El puente
Douglas Niles
Era una pasarela de piedra, de no más de una doce de pasos de longitud. El puente se extendía de lado a lado de un precipicio excavado por un tumultuoso arroyo, una rápida corriente de agua gélida que se precipitaba desde los encumbrados valles de las montañas Kharolis. La calzada estaba bien pavimentada y era lo bastante ancha para dejar pasar una carreta, aunque sin holgura. Unos muros de piedra bajos, que apenas llegarían a la altura de las rodillas de un humano adulto, flanqueaban la pasarela.
El puente era de construcción enana, un hecho visible incluso para un observador poco atento. Ninguna fisura separaba las piedras meticulosamente talladas, y la superficie exterior era lisa y prácticamente continua. El pilar central que se elevaba desde el fondo del barranco era alto y estrecho, mucho más alto de lo que habría sido posible en cualquier construcción humana o elfa. La pasarela tenía un aspecto de perdurabilidad adecuado para una estructura que había aguantado sin una sola reparación durante más de mil años.
El camino que conducía al puente descendía sinuosamente desde las montañas por una empinada cuesta. Tras cruzar el barranco, el camino formaba la calle mayor de un pequeño pueblo. Era una reunión de casas de piedra, resguardadas por tejados bajos y enclavadas en las rocosas pendientes de ambos lados de la calle. Unos cuantos enanos recorrían la calzada, transportando fardos de leña, mientras que otra figura achaparrada y barbuda conducía un pequeño poni por un sendero ascendente. La cadencia regular del martillo de un herrero podía oírse desde el cobertizo adosado una humeante fundición. Aparte de tales muestras de activad y de unas cuantas columnas de humo de chimenea, el pueblecito estaba tranquilo.
Todo esto podían observarlo los centinelas apostados en la cercana colina. Eran tres enanos, tumbados de bruces mientras reconocían el camino y el paso elevado. Desde su mirador no podían ver el fondo del barranco, pero sí lo suficiente del umbrío risco para saber que la sima tenía más de cien metros de profundidad.
—Y no cabe duda de que el río está revuelto como el aliento de un dragón —masculló Tarn Granito Blanco.
A su lado, Belicia Hombros de Pizarra asintió.
—A juzgar por la corriente de las tierras altas, será profundo y demasiado rápido para vadearlo, aunque pudiéramos hacer bajar a dos mil enanos por el risco y hacerlos subir por la otra orilla.
Tarn asintió a su vez, mirando por encima del hombro la legión de refugiados que aguardaban en la calzada detrás de ellos, descansando prudentemente donde no eran visibles desde el pueblo. Sabía que dependían de él para que los condujera a la seguridad, como habían dependido de él para mantenerse unidos durante cuatro meses de exilio. Los últimos supervivientes del clan Hylar, expulsados de su hogar subterráneo de las montañas por los ataques de enemigos implacables, habían resistido a duras penas el verano y la llegada del otoño en los yermos valles de las tierras más elevadas. Debilitados y desmoralizados por la vida a la intemperie, habían luchado por sobrevivir, lo habían seguido a él cuando los sacó finalmente de las tierras altas. Parecían hastiados y exhaustos, y cuando Tarn contempló la profunda garganta, comprendió que la mayoría de los agotados y harapientos Enanos de las Montañas jamás sería capaz de practicar una escalada semejante.
—Entonces tendrá que ser por el puente —dijo.
Dirigió su atención una vez más al pueblo del otro lado de la pasarela. Estudió las casas de piedra parcialmente enterradas en las laderas rocosas, vio los bajos muros de los huertos, las recias construcciones y los gruesos tejados inclinados. Un gran edificio, el origen del insistente martilleo escupía una columna de humo negro por una chimenea cubierta de hollín. Como su propio pueblo, los habitantes de aquél eran enanos, pero al mismo tiempo eran diferentes, pues eran Enanos de las Colinas, criados bajo el cielo. Su propia tribu, a lo largo de generaciones, había llamado hogar a las cavernas excavadas bajo las montañas.
Al otro lado del pueblo podían ver la promesa de su destino: una franja de campos verdes, animados por refulgentes estanques y grandes extensiones de bosque que sin duda proporcionarían caza y otros alimentos en abundancia. Los refugiados de Hylar podrían construir cabañas allí, quizá encontrar unas cuantas cavernas angostas y, con suerte, la mayoría sobreviviría al cercano invierno. En los estanques y bosques habría comida y cierto respiro del brutal clima que pronto se adueñaría de las tierras altas.
