El camino a casa

Nancy Varian Berberick

Escuchad, me da igual a cuánta gente se lo preguntéis: no vais a sacar la verdad del asunto de Griff Rees de nadie más que de mí. Griff Amigo de los Cuervos, lo llamaban algunos; otros se referían a él como Griff Manos Rojas. En el ejército de la Reina de la Oscuridad, en los días anteriores al Segundo Cataclismo, se lo conocía simplemente como Griff el Asesino. El resto son motes que le pusieron otros. Él mismo adoptó el apodo de Desalmado, pero era un nombre reservado y sólo se lo oí pronunciar una vez, hace tiempo, cuando andábamos por Tarsis; él estaba muy borracho y creía hallarse solo.

Esta historia comienza en una turbulenta noche, al final de la Caída. Esa noche, Griff estaba justo aquí, en El Cisne y la Daga. Sentado con sus largas piernas extendidas, se escarbaba las encías con un mondadientes de maneo de hueso y escuchaba el viento soplando en el exterior, y el bullicio de la taberna a su alrededor, y quizá también el oscuro flujo y reflujo de unas voces que sólo él oía. Una jarra de espumeante cerveza recién servida reposaba junto a su codo. Las migajas de su cena estaban esparcidas por toda la mesa: el grasiento esqueleto de un pato y los restos de la guarnición.

Había un gran bullicio en El Cisne y la Daga aquella noche, se diría que quería devolverle los aullidos al viento. La atmósfera estaba muy cargada de humo a causa de las velas mal despabiladas y de los efluvios de la chimenea. Estaba a rebosar, con la clientela habitual que atrae el tabernero Baird a su local: malhechores de toda laya, goblins, humanos, enanos de las colinas e incluso de las montañas, como yo. Todos los parroquianos eran de la misma peligrosa tribu: seres vengativos de torva mirada, ladrones de dedos ágiles y trotamundos sanguinarios que alquilaban sus espadas por un buen puñado de monedas de acero, sin importarles que fuera para una escaramuza en la frontera, un ajuste de cuentas o un sigiloso asesinato.

Yo soy uno de esos mercenarios, sólo que no es una espada lo que uso. Es Segadora, mi maza de guerra. Griff también era uno de ellos, y por esta zona de Abanasinia no había nadie mejor que Griff el Asesino.

Fue el viento lo que me empujó hasta El Cisne y la Daga, el viento y el hálito del inminente invierno. Griff miraba justo en mi dirección cuando entré. Entornó los párpados y sus labios se curvaron en la mueca burlona que en él hacía las veces de sonrisa. Cuando alzó la mano y saludó perezosamente, fui a reunirme con él.

—Siéntate —dijo con la misma tranquilidad que si hubieran pasado cinco días desde la última vez que nos habíamos visto, y no cinco meses.

Destrabé la maza de guerra de mi cinturón y la deposité en la mesa. Cuando me senté, Griff sirvió cerveza de la jarra y empujó el vaso en mi dirección. Bebí prolongada y lentamente, luego miré en derredor, para ver si valía la pena aprovechar algún resto de su comida. No había caso: Griff había dejado el pato en los huesos.

—¿Tienes hambre, Broc?

—No mucha —respondí, pero no lo miraba a él, sino a la barra, donde el tabernero Baird escuchaba a un goblin delgado como una fusta que le contaba sus penas, resollando y gimoteando. Era un pobre diablo, aquel goblin, sus ropas nada más que andrajos y remiendos, y recientemente se había peleado con alguien o con algo lo bastante sañudo como para arrancarle la mitad de su puntiaguda oreja izquierda.

—Lloriquea por el precio del aguardiente enano —me explicó Griff, parpadeando por el denso aire cuando miró en la misma dirección que yo—. Ha subido desde la última vez que estuviste aquí. Baird cobra ahora veinticinco monedas de cobre.

Veinticinco. Por esa cantidad uno debería poderse ahogar en cerveza, y yo no tenía una suma semejante en mis bolsillos. Aun así, podía haberme imaginado que el precio aumentaría. No es fácil conseguir aguardiente enano últimamente, desde que Thorbardin echó el cerrojo para el mundo, y mis queridos paisanos de las montañas acaparan la mayor parte. Baird había pagado mucho por sus existencias, de modo que cobraba un alto precio por permitir catar sus caldos.

—Te invito a una copa —dijo Griff; se reclinó en su silla e hizo señas al tabernero para que se acercara.

Se lo impedí.

—No. No puedo permitirme el lujo de estar en deuda contigo.

Se encogió de hombros, como diciendo que «allá tú».

—¿Dónde has estado, Broc? Me comentaron que habías muerto, asesinado en las colinas del Bosque Oscuro.

Yo había oído el mismo rumor acerca de mí en varias ocasiones.

—¿Lloraste mi pérdida, Griff?

A la vacilante luz de las velas y la chimenea, las cicatrices de su rostro brillaban como fría plata cuando se arrellanó en su asiento y bostezó.

—Se me partió el alma —dijo el hombre cuyo corazón era como una piedra enterrada en su pecho, capaz de latir pero no de conmoverse—. Me alegro de volver a verte —añadió abruptamente, mientras levantaba la jarra y volvía a llenarme el vaso.

Bebí a su salud, tras un silencioso gesto de agradecimiento; apuré el vaso y lo llené por tercera vez mientras él apoyaba los codos en la mesa. Cuando están tan cerca de él como estaba yo, la mayoría de la gente desvía la mirada, de sus cicatrices y de sus ojos. Yo nunca la apartaba, aunque a veces, cuando nuestros ojos se encontraban, veía en ellos escrutadores espíritus. Aquella noche, como en otras, se me antojó que en los ojos de Griff aleteaban todas las personas que él había matado.

—Escucha —dijo, y la palabra cayó pesadamente entre nosotros, para hacerme saber que tenía algo que decir digno de ser oído. Dio unos golpecitos en la cabeza de Segadora—. Broc, ¿estás buscando trabajo?

—Aquí estoy —dije simplemente—. Y también está el invierno. Cuando nieva, no es un buen lugar ese bosque silvestre de ahí fuera. Prefiero estar bajo techo.

Griff bebió un largo trago de cerveza y dejó su vaso en la mesa con un fuerte golpe.

—Eso dice el enano del Bosque Oscuro. Bueno, estoy en situación de ofrecerte un trabajo que te permitirá comprarte la mejor casa de Loma Larga y llenarla de aguardiente enano para todo el año.

Me incliné hacia él, al tiempo que me limpiaba la espuma de cerveza de la boca. Si hubiera tenido dinero, no lo habría malgastado en una bonita casa de capricho. Una habitación del piso de arriba de El Cisne y la Daga era suficiente para mí, si me quedaban algunas monedas para pagar bastante aguardiente enano como para ahuyentar el frío del invierno.

—Es un trabajo agradable —dijo Griff. Arrimó más su silla a la mesa, miró a derecha e izquierda y bajó la voz—: Habremos entrado y salido antes de que nadie se dé cuenta de lo que ha ocurrido.

El trabajo era un asesinato por venganza en Olmo Alto, una de las grandes ciudades ribereñas del río de la Rabia Blanca. Los detalles eran los habituales: una hija deshonrada, un hijo asesinado cuando intentaba defender el honor de su hermana y un padre demasiado viejo para hacer lo que había que hacer y lo bastante rico como para ofrecerle a Griff cien monedas de acero para financiar la expedición y doscientas más cuando regresara con la prueba de nuestro éxito.

—Esa prueba —dije—, ¿qué ha de ser?

Griff se pasó el pulgar por la garganta de lado a lado. Una cabeza. Bueno, era bastante fácil.

—¿Cuánto para mí?

—Lo normal.

Un tercio. Junto a la barra, el goblin gimoteaba un poco más y empujaba hacia Baird las monedas suficientes para que éste volviera a llenarle el vaso. Un tercio de trescientas monedas… un buen jornal.

—Trato hecho.

En el momento en que lo hube dicho, el tabernero Baird nos señaló desde la otra punta. Griff ladeó la cabeza cuando la concurrencia del bar se movió y luego se apartó. En el nuevo espacio libre vimos a una joven humana, de grandes ojos grises y manos finas unidas pudorosamente ante ella.

«Una paloma entre lobos», pensé.

Dio un tímido paso al frente, a continuación aumentó la presión de sus manos unidas y siguió avanzando con paso forzadamente más firme. Fue todo un desafío, pasar entre borrachos y manoseadores, pero se las arregló bastante bien, Tenía unos codos muy afilados, y parecía saber cómo utilizar la rodilla en caso necesario. Vino directamente hacia nosotros y se detuvo junto a nuestra mesa. Al acercarse observé que no era que juntara las manos, sino que aferraba una bolsa de terciopelo verde bien cerrada. Debía de contener un buen puñado de monedas. Y por el aspecto de la joven, con los labios apretados y la ansiedad reflejada en los ojos, eran las únicas monedas que poseía.

—He venido a ver a Griff Rees —informó— y me han dicho que está aquí.

Griff no dijo nada, se limitó a contemplarla, frío e inmóvil, para que ella tuviera que decidir a cuál de nosotros miraba. Nos miró una sola vez a cada uno y luego permaneció en silencio, hasta que yo hablé por fin:

—No es a mí a quien buscas, muchacha. Es este patán que se sienta a la mesa, frente a mí.

La joven me lo agradeció con la mirada y se volvió hacia. Griff Se arredró un poco al ver sus cicatrices y no fue capaz de sostenerle la mirada. No tenía nada de qué avergonzarse.

—He venido a contratarte, Griff Rees —dijo—, para un trabajo complicado.

—¿De veras? —replicó Griff, arrastrando las palabras perezosa y lentamente—. Lo siento, has llegado tarde, bonita. Acabo de aceptar —sonrió ofensivamente— otro trabajo complicado. —Se echó hacia atrás en su silla, le gritó a Baird que trajera más cerveza y pareció sorprendido al ver que la joven seguía allí—. ¿No me has oído?

Ella se mantuvo erguida, con el cabello negro refulgiendo a la luz del fuego. Admitió haberlo oído y dijo que esperaba que él la escuchara con igual atención.

—Porque tengo acero para pagarte bien.

Los oscuros ojos de Griff se iluminaron. No era de los sentimentales, y por eso la triste historia de la hija deshonrada y el hijo asesinado no lo conmoverían hasta el punto de despedir a aquella joven humana si su bolsa demostraba ser más honda que la del viejo que no era capaz de vengarse por sí mismo. Extendió una pierna y enganchó con el pie una silla, que arrastró para acercarla a la mesa. La joven se sentó y miró en derredor con inquietud, manteniendo en todo momento las manos y la bolsa sobre su regazo.

