recorría con un grueso dedo el borde de la gran jarra—. En efecto, creé las estrellas. Hip. Creo que fue mi mayor logro. Naturalmente, también estoy bastante orgulloso de las montañas. Las hice de un plumazo.

—Eres el padre de los enanos y los kenders, y te debemos la vida —dijo el kender con dos copetes con el que se había tropezado cuando llegó al pueblo—. Tú forjaste la Gema Gris. Sin ti, la Guerra de Caos se habría perdido. Krynn ya no existiría.

Las jarras entrechocaban en sucesivos brindis por el Forjador, y los enanos se palmeaban mutuamente en la espalda y se tambaleaban en sus asientos.

—Bueno sí —concedió el draconiano—. La Guerra de Caos habría tenido un resultado mucho peor si yo no hubiera dado ciertos pasos para ayudar a los mortales. Sí, aceptaré con mucho gusto vuestros regalos.

El alcalde en funciones se animó al instante y se aclaró la garganta.

—El más hip poderoso de todos los dioses, sabíamos que serías tú el primero en volver. Sabíamos que te mostrarías a tus hip hijos, los enanos y los kenders de Thorbardin. Hip.

Entre renovados vítores, el draconiano recibió otra gruesa rebanada de pan untada con aquella maravillosa melancólica y se apartó de la mesa, se guardó la muñeca de trapo bajo el brazo y descubrió que necesitaba miel. Los muchachos estaban a punto de volver de los panales con más, le aseguraron.

«Quizá puedo quedarme a un baile», pensó. Nunca había bailado. ¿Cuánto hacía que había matado al enano? No podía haber pasado tanto tiempo, se dijo. El tiempo ya no importaba, ¿o sí? La cerveza estaba deteniendo la transformación. Cerró los ojos y paladeó los últimos bocados del cerdo, notó que la carne reposaba cómodamente en su repleto estómago. Escuchó la banda de música y el gorgoteo de la fuente, las conversaciones farfulladas de sus nuevos amigos. Eran mucho mejor compañía que los de su propia especie, decidió. Los amaba.

Su expresión se tornó concentrarse un poco para permanecer en pie sin balancearse. Echó una mirada de soslayo hacia la fuente y advirtió que estaban encendiendo los farolillos de pergamino, y que se estaba poniendo el sol.

—Sí, creo hip que puedo quedarme a un baile o dos antes de irme para convocar a Mishakal y a Habbakuk, a Solinari ya los otros.

—¡Pero no a Takhisis! —gritó el kender de los copetes—. ¡Por favor, no convoques a Takhisis!

A la mención del nombre de la Reina de la Oscuridad se oyeron siseos y maldiciones masculladas en voz baja.

—No. Podéis estar tranquilos, hip que no convocaré a Takhisis. —Sonrió para sus adentros, ya que era la primera verdad que decía desde que llegó al pueblo.

—¿Deverdadtienesquemarcharte? —preguntó un anciano kender que se agarraba a la mesa para no caerse redondo—. ¡ConvocaalosdiosesdesdeNeidabardo!

El alcalde en funciones apartó su silla de la mesa y se levantó, trastabillando por los efectos de la cerveza.

—Basta, basta, buenas gentes de hip Neidarbardo. Hemos sido hip bendecidos hip en el día de hoy. Nunca antes un dios, el dios de Krynn, había puesto los pies en nuestro hip hermoso pueblo. No hay que ser egoístas y hip no debemos…

—¡Socorro!

El grito sonó muy débil al principio, pero hizo vacilar a Gustin Barbarrecia. Sin embargo, se repitió, cada vez más fuerte, a medida que el enano que gritaba desde lejos se acercaba al pueblo corriendo a toda velocidad. Los músicos dejaron de tocar, los comensales interrumpieron sus conversaciones, los tenedores cayeron sobre la mesa, la cerveza fue olvidada. Todos los ojos se volvieron hacia el enano presa del pánico.

Estaba cubierto de miel, una masa pringosa que cubría por completo su barba y su cabello, aplastándolo contra su rostro. Jadeaba penosamente y se apretaba el costado, dolorido a causa de la desesperada carrera.

—So-co-rro —logró articular con gran esfuerzo. Señaló hacia atrás y hacia el sur.