Tarn se retiró de la cumbre para unirse a sus dos compañeros, primero tendiéndose y luego acuclillándose. Inspeccionó la masa de enanos acurrucados que esperaban su decisión. No habían encendido hogueras, ni construido refugios junto a la estrecha calzada. En cambio, yacían donde se habían detenido, bebiendo sorbos de agua de sus odres o mascando finas tiras de carne ahumada. Algunos iban armados, aún vigorosos y firmes, pero muchos otros, demasiados, se veían demacrados, quemados por el sol, doblegados por la fatiga. Los ojos que lo miraron en busca de algún destello de esperanza se veían sombríos y atormentados.
Detrás de los harapientos refugiados se extendían los escarpados montes que precedían a las montañas Kharolis. La nieve espolvoreaba las laderas, y los picos más altos estaban enterrados bajo ventisqueros de nieve en polvo de más de tres metros de altura. De aquellas cumbres surgían nubes de cristales que arrastraba el aire, prueba de que los vientos invernales pronto asolarían los valles y el frío mataría a cualquiera que no se hubiera preparado para la llegada del invierno.
—No perdamos más tiempo —gruñó el tercer enano, hablando por primera vez—. Yo digo que tomemos en puente antes de que los Enanos de las Colinas se enteren de que estamos aquí. Si intentan detenernos… —No terminó la frase, pero su mano, tensándose alrededor del astil de su hacha de guerra, dejaba claro lo que quería decir.
—Espera, Barzack —lo previno Tarn—. Tracemos un plan y ciñámonos a él. Tiene que haber un modo de llegar al otro lado de ese puente sin necesidad de que nadie muera.
—¡Bah! Son Enanos de las Colinas. ¿A quién le importa si tenemos que hacer pedazos a unos cuantos?
—Te olvidas de que quizá tengamos que vivir cerca de este lugar durante todo el invierno. Ya será bastante duro encontrar alimento y construir refugios para tener que preocuparse por si vamos a ser atacados por una turba de aldeanos que buscan venganza.
—Por no mencionar —añadió Belicia sarcásticamente— que quizá son gente pacífica.
Barzack lanzó un bufido. Al igual que Tarn, era un individuo hirsuto, de larga melena y poblada barba. A pesar de los meses transcurridos viviendo al raso, su oscura armadura estaba limpia y bruñida, sin huellas de óxido. Sus botas y su túnica mostraban signos de desgaste, pero su casco se ceñía firmemente a su cuero cabelludo. Mientras que Tarn y Belicia habían demostrado paciencia y capacidad de dirección manteniendo unidos a los Enanos de las Montañas durante los meses de exilio, Barzack se había revelado competente y útil como rastreador, cazador y guerrero de admirable valor y destreza. Toda la tribu le había rendido honores cuando mató él solo a un gran oso de las cavernas. Empleando únicamente su hacha, no sólo había acabado con una amenaza para la vida de los enanos, sino que además les había provisto de carne suficiente para un gran banquete y procurado una piel que había servido para confeccionar una docena de cálidas capas.
—Los Enanos de las Colinas no podrán buscar venganza si están todos muertos —señaló con fría lógica.
Tarn negó con la cabeza.
—No queremos iniciar otra guerra. Además. Teniendo en cuenta la situación del mundo, me sorprendería que ese pueblo estuviera tan dormido como parece. Quizá no son tan fáciles de sorprender.
El otro enano montó en cólera.
—¡Que intenten atacarnos! Te lo aseguro, me vendría bien un poco de acción.
—¿Y nuestros ancianos, y los niños? —replicó Belicia indicando con un gesto la apática masa de Hylar—. ¿No crees que agradecerían tener a sus guerreros cerca durante el invierno? —Se volvió hacia Tarn—. Déjame bajar y hablar con ellos, para comprobar si va a haber algún problema.
—Creo que deberíamos ir todos. Así sabrán que hablamos en serio —dijo Tarn—. Debemos estar preparados para actuar si se muestran reacios.
—No hay razón para alarmarlos a todos —objetó Belicia.
—Si ven a dos mil Enanos de las Montañas esperando para cruzar su puente, preferirán hablar… y se lo pensarán dos veces antes de intentar detenernos.
Aunque hizo una mueca de disgusto, Barzack asintió para indicar su conformidad.
—Ya es bastante malo vivir a la intemperie, abrasados por el sol todo un caluroso verano. Ahora tenemos que dorarles la píldora a un puñado de Enanos de las Colinas con la única esperanza de que nos permitan cruzar el puente y atravesar su pueblecito.
—¿Acaso preferirías volver a Thorbardin? —preguntó severamente Tarn, perdiendo la paciencia.