—Me llamo Olwynn Haugh —dijo— y soy viuda. Mi marido… —Se le quebró la voz—. Mi marido era agricultor, vivíamos más abajo del valle. Ha muerto recientemente. Tengo una hija, Cae, pero sólo tiene un mes y quiero llevármela a casa de mi padre. Quiero estar a su lado antes de que llegue el invierno y…

Griff se echó a reír con un sonido que recordaba a un oso bramando en las montañas.

—Señora Haugh, alguien la ha informado mal. No me alquilo para escoltar a jóvenes humanas hasta casa de sus padres. —Se apoyó otra vez en la mesa para exhibir ante la joven su rostro cubierto de cicatrices, sus oscuros y peligrosos ojos—. He recorrido caminos más peligrosos que ése.

—Y más crueles —dijo ella; posaba la vista en la mesa, en mí, en cualquier cosa que no fuera el rostro de Griff—. Sé quién eres. Por eso quería contratarte, para que me protejas durante el viaje. Mi padre vive en Haven, y el mejor camino hasta allí bordea el Bosque Oscuro.

Evidentemente, Olwynn Haugh no era ninguna tonta, ahora sabíamos por lo menos eso. En Abanasinia tenemos una larga historia, llena de amenazas oscuras y algo de luz. En estos días tardíos, muchas de las actividades son sórdidas, y gran parte de esa sórdida labor tiene lugar en el Bosque Oscuro, hogar de ladrones, asesinos y gentes como yo, que no tienen tantos escrúpulos acerca de a quién matan o por qué, siempre que la paga sea buena.

Olwynn alzó su bolsa y la depositó en la mesa. No parecía tan abultada como para tentar a Griff hasta el punto de que renunciara a un trabajo que le prometía cien monedas de acero de anticipo y doscientas al terminar.

—Mira —dijo Griff, que se estaba cansando de aquella conversación—, coge tu dinero y contrata a media docena de humanos fornidos para que te lleven a casa. Reza unas oraciones a los dioses por el camino, si todavía crees en ellos. Yo tengo otras cosas que hacer y ya es hora de que empiece.

Y se desentendió de ella. Para él, la cuestión estaba zanjada. Olwynn recogió su bolsa de terciopelo verde y la abrió.

—Mira —dijo, ofreciéndole todas sus riquezas—. Tengo acero con que pagarte. Este anillo me lo regaló mi padre, y este collar de esmeraldas y rubíes pertenecía a mi madre, y a mi abuela antes que a ella.

El anillo era de una forja bastante buena. Se podría conseguir un poco de acero por él de un hombre generoso. El collar, sin embargo… Parecía algo ajeno a Thorbardin y mucho más viejo que la abuela de aquella joven. Cada joya estaba perfectamente tallada y engarzada. Valía mucho más que un poco de acero, a condición de que se ofreciera a la persona adecuada.

Desde el otro extremo de la sala, el escuálido goblin apoyó la espalda contra la barra y se aseguró de que nada le impidiera observarnos con claridad. Arrastré a Segadora sobre la mesa para acercármela. Griff lo vio, pero no hizo el menor movimiento. Adoptó una nueva expresión, pálida y terrible. Juro por el propio Reorx, o por cualquiera de los dioses desaparecidos que quisierais oírme nombrar, juro que le tembló la mano y derramó parte la cerveza de la jarre que empuñaba.

La luz del fuego se reflejó titilante en el montoncito de monedas de acero, demasiado pequeño para superar las trescientas prometidas a Griff por aquel sencillo asesinato en Olmo Alto. Pero no era eso lo que él estaba valorando. No estaba valorando nada en absoluto. Miraba fijamente, como un hombre que se tropieza de repente con una víbora. Lo que retenía su atención era aquel anillo que reposaba encima del montoncito de acero, un largo y estrecho óvalo de oro sobre el que había engarzada un águila bicéfala, una fiera rapaz de dos cabezas que miraban en direcciones opuestas.

La hermosa viuda del agricultor sonrió y se relajó, creyendo que había enseñado justo lo necesario para contratar a su hombre: buenas monedas y, si la cantidad no era suficiente, un anillo de oro y unas joyas para redondear la oferta.

—¿Lo harás? —preguntó, mientras recogía la bolsa y la cerraba tirando de sus cordones.

—Dalo por hecho —respondió Griff. Por el sonido de su voz, debía de tener la boca más seca que la ceniza de una chimenea. Cogió su cerveza y apuró toda la jarra—. Prepárate para salir a primera hora de la mañana.

—¿Tan pronto? Pero…

—Mañana o nada —gruñó el sicario—. Nos reuniremos frente a este local con las primeras luces del alba.

La joven no volvió a objetar nada y se marchó. Yo, por mi parte, tenía un par de cosas que decir. Me serví un poco más de cerveza y luego las dije:

—¿Has perdido el juicio? Acabas de renunciar al mejor trabajo que me han ofrecido en varios meses. ¿Por qué? ¿Por quizás un tercio de lo que el viejo de Olmo Alto está dispuesto a pagar?

Griff me dedicó una larga mirada y todos los fantasmas de sus ojos me escrutaron.

—¿Y a ti qué te importa?

—Cien monedas de acero —dije, y no me importó que su mirada me erizara el vello de la nuca. Estábamos hablando de dinero, malditos sean los espíritus.

—Cien monedas de acero… —Escribió la cifra con un dedo sobre la espuma de cerveza que ensuciaba la mesa—. ¿Y qué? Puedes quedarte con todo lo que ganemos con este viajecito a Haven. Me trae sin cuidado.

Por el rabillo del ojo vi que el goblin medio desorejado había abandonado el bar. Eso podía significar algo. O nada. Yo no estaba de humor para estrujarme los sesos en aquel momento.

—¿Y tú? ¿Qué piensas hacer? ¿Lo harás gratis? —Lancé un resoplido irónico—. Nunca había oído decir que Griff el Asesino fuera por ahí haciendo regalos.

—¿Y qué? —Lo dijo como si de verdad no le importara. Volvió a inclinarse hacia mí, apoyando los codos en la mesa, con lo que la cerveza derramada le empapó la camisa donde reposaban sus brazos. Pero no me miró. Mantuvo los ojos clavados en la mesa y dijo—: Broc, ¿nunca te he contado cómo me uní al ejército de la Reina de la Oscuridad?

Fruncí el ceño, sin saber a qué venía esa confidencia que quería hacerme y no deseando mucho oírla.

—No, y…

—Pues escucha.

Escuché, pero él no dijo nada, mientras el humo de la taberna se espesaba a nuestro alrededor y las voces subían y bajaban de volumen.

—Escucha —repitió, levantando finalmente la vista, con los ojos como profundos pozos repletos de fantasmas—. Te hablaré de un niño, un mocoso delgaducho que vivía en la granja de su padre, muy lejos de aquí, en las llanuras de Estwilde. Aún tenía que dar el estirón pero no era ni un día más viejo de lo que tenía que ser para aceptar lo que se le ofrecía…

El muchacho, según me contó Griff aquella ventosa y desapacible noche en El Cisne y la Daga, se hallaba junto al pozo, dando vueltas a la manivela para sacar el cubo de las oscuras profundidades. El agua, en aquellos días previos al Segundo Cataclismo, era escasa. Ya no llovía. La corriente subterránea que alimentaba el pozo y siempre había circulado presta, había menguado desde hacía meses hasta convertirse en un simple hilillo. El niño se había acostumbrado a dejar que su balde cayera rebotando hasta el fondo y a subirlo de nuevo a fuerza de brazos, una y otra vez, hasta que le dolían los músculos por el esfuerzo.

Mientras seguía dándole a la manivela, el muchacho contemplaba los parduscos campos moribundos, las cosechas agostadas y perdidas, el polvo que elevaba en remolinos el incesante viento. Ladeó la cabeza, escuchando los sonidos de la granja, a su madre murmurándola a su hermana, a su hermano pequeño balbuciendo en la cuna a la sombra del techado, a su padre hablando con alguien detrás del granero. Miró hacia arriba y sintió un hormigueo en la nuca. Le pareció oír un trueno o su vibración, pero el cielo estaba implacablemente vacío.

Como un gran animal al despertar, el terreno se estremeció débilmente bajo sus pies. Oscura, una nube se elevó por encima de la colina detrás de la cual se asentaba el pueblo. Cambió el viento y le llevó un acre olor a humo.

—¡Fuego! —gritó el niño, abandonando el pozo—. ¡Mamá! ¡Papá! ¡Fuego! ¡El pueblo se quema!

A mitad de camino de la casa vio que su madre señalaba hacia la colina, con los ojos desorbitados y la boca muy abierta. El muchacho se detuvo para mirar en la dirección que indicaba su madre. La sangre se le heló en las venas. Era humo, sí, elevándose por encima de la colina, pero había algo más. Una gran nube de polvo dorado se arremolinaba ante la oscuridad del humo.

—¡Que los dioses nos asistan! —gritó su madre—. ¡Que Paladine nos proteja!

El estómago del niño se encogió de miedo cuando la nube dorada se convirtió en un ejército, oscuro, compacto y resplandeciente bajo el sol. Las espadas y las hachas de combate brillaban, y la luz del sol destellaba como pequeñas lanzas chispeantes en las negras armaduras de una tropa de caballeros negros que cabalgaban a la cabeza.

¡Caballeros de Takhisis!

El muchacho no pensó eso. Vamos, no tenía el juicio necesario para pensar, ¿o sí? Se quedó paralizado por un terror que le arrebató todo pensamiento. Pero daba igual. Sabía quién llegaba. ¿Quién no había oído relatos acerca de lo que aquellos despiadados caballeros habían hecho en Kalaman? Todo el mundo sabía que se habían desplegado hacia el sur, desde allí hasta Estwilde, en una sanguinaria oleada de pillaje y muerte.

Las siniestras tropas avanzaban con rapidez, los cascos de sus caballos batían el camino. Sus voces eran como el fragor de un río durante una riada. Los caballeros mantuvieron su rumbo, considerando la pequeña granja indigna de su atención. Varios de los soldados de infantería no respetaron tan bien la formación. Rugiendo, se precipitaron por el campo que se extendía entre el camino y el cercado de la granja. El niño vio rostros deformados por la escalofriante furia de unos hombres que acababan de participar en una masacre y ansiaban proseguirla. Corrió hacia la casa en busca de su madre y cayó justo en brazos de su padre.

—¡Al sótano! —gritó el granjero, con su hijo recién nacido en brazos. Arrastró al muchacho hacia el interior de la casa empujando a su esposa y a su llorosa hija. Debajo de la sala principal había un sótano excavado, frío y oscuro, un lugar donde esconderse y rezar para que aquellos saqueadores se contentaran con la rapiña—. ¡Aprisa, hijo, aprisa!

