VEINTIDÓS

14 HORAS, 44 MINUTOS

—VEN, REY Caine —lo provocó Penny.

Caine arrastraba la piedra entre las piernas, doblado. La sangre de las grapas en la cabeza se había secado, pero de vez en cuando las heriditas sangraban otra vez. Y entonces la sangre se le metía por el ojo derecho, y solo veía de color rojo hasta que al parpadear lograba eliminarla.

A veces cogía fuerzas, levantaba la piedra y avanzaba dolorosamente erguido. Pero no aguantaba mucho rato.

Había una larga y lenta caminata, infinitamente dolorosa y humillante, hasta la plaza.

Estaba exhausto, al límite. Tenía la boca y la garganta resecas.

Y durante mucho rato pensó que aún era de noche. La calle estaba a oscuras, pero de un modo extraño e inquietante que no correspondía a la luz de la luna. La luz parecía brillar débilmente desde arriba, como una linterna casi apagada.

Las sombras también eran extrañas e inquietantes. Eran como sombras estrechas del mediodía, pero muy débiles. El aire parecía haber adoptado un tono sepia, como si mirara una fotografía antigua.

Caine se fijó en que Penny estiraba el cuello y miraba hacia el cielo. Parpadeó para sacarse la sangre de los ojos y retorció dolorosamente el cuello para mirar.

La cúpula estaba negra. El cielo era un agujero azul en una esfera negra.

Caine empezó a fijarse en los chicos en la calle. Todos iban hacia la plaza. Sus voces sonaban alocadas y nerviosas, como ocurría cuando tenían miedo. Observaba sus nucas mientras estiraban el cuello para mirar el cielo.

La gente caminaba agachada, como si pensaran que pudiera caérseles encima.

Pasó un rato hasta que una persona se fijó en Penny y Caine. Los gritos del niño hicieron que todas las miradas se volvieran hacia Caine.

No sabía qué esperar. ¿Indignación? ¿Alegría?

Lo que obtuvo fue silencio. Había chavales hablando, y cuando se volvían y lo veían arrastrando el bloque de cemento las palabras se apagaban en su boca. Abrían mucho los ojos. Si les producía algún placer, lo ocultaban muy bien.

—¿Qué le está pasando al cielo? —exigió saber Penny, al fijarse por fin en algo más aparte de sí misma, y fulminó con la mirada al chico que le quedaba más cerca—. ¡Respóndeme o haré que desees estar muerto!

Los chicos se encogían de hombros. Negaban con la cabeza. Se apartaban rápidamente.

—Sigue avanzando —gruñó Penny a Caine.

Ya habían llegado a la plaza, y la chica lo empujó en dirección al Ayuntamiento.

—Necesito agua —dijo Caine con voz áspera.

—Sube las escaleras —ordenó Penny.

—¡Vete al diablo!

Y al instante, un par de perros rabiosos con collares de hierro enormes en el cuello, y cuyos dientes brillaban rosados tras bocas repletas de espuma rabiosa, lo atacaron por detrás.

Caine sintió cómo le clavaban los dientes en el trasero.

El dolor… Pero él se decía que no, que no y que no…, que era una ilusión, una ilusión. Pero era demasiado real: resultaba imposible no creérselo cuando los perros lo desgarraban y él gritaba de agonía y rabia y arrastraba su carga hacia el primer escalón.

Los perros se quedaron atrás, pero gruñían y sacaban espuma y ladraban tan alto que Caine pensó que se quedaría sordo.

Siguió arrastrando su carga un escalón tras otro, y al llegar arriba, en el mismo lugar donde solía dirigirse a la multitud como rey, se desmayó, temblando de agotamiento. Cayó sobre sus manos aprisionadas.

Al cabo de un rato, alguien le tiró de la cabeza hacia atrás y sintió que una jarra le alcanzaba los labios. Caine bebió el agua de un trago, se ahogaba pero no le importaba.

Entonces abrió los ojos y vio que la multitud había aumentado. Y que había avanzado. Sus rostros reflejaban horror y miedo.

Caine había hecho enemigos durante los cuatros meses que había estado al mando. Pero lo que estaba ocurriendo ahora lo borraba todo. La multitud estaba asustada. Muerta de miedo. Los ojos salían disparados hacia el cielo una y otra vez, comprobando si aún había luz, algo de luz.