El alcalde en funciones avanzó con pasos vacilantes hasta situarse a su lado.

—¿Qué sucede, hip Puldar?

—Uldred, Mesk —jadeó el aludido—. Están atrapados en el panal gigante. Las abejas. Nos mandaste a buscar más miel para Reorx. Creíamos que las abejas habían salido de las celdas superiores y subimos hasta allí. Pero… —Cayó de rodillas—. Gustin, las abejas vinieron y Uldred se escondió en el fondo del panal. ¡Mesk fue tras él!

Todas las miradas se desplazaron del enano al draconiano transformado que se alejaba de la mesa, con la mirada puesta en las montañas que se erguían al otro lado del pueblo.

—¡Reorx! —El kender de los copetes gemelos prácticamente se había subido a la mesa—. ¡El Forjador salvará a Uldred y Mesk!

—¡El Forjador!

El sivak reculó todavía más, dando algún que otro traspié.

—¡No hip puedes hip marcharte hip ahora! —El alcalde en funciones avanzó hacia el sivak, trastabillando, aleteando con los brazos y recordando otra vez una rolliza ave.

—Los asuntos de los dioses están por encima de las trivialidades de los mortales —empezó a decir el draconiano—. Si no va a haber baile, debería irme hip a reunir a los demás dioses.

—¡Pero se trata de Uldred! —Una hembra enana lloraba, la que le había servido el delicioso cerdo—. ¡Y de Mesk! ¡Oh, por favor, sálvalos, Reorx!

—¡Sálvalos y bailaremos! —gritó alguien.

El alcalde en funciones tomó la gruesa mano del sivak y tiró de él hacia el extremo sur del pueblo.

—Por favor —repitió, serenándose un poco por lo desesperado de la situación—. No se puede tardar tanto en salvar hip a dos jóvenes, ¿verdad? Mishakal lo entendería, Solinari también.

—¿Dónde está el panal? —Las palabras brotaron con demasiada rapidez, un gruñido sibilante, pero el alcalde en funciones, en su ansiedad, no dio importancia al tono.

El rotundo Gustin tiró del dios hacia allí. El pueblo entero los siguió dando traspiés, y el aire se pobló de murmullos de «Alabado sea Reorx» y «Bendito sea el Forjador».

—Normalmente, hip las abejas no molestan hip a nadie —resopló el alcalde en funciones mientras caminaban—. En realidad no nos prestan atención, ya que no recogemos tanta miel, pero Uldred y Mesk deben de haberlas asustado.

En pocos minutos, el gentío había dejado atrás la última hilera de casas multicolores, agachándose para pasar por debajo de una ristra de farolillos de pergamino que ardían alegremente, y ahora todos corrían como podían hacia un puñado de árboles enormes. Allí, encajado entre dos inmensos y vetustos robles, había un gigantesco panal. Incluso el sivak se quedó asombrado por su tamaño. Colgaba a más de tres metros y medio del suelo, y cada celda mediría por lo menos uno y medio de diámetro. El panal era más grande que el mayor edificio de Neidarbardo. Una escala de cuerda se balanceaba bajo uno de los robles, y el alcalde en funciones explicó rápidamente que los enanos y kenders trepaban por para acceder a las celdas y recoger la miel.

Tres gigantescas abejas entraban y salían volando de las celdas más altas. Eran mayores que los caballos de tiro, con nítidas franjas amarillas y marrones, sus poliédricos ojos más oscuros que un cielo sin estrellas. Sus patas tenían un diámetro superior al de los plantones y sus pilosidades estaban cubiertas de polen. El zumbido producido por el constante movimiento de sus alas prácticamente ahogaba el preocupado parloteo de los habitantes del pueblo.

—Sálvalos, por favor —suplicó Gustin.

—Uldred y Mesk. Son tan jóvenes… —añadió alguien de la primera línea de la muchedumbre—. Tú eres un dio dios, tú puedes…

El draconiano ya no los escuchaba, ni a ellos ni al incesante zumbido de las abejas, que habían empezado a batir las alas con más fuerza. Notaba un nervioso cosquilleo en los dedos. Ya casi era la hora.