Levantaron la trampilla del suelo. El niño cayó dentro dando tumbos, empujado por su padre. El recién nacido gimió. En el exterior, los cerdos chillaron, las vacas mugieran y el estruendo del ejército sacudió la casita hasta sus cimientos. El muchacho extendió los brazos para coger al bebé que gritaba. Oyó aullar a su padre. El grito de horror de su hermana resonó en sus huesos. La trampilla se cerró bruscamente, golpeando al muchacho en la cabeza y sumiéndolo en una sofocante oscuridad.

Permaneció acurrucado, casi inconsciente y sangrando, Como en la peor de las pesadillas, oyó llorar a su madre, oyó a su padre suplicar piedad…, no para él, sino para su mujer y sus hijos. Oyó el llanto y los sollozos y luego los repentinos silencios como agujeros abiertos que jamás se cubrirían, como heridas que jamás cicatrizarían. Mientras tanto, no dejó de empujar con sus flacos hombros la trampilla, furioso, lleno de rabia, tratando de salir.

¿Qué creía que haría si lo conseguía? Claro, claro, sólo era un niño, que nadie lo olvide, presa de una rabia que le cegaba el juicio. Creyó que los mataría, a todos y cada uno de aquellos malhechores.

Cuando todo el silencio del mundo reinó más arriba, cuando rodas las muertes se hubieron consumado, las maldiciones del muchacho fueron el sonido más fuerte que se oyó en la tierra. Se quedó inmóvil, con el corazón desbocado, aterrorizado y sabiendo que su propio silencio llegaba demasiado tarde. La trampilla se abrió y una mano descendió para agarrarlo por el brazo y arrastrarlo a la luz del día. Un anillo de oro con joyas engarzadas refulgió torvamente y su brillo laceró los ojos del niño.

Lo que el pequeño encontró arriba fue una carnicería, un baño de sangre. Había cadáveres por el suelo de la sala principal: el de su bella hermana, el de su padre, descoyuntado y retorcido, el de su madre cubierto de sangre. El bebé yacía muerto sobre el pecho de la mujer. Temblando, impotente ante las náuseas y los retortijones, el muchacho vomitó, cayó de rodillas y recibió un fuerte puntapié por ello. Un hombre corpulento —el de grandes manos y calzado con botas— lo obligó a ponerse en pie de un tirón. El fuego crepitaba en el exterior, las volutas de humo invadían toda la casa. El hombretón levantó el niño en alto para mirarlo de hito en hito. Apestaba a sangre, sudor y muerte violenta.

—Es mío —gruñó en lengua común—. ¡Mío! —Arrastró al muchacho al exterior, donde le ataron las manos y lo amarraron al pomo de la silla de montar de un caballo bayo.

Así de simplemente se convirtió Griff en un esclavo. El hombretón montó en su caballo y se alejó cabalgando a la cabeza de su turba asesina. El niño lo siguió —no tenía más remedio, ¿verdad?— y se encerró en un aturdido mutismo hasta que, en la cima de una elevación del terreno, su amo se detuvo para buscar el rastro del ejército del que se había separado y al que debía dar alcance. El hombre oteó el horizonte, pero el muchacho miró hacia atrás y vio su hogar, la pequeña granja, los graneros y las dependencias anexas. Eran como cenizas en el suelo, y en el cielo volaban los cuervos en círculos, prestos a descender para alimentarse.

En ese momento, el niño bramó su ira por la muerte de su familia. Así brotó su inexperto primer grito de guerra.

—Así fue como me alisté en el ejército de Takhisis —me dijo Griff Rees, todavía apoyado en los codos empapados de cerveza derramada.

Yo guardé silencio porque no tenía nada que decir. Ya me habían contado historias tristes y dolorosas, y ésta era una de ellas, pero nunca he visto que consuele a nadie oírme decir: «Oh, qué pena, qué lástima».

Lo miré largamente a través de la neblina de humo que flotaba a media altura debido a lo mal que tiraba la chimenea del tabernero Baird, pensando en que se había unido al ejército de la Reina de la Oscuridad con un grito de guerra en la garganta y el corazón convertido en piedra. Me contó, en El Cisne y la Daga, que le habría gustado matar al hombretón que lo esclavizó, pero aunque tramó y conspiró, nunca tuvo la ocasión…

—Pero sobreviví combatiendo con el ejército y me volví tan fuerte y despiadado como cualquier soldado.

Serví el resto de la cerveza, repartiéndola entre ambos, sin dejar de pensar en ningún momento que, si matar en la guerra es una dura labor para un hombre, es mucho peor para un muchacho. Sin embargo, él lo hizo, aquel delgaducho niño que vio morir a su familia en las llanuras de Estwilde, puesto que entre los deberes de un esclavo estaba la obligación de defender a su amo en la batalla. Realizó bien aquel trabajo y aprendió el arte de matar con la esperanza de poder utilizarlo en una causa mejor: acabar con la vida del hombre que había asesinado a su familia. Era un alumno aplicado. Pronto empezaron a llamarlo Griff el Asesino. Quizá fue entonces cuando creyó que había perdido el alma, en las matanzas, mientras ansiaba ejecutar a un asesino en concreto. Sus ansias jamás quedaron satisfechas. Con el tiempo, él y su amo se separaron, apartados bruscamente uno del lado del otro por la terrible marea de la guerra que arrasó la Torre del Sumo Sacerdote en aquellos desgarradores tiempos, al final del Verano de Caos.

—Su nombre era Ceniza Guth —dijo Griff—. Debió de cambiárselo más tarde. Lo he buscado con empeño y nunca he oído ni una sola palabra acerca de él desde el final de la guerra. Y tampoco, desde ese día, he visto ni rastro de él. —Bajó los ojos hacia la mesa y volvió a levantarlos para mirarme—. Sólo en mis pesadillas.

Debía de sufrir muchas, pensé mientras posaba en mí sus ojos oscuros y oía aullar a sus fantasmas. No eran los fantasmas de todos los que había matado en su época. No, no eran ellos. Ahora lo sabía, lo veía: eran sus propios fantasmas, los espíritus de su familia, quienes escrutaban a través de sus ojos.

—Por fin lo he encontrado —dijo Griff, y trazó unas runas de muerte sobre la cerveza derramada—. Ya es mío, tan seguro como que mañana amanecerá. Y es imposible que vuelva a perderlo.

Como un frío dedo recorriendo mi nuca acudió a mi memoria el mote que le había oído mencionar una sola vez: Griff el Desalmado. Era lo que parecía, allí sentado, con los brazos empapados de espuma de cerveza, un ser animado pero sin sentimientos.

Pensé, sólo por un instante, que era una lástima que la señora Haugh condujera a su padre a una muerte segura, pero decidí que no era asunto de mi incumbencia. Yo no mato ni ayudo a matar a nadie sin sudarme la recompensa. Esta vez sería por el mismo provechoso fin. Además, ¿quién negaría que Griff Rees se había trabajado esa muerte?

Si alguien me lo hubiese preguntado, yo hubiera preferido que Olwynn, la señora Haugh, montara un animal distinto de su pequeña e inquieta yegua alazana. Para el caso, le habría aconsejado que no montara caballo alguno, sino que ella y Griff fueran por el Camino de Haven a pie, como yo. Es un buen camino, en la estación adecuada, lo bastante ancho para que tres jinetes puedan cabalgar en paralelo; pero últimamente las lluvias torrenciales habían erosionado sus márgenes, dejándolo más estrecho y hundido por los bordes. La yegua alazana detestaba aquel terreno blando y siempre acababa hundiendo los cascos en las embarradas orillas. Olwynn, que montaba con Cae junto a su pecho, la niña iba en un armazón con cabestrillo, hacía cuanto podía por obligar al animal a ir por el centro firme del camino, pero la yegua era más testaruda que una mula y se desviaba a derecha e izquierda, y respingaba cada vez que notaba que cedía el movedizo borde del camino. A las dos horas de viaje desde Loma Larga, la yegua ya había resbalado tres veces, y dos amenazado con arrojar a su jinete —con bebé incluido— a la tierra del camino. Cualquier idea optimista que hubiéramos tenido sobre la distancia que recorreríamos aquel día se había ido al garete.

—Rebánale el pescuezo a ese condenado animal —gruñó Griff la cuarta vez que la yegua resbaló y se salió del camino. Era lo primero que decía desde que habíamos tomado el Camino de Haven y no dijo nada más. Siguió cabalgando a la vanguardia, siniestro y silencioso. Yo me quedé con la yegua y la joven, intentando que volvieran al camino, esquivando sin parar cascos y dentelladas mientras Cae lanzaba un largo y aullante gemido.

El enano del Bosque Oscuro, así es como me llama Griff, y quizás os preguntéis por qué pasaba tanto tiempo en aquel lugar. Hay muchas razones. Una de ellas es el silencio.

Olwynn abrazaba a la niña con fuerza, susurrándole suaves palabras incomprensibles, cuando la yegua agachó la cabeza para empezar a cocear. Me moví con rapidez y descargué un puñetazo justo entre los ojos del animal, en el momento en que bajaba la cabeza. Me hice daño en la mano y no le hice ninguno a la yegua, pero atraje su atención. Me dejó conducirla fuera del lodo, de vuelta al centro del camino.

—Gracias —dijo Olwynn en voz baja y temblorosa cuando cogió las riendas que yo le tendía—. Yo… No se me dan muy bien los caballos. Aunque mi marido… —Dejó la frase en el aire, sin dejar de mecer a su hijita—. Bueno, gracias por ayudarme, Broc. —Lo dijo con dulzura, sin una sonrisa en los labios pero con el brillo de una en sus tranquilos ojos.

—¡Vamos! —gritó Griff, refrenando a su inquieto y pinto caballo castrado—. Nos vendría bien recorrer al menos un kilómetro más antes del anochecer, ¿no?

Después de aquello avanzamos a buen ritmo. La yegua parecía cansada de su testarudez y disfrutaba de la ocasión de trotar por la fresca mañana. Yo me adelanté, vigilando constantemente a derecha e izquierda, sintiendo el cómodo peso de mi mochila a la espalda y el de Segadora en la cadera, siempre a mano.

El Bosque Oscuro del Camino de Haven, no es un buen lugar para visitarlo. Todas las historias agradables que se oyen de dríadas que cantan en las arboledas del bosque, los trágicos relatos de los fantasmas del bosque del Espíritu, incluso las leyendas épicas de centauros que habitan en la parte occidental del bosque, todo es verdad. Aun así, cuando penetras en el Bosque Oscuro desde el Camino de Haven, cerca de Solace y Loma Larga, tienes que ser un estúpido para preocuparte por espectros, dríadas y centauros. Lo que allí encuentras son bandidos y forajidos que se ocultan entre los álamos, hombres exiliados de su hogar y su familia por la justicia o, como yo, por propia elección. Sólo un temerario se aventuraría a entrar sin armas y sin saber muy bien cómo utilizarlas.