Por un momento, los tres guardaron silencio, abrumados por lúgubres recuerdos. Los hylars fueron en otro tiempo el más orgulloso de los clanes enanos, gobernantes indiscutibles de la poderosa Thorbardin. Habían sido expulsados de su hogar ancestral el verano anterior, víctimas de la traición de los enanos oscuros. Como si no bastara con el traicionero ataque de los clanes vecinos, habían sufrido una invasión por parte de demoníacas criaturas de Caos, que habían arrasado sus hogares con una violencia inusitada. Ahora aquellos refugiados eran los únicos supervivientes del clan Hylar. Su ciudad estaba en ruinas. Ninguna familia había salido indemne de la devastación; de hecho, cada uno de los tres líderes que discutían qué hacer respecto al puente había perdido a un progenitor en los brutales combates contra los enanos oscuros y las criaturas de Caos. Tarn no pudo evitar un sentimiento de vergüenza al recordar lo bajo que había caído su pueblo. Sabía que ante ellos se cernían peligros peores y se preguntó si seria capaz de superar los obstáculos.
—Un día volveremos —dijo, para sí mismo tanto como para sus dos compañeros—. Es una promesa… a vosotros, a todos nosotros.
—Por ahora, veamos si podemos cruzar ese puente —dijo Belicia, atrayendo su atención de nuevo hacia el presente.
—¿Barz? —preguntó Tarn, mientras contemplaba otra vez la multitud de Enanos de las Montañas que descansaban a ambos lados del camino.
—Los avisaré —masculló el fornido guerrero—. Estaremos preparados para tomar el puente al asalto si se ponen tontos.
—Esperad a que yo dé la orden —dijo Tarn. Agradecía la capacidad de Barzack, una cualidad muy preciada en aquel mundo cada vez más alborotado, pero con frecuencia consideraba su belicoso carácter un desafío a la prudente autoridad.
El guerrero de barba negra gritó su aviso al grupo principal y los Enanos de las Montañas formaron una vez más. Los guerreros más resueltos componían la vanguardia, mientras que un gran destacamento de hylars armados protegían la retaguardia de posibles sorpresas. Tarn y Belicia encabezaban la larga columna que coronó la cima de la loma y descendió por la calzada en dirección al pueblo. Inmediatamente vieron que la soñolienta apariencia de la comunidad de Enanos de las Colinas era engañosa. A simple vista comprobaron que un grupo de guerreros armados salía de un achaparrado edificio y avanzaba a marchas forzadas para defender el puente.
—¿Crees que ya sabían que estábamos aquí? —preguntó Belicia.
—¿Quién sabe? No me sorprendería que mantuvieran una compañía de guardia permanentemente.
La hembra enana asintió. Ambos sabían que, si bien las Hordas de Caos habían sido repelidas antes de que pudieran arrasar Thorbardin, extrañas criaturas acechaban todavía en aquella y en todas las demás regiones de Krynn. Sin duda, los Enanos de las Colinas habían conocido también los horrores de Caos: Dragones de fuego líquido, seres de sombras que absorbían la vida e incluso los recuerdos de sus infortunadas víctimas, demonios guerreros que no le temían a nada…
Naturalmente, el cisma entre los clanes enanos ya existía mucho antes de la Guerra de Caos. Aun así, a Tarn le entristecía ver que las rivalidades y los rencores que habían empañado la historia común de los Enanos de las Colinas y de las Montañas no se habían aplacado con la llegada de una amenaza mayor y sobrenatural. Los habitantes de aquel pequeño pueblo no podían haber parecido más hostiles. A juzgar por las primeras palabras que pronunciaron cuando Tarn y Belicia avanzaron hasta que la distancia que los separaba les permitía saludarse, era probable que se desencadenara una batalla en toda regla.
—¡Hasta ahí es suficiente, primos! Estas flechas tienen la punta afilada, y nadie se ha quejado nunca de nuestra puntería.
El que hablaba era un Enano de las Colinas membrudo que parecía superar a Tarn en estatura casi por una cabeza. Empuñaba una enorme y pesada maza de guerra, y lo secundaba una fila de bravos camaradas, todos ellos armados con pesadas ballestas, cargadas y apuntando. Incluso a cien pasos de distancia, los Enanos de las Montañas veían el reflejo de los rayos del sol en las puntas de los dardos.
—Queremos hablar con vosotros —dijo Belicia, al tiempo que levantaba ambas manos, con las palmas hacia ellos. Tarn guardó silencio y no hizo ademán de desenvainar su espada.
—Hablad desde ahí —gruñó el que había hablado primero.
—Venimos de Thorbardin —dijo Tarn—. Somos del clan Hylar y hemos abandonado nuestro hogar ancestral, expulsados por los malvados esbirros de Caos.
—Lo sabemos, y por la cuenta que nos trae, podéis volver allí. ¡Es posible que un dragón de fuego os mantenga calientes este invierno!
—Por favor, escuchad —insistió Belicia—. No buscamos pelea, ni siquiera vuestra ayuda. Lo único que pedimos es que permitáis a nuestro grupo cruzar este puente y atravesar vuestro pueblo, para tener una posibilidad de alcanzar la seguridad de las tierras bajas antes de que llegue el invierno.