Caine examinó a la multitud con ojos llorosos. Tenía una esperanza: Albert.

Seguramente no dejaría que la cosa siguiera así. Albert tenía guardias armados. Ya debía de estar pensando cómo salvarlo.

Pero otra parte de la mente de Caine se lamentaba de que no hubiera modo de escapar del cemento. Él ya lo sabía: les había hecho lo mismo a los raros cuando comenzó la ERA. Y la única razón por la que habían logrado escapar había sido porque el pequeño Pete intervino.

Entonces no sabía que lo había hecho el pequeño Pete. Había actuado como un sordo, tonto, ciego y estúpido al no darse cuenta de que el niño autista y raro era el que tenía el auténtico poder. Y ahora el pequeño Pete estaba muerto y desaparecido.

Solo le quedaba la opción de romper el cemento trocito a trocito con un mazo.

El dolor resultaría insoportable. Se le romperían todos los huesos de las manos. Puede que Lana pudiera ayudarle, pero primero sentiría mucho dolor.

En cuanto Albert se encargara de Penny.

—¡Aquí está vuestro rey! —exclamó la chica, regodeándose—. ¿Lo veis? ¿Veis la corona que le he puesto? ¿Os gusta?

Nadie respondió.

—He dicho, ¿no os gusta? —chilló Penny.

Un par de chavales asintieron o murmuraron:

—Síí.

—Vale —dijo Penny—. Pues vale. —No parecía estar segura de qué hacer a continuación. Su fantasía no había llegado más lejos. Y ahora Caine sabía que intentaba discurrir cómo disfrutar de su victoria. De su victoria temporal—. ¡Ya sé! Veamos si el rey Caine puede bailar. ¿Qué os parece?

Una vez más, el público aturdido y traumatizado no sabía cómo responder.

—¡Baila! —bramó Penny con una voz que acabó convertida en un chillido—. ¡Baila, baila, baila!

De repente, la piedra caliza bajo los pies de Caine se incendió. El dolor fue instantáneo e insoportable.

—¡Baila, baila, baila! —gritaba Penny, dando saltos.

Agitaba los brazos torpes en dirección a los chavales, instándoles a que gritaran con ella.

Como las llamas le quemaban la piel de las piernas, Caine se puso a patalear y a agitarse como un loco en lo que parecía una parodia extraña de un baile.

Entonces las llamas se detuvieron.

Caine jadeaba a la espera del siguiente asalto.

Pero ahora parecía que Penny se había quedado sin gas. Se hundió un poco y lo miró. Sus ojos se encontraron, y Caine le lanzó una mirada de odio que no tuvo ningún efecto. El chico sabía que estaba loca. Siempre había sabido que era una psicópata, pero los psicópatas podían resultar útiles.

Pero aquello no era tan simple como la maldad implacable de Drake. Lo de Penny era auténtica locura. Miraba a unos ojos que ya no formaban parte de la realidad.

Estaba loca, y Caine había contribuido a enloquecerla.

Y ahora toda su rabia, sus celos, todo el odio que Caine había utilizado en beneficio propio se estaba volviendo en su contra.

Era un juguete indefenso en manos de una lunática con el poder de enloquecerlo tanto como lo estaba ella.

Sin ánimo, pensó que en eso consistía la ERA. Siempre había sabido que terminaría en locura y muerte.

Por primera vez pensó en el bebé de Diana. Su hijo o hija. Lo único que quedaría de Caine cuando Penny acabara con él.

Pero no estaba claro cómo pintaban las cosas para Penny en ese momento. La multitud estaba nerviosa e indecisa.

—Ahora soy la reina, soy la que manda —anunció la chica—. Y no hace falta que os recuerde lo que puedo hacer, ¿verdad?

No hubo respuesta. Solo un silencio cauto.

Entonces se oyó una voz procedente de atrás.

—¡Déjalo marchar! ¡Lo necesitamos!

Caine no reconocía la voz. Y al parecer tampoco Penny.

—¿Quién ha dicho eso?

Silencio.

Caine oía jadear a Penny. Estaba muy excitada. No sabía qué hacer a continuación. Se esperaba… algo. Pero no se esperaba quedar eclipsada por aquella oscuridad terrible.