Detrás de mí, la hijita de Olwynn emitía gorgoritos y suspiros, ruiditos que el viento se llevaba indolentemente. Los pájaros revoloteaban sobre el arroyo Solace: martines pescadores que se lanzaban en picado para zambullirse en busca de alimento, pinzones y currucas que salían del bosque para beber. Una cierva de grandes ojos sorprendidos cruzó el camino a saltos y se precipitó hacia la oscuridad de los árboles. Me detuve a escuchar su carrera y el silencio que la siguió cuando los seres más pequeños, temerosos de los depredadores, se escabulleron raudos a lugares más seguros. Aguardé hasta que oí que el bosque volvía a la normalidad, oí el canto de los pájaros y el suspiro del frío viento del norte. Sólo entonces reanudé la marcha.

El camino ya no seguía en línea recta, pues se había abierto para que corriera paralelo al sinuoso río. Y ahora era más estrecho. Miré hacia atrás e indiqué por señas a Griff que me adelantaría hasta perderme de vista, detrás del siguiente recodo, para inspeccionar el terreno. Dio su conformidad también por gestos y Olwynn le dijo algo en voz baja. Si se trataba de una pregunta, no recibió respuesta.

«Una paloma entre lobos», eso pensé de ella la noche anterior en El Cisne y la Daga. Bueno, eso era ella, ¿verdad? Una palomita que volvía a casa con un mortífero mensaje para su padre, sí. Griff podía trazar un plan perfecto, vaya si no.

Llegué al recodo donde, hacia el este, corre el arroyo Solace, cantarín y risueño, desde el lago Crystalmir y allí me detuve, maldiciendo al ver una maraña de álamos caídos sobre el camino. Las lluvias de los días anteriores habían colmado el lago hasta el punto de que la escorrentía inundaba sus orillas. Tendríamos que abandonar el camino y enfilar por el margen del bosque, donde los árboles crecían más juntos y las raíces tendían entretejidas trampas para nuestros pies. La yegua alazana iba a disfrutar. Me acerqué a la espesura, sin dejar de maldecir e intentando pensar en el mejor modo de obligar al animal a dejar el camino para entrar en el bosque. El seco ruido de cascos al trote corto se imponía al silencio. Como si protestara por nuestra intromisión, un grajo crascitó ásperamente entre los árboles, otro le contestó como un eco y un tercero se unió a la algarabía. Varias criaturas se agitaron en la maraña de álamos caídos y atrajeron mi atención.

Mi corazón dio un vuelco cuando vi algo oculto de las miradas casuales. Cada uno de aquellos árboles había sido derribado por un hacha de leñador, y cada una de las muescas recién cortadas me indicó que habían sido talados aquella misma noche.

—¡Griff! —grité al tiempo que retrocedía a la carrera—. ¡Atención!

Los grajos enmudecieron. El viento cambió de dirección, arrastrando el cercano olor de sudor y caballos. Doblé el recodo y los vi. Eran dos jinetes. Griff había desenvainado su espada y el acero brillaba a la luz del sol otoñal. Detrás de él, como una trampa que se cierra, se acercaban diez personajes andrajosos, algunos humanos, otros goblins. Formaron un semicírculo en el camino, cortándonos el paso y acorralándonos entre ellos y los árboles caídos.

—¡Atrás! —grité—. ¡A tu espalda!

Una flecha pasó silbando junto a mi oído y una segunda relampagueó ante un ojo de la yegua alazana. El animal se sobresaltó. Olwynn lanzó un alarido, se bamboleó sobre el lomo de la yegua, aferrando a Cae contra su pecho, y cayó sobre el camino. Se quedó tendida, indefensa, sin resuello por el impacto, mientras la niña chillaba. Griff descabalgó y se situó junto a ella. Viéndolo, cualquiera pensaría que estaba protegiendo a su propia hija, tan fieros y llameantes estaban ahora sus ojos. Su actitud era protectora, de acuerdo. Pero no defendía a Olwynn, no, sino otra cosa: su derecho a la venganza.

De un salto, y blandiendo con fuerza a Segadora, dejé atrás a Griff y descargué un mazazo contra las rodillas del goblin alto y flaco, que cayó dando alaridos. Se revolvió, tratando de levantarse, y vi que era el tipo con una oreja desgarrada que había abandonado bruscamente El Cisne y la Daga. Segadora se aplicó a la cosecha y aplastó el cráneo de aquel goblin hasta reducirlo a ensangrentadas astillas.

—¡Broc! —gritó Olwynn—. ¡Detrás de ti!

Giré sobre mis talones blandiendo nuevamente a Segadora. Un crujido de huesos, un aullido agónico y un robusto humano cayó al suelo.

Olwynn volvió a lanzar un grito de terror y yo di un brinco, justo a tiempo de ver cómo se acurrucaba contra su gimiente hija, intentando desesperadamente protegerse y proteger a la pequeña de dos goblins que se abalanzaban sobre ellas, seguros de que la mujer llevaba encima la bolsa de monedas de acero que su compinche había visto en la taberna.

Con su terrible y salvaje grito de guerra —ah, aquel grito idéntico al primero que lanzó de niño—, Griff saltó por encima del cuerpo acurrucado de Olwynn. Su espada refulgía cuando la enterró en el vientre de un goblin y su brillo se empañó por la sangre roja, de un rojo rubí. Mas todavía quedaban siete, cinco humanos y dos goblins, todos ellos confiados en su destreza, anhelando el tesoro que habían venido a buscar.

Agarré las riendas de la yegua cuando pasaba por mi lado al galope y aferré el armazón del niño, que ahora colgaba del pomo de la silla de montar. Griff sujetó a su castrado pinto y su propio fardo. Intercambiamos una fugaz mirada. Con palmadas y gritos mandamos los caballos casi desbocados contra el tupido grupo de salteadores.

—¡Corred! —grité, al tiempo que le arrojaba a Olwynn su fardo, mientras Griff la cogía por la muñeca y la ponía en pie de un tirón—. ¡No! ¡Por ahí, no! ¡Nos cierran el paso! ¡Hacia al bosque!

Corrimos atropelladamente hacia el margen del camino y nos internamos en el Bosque Oscuro. Ninguno de los tres se entretuvo en mirar tras nuestras espaldas.

Corrimos, pero no por mucho tiempo. El bosque era ralo junto al borde del camino, pero pronto descubrimos que enseguida se espesaba. Los árboles se apiñaban, los matorrales obstruían lo que habrían sido espacios libres, mientras que las raíces sobresalían del suelo como si quisieran ponernos la zancadilla. Olwynn respiraba entre jadeos y sollozos entrecortados por el esfuerzo y el miedo. Cae gemía constantemente y su llanto quedaba ahogado contra el pecho de su madre, pero aún se oía lo bastante para seguirlo. Gritos y maldiciones resonaban a nuestras espaldas, mientras los bandidos, tras librarse de los caballos, se precipitaban hacia el bosque. De repente se elevó el prolongado y quejumbroso aullido de alguien que afrontaba su propia muerte.

—Más deprisa —dije a Griff cuando llegué junto a él, medio agachado, para localizar los estrechos senderos que tan bien conocía.

Volvió a coger a Olwynn por la muñeca y la arrastró sin preocuparse por sus incesantes tropezones. Con la niña y la joven a rastras, vadeamos un crecido arroyo. En cuanto llegamos a la otra orilla, Griff se detuvo, todavía sujetando a Olwynn por el brazo.

—¡Haz callar a esa mocosa! —gruñó con la cabeza erguida y el oído atento al ruido de nuestros perseguidores, claramente audible.

Detrás de nosotros, cuerpos avanzando ruidosa y pesadamente entre los matorrales, voces roncas gritando juramentos y amenazas. A nuestro alrededor, sin embargo, reinaba el silencio. Ni un solo ser del bosque emitía sonido alguno. En medio de aquel silencio, Olwynn se revolvió y se liberó de la presa de Griff. Sudando pese al frío aire, con manos temblorosas, atrajo hacia sí a la pequeña, y dijo:

—Cae tiene hambre, frío y miedo. Encontradme un lugar tranquilo y conseguiré que se calle.

Los gemidos de Cae cada vez eran más agudos. Griff se llevó la mano a la empuñadura de la espada con un movimiento lento y deliberado. El pulso se aceleró en la garganta de Olwynn. Pero no reculó, sino que prosiguió en voz baja:

—Te he contratado, Griff Rees, para que me protejas. No vas a amenazarme ahora porque mi hija está hambrienta y asustada, ¿verdad?

No se dejaba avasallar. Griff sonrió del modo que uno esperaría ver sonreír al propio invierno, gélido y cruel.

—¿No guardo bastante bien el preciado tesoro de vuestro padre, señora Haugh? Aún estáis aquí y con vida, ¿no es verdad?

Detrás de nosotros se oyó una áspera voz y otra le respondió. Solté una silenciosa maldición. Había aceptado aquel trabajo por ganar un dinero fácil y ahora me parecía que conseguirlo era cada vez más difícil.

—Griff —dije—, pongámonos en marcha.

—Broc —replicó secamente—, llévanos a un lugar tranquilo para que la señora Haugh pueda atender a su hija.

Bien sabía yo adónde ir —¿quién mejor que el enano del Bosque Oscuro?— y hacia allí me dirigí, abriéndome paso entre los matorrales bajos y dejando que Griff hiciera lo propio entre los altos, con Olwynn y su hija detrás, ésta llorando a pleno pulmón.

Más cerca ahora, la voz áspera gritó:

—¿Los oís? ¡Ahí delante! —Los bandidos nos pisaban los talones, guiados por el llanto de Cae. Oímos a uno de ellos aullar de júbilo en el mismo momento en que yo encontraba los dos senderos entrecruzados que buscaba, uno ancho y despejado, el otro estrecho y serpenteante. Olfateé el hedor de los goblins. Quizás Olwynn también, pues cerró los ojos y murmuró algo en voz queda, como si rezara.

—De acuerdo —dije, señalando la estrecha senda que discurría sinuosa como una culebra—. Ése es nuestro camino, Griff. Al final el terreno asciende. Encontrarás tres cuevas. Nos interesa la de en medio. Es la más profunda y al fondo brota un manantial. Entrad en ella y no os apartéis del sendero, porque os perderéis antes de que me dé cuenta.

Detrás de nosotros, un ciervo saltó ruidosamente. Nuestros perseguidores se acercaban.

—¿Y tú? —me preguntó Griff.

Le entregué mi mochila y señalé el suelo.

—Borraré las huellas de tus grandes pies.