—Ya sabemos todo lo que necesitamos saber de los Enanos de las Montañas. ¿Vosotros no recordáis la historia? ¿Que hubo una vez un mundo que llegaba a su fin y el Cataclismo hacía llover la muerte sobre Krynn? Los Enanos de las Colinas acudimos a los clanes subterráneos pidiendo protección. ¿Te acuerdas de lo que dijo el rey de los Enanos de las Montañas?
—Me acuerdo —dijo Tarn—, y es un recuerdo que nos llena de vergüenza.
—Bien, pues nosotros también nos acordamos —declaró el Enano de las Colinas— y para nosotros es un recuerdo que sólo nos llena de odio y amargura. No había espacio para nosotros, dijo vuestro rey. Volved a las colinas a morir, dijo. Resulta irónico, ¿verdad?, cuando piensas en lo que nos estáis pidiendo. Ahora que tenemos ocasión de devolveros el favor, comprenderéis que tengamos intención de sacarle el máximo partido.
—Hablas de un tiempo de maldad y egoísmo —replicó Tarn—. Aquella actitud ya desembocó en una guerra entonces, la Guerra de Dwarfgate, la mayor tragedia de nuestra historia.
—Pensad en el pasado y adoptad una nueva actitud hacia el futuro —argumentó Belicia—. Vuestros actos de hoy pueden sentar las bases de una paz duradera.
—¡Ya tuvimos toda la paz de los Enanos de las Montañas que queríamos! ¡Ahora volved a las tierras altas o probaréis nuestro acero!
Otros Enanos de las Colinas se alinearon junto al borde del barranco. Todos iban armados y —a diferencia de los hylars— estaban sanos, limpios, bien alimentados. A pesar de que no eran rival para el gran número de refugiados, contaban con la ventaja de tener que defender sólo un puente, una estrecha ruta que inevitablemente anularía la superioridad numérica de los hylars.
—¡No podemos volver a las montañas! —exclamó Tarn, advirtiendo que su cólera aumentaba otra vez—. Si no nos dejáis pasar en paz, tendremos que intentarlo por la fuerza. ¡No tenemos elección! Eso provocará una innecesaria pérdida de vidas que no beneficiará a ninguna de nuestras tribus. Porque debes saber una cosa, Enano de las Colinas: aunque mueran algunos miembros de mi clan, también correrá la sangre de tu pueblo. ¡Los primos se matarán unos a otros, y muchos enanos perecerán!
—¡Yo digo que empiece la matanza! —exclamó burlonamente el cabecilla del pueblo—. Mi padre, mi abuelo y todos mis antepasados me hablaron de la perfidia de los Enanos de las Montañas, del odio que impidió a mi pueblo alcanzar la seguridad durante el Cataclismo. ¡No sois parientes nuestros!
Cuando iba a responder, Tarn vio que le temblaba la mano con la que solía empuñar la espada. Sin embargo, antes de que pudiera proferir su amenaza, notó la mano de Belicia oprimiéndole el brazo. Como siempre, aquel contacto lo calmó.
—Es inútil —masculló Tarn, lanzando una furibunda mirada al belicoso guerrero apostado en el puente— «Testarudo como un Enano de las Colinas». ¡Ya veo que es un dicho muy apropiado!
Barzack dio un paso al frente.
—¡Entonces luchemos! —insistió el veterano guerrero. Clavó sus oscuros ojos en Tarn y apretó los dientes en actitud beligerante—. ¡Déjame encabezar el ataque, si tú no tienes estómago para ello!
—¡Basta de hablar así —espetó Tarn, todavía de pésimo humor—, o tendrás que luchar conmigo, no con un simple Enano de las Colinas!
—Basta los dos —intervino Belicia, no menos secamente.
—¿Qué vamos a hacer, entonces? —preguntó Barzack en tono imperioso—. Hemos llegado a un punto muerto.
Tras un largo silencio, Tarn dijo:
—Supongo que tienes razón. Tendremos que luchar.
—¿Combatir con nuestros primos? —preguntó Belicia tristemente.
—¿Se te ocurre una idea mejor? —preguntó Tarn, exasperado.
—A mí quizá sí —propuso Barzack. Estudió la línea de arqueros del puente—. Ese Enano de las Colinas grandullón, el que hace más ruido que nadie, parece impaciente por pelear, ¿correcto?
—Sí —coincidió Tarn, preguntándose adónde quería ira parar su camarada.
—¡Bien, pues yo también! Propongamos un duelo: yo contra él. Si venzo, nos dejarán cruzar el puente y atravesar su pueblo sin detenernos basta los valles bajos. Si vence él, retrocederemos… O mejor dicho, retrocederéis vosotros, porque yo estaré muerto. Nos comprometeremos por el honor de Reorx, para que no haya doble juego por parte de ningún bando.