—¿Dónde está Albert? —exigió saber, petulante—. Quiero que venga para decirle cómo irán las cosas a partir de ahora.

No hubo respuesta.

—¡He dicho que traigáis a Albert! —insistió Penny—. ¡Albert, Albert! ¡Sal, cobarde!

Nada.

Pero la multitud pasó de mostrarse temerosa a furiosa. No les gustaba lo que estaba ocurriendo. Estaban asustados y habían venido en busca de alguien que los tranquilizara. En cambio, se encontraban con una chica chillona que había lisiado a la persona más poderosa de la ciudad justo cuando necesitaban desesperadamente que alguien hiciera algo respecto al hecho de que la luz se estaba apagando.

—¡Déjalo marchar, bruja estúpida!

Caine agradeció el apoyo, pero la parte fría y calculadora de su mente se preguntaba dónde diablos estaba Albert, quien contaba con media docena de chavales que dispararían a Penny si se lo ordenaba. Bastaba con que Albert dijera algo así como: «Quien quiera un trabajo mañana que la ataque ahora».

¿Dónde estaba?

El tercio superior de la cúpula se estaba iluminando. Pero eso solo servía para ver mejor los tentáculos de la mancha que, como un círculo de dientes, avanzaban despacio.

¿Dónde estaba Albert?

Quinn condujo sus barcas al puerto deportivo.

Pensó que quizá por última vez, y le pareció que se le iba a romper el corazón.

Se había despertado muy temprano en su campamento de la costa, pues tenía el reloj biológico de pescador, y había visto que la mancha se comería el sol.

Habían pescado lo que habían podido durante las primeras horas de la mañana. Pero estaban descorazonados. La huelga había terminado, quisieran o no: su mundo estaba muriendo, y tenían problemas más graves que la injusticia cometida o la lealtad que debían a Cigar.

Albert y tres chicas bajaban por el muelle en dirección a Quinn. Cada una de ellas llevaba una mochila. Albert cargaba con el libro grande de contabilidad que utilizaba para hacer el seguimiento de sus negocios.

—¿Por qué no estás pescando? —preguntó Albert.

Quinn no se dejó engañar.

—¿Dónde vas, Albert?

Albert no dijo nada. Quinn pensó que era muy raro que no respondiera.

—No es asunto tuyo, Quinn —contestó finalmente Albert.

—Estás huyendo.

Albert suspiró, y dijo a sus tres acompañantes:

—Adelantaos y meteos en la barca, en la Boston Whaler. Sí, en esa. —Y añadió, volviéndose hacia Quinn—. Me ha gustado hacer negocios contigo. Si quieres, puedes venir con nosotros. Nos queda sitio para otro más. Eres un buen tipo.

—¿Y mi gente?

—Recursos limitados, Quinn.

Quinn se rio un poco.

—Eres un sinvergüenza, ¿no, Albert?

Albert no pareció molestarse.

—Soy un hombre de negocios. Todo se basa en sacar beneficios y sobrevivir. Y así he mantenido a todo el mundo vivo durante meses. Así que…, en fin…, siento que no te guste, Quinn, pero lo que se nos viene encima no son negocios. Lo que se nos viene encima es locura. Volvemos a la época de pasar hambre. Pero esta vez a oscuras. Locura. Demencia.

Sus ojos brillaron al pronunciar la última palabra. Quinn vio miedo en ellos. Demencia. Sí, eso aterrorizaría al hombre de negocios tan racional.

—Lo único que pasará si me quedo —continuó Albert— es que alguien decidirá matarme. Ya estuve a punto de morir una vez.

—Albert, eres un líder, un organizador. Te necesitamos.

Albert agitó la mano, impaciente, y miró por encima del hombro para ver si la Boston Whaler estaba lista.

—Caine es un líder. Sam es un líder. ¿Yo? —Albert reflexionó un segundo y desdeñó la idea—. No. Yo soy importante, pero no soy un líder. Pero te diré una cosa, Quinn: en mi ausencia, habla por mí. Si eso te ayuda, pues me alegro.