¿O acaso, se preguntó indolentemente el sivak, sentía una sincera preocupación por aquellos jóvenes enanos? Después de todo, los habían enviado a buscar miel sólo para él.

—¡Por favor, sálvalos, Reorx!

—¿Cómo hip vas a…?

Impulsivamente, el sivak dejó caer la muñeca de trapo y corrió hacia el gigantesco panal, con las regordetas piernas hormigueándole a cada paso que daba sobre la hierba. Mientras corría, intentó sacudirse el aturdimiento provocado por la cerveza y acallar el martilleo de su corazón. Las sombras de los robles se alargaban hacia él a medida que se aproximaba. Se agazapó y, confiando en los potentes músculos de sus piernas, saltó hacia arriba. En medio de las exclamaciones de asombro y los entrecortados jadeos de los neidarbardianos, alcanzó las celdas inferiores y se encaramó al panal.

Relegó los ruidos de su corazón al fondo de su mente y escuchó con atención. Oyó débilmente que los jóvenes enanos que estaban en el interior del panal pedían ayuda, con unas voces que apenas eran ecos entre el zumbido de las abejas, tan intenso ahora que le dolían los oídos. El sivak trepó con rapidez, en el momento en que las tres abejas gigantes se lanzaban en picado.

La primera cayó sobre él cuando se colgaba del panal, y quedó medio paralizado por la sorpresa. Vio su semblante de enano reflejado en aquellos ojos como espejos, hermosa, horrorosa y perfectamente formados. Movía la cabeza adelante y atrás y agitaba los palpos nerviosamente. La racha de viento que levantaron sus alas amenazaba con derribarlo de un soplo. La gigantesca abeja estaba cada vez más cerca, con los ojos fijos en él, cuando el draconiano entró en acción, estrellando con fuerza su puño de enano contra ella. El gran insecto cayó al suelo, aturdido, y la siguiente ocupó su lugar.

A la segunda abeja gigante la alejó de un formidable puntapié que la mandó a las ramas más altas del roble, donde se quedó enredada, forcejeando. La tercera abeja se precipitó hacia el nuevo intruso, con la evidente intención de clavarle el aguijón. El insecto gigante abofeteó al sivak con las alas, luego se dejó caer y aterrizó sobre su espalda, arañándolo con las púas de sus patas. Sin embargo, el draconiano, incluso con su actual forma, no podía resultar herido de gravedad por una criatura como aquélla. Las picaduras y los arañazos sólo sirvieron para irritarlo y lo ayudaron a sacudirse el estupor debido al alcohol. Sus sentidos se aclaraban por momentos.

Más abajo, los habitantes del pueblo gritaban alabanzas a Reorx.

—¡Sólo un dios saldría hip ileso del ataque de las abejas gigantes! —exclamó el alcalde en funciones.

Finalmente, el sivak consiguió introducirse en una celda, arrastrando consigo a la tercera abeja gigante. Fuera de la vista de los neidarbardianos, le partió el cuello rápidamente a la estúpida criatura. En el panal había otras abejas. Las oía, en las profundas celdas similares a túneles, zumbando de un modo ensordecedor.

Salió gateando y se encaramó a la hilera superior, donde los últimos rayos de sol pintaban la colmena de naranja y le conferían el aspecto de una brasa moribunda. Se izó para penetrar en una las celdas más altas y se arrastró velozmente en dirección a los débiles gritos de los enanos atrapados. Se internó en un túnel descendente y quedó embadurnado de miel. Siguió descendiendo; los gritos sonaban ahora un poco más fuertes. Avanzaba a un ritmo frenético, preocupado por los jóvenes enanos que habían arriesgado su vida por él, prácticamente resbalando porque la celda describía una acusada pendiente. De repente, el túnel caía a plomo y él se encontró deslizándose por un tobogán de miel. Aterrizó en una gran sala llena de miel, ocupada por abejas gigantescas. Había obreras que asistían a una reina inmensa como una cría de dragón. Al contemplarlas, se quedó maravillado durante incontables minutos, asimilándolo todo.

—Asombroso —se oyó susurrar.