Lanzó una lúgubre carcajada y obligó a Olwynn a seguir andando. Tomaron el sendero serpenteante, Griff apartaba de vez en cuando alguna rama, cuando se le antojaba, para que pasara la joven. Esperé hasta que salieron de mi campo de visión y empecé a borrar velozmente las huellas de su paso. Una vez concluido el trabajo, dejé un rastro claro para nuestros perseguidores con mis botas, unas huellas imprecisas por un lado y señales de arrastre por el otro, como si alguien hubiera tropezado una o dos veces y se hubiera puesto en pie de nuevo arañando la tierra. Una fuente burbujeaba a la izquierda del sendero, no muy lejos. Pisé el agua y dejé húmedas huellas en el pedregoso suelo.

Salí del camino y me quedé inmóvil, escuchando. Una voz cascada llegó hasta mí flotando en el viento, un goblin que hablaba en su bronca lengua. Satisfecho, me acuclillé para esconderme y me volví invisible entre los matojos, con mis ropas pardas que se confundían con el breñal, mientras los bandidos se aproximaban. Con los ojos fijos en el sendero y esforzándome por oír los lamentos de Cae, esperé conteniendo el aliento. Conteniendo el aliento y empuñando a Segadora, por si acaso.

Llegó un goblin, luego otro, seguidos por varios humanos.

—Me haré unos calzones con su piel —dijo el primer goblin. Tenía un aire que me recordó al tipo de la oreja desgarrada que había matado en el camino. Debían de ser parientes.

Al oeste, un cuervo crascitó de nuevo. Algo más débil, más lejana sonó una respuesta. ¡Cae! El goblin que quería unos calzones nuevos se detuvo, obligando a los demás a imitarlo. Ladeó la cabeza e hizo girar sus orejas puntiagudas, como un gato.

—Bah, no es nada —gruñó un humano alto—. Algún conejo.

El goblin se mantuvo en sus trece, escuchando. No se oyó ningún otro grito. Aceptó la palabra de su compañero y siguió caminando. Uno por uno, pasaron ante mí, todos ellos con el aspecto de haberlo pasado mal entre las espinosas matas. Los espié con una sonrisa. Mantenían los ojos atentos al rastro y las narices al viento. Los oí chapotear en la fuente, los oí continuar su camino, y me felicité por haber hecho bien mi trabajo. Con suerte, seguirían el pedregoso rastro hasta volver al camino, aunque no caerían en la cuenta de ello hasta que llegaran a la vista de la ciudadela de Gadar, a más de ocho kilómetros de distancia.

Para entonces, pensé, deslizándome silenciosamente entre los árboles, aquel goblin se preocuparía por buscar unos calzones nuevos en otra parte.

Los días de otoño no son largos, y la remisa yegua alazana y los bandidos nos habían hecho perder gran parte del primero. Cuando me acercaba a las tres cuevas, la luz había disminuido y alargaba mucho las sombras. No nos moveríamos de allí hasta la mañana siguiente. Griff lo sabía tan bien como yo. La cueva de en medio tenía el aire de un campamento cuando por fin llegué hasta ella: fardos amontonados contra las paredes del interior, Olwynn sentada bajo el tibio sol de fuera y la niña dormida en sus brazos. Se había arrebujado en su capa. El viento soplaba allí más frío que en el terreno más llano, y con más fuerza. Pocos árboles crecían para detenerlo.

Griff me recibió con un seco cabeceo y Olwynn con una sonrisa y unas palabras amables.

—Me tenías preocupada —dijo la joven, desplazando el peso de Cae para estar más cómoda—. Has tardado mucho.

—Sólo lo necesario —respondí. Cogí una cantimplora que acababan de llenar y apuré hasta la última gota de agua.

—¿Encenderemos un fuego? —preguntó Olwynn, mirándonos alternativamente a Griff y a mí.

Lancé un bufido.

—Claro. Yo lo prepararé mientras tú vas a la cima de la colina y llamas a todos los bandidos y forajidos del Bosque Oscuro para que nos encuentren antes. —Metí la mano en mi mochila y saqué un poco de cecina de venado—. Cómete esto —dije, al tiempo que se la arrojaba.

La palomita no se dejó impresionar por mi gruñido. Se limitó a apretar a su hija contra su pecho y entró en la cueva, para protegerse del viento, que ahora arreciaba. Me dispuse a alejarme, pensando en ocuparme de la primera guardia y por lo tanto en una noche de sueño ininterrumpido después. Al volverme, vi que Griff se despojaba de su gruesa capa de lana verde y se la llevaba a Olwynn.

Ella le dio las gracias con un susurro.

—Olvídalo —replicó él con brusquedad—. Ahora duerme un poco. Mañana hay que madrugar.

¿Que lo olvidara? Tal vez ella lo hiciera, pero yo ascendí por la colina recordándolo y riendo para mis adentros. ¡Qué guía tan considerado era! O eso debía de pensar ella. Lo que yo no podía olvidar era lo que había dicho Griff con displicencia en el bosque: «¿No guardo bastante bien el preciado tesoro de vuestro padre, señora Haugh?». Un preciado tesoro, sí, pero más para Griff que para el padre, pues ella era el camino que lo conduciría hasta su enemigo.

Me olvidé de todo cuando Griff remontó la colina demasiado pronto para relevarme de mi guardia. Llegó caminando bajo la luz de las lunas roja y plateada, y algo de su apariencia, blanca como los huesos, cadavérica, me provocó un escalofrío, como si las patas de una ataña recorrieran mi nuca.

—¿Qué? —dijo cuando le dirigí una intensa mirada; frunció el ceño y escupió.

—Pareces… —dije.

—¿Qué parezco?

Me encogí de hombros. Era difícil explicarlo. Parecía la Muerte andante, inexorable, con las cuencas oculares vacías, lo cual no era de extrañar. Para el padre de Olwynn Haugh, Griff era la Muerte. Pero también parecía alguien atrapado por la Muerte, un hombre consumido, del que no quedaba apenas nada más que los huesos. El viento azotaba la cima de la colina con un quedo gemido. Hacía más frío desde que había caído la noche. Griff le dio la espalda al viento y encorvó los hombros. Con los ojos fijos en la cueva, aquella oscura boca abierta como en un bostezo, asintió casi con expresión ausente.

—Baja —dijo— a ver si puedes encender un fuego.

—¿Qué? —Estuve a punto de echarme a reír—. ¿Te has vuelto loco? Todos los bandidos…

Giró bruscamente hacia mí y me espetó;

—¡Hazlo! Siempre te escondes en estos montes y nadie sabe que estás aquí hasta que les caes encima. ¿Me vas a decir que nunca enciendes fuego?

No iba a decírselo. Nadie prepara una hoguera más rápido ni mejor que yo. Aun así, ahora me parecía arriesgado. No obstante, con la misma rapidez que se había revuelto para gruñir, con la misma facilidad, Griff volvió a calmarse.

—Los bandidos ya deben de estar muy lejos —dijo—. No volveremos a verlos. Esa joven es mi salvoconducto para entrar en casa de su padre. Tengo que mantenerlas a ella y a la niña sanas y salvas hasta que lleguemos a nuestro destino.

En fin… ella también era mi salvoconducto para obtener una abultada recompensa que me mantendría caliente, bien alimentado y provisto de aguardiente enano durante todo el invierno. Reflexioné sobre dónde debían de estar ahora los bandidos y calculé que habrían regresado a Loma Larga o estarían maldiciéndome mientras ascendían por un lado de la ciudadela de Gadar y descendían por el otro. El viento parecía venir de una zona donde había un montón de piedras, y nada en el cielo o en el olor del frío aire presagiaba una tormenta.

—Vale, está bien —dije, meneando la cabeza—. Encenderé un fuego.

Griff no contestó, sólo se sentó a sotavento, en la ladera, para resguardarse de las ráfagas y sacó su puñal de mango de hueso y una pequeña piedra de afilar. Mientras amolaba aquél con ésta, contempló las diminutas chispas que brotaban de la hoja, en tanto que yo me hice el remolón por si teníamos algo más que decirnos. No lo teníamos, de modo que lo dejé haciendo guardia.

Cuando volví a la cueva, Olwynn sonrió al ver mis brazos cargados de leña y yesca. Depositó a su hija entre los fardos y se levantó para ayudarme a preparar la hoguera. Tomó aliento para decir algo, con aquella leve sonrisa aún en los labios, cuando el silencio de la noche se interrumpió, desgarrado por el salvaje grito de guerra de Griff.

Varios hombres cayeron sobre nosotros armados con aullidos y aceros, siete bandidos que no sabían cuándo había acabado la partida. La luz de la luna se derramaba como plata fundida por los agudos filos de las espadas.

—¡Broc! —chilló Olwynn, y Cae despertó gritando y llorando.

La joven no esperó a discutir o preguntar nada. Corrió con su lloriqueante hija, encorvada y buscando la seguridad de las tinieblas. Los bandidos rompieron a reír, pensando tendrían problemas para rebasar mi posición. Bueno, eran siete y quizá tenían razón. Pero nunca lo sabríamos. Apenas hube aplastado las rodillas de uno de los goblins cuando el otro murió tras un alarido. La espada de Griff se introdujo entre sus costillas, desde atrás. El denso hedor metálico de la sangre inundó el aire mientras yo acababa con mi adversario, desgajándole los sesos del cráneo. Luego giré sobre los talones, llevado por el impulso de Segadora, y aplasté las costillas y el pecho de otro.

Griff y yo éramos buenos, eficaces en nuestro trabajo. Tardamos menos de lo que cuesta contarlo en despachar a otros dos con la espada y la maza, y ahora sólo quedaban dos bandidos. Uno era un tipo alto, cuadrado de hombros, y el otro delgado y con la cara llena de pústulas. Cada uno empuñaba una espada de estrecha hoja reluciente. El alto se abalanzó sobre Griff mientras el otro amagaba una estocada en mi dirección, haciendo girar la punta de su arma en un cerrado círculo, justo fuera del alcance de Segadora. El rival de Griff atacó otra vez y se apartó hacia un lado cuando Griff contraatacó. Al dar aquel paso, se acercó a la entrada de la cueva. Los gemidos de Cae resonaban en el fondo de la oscuridad. Riendo, el bandido desapareció, engullido por las tinieblas y confiando en que los aullidos de la niña lo guiarían.

—¡Maldición! —bramó Griff, pues había saltado demasiado tarde para impedírselo—. ¡Maldición y mil veces maldición! —y se precipitó hacia el interior de la cueva, dejándome a mí con los ojos clavados en el bandido de cara cubierta de pústulas.

Aquel bandido sonrió, con un brillo perverso en la mirada. Una minúscula luz parpadeó y adiviné sus intenciones. Di un paso atrás y acto seguido a un lado, justo en el momento de su acometida. Trastabilló y se volvió para buscarme. Segadora silbó en el aire, lo alcanzó en la nuca y le partió el espinazo. Puse fin al sufrimiento del bandido con su propia espada.