Albert se subió a la Boston Whaler. Pug puso en marcha el motor y Leslie-Ann soltó amarras. Parte de la poca gasolina que quedaba en Perdido Beach hizo que la barca saliera resoplando del puerto deportivo.

—¡Oye, Quinn! —gritó Albert—. ¡No vengas a la isla sin enseñar una bandera blanca! ¡No quiero hacerte pedazos!

Quinn se preguntaba cómo podría llegar siquiera a la isla. Y cómo podría Albert ver una bandera blanca. A no ser que cambiara algo, nadie vería nada. Sería un mundo de ceguera universal.

Eso le hizo pensar en Cigar y sus ojos chungos de caramelo. Tenía que encontrarlo. Pasara lo que pasara, seguía siendo uno de los suyos.

Oyó un ruido repentino procedente de la plaza, de voces que gritaban, y una voz aguda que chillaba. Reconocía ese chillido.

Empezó a caminar hacia la ciudad, hasta que se detuvo y esperó a que sus pescadores se reunieran en torno a él.

—Chicos. Yo… yo…, esto…, no sé qué está pasando. Puede que no podamos volver a pescar juntos nunca más. Y ya sabéis… Pero creo que es mejor que sigamos juntos.

Como discurso para inspirarlos y unirlos, era bastante malo. Pero aun así funcionó. Quinn se dirigió hacia los sonidos de miedo y rabia con toda su gente tras él.

Lana llevaba la capucha bien encasquetada. No quería que nadie de la multitud la reconociera. Había bajado a la ciudad solo para ver si Caine pondría una escolta armada a su servicio, y se había encontrado con una escena sacada de una desquiciada novela de terror.

En las sombras extrañas e inquietantes, una multitud de unos doscientos chavales armados con bates de béisbol con pinchos, palancas, patas de mesas, cadenas, cuchillos y hachas, vestidos con trapos que no combinaban y restos de disfraces, se enfrentaban a una lunática descalza de ojos salvajes que brincaba y amenazaba con los puños, junto a un chico guapo con una corona grapada en el cuero cabelludo y las manos presas en un bloque de cemento.

Ahora entonaban:

—¡Déjalo marchar, déjalo marchar!

Gritaban por Caine. Estaban muertos de miedo, y ahora, por fin, de verdad querían un rey. De verdad querían a cualquiera que pudiera salvarlos.

—¡Déjalo marchar, déjalo marchar!

Y a continuación:

—¡Queremos al rey, queremos al rey!

Entonces se oyeron gritos repentinos de los que estaban más próximos a los escalones. Lana veía que los chavales retrocedían, arañándose la cara, gritando.

¡Penny había atacado!

—¡Matad a la bruja! —aulló una voz.

Un palo salió volando por los aires, pero no acertó. También un trozo de cemento, un cuchillo… Todos fallaron.

Penny alzó las manos por encima de la cabeza y se puso a gritar obscenidades. Un trozo de algo la alcanzó en el brazo y le salió sangre.

A los chavales que se habían visto afectados por sus visiones les entró el pánico y salieron corriendo, pero otros chavales empujaban hacia delante. Era un tumulto, un caos de brazos y piernas y armas, gritos, órdenes; y de repente, procedente del otro extremo, se acercó una cuña de chavales disciplinados que avanzaban con los brazos unidos, abriéndose paso entre los escalones y la multitud.

Lana reconoció al chico en el centro de la cuña y se rio, sorprendida y compungida.

—Quinn —se dijo a sí misma—. Vale.

Penny se estaba mirando, petrificada, la herida del brazo, pero al final reaccionó y atacó a Quinn.

—¡Tú!

El chico gritó de agonía. No había modo de saber lo que Penny le estaba haciendo, pero debía de ser espantoso.

Lana estaba harta. Había chavales heridos. Y más que iba a haber. No podría cumplir con su misión de advertir a Diana.

Así que sacó su pistola.

—Apartaos de mi camino —gritó a dos chavales que le bloqueaban el paso.

Se movía rápido, sin que repararan en ella. Bajó por First Avenue y rodeó a la multitud siguiendo la dirección opuesta de Quinn.

Reinaban el caos y el terror en la base de los escalones mientras Penny provocaba todo el daño que su mente enferma era capaz de imaginar. Los chavales se atacaban los unos a los otros, pues veían monstruos donde no los había.