Las abejas no le prestaron atención, como tampoco a los dos jóvenes enanos encallados en la ciénaga de miel que había debajo del lugar donde se afanaban los insectos. Uldred y Mesk estaban atrapados como si se hubieran hundido en arenas movedizas. Los dos enanos lo llamaban ahora a él gritando alabanzas a Reorx, el dios. El sivak desvió su atención de las abejas y en pocos segundos estuvo junto a ellos. Consiguió arrancarlos de allí y sacarlos de la celda. Estaban tan absolutamente cubiertos por la pegajosa sustancia que apenas podían moverse. Decidió que sería más rápido llevarlos a cuestas y cargó con uno bajo cada brazo. Le costó un gran esfuerzo que no se le escurrieran, pues ahora también él estaba completamente cubierto de miel.

—¡Reorx! —gritó el más pequeño—. ¡Sabíamos que vendrías a salvarnos!

El sivak los instó a quedarse quietos mientras reptaba por otro túnel ascendente y escuchaba unos momentos para asegurarse de que no había ninguna abeja en situación de cerrarles el paso. Avanzó lentamente con los aterrados pero agradecidos enanos bajo sus poderosos brazos. Los dedos le hormigueaban casi dolorosamente por el esfuerzo.

—No os pasará nada —les dijo el sivak—. Gustin Barbarrecia, el alcalde en funciones de Neidarbardo, os espera fuera y…

Oyó un ruido a sus espaldas y se volvió, estirando el cuello. Una abeja, una muy grande, se abría paso laboriosamente por el túnel detrás de ellos. Agachó la cabeza y agitó sonoramente las alas, produciendo un fragor increíble debido al reducido espacio. Los muchachos resbalaron; uno consiguió avanzar a galas y salir del panal, el otro gritó cuando retrocedió deslizándose hacia la gran abeja.

—¡Reorx! —gritó el joven enano que resbalaba—. ¡Sálvame!

Débilmente, el draconiano oyó los aplausos procedentes del exterior. Era evidente que uno de los enanos se había puesto a salvo. En cuanto al otro… Encajó la mandíbula con determinación y cargó contra la abeja, que iba reduciendo progresivamente la distancia que la separaba del aterrorizado joven.

—¡Mesk! —berreaba alguien. El sivak creyó reconocer la voz del alcalde en funciones—. ¡Mesk! ¡Baja por la escala! ¡Deprisa, mientras las abejas están aturdidas!

Se oían otras voces, pero el draconiano no distinguía lo que decían. Los oídos le retumbaban por el zumbido de los insectos y los latidos de su corazón. Notaba una gran opresión en el pecho…

Transcurrieron unos interminables segundos llenos de incertidumbre, antes de que el otro joven enano descendiera finalmente del panal, tratando de arrancarse la pegajosa masa de la barba. A pesar de la pringosa sustancia que los cubría, ambos enanos rescatados. Rieron abrazados ávida y ruidosamente por los aliviados habitantes del pueblo.

Transcurrieron más segundos cargados de expectación, mientras todos aguardaban.

—¡Reorx! —bramó Gustin—. Uldred, ¿dónde está Reorx?

El aludido sacudió la cabeza, intentando de nuevo arrancarse la miel de su corta barba para poder hablar adecuadamente.

—El dios me ha…, nos ha salvado. —Tosió y escupió una bola de miel—. Pero había una feroz abeja y él luchaba con ella, cayeron rodando a las profundidades. Me gritó que siguiera adelante. Me dijo que tenía que encargarse de la abeja y luego ir a convocar a los otros dioses. Que lo estaban esperando. —Uldred añadió solemnemente—: Sé que ha logrado salir y ahora está ocupado con su importante misión.

—Seguro que tienes razón —dijo Gustin Barbarrecia—. Ha salvado a Uldred y a Mesk. ¡Alabado sea Reorx!

Los aullidos de gratitud continuaron mientras la multitud regresaba al pueblo, donde la banda había empezado a tocar una nueva melodía. Uldred se detuvo al divisar algo en el sucio. Una muñequita de trapo.

La recogió con gran delicadeza y la acunó bajo su brazo, se alejó furtivamente de la muchedumbre y se dirigió a las montañas.

—No era nada personal —dijo el joven enano cuando volvió la vista atrás para mirar el panal. En su rubicundo semblante había un matiz de pena.