—No sé —dijo lentamente el jefe de los hylars. Estudió al corpulento guerrero y recordó la hazaña de Barzack con el oso—. Si me gustara apostar, reconocería que tienes más posibilidades; pero nosotros, y sobre todo tú, estaríamos arriesgándonos demasiado.
—Venceré —dijo Barzack confiadamente.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Por esto. —El fornido guerrero introdujo la mano en la maraña de pelo que era su barba hasta llegar al pecho. Tanteó un momento y sacó un objeto reluciente que pendía de una cadena dorada.
Tarn vio un collar: tres discos de oro sujetos a una sencilla cadena de oro. En el centro de uno de los discos había un rubí, en el otro una esmeralda y en el tercero un refulgente diamante.
—Es el único recuerdo de mi madre que conservo —dijo Barzack—. Me lo dio antes de abandonar Thorbardin con mi padre… Yo era aún un mocoso, pues ocurrió muchos años antes de la Guerra de la Lanza. Me dijo que debía llevar siempre su preciado collar porque yo era su primogénito.
Tarn se sorprendió al ver que los ojos del guerrero se humedecían, al oír que la emoción ahogaba la voz del Enano de las Montañas.
—No volví a verla.
—¿Sabes qué le sucedió? —preguntó Belicia.
—Sí, mi padre me lo contó. —Barzack inspiró profundamente, y sus ojos volvían a estar secos, su voz firme—. Fue capturada por unos Enanos de las Colinas… Fue apresada, esclavizada, probablemente obligada a trabajar hasta la muerte o asesinada allí mismo.
Barzack dirigió una colérica mirada a Tarn, como desafiándolo a que convirtiera su historia en un tema de discusión.
—Por eso venceré. En mi mente, esos Enanos de las Colinas son los mismos que se llevaron a mi madre. Mi odio hada ellos me conducirá a la victoria. Te lo aseguro, esta pelea me proporcionará una gran satisfacción.
—Aun así, el riesgo es muy grande.
—La alternativa es una batalla.
—Lo sé. —Tarn abarcó con un gesto el enorme grupo de Enanos de las Montañas congregados en la calzada en aquel lado del puente—. Pero si hay que llegar a la batalla, sé que podemos ganar. Los superamos en número, y por mucho.
—En cualquier caso, es lo que tú has dicho. Morirían demasiados hylars. ¿Cuántos caerían antes de que nos impusiéramos? —insistió su compañera—. Creo que la idea de Barzack es buena.
—Déjame luchar con él… por mi madre, por mi padre, por todos nosotros. ¡Por el propio Reorx!
A Tarn seguía sin gustarle la idea. Sabía que Reorx era el dios de todos los enanos, de los clanes de las Montañas y de las Colinas por igual, y que no había garantías de que prefiriera la causa de los hylars.
—¿Tienes una idea mejor? ¿Tienes alguna idea, la que sea? —gruñó Barzack. Tarn se vio obligado a reconocer que no.
Así se decidió. Tarn, Belicia y Barzack se volvieron y se acercaron al extremo del puente, con el resto del clan siguiéndolos muy de cerca. Los Enanos de las Colinas que los vigilaban mantenían su formación, cerrándoles el paso en el extremo opuesto, y al aproximarse la columna de Enanos de las Montañas, más habitantes del pueblo habían salido en tropel de sus casas para unirse a las fuerzas que defendían aquella vertiente del barranco. Los defensores del pueblo gritaban y escarnecían a los refugiados, profiriendo los insultos más crueles que se les ocurrían.
En contraste, la masa de Enanos de las Montañas contemplaba a los de las Colinas en lúgubre silencio, presa de una siniestra cólera, manoseando nerviosamente las armas, murmurando ocasionalmente entre ellos como reacción a los vituperios. Tarn sabía que su silencio no era un signo de cobardía; en todo caso, era una advertencia de su grave resolución. Para los hylars, el puente representaba un camino, no sólo hacia las tierras bajas, sino hacia sus posibilidades de tener un futuro.
—Retroceded, os lo advierto. ¡De lo contrario, os mataremos! —fanfarroneó el cabecilla de los Enanos de las Colinas. Ahora bien, para el ojo crítico de Tarn, aquel robusto enano igualaba punto por punto a Barzack en estatura, peso e incluso en la llameante ira que brillaba en sus negros ojos. A Tarn le desagradaba la idea del duelo, pero estaba decidido a cruzar el puente y aquélla parecía ser la mejor manera.
—Eso no será tarea fácil —dijo—. No tenemos ganas de retroceder y somos mucho más numerosos que vosotros…, aunque es una desgracia que tantos tengan que morir en la lucha, por ambos bandos.