Lana se estremeció cuando una palanca se alzó y se oyó un crujido escalofriante cuando descendió.

La chica llegó hasta los escalones de la iglesia y desde allí cruzó hasta el Ayuntamiento. Caine miró hacia su lado y la vio. Penny no.

Entonces Lana apuntó a Penny con la pistola.

—Para —dijo Lana.

El rostro enrojecido de Penny palideció. Las visiones que infligía a la gente cesaron. Los chavales gritaban de dolor, sollozaban por los recuerdos.

—Ah, todos tienen que seguirte el rollo, ¿verdad, curandera?

Penny escupió la última palabra. Formó unas garras con las manos y arañó el aire. Tenía los labios retraídos y mostraba los dientes gruñendo como un animal.

—Si te disparo, no te curaré —dijo Lana sin perder la calma.

La amenaza pilló desprevenida a Penny, pero se recuperó enseguida. Bajó la cabeza y comenzó a reírse. Empezó en voz baja, y fue aumentando poco a poco los decibelios.

El brazo de Lana se incendió.

Una soga colgaba de la pared en ruinas de la iglesia. La soga le cayó por la cabeza, le aterrizó en los hombros y se estrechó en torno a su garganta.

De repente, la piedra caliza bajo sus pies era un bosque de cuchillos, todos dispuestos a apuñalarla.

—Ya —dijo la chica—. Eso no te resultará conmigo. Me he enfrentado a la gayáfaga, que te podría enseñar unas cuantas cosas. Para. Ahora. O pum.

La risa de Penny se interrumpió. Parecía herida. Como si alguien le hubiera dicho una crueldad. Las visiones cesaron tan repentinamente como si alguien hubiera apagado un televisor.

—Como que me opongo al asesinato —comentó Lana—. Pero si no te das la vuelta y te vas, te haré un agujero donde se supone que tienes el corazón.

—No puedes… —empezó a replicar Penny—. Tú… No…

—Una vez intenté matar al monstruo y fallé. Siempre lo he lamentado —explicó Lana—. Pero tú eres humana. O algo parecido. Así que te daré una oportunidad: camina. Sigue caminando.

Durante lo que pareció un rato muy largo, Penny se quedó mirando a Lana. No con odio, sino incrédula. Lana la veía con mucha claridad: era una cabeza que descansaba sobre la mira de su pistola.

Penny dio un paso atrás. Y luego otro. La seguía mirando desafiante, hasta que esa mirada se esfumó.

Se dio la vuelta sobre sus talones y se marchó a toda prisa.

Quinn hizo señas a tres de los suyos para que la siguieran.

Una docena de chavales o más gritaban pidiendo su sangre, pidiendo que la mataran.

Lana se metió otra vez la pistola en la cinturilla.

—No creo que Caine esté en condiciones… —empezó a decir. Entonces alzó la voz para que la oyeran. Como de costumbre, parecía irritada e impaciente—. Así están las cosas: Quinn es el jefe. Por ahora. Si os metéis con él, os metéis conmigo. Y no os curaré. Si perdéis una pierna, me quedaré mirando cómo os desangráis. ¿Queda claro?

Al parecer quedaba claro.

—Bien. Ahora tengo trabajo que hacer. Apartaos de mi camino —ordenó, y bajó al escenario sangriento que Penny había dejado a su paso.

Quinn se acercó hasta ponerse a su lado.

—¿Yo? —dijo el chico.

—Por ahora. Asegúrate de que Penny se marcha de la ciudad. Mátala si quieres, porque dará problemas si vive.

Quinn puso mala cara.

—No creo que sea la clase de tipo que se dedica a matar gente.

Lana mostró su sonrisa tan poco común.

—Ya, ya me había dado cuenta. Que uno de los tuyos traiga a Sanjit. Tiene que localizar a Sam, así que búscale un arma. Taylor está acabada, y tenemos que colaborar con Sam, así que nos comunicaremos a la antigua usanza. Si seguimos divididos, moriremos todos.

—Hecho.

La sonrisa de Lana se esfumó.

—La Oscuridad está buscando a Diana. Hay que advertirle.

—¿A Diana, por qué?

—Porque tiene un bebé en su vientre. Y la Oscuridad necesita nacer.