El ruido del acero restalló al fondo de la cueva, y luego se oyó el chirrido de una hoja entrechocando con otra. El sonido se produjo más cerca de lo que yo esperaba, y más cerca aún oí el repentino grito de terror de Olwynn. En aquel instante, una espada rebotó estruendosamente en el suelo de piedra de la cueva, y luego la otra. Olwynn pasó junto a mí como una exhalación, con su hija en brazos. Dos hombres la siguieron como alma que lleva el diablo. El bandido iba desarmado, y Griff le pisaba los talones.

La sangre resbalaba por el brazo derecho del forajido y tenía la mano izquierda cerrada en un puño. Saltó por encima del cadáver que yacía a mis pies. Yo tenía a Segadora en alto, pero fui demasiado lento. El bandido se volvió y me asestó un fuerte puñetazo entre las paletillas.

Caí al suelo, el aire escapó de mis pulmones y me quedé jadeando como un hombre que se ahoga. El bandolero, que aferraba una piedra con el puño, cogió una espada del suelo, rió y se abalanzó sobre Griff. Olwynn volvió a gritar, pero no de miedo o de dolor. En su voz había rabia, una rabia que desgarró la noche a la vez que el interior de mi cráneo. Con un solo movimiento, depositó en el suelo a la niña entre los fardos arrimados a la pared y recogió la piedra que el hombre había dejado caer.

Lo oí en el acto, un ruido que estoy acostumbrado a oír, un crujido de huesos. La piedra de Olwynn se estrelló contra el hombro del bandido. Solté una carcajada mientras recobraba el aliento lo más rápido que podía. La risa murió en mis labios cuando el bandido se volvió. Se pasó la espada a la mano izquierda. La luz de las lunas plateada y roja se deslizó por toda la longitud de la hoja, reluciendo en los afilados perfiles de acero. Y ya no brillaba, era sólo sangre, sangre negra bajo la luz de la luna. Y Olwynn cayó de rodillas.

La joven alzó la vista al cielo y las estrellas, como si estuviera rezando. El llanto de Cae se convirtió en un gimoteo. Luego, silencio. En el primer momento de aquel silencio, Olwynn cerró las manos alrededor de la hoja. La sangre se derramó sobre sus palmas, manando al ritmo de su respiración. Abrió la boca. Una voz tembló allí mientras su mirada se encontraba con la de Griff. La palabra no fue pronunciada y ella se desplomó.

La palomita yacía muerta entre los lobos, asesinada de camino a casa.

—¡Hijo de perra! —bramó Griff.

Propinó un puntapié al cadáver del bandido alto y de anchos hombros y lo mandó dando tumbos ladera abajo, para que yaciera entre sus compañeros. Los lobos y los cuervos darían buena cuenta de ellos. Habíamos amontonado los cadáveres de los bandidos y rebuscado todo lo que merecía la pena guardar: pedernales y percutores, una bolsita de cuero con monedas y dos buenas yescas. También nos hubiéramos quedado con sus espadas, pero habríamos tenido que cargar con ellas y no queríamos llevar más peso. Las escondí en la cueva, para una improvisada armería secreta.

Sólo quedaba otro cadáver, el de Olwynn Haugh, tendido en el interior de la cueva. La envolví en su capa y cerré sus manos sobre el frío pecho. Después me puse en pie, con su bolsa de terciopelo verde, que me pasé de mano en mano lentamente.

—Hijo de perra —repitió Griff en un murmullo, ahora mirando a la difunta Olwynn.

Como ya he dicho, era posible mirar a los ojos de Griff el Asesino y ver las llamas de un antiguo incendio. Se veía el mismo lugar donde se acurrucaba un niño, sangrando y aturdido, un escondite oscuro y asfixiante donde el humo, el terror y la pena eran nudosos dedos que arrancaban el alma del cuerpo. Y se oían las voces de aquella pesadilla, la de un desesperado padre suplicando por la vida de su familia, la de una madre gritando mientras su bebé moría. Griff se hallaba en aquel lugar, en el oscuro pozo de sus pesadillas, aunque el sol ya asomaba por el horizonte y proyectaba su oscura sombra sobre el cadáver de Olwynn Haugh, sobre la niña.

Griff se quedó mirando a la niña con fríos ojos, entornados. La pequeña había pasado las últimas horas de la noche llorando, mientras hacíamos rodar los cadáveres colina abajo, hambrienta y aterrada, hasta que el agotamiento pudo con ella y la silenció. Ahora se movió como si supiera que la estaban observando. Agitó un diminuto puño en sueños y suspiró. Griff desvió la mirada hacia la difunta madre y luego extendió los brazos con la intención de coger a Cae. Tan pequeña era que su cabeza cabía en una de las manazas cubiertas de cicatrices de Griff. Con la otra, el hombre habría podido estrujarla. Durante un momento pensé que iba a hacerlo y dejarla allí muerta, junto a su madre. Nosotros nos apresuraríamos a regresar a Loma Larga y quizás él tendría la satisfacción de haber visto morir a los parientes de su enemigo.

Pero entonces nadie me pagaría.

—Griff —dije—, será mejor que nos pongamos en camino si queremos llegar a Haven mañana.

Me miró desde aquellos ojos de pesadilla y rompió a reír amargamente.

—¿Y luego qué? ¿Cómo voy a encontrar ahora a ese bastardo? Ni siquiera sé el nombre que utiliza.

Me encogí de hombros como si el problema no fuese motivo de preocupación, con lo cual lo conduje de vuelta a donde yo quería, o sea, mi dinero.

—Sabemos que está en algún lugar de Haven. Todavía quieres encontrarlo y lo encontraremos. —Apunté con el pulgar hacia la hija de Olwynn—. Cuando lo consigamos, ella nos franqueará la entrada de la casa de su abuelo, como habría hecho su madre. Se alegrará de recibir al hombre que ha salvado a su nieta de morir asesinada.

Griff lanzó un gruñido mientras reflexionaba.

—Podría funcionar —dije, sin dejar de pasarme la bolsa de terciopelo verde de mano en mano. Las monedas emitían una másica adorable con sus tintineos, el sonido de mi próximo invierno de comodidades—. No conocemos su nombre, pero sí el de su hija. Lo encontraremos.

Griff aún mantenía la vista fija en la niña y una frialdad se extendió furtivamente por su rostro, como hielo espesándose en un charco de agua estancada. Pero cuando volvió a mirarme, tuve la sensación de que la frialdad había desaparecido, que había sido mi imaginación la que dibujaba aquella expresión.

Atrapó la bolsa en el aire y se agachó para recoger a la niña.

—Broc, ¿cuál es la mejor manera de llegar a Haven desde aquí sin volver al camino?

«Bien y mal», pensé.

Cae suspiró y sus labios dibujaron una de esas sonrisas inconscientes de los bebés, dormida en los brazos del hombre que planeaba matar a su abuelo.

—La mejor manera es atravesando el Feudo Centauro —dije, de nuevo tranquilizado y dispuesto a terminar lo que habíamos empezado—. Aunque los centauros y yo no nos llevamos muy bien, que digamos. Puedo guiarte a través del bosque, rodeando su territorio, hasta el arroyo del Elfo. Podemos seguirlo directamente hasta Haven.

Con todos sus fantasmas escrutándome desde sus ojos, Griff dijo que la ruta le parecía bien y así abandonamos la cueva, la fría tumba de Olwynn Haugh, y volvimos a internarnos en el Bosque Oscuro.

¡Ah, a mis pies les gusta este viejo territorio! Encuentran el camino casi sin necesidad de mis ojos, conocen los senderos de los grandes animales y los tramos despejados junto a los arroyuelos como los aldeanos conocen sus calles y caminos. Por eso mis pies y yo guiamos a Griff hacia el oeste y el sur, a través del bosque dorado, con un viento frío que soplaba entre los resplandecientes álamos y los helechos que crujían bajo nuestros pies. A gran altura, los gansos cruzaban el cielo aleteando en formación de punta de flecha y sus graznidos anunciaban el fin de la temporada. Todo el mundo exhalaba un olor dulce y triste en su otoñal esplendor. No habría sido una mala jornada con aquellos tonos dorados y aquel silencio; pero no nos habíamos alejado mucho de la colina cuando Cae despertó con renovadas protestas de hambre.

Berreando, se retorció en los brazos de Griff, agitando los puños. Los grajos huyeron volando de los árboles y del berrinche infantil. El llanto de la niña resonaba a nuestro alrededor y nada de lo que hizo Griff para calmarla surtió efecto. El hombre siguió caminando un rato con la pequeña en brazos y luego un poco más apoyada en el hombro. Nada la tranquilizaba, aunque sus gritos, al principio lacerantes, se hicieron progresivamente más débiles, más lastimeros que los primeros y exigentes berridos.

—Pronto tendremos que darle de comer, Griff.

—¿Darle de comer qué? —Lo dijo como la mayoría de los hombres cuando hay un bebé cerca sin su madre, sorprendido de tener que ingeniárselas para encontrar comida. Se cambió a la niña del hombro izquierdo al derecho con el ceño fruncido—. No veo cabras ni vacas por aquí.

—Agua, tal vez. —Extraje la cantimplora de cuero de mi cinturón—. Por lo menos le llenará el estómago.

Intentamos verter un hilillo en su boca. No funcionó. Griff se humedeció un dedo para que ella lo chupara. Tampoco funcionó. Entonces empapé una punta de tela retorcida y la pequeña la aceptó con un ávido gritito. El viento sopló un poco más fuerte y frío. Griff se encorvó sobre la niña, prestándole el abrigo de su cuerpo. Con el rostro cubierto de cicatrices muy cerca de ella, susurró:

—Eso, así, ah, bien, eso está muy bien. Toma un poco más. Así, muy bien…

Era extraño verlo ocupado en aquella labor, contemplar aquellas manos, de las que yo sólo conocía su mortífera habilidad, sosteniendo a Cae con tanta ternura. Mientras lo observaba, los fantasmas me devolvieron la mirada desde aquellos oscuros ojos. Uno de aquellos fantasmas de la vida, recordé, había sido un hermano menor, un niño que aún estaba en la cuna el día en que el ejército de la Reina de la Oscuridad cayó sobre una solitaria granja de Estwilde. En Thorbardin afirman que las lecciones aprendidas de pequeño se recuerdan durante mucho tiempo. Bien, quizá sea verdad y Griff, de niño, debió de aprender una o dos lecciones de ternura antes de que la dura instrucción militar le impusiera su violencia.

—Vamos —dije cuando me pareció que Cae había bebido hasta saciarse—. Aún tenemos que recorrer un buen trecho antes de la noche.

A partir de entonces avanzamos a buen ritmo, pero un silencio inquietante nos acompañó mientras descendíamos por el bosque de álamos. El cielo se fue encapotando sobre nosotros, y las nubes se desplazaban hacia el este, transformando el dorado disco del sol en plata apagada. Los árboles, la tierra, el mismo viento cada vez más intenso olían a lluvia. Yo vi todo esto y Griff, aparentemente, nada de ello. Subiendo y bajando colinas, cruzando arroyos y siguiendo angostos senderos en sombras, él escuchaba a los fantasmas cuyo reposo llevaba mucho tiempo esperando. Su dulce madre, su padre, sus hermanos, todo ellos gritaban su muerte a Griff mientras caminaba con la nieta de su asesino en brazos.