El Enano de las Colinas se echo a reír.
—Tú, personalmente, nunca conseguirás cruzar este puente, y antes de que exhales tu último aliento, se habrán incorporado a nuestras filas Enanos de las Colinas de otros diez pueblos. Ya hemos enviado mensajeros y los primeros refuerzos llegarán antes de una hora.
El fiero cabecilla podía estar echándose un farol; lo cierto era que no habían visto salir del pueblo a ningún emisario desde que se aproximaron al puente. Con todo, Tarn se desanimó por el tono desafiante del otro enano. Ciertamente, cualquier batalla tendría como resultado una ingente pérdida de vidas en ambos bandos.
—Antes de que muera nadie, hablemos unos minutos más. No perdemos nada con eso, ¿verdad? Mi nombre es Tarn Granito Blanco. Mi padre era el patriarca de los Hylars, y ahora yo dirijo lo que queda de nuestro clan.
—Todo el aliento gastado en hablar con un Enano de las Montañas es aire desperdiciado —replicó el otro.
—Por lo menos aún está desperdiciando aliento en lugar de sangre —murmuró Belicia en voz apenas audible, al tiempo que oprimía con más firmeza el brazo de Tarn. Él extrajo fuerzas del contacto, obligándose a controlar las emociones que una vez más amenazaban con desbordarlo.
—Entonces desperdicia un poco más. Dime tu nombre —lo provocó Tarn.
—¡Soy Katzynn Quebrantahuesos, y mi apodo indica el destino de cualquier Enano de las Montañas que prueba mi maza de guerra! —Alzó la pesada arma y se la pasó con facilidad de una mano a otra.
—Propónle el desafío —gruñó Barzack— o, por Reorx, lucharé con él sin ceremonias.
También Tarn estaba harto de dilaciones.
—Bien, hay uno entre nosotros cuyos sentimientos son comparables a los tuyos: su madre fue secuestrada y esclavizada por tu pueblo. No volvió a verla jamás. De modo que ambos tenéis una cuenta pendiente, un agravio de sangre.
—Hay montones de agravios de sangre entre nuestros clanes —declaró el Enano de las Colinas—. ¿Qué hay de nuevo en eso?
—Sólo esto: no regresaremos a las montañas sin luchar En semejante batalla morirían muchos de los vuestros y también de los nuestros. No obstante, permitid que nuestro campeón luche contigo, o con cualquier Enano de las Colinas que designéis. Que el vencedor decida el destino de su pueblo.
—Nadie dura más de cinco minutos luchando contra mí —se mofó el Enano de las Colinas—. A fama lo tengo. ¿Cómo sabemos que cumpliréis vuestra palabra cuando muera vuestro campeón?
La sangre afluyó a raudales hacia las mejillas de Tarn.
—¡No estés tan seguro de quién morirá! En cualquier caso, hagamos un juramento por Reorx. El perdedor se atendrá a los términos del compromiso, o la maldición de nuestro dios caerá sobre toda su tribu.
—Reorx…, el dios padre de todos los enanos —reflexionó el Enano de las Colinas—. En verdad, un juramento así sería inviolable, pues las consecuencias de romper semejante voto serían demasiado terribles hasta para imaginarlas.
—En ese caso, ¡que la cuestión se resuelva luchando —declaró Barzack con voz recia—, si es que alguno de vosotros tiene el valor de enfrentarse a mí!
—¡Yo estaré encantado de luchar contigo! —exclamó rudamente el cabecilla de los Enanos de las Colinas—, pero antes hagamos el juramento.
Katzynn Quebrantahuesos y otro Enano de las Colinas avanzaron hasta la mitad del puente. Tarn y Barzack se adelantaron a su vez, y el juramento fue pronunciado. Barzack, Tarn y los dos Enanos de las Colinas colocaron las manos sobre la hoja de una espada mientras se especificaban los términos del pacto: el duelo se prolongaría hasta la muerte —o la casi inconcebible rendición— de uno de los contendientes. Ninguno de los demás enanos de ambos bandos les proporcionaría ayuda física. Y los dos contrincantes deberían permanecer en el puente hasta el final de la lucha.
—Que no se demorará más de diez minutos —dijo Katzynn Quebrantahuesos con una maliciosa sonrisa. Barzack le sostuvo la mirada ferozmente.
Los enanos de ambos bandos que habían actuado de testigos retrocedieron hacia sus respectivos extremos del puente, Mientras Katzynn y Barzack se encaraban. El Enano de las Montañas empuñaba su enorme hacha, en tanto que el de las Colinas se enfrentaba a él con su no menos formidable maza. Ambos eran individuos corpulentos y fieros, excelentes ejemplares de guerreros enanos. Mientras los contemplaba, a Tarn se le ocurrió de pronto que había más similitudes que diferencias entre ambos combatientes.
Los iguales se estudiaron mutuamente durante varios latidos de corazón, mientras las multitudes de ambos lados del barranco empezaban a animarlos con gritos y frases de apoyo.
—¡Mátalo, Katzynn! —aulló una belicosa Enana de las Colinas.
—¡Conviértelo en comida para los peces! —replicó una de las matronas de los Enanos de las Montañas.
El volumen de los gritos aumentó rápidamente hasta convertirse en un rugido que no dejaba oír el murmullo del rio y el viento. Tarn percibía la tensión por todas partes y su propia sangre empezó a acelerarse. Alzó un puño y lo agitó furiosamente, apenas consciente del aumento de la presión de la mano de Belicia sobre su otro brazo. Esta vez, el contacto no lo apaciguó.
Barzack esgrimió su hacha y embistió, al tiempo que el Enano de las Colinas se agachaba y blandía su maza describiendo un arco a baja altura. Las dos armas chocaron con una explosión de chispas, acero restallando contra acero. Los gritos y los aullidos se intensificaron en ambos bandos, voces enanas enzarzadas en una estridente y sanguinaria barahúnda. La violencia del primer choque hizo retroceder a ambos luchadores, pero Katzynn Quebrantahuesos se recuperó velozmente y arremetió contra su rival, haciendo girar su maza en amplios círculos por encima de su cabeza.
El Enano de las Montañas se acuclilló para asestar un mal intencionado hachazo de abajo arriba. Su oponente se ladeó rápidamente y esquivó el golpe, y entonces fue Barzack quien tuvo que arrojarse de bruces al suelo para evitar un mazazo de revés que sin duda le habría aplastado la columna. La inercia separó momentáneamente a los dos enanos, y cuando se volvieron para enfrentarse de nuevo, habían intercambiado sus posiciones. Con la boca desmesuradamente abierta, ambo inspiraron profundamente para tomar aliento.
Nuevos gritos de ánimo superpusieron hasta formar un rugido que retumbó como un trueno en el valle de montaña.
—¡Mátalo! ¡Mátalo!
Tarn se descubrió gritando como los demás, sin percatarse de que Belicia le había soltado el brazo. Ahora agitaba los dos puños y lanzaba roncos bramidos.
Barzack era quien se hallaba ahora en el extremo opuesto del puente, como si defendiera el acceso al pueblo, y Katzynn daba la espalda a los Enanos de las Montañas mientras contemplaba a su ceñudo adversario. El Enano de las Colinas avanzó lentamente, balanceando su maza ante sí sin esfuerzo, en tanto que el Enano de las Montañas alzaba su hacha a la defensiva y daba un paso atrás. De pronto, sin embargo, Barzack se abalanzó contra su enemigo y se produjo una formidable colisión.
Ninguno de los luchadores cedió terreno; con las piernas abiertas, los pies firmemente plantados sobre el puente, ambos intentaban descargar un golpe definitivo que acabara con el adversario. Sus respectivos rostros estaban deformados por tensas muecas, sus ojos eran meras rendijas, y una cascada de sudor resbalaba por su frente; sus pesadas armas subían y bajaban incesantemente. Uno atacaba y el otro cedía terreno, enseguida llegaba el contraataque y la retirada tambaleante. El fragor de la contienda arrancaba ecos en el hondo barranco, que se prolongaban mientras los rivales se detenían una vez más para recuperar el aliento. Ambos jadeaban ahora pesadamente, faltos de aire; ambos estaban empapados de sudor.
Tarn daba botes y respingos, arrastrado por el delirio colectivo. Como los otros, desenvainó su espada y la esgrimió en el aire, profiriendo insultos contra los despreciados enemigos del otro lado de la cañada. No era consciente de lo que decía, pero no importaba. El tumulto de odio engullía las palabras. A su alrededor, los hylars se entregaban al furor del combate, al frenesí y la sed de sangre.
Sorprendiendo a Katzynn, Barzack conectó un buen golpe, y aunque el Enano de las Colinas logró retroceder dando traspiés, le brotó sangre de un profundo corte en el muslo. La expresión del guerrero herido era de incredulidad, y los Hylars estallaron en vítores y renovados gritos de aliento. Por su parte, los habitantes del pueblo se quedaron mudos al ver que su campeón reculaba, herido, parando a duras penas una serie de tremendos golpes. Nunca habían visto a Katzynn en una situación tan apurada. Por fin, los dos duelistas hicieron una nueva pausa para reunir fuerzas. Ahora los gritos habían disminuido un tanto, reemplazados por jadeos, oraciones musitadas y roncos murmullos de miedo.