Aquellas voces le hicieron algo, y tenían más poder sobre él ahora. Lo vi a medida que el sol describía su camino hacia el ocaso: lo cambiaron, lo vaciaron y me pareció, mientras lo conducía por los caminos secretos del Bosque Oscuro, que Griff perdía sustancia, se ponía pálido, rígido, demacrado. Griff el Desalmado, el de espíritu muerto, avanzaba como la Muerte en dirección a Haven, con los aullidos de sus fantasmas retumbando en su cabeza y un bebé descansando confiadamente entre sus brazos.

Confiadamente, sí, y cada vez más tranquila, durmiendo a ratos, a menudo simplemente inmóvil, agotada. Cuando se alborotaba, sus gritos de hambre eran apenas gemidos. Pero a media tarde, el gimoteo se tornó silencio. Por primera vez me pregunté si la niña sobreviviría al viaje hasta Haven. Griff también. Lo vi comprobarlo repetidamente. Ahora no pronunciaba palabra alguna, ningún susurro reconfortante recordado de otros tiempos. La contemplaba con ojos fríos y duros, asegurándose de que su pequeño pasaporte para la venganza seguía con vida.

El viento arreció y empezó a desgajar hojas de los árboles, a sacudir ruidosamente los matorrales. Las plomizas nubes descendieron hasta que podían verse pegadas a las laderas de las colinas como mantones alrededor de los hombros de unas ancianas.

—No te pares —dijo Griff, cambiando a Cae de postura en sus brazos y abrigándola cálidamente bajo su capa.

Lo dijo en el momento en que las primeras gruesas gotas de lluvia tamborilearon sobre las frágiles hojas.

—No. —Alcé la voz lo suficiente para indicarle que no le permitiría contradecirme—. Nos detendremos ahora mismo. Haven seguirá estando en el mismo sitio mañana.

Los guié, a él y a la niña, y a todos los fantasmas, apartándolos del camino, cruzando un pequeño arroyo y rodeando un cerro. Allí el viento no llegaba, aunque seguía gimiendo en el terreno más elevado, y allí encontré un saliente de roca, solitario jinete de las colinas que dejábamos atrás. Griff depositó a la pequeña en un claro libre de maleza, debajo del saliente. Ella se agitó un poco, pero no le quedaban fuerzas para llorar. Escudriñé las sombras de los alrededores.

—Voy a buscar algo de cena. A ver si tú encuentras leña por aquí para encender fuego.

Siempre llevo una bolsa llena de trampas de lazo, quizá Cae le hiciera más caso a una sopa caliente preparada con lo que cazara del que le había hecho al agua. Cuando miré hacia atrás, vi que Griff estaba en pie frente a ella, con la niña, a la que apenas quedaba una chispa de vida, a sus pies. Los ojos del hombre casi habían desaparecido en la oscuridad, los ángulos de su rostro había sido desbastados por las sombras hasta desaparecer.

Cuando regresé, estaba sentado ante una calurosa y alta hoguera, con Cae en brazos. No tenía nada que decir cuando le mostré los conejos que había atrapado y no comió los que desollé y asé. Cuando hice una buena sopa con los restos se estiró para desentumecerse y se animó. Había que dar de comer a la niña y él se entregó a la tarea como la vez anterior, empapando una punta de tela retorcida y tentando a la pequeña para que la chupara.

Pese a sus intentos, Cae no comió nada. Llevaba un día y una noche sin su madre, sin la rica leche que necesitaba.

Lo supe al mirarla: nada de lo que preparásemos la ayudaría. Lo supe, pero Griff no, o se negó a reconocerlo. Siguió a su lado, pasándole la tela por los labios. Sin embargo, no pronunciaba palabra y no vi en él ni el menor atisbo de ternura. Al parecer, la había empleado toda por la tarde. Sólo conservaba la obstinada necesidad de verla alimentarse, pero ella no comía.

Creí, mientras me envolvía en mi capa para dormir, que la hijita de Olwynn Haugh se reuniría pronto con su madre en la tierra a la que van los muertos cuando todos los afanes cesan. Se iría y dejaría a Griff sin modo alguno de vengarse y a mí privado de aquellas monedas de acero que me mantendrían caliente y saciado de aguardiente enano todo el invierno.

«Maldición —pensé al dormirme—. Que me condene si el dinero fácil no es el más difícil de ganar».

Pero Cae no se unió a sus antepasados; se aferró con firmeza a su hilito de vida. Me di cuenta cuando murió la noche y la gris mañana asomó baja entre la bruma. Griff se puso en pie justo debajo del saliente de roca y se volvió cuando me oyó levantarme. Tenía a Cae en brazos, cubierta por los pliegues de su capa de lana verde. Griff el asesino, Griff el Desalmado, me miró con aquellos ojos vacuos y aquel pálido rostro lleno de cicatrices mateado con signos de odio afilados como cuchillos.

—¿Cómo está la niña?

Se la cambió de un brazo al otro y, si yo no supiera qué era, habría pensado que sostenía un saco de trapos, tan inerte estaba ahora la pequeña.

—Culminaré mi venganza —dijo—. Vámonos.

Nos fuimos, y no pronunció más palabra en todo el camino hasta Haven.

En una ciudad se encuentra a un hombre del mismo modo que se lo encuentra en el bosque. Siguiéndole el rastro. El padre de Olwynn Haugh no resultó tan difícil de localizar. Encontramos sus huellas por toda la ciudad, el águila bicéfala estampada en barriles de cerveza y toneles de vino y en las bordas de las barcazas. Era un hombre rico, un conocido importador, y una sola pregunta dejada caer en la taberna correcta en el momento adecuado bastó para encontrarlo. Su nombre era Egil Adare y vivía en la colina; su casa dominaba la ciudad y el puerto, donde sus barcazas descargaban mercancías procedentes de toda Abanasinia, e incluso de más lejos. El anillo nos abrió la puerta de su hermosa casa. Y la visión de la criatura puso alas en los pies de la criada, una vieja que no dejaba de mirarnos de reojo y cloqueaba como una gallina mientras nos conducía por la gran mansión, ascendiendo por sinuosas escalinatas y recorriendo bien ventilados pasillos.

Los mercaderes de Haven vivían bien, y en cada habitación que vislumbré vi que éste, el tal Egil Adare, vivía como un rey. Griff también lo vio; sus ojos destellaban al posarse en las estatuas de oro, los doseles de seda, las ricas tapicerías de terciopelo. Lo vio y no dijo nada, se limitó a seguir a la criada con Cae en brazos. Como la siniestra Muerte siguió acechando y, como la Muerte, pálida y vacía, se detuvo frente a las dependencias de su enemigo, esperando a que la sirvienta llamara a la puerta, y luego entró.

—Griff —dije—, yo te espero…

… fuera para vigilar la puerta, para encontrar la manera de salir de aquella laberíntica mansión en cuanto él cometiera el asesinato. No me permitió acabar la frase.

—Ven conmigo —dijo. Me lo dijo a mí, pero mirando a Cae.

La puerta, cerrada por la criada, volvió a abrirse. Griff levantó a Cae hasta su hombro. La cabecita de la niña se bamboleó, su pulgar se salió de su boca. Gimoteó débilmente y después se quedó inmóvil.

Griff entró delante de mí en el cuarto, un despacho que presidía un ancho escritorio sobre el cual unos tinteros relucían como joyas y unas plumas de ave se alineaban en perfecta formación, como si fueran los soldaditos de plomo del mercader. No vimos ni rastro del importador, pero su águila bicéfala, con las dos cabezas mirando en direcciones opuestas, nos fulminó con la mirada desde cada mampara, desde el tapiz que colgaba detrás del escritorio, incluso desde la gruesa alfombra dorada y azul que se extendía bajo nuestros pies. Los hombros de Griff se estremecieron un instante al ver aquellos emblemas, pero su paso no flaqueó. Dejando un rastro de lodo con sus botas sobre la alfombra de tupida urdimbre, cubrió en un santiamén la distancia que lo separaba del escritorio.

Cerré la puerta, cubierta por paneles de roble, con firmeza y apoyé la espalda en ella. Acurrucada en los brazos de Griff, Cae resultaba invisible, oculta bajo la capa verde. Acurrucada en mis brazos tenía a Segadora, bien a la vista. El tapiz de detrás del escritorio se agitó. Una mano lo apartó y Egil Adare entró en su despacho.

Aquel mercader se parecía más a un buitre que a un águila, con la nariz ganchuda como un pico, un cuello largo y correoso y unos ojos turbios, inquietos y vigilantes, observándolo todo y juzgando si lo que veía eran depredadores o presas. Comprendí que había sido un hombre corpulento, que sus manos, ahora retorcidas e hinchadas por los nudillos de cada dedo, habían sido en un tiempo anchas y fuertes. En mi tierra dirían que los puños de aquellas manos habían sido como mazas.

Griff permaneció inmóvil como una noche de bochorno, con la cabeza alta y una fría mirada en sus ojos. Así se quedó, erguido y orgulloso, ante el hombre que había asesinado a su familia. En su interior aullaban los espíritus, llorando su mortal agonía, y luego se sumieron —¡de repente!— en el silencio. Así había sucedido en todas y cada una de las pesadillas que lo poseían, tanto en la vigilia como en los sueños. Ahora se hallaba ante quien había dado forma a aquellas pesadillas, esperando a ser reconocido. Quería ver la conmoción en aquellos ojos pardos y lóbregos, la sorpresa y finalmente el miedo. El anciano no le ofreció nada de eso.

—Soy Egil Adare —dijo el mercader, desviando la vista para no mirarnos ni a Griff ni a mí, sino a un punto lejano situado entre ambos. Alargó una mano hasta el escritorio y abrió un cajón. Una bolsita de cuero reposaba en el interior, gruesa y repleta. Se suponía que debíamos verla, como se supone que los mendigos deben ver la mano que se introduce en un bolsillo y retira las escasas monedas de cobre que les serán arrojadas a su paso.

—Me han dicho que traéis noticias de mi hija.

El corazón de Griff debió latir como un tambor en su pecho, pero nadie lo hubiera dicho a juzgar por su expresión. Dio un paso al frente y dejó que su capa se abriera. Cae no realizó el menor movimiento, ni siquiera cuando la lana verde, al resbalar, acarició su pálida mejilla, ni siquiera cuando Griff la depositó con suavidad sobre el ancho escritorio y la empujó exactamente a medio camino entre Egil y él. Gimoteó un poco en ese momento, agitó los puños y volvió la cabeza. Buscaba a Griff, la fuente de todo el calor y las atenciones que había conocido en los últimos dos días, pero él ya no le prestaba atención.