Los dos enanos describieron círculos, frente a frente, antes de reanudar el terrible combate. Blandieron sus armas y enseguida se enzarzaron cuerpo a cuerpo, demasiado cerca para utilizar el hacha o la maza. Se trababan y golpeaban con los puños, intentaban arrancarse las barbas y los ojos, se pateaban y arañaban como fieras salvajes.
Katzynn logró aferrar la delgada cadena de oro que Barzack llevaba alrededor del cuello y tiró de ella con fuerza, asfixiando al hylar. El Enano de las Montañas consiguió zafarse, pero su antagonista le arrancó la joya y las tres gemas que adornaban los discos de oro salieron volando. Barzack se llevó las manos a la garganta, jadeando para recuperar el resuello, y dedicó una afligida mirada a las piedras preciosas que rebotaban en la pasarela.
Primero tenía ventaja el Enano de las Colinas, después el de las Montañas. Describieron un semicírculo hasta recuperar sus posiciones originales y luego giraron sobre sí mismos, se atacaron, volvieron a girar y acabaron de lado sobre el puente, cada uno dando la espalda a uno de los muros laterales. La sangre resbalaba por los costados y las piernas de Katzynn, manando de varias heridas profundas, en tanto que Barzack se tambaleaba por los innumerables mazazos recibidos, que parecían cubrir todo su cuerpo de magulladuras. Ambos enanos se movían como atontados, utilizando ambas manos para esgrimir sus armas, que ahora pesaban demasiado para levantarlas. Parecía imposible, pero la lucha se había prolongado durante más de una hora.
Una vez más, se separaron e hicieron una pausa. Tarn ya no confiaba en que vencería Barzack, pero no había forma de intervenir, pues lo ataba el juramento por Reorx.
De nuevo, los primos enanos embistieron el uno contra el otro, y de nuevo el hacha de Barzack abrió una profunda herida, esta vez en el hombro de Katzynn. Intuyendo la victoria, el Enano de las Montañas se arrojó contra su enemigo con su arma en alto, dispuesto a descargar un último y definitivo golpe. El Enano de las Colinas se desplomaba, su maza colgaba inofensiva junto a su costado, y el fin parecía próximo.
Pero en lo más profundo de su interior, Katzynn Quebrantahuesos halló fuerzas para reaccionar. Consiguió esquivar el hachazo de Barzack e impulsar su maza hacia arriba y de lado en un veloz movimiento de barrido. La cabeza de acero de la formidable arma se estrelló demoledoramente contra el casco de Barzack, abollando el metal aplastando el hueso y la carne con un crujido escalofriante.
En silencio, Barzack cayó sobre el puente con el cráneo destrozado. Katzynn, sangrando por numerosas heridas, se bamboleó ebriamente ante su derrotado enemigo y contempló con ojos vidriosos al Enano de las Montañas caído.
El valle entero enmudeció, los vítores se fueron apagando en presencia de la muerte. Aturdido, Tarn dio un paso al frente, mirando la figura exánime de su paladín, su amigo. Los ecos del combate, del odio y de la rabia le dejaron una sensación de absoluto desfallecimiento. No parecía real, ni siquiera importante, quién había perecido; creía sinceramente que habría sentido el mismo vacío, la misma vergüenza en cualquier caso.
A su lado, alguien sollozaba quedamente. Belicia —se había olvidado de ella— estaba de rodillas.
—Se ha sacrificado por nada —dijo la joven enana sin levantar la voz—. Por nada.
Los ojos de Tarn tropezaron con la opaca mirada del victorioso Enano de las Colinas, que también estaba contemplando a Belicia. Tarn tiró de ella para ayudarla a levantarse, la rodeó con el brazo y se volvió para volver atrás, a las montañas, a una muerte segura para su clan. Habían hecho un juramento.
Notó una fuerte mano en el hombro e instintivamente buscó su daga. Otra mano, la de Belicia, le impidió desenvainar el arma. Se vio forzado a dar media vuelta por Katzynn Quebrantahuesos. Tarn se asombró al ver lágrimas en los ojos del guerrero vencedor. De su mano todavía colgaba un pedazo de cadena de oro, que el Enano de las Colinas tendió a Tarn sin pronunciar palabra.
Tarn cogió el resto de cadena. El otro enano se hacía a un lado, con una expresión atormentada y dolorida en el rostro, deformado por la pena. Acto seguido, arrojó su gran maza por encima del muro lateral, sin decir nada mientras el arma manchada de sangre caía dando vueltas al abismo.
Sólo cuando la maza hubo desaparecido en las turbulentas aguas del fondo, Katzynn hizo un gesto que invitaba a Tarn y a todo su clan a cruzar el puente.
La gratitud de Tarn también fue muda. Se limitó a asentir, demasiado exhausto para hablar, y condujo a su pueblo por el puente, hacia el valle del otro lado.