—Éstas son las noticias —dijo mi compañero a Egil Adare con voz dura y áspera—. Tu hija ha muerto. Esto —señaló a Cae— es lo único que queda de ella.

El rostro del mercader adoptó el color de la ceniza. Avanzó hasta el escritorio con los ojos fijos en la niña que yacía encima, tan silenciosa e inmóvil.

En aquel instante, la espada de Griff relampagueó.

—Alto —dijo—. Ceniza Guth, no te muevas.

Ceniza Guth, había dicho Griff, pronunciando el nombre que había aprendido tanto tiempo atrás. Como un hombre convertido en piedra, el mercader se detuvo. Sus finos labios se separaron. En sus ojos se encendió una luz, un reconocimiento. Habló en voz baja e incrédula:

—¿Tú? ¿Eres tú? —Sus párpados se entornaron y se irguió en toda su flaca estatura—. ¿Cómo me has encontrado? Creía que habías…

La carcajada de Griff resonó como dos espadas que entre chocaran.

—¿Creías que había muerto? ¿Creías que eras el único superviviente del ataque de la Reina de la Oscuridad a la Torre del Sumo Sacerdote? Bien, ya ves que no eres el único, y si tú me has olvidado, yo no te he olvidado a ti. —Alzó la espada, de modo que la luz procedente de la ventana se reflejó en sus dos filos—. Ni la deuda que tienes conmigo.

El anciano se estremeció, comprendiendo en el acto lo que yo tardé un momento en entender.

—Tú… ¿has matado a mi Olwynn? —Me miró y luego, rápidamente, otra vez a Griff—. ¿Tú la has matado?

Griff sonrió como sonríen los lobos. No dijo ni que sí ni que no, pero sabía a qué conclusión llegaría el anciano.

Las lágrimas se agolparon en los ojos del mercader.

—Olwynn —susurró, imaginando todos los horrores posibles—. Oh, mi hijita…

Sobre el escritorio, Cae volvió a agitarse. Sus labios se abrieron, temblorosos por el hambre y el cansancio. Vio a Griff encima de ella y lo reconoció. Alzó una mano, apenas unos centímetros, y tocó el filo de la espada. La sangre manó de su dedito, apenas una gota. En los ojos de Griff brilló una luz macilenta, pálida como la fosforescencia que se divisa sobre las ciénagas donde se descomponen los seres muertos.

La sangre se me heló en las venas cuando comprendí lo profunda que era la venganza que Griff había planeado, más honda de lo que yo había imaginado. Iba a hacer que Egil pagara su deuda con algo más que su propia muerte. «El preciado tesoro de tu padre», así había llamado a Olwynn y a su hija. En moneda de sangre cobraría su deuda, haciéndole a Egil lo que éste le había hecho a él, pues si otros habían matado a Olwynn antes de que él pudiera hacerlo, todavía le quedaba su hija. Una fechoría tan siniestra ni siquiera él la había perpetrado en sus largos años de asesino. Pero no era mi venganza. Yo hago lo que me pagan por hacer.

Al otro lado de la puerta, en el pasillo, oí murmullos de una criada a otra. Mi mano se cerró alrededor del mango de Segadora. En cualquier momento, un sirviente podía llamar a la puerta, el anciano gritaría.

—Griff, si piensas hacerlo…

Se volvió y me espetó:

—¡Cállate!

En cuanto se movió, el mercader fue a coger a la niña del escritorio. Se detuvo en seco cuando la punta de la espada de Griff arañó su pecho y luego subió hasta su garganta, con la gota de sangre de Cae reluciendo sobre el acero como un minúsculo rubí. Rápidamente, la punta volvió a bajar y se apoyó en la garganta de la niña.

—Tú mataste a mi madre —dijo Griff a Ceniza Guth, el hombre que se había rebautizado Egil Adare. Dio un salto, como una pantera, y agarró al hombre por la pechera para arrastrarlo hasta el otro lado del escritorio—. Su nombre era Murran. Tú mataste a mi hermana y su nombre era Bezel. Mi padre se llamaba Calan y tú lo mataste, aunque se arrodilló para suplicar por la vida de su hijo recién nacido. El nombre de aquel niño era Jareth, y gritó durante todos los asesinatos, hasta que por fin… —Sin apartar los ojos de los del anciano, Griff alzó la espada y la punta danzó ante el cuello de Cae—. Hasta que sólo reinó el silencio.

Egil Adare cayó de rodillas, encogido.

—Mi nieta —sollozó. Extendió una mano temblorosa en dirección a Griff, pero enseguida la dejó caer—. Oh, la hija de Olwynn…

Cae gimoteó y luego lloró, con más fuerza de la que yo creía que su cuerpecito hambriento poseía. Sus ojos, azules como el cielo primaveral, se volvieron hacia Griff y se abrieron cuando, una vez más, reconoció en él a su salvador.

Pero él permaneció inmóvil, con su acero brillando como plata a la débil luz del día. Miró a la niña, el instrumento de su venganza; su muerte compensaría la de los parientes de Griff como una siniestra cura. Sonrió con un escalofriante rictus.

—Por favor —sollozó el anciano, como debió de suplicar Calan Rees en otro tiempo. Las lágrimas rodaron al fin y pareció que su cara se derretía—. Por favor, oh, dioses, por favor, no mates a la niña… —Se inclinó, eso hizo, hasta tocar con la frente las sucias botas de Griff, que mojó con su llanto—. Mi nieta. Oh, mi nieta…

—Mi hermano —ladró Griff. Una furia semejante al fuego ardía ahora en todo su ser—. Mi madre, y mi hermana, y mi padre… ¡Mi alma! ¡Tú me lo robaste todo, bastardo!

«Mi alma», dijo, reuniendo a sus muertos en aquellas dos palabras, todo su pesar, todos los años de pesadilla y todos los asesinatos que él mismo había cometido, una muerte tras otra, con cada una de las cuales pretendía de algún modo repetir aquellas primeras muertes o silenciar sus ecos.

La mano de Griff se tensó sobre la empuñadura de la espada. Sus nudillos palidecieron mientras Cae le sonreía. La niña alzó otra vez la mano y tocó el acero de nuevo. Recuperó la voz y emitió aquel sonido arrullador propio de todo bebé. Yo no se lo había oído desde que se acurrucaba contra el pecho de su madre.

—Perdona a la niña —gimió Egil.

Griff lo alejó de un puntapié. Como un perro apaleado, el anciano retrocedió a gatas. Susurrando, adulando, el mercader más poderoso de Haven se humillaba como un mendigo.

—Quieres matarme. Lo sé. Lo veo. ¡Hazlo! ¡Hazlo, pero perdona a la niña!

Se levantó sobre las rodillas, se desgarró la túnica por el pecho, desnudándose para la espada, la pálida piel tensa sobre las prominentes costillas.

Griff permaneció inmóvil como la piedra, sin apenas respirar. Los sollozos del anciano sonaban como el latido de un lejano mar. Después, también eso enmudeció. Una vez más, oí pasos al otro lado de la puerta, voces murmurando.

—Pronto querrá la cena —susurró una mujer a otra. ¿Crees que esos dos se quedarán?

—Griff —dije en tono de advertencia—. ¿Vas a hacerlo o no?

Sus ojos eran de fuego cuando respondió:

—Tómatelo con calma. Tendrás tu paga.

Egil Adare, encogido sobre la alfombra azul y dorada, alzó la vista hacia mí con los ojos anegados de lágrimas. Ah, pero había oído algo, aquel astuto mercader, había oído hablar de una paga.

—Escucha —dijo dirigiéndose a mí—, puedo pagarte cuanto quieras. ¡Deténlo!

Me eché a reír y aparté los ojos de él. No he llegado a la edad que tengo jugando a dos barajas. Lo único que deseaba era que aquel trabajo concluyera. Ahora creía oír todas las voces de la casa, aproximándose lentamente.

A la luz de la ventana brilló la espada de Griff, radiante y clara. La hoja se elevó por encima de su cabeza, centelleando sobre el minúsculo cuerpo de la niña. ¿Seguían aullando los fantasmas? Ah, sí, no dejaban de gritar en su interior.

El anciano se abalanzó sobre él y se aferró a las rodillas del hombre cuya familia había aniquilado.

—¡No, por favor! ¡Te daré todo cuanto poseo! —Se echó hacia atrás con los brazos abiertos de par en par—. ¡Llévate todo lo que ves!

La espada se cernía, inmóvil, por encima de la silenciosa niña.

—¡Llévate lo que quieras! —gritó Egil Adare, y en su voz afloró de nuevo el gemido adulador—. ¡Soy un hombre rico! ¡Perdona a mi nieta y te daré joyas, te daré todo el acero que quieras!

Eso dijo, pero lo que más deseaba Griff lo había destruido aquel anciano hacía mucho.

Las manos de Griff se tensaron sobre la empuñadura de la espada. Sus ojos adoptaron una extraña expresión y se detuvieron cuando vio su propio reflejo cubierto de cicatrices sobre la bruñida hoja. Todos sus fantasmas le devolvieron la mirada, aullando: su madre, su padre, su hermana. Ah, sí, y su hermano recién nacido gritando por todas las muertes.

—Cualquier cosa —sollozó Egil, con el rostro lívido y sucio, moqueando por la nariz—. Cualquier cosa, cógelo todo…

Inmediatamente después de que lo dijera, gimiendo su última súplica, Griff hizo exactamente eso. Miró a Egil Adare a los ojos y lo cogió todo.

Ya habéis oído la verdad acerca de Griff Rees, que fue arrancado de su hogar en la época anterior al Segundo Cataclismo. Llevaba ausente mucho tiempo, por duros y crueles caminos, el día en que Olwynn Haugh entró en El Cisne y la Daga para abrir su bolsita de terciopelo verde y mostrarle lo que podía pagarle por protegerla en su camino de vuelta a casa.

Si el camino de Olwynn no la llevó hasta su hogar, sí que lo hizo con Griff. Poco después del invierno, tomó los senderos del norte que conducen a Estwilde. No he oído que se ha hecho granjero allí, pero sí dicen que se ha instalado cerca de donde estaba la casa de su padre. Eso fue hace tiempo, quizás ocho o nueve años.

No lo he visto ni una sola vez desde entonces, pero las noticias corren y los rumores que me llegan son buenos. Algunos dicen que Griff el Asesino ha encontrado un poco de paz, tal vez incluso su alma.

Bueno, siempre hay que decir «tal vez» cuando se habla de estas cosas, «paz» y «alma», pero la verdad es que cuentan que la niña que está criando como si fuera suya, la de los primaverales ojos azules, es la sonrisa de sus labios y la luz de su corazón.