CATORCE
24 HORAS, 29 MINUTOS
OBSERVARON A MOHAMED marcharse.
Y luego, tras asegurarse de que Sam dispondría de al menos dos minutos para pensar con claridad, Astrid le explicó lo que habían encontrado en el desierto.
—Edilio lo va a traer para que podamos echarle un vistazo. He venido directamente. Cuando lo traigan, veré qué puedo averiguar.
Sam apenas parecía prestar atención. Tenía los ojos concentrados en la barrera. No era el único. La mancha resultaba claramente visible a los chavales mientras trabajaban. Seguramente los chicos que estaban en los campos no se habían dado cuenta, pero los que seguían en la ciudad, alrededor del puerto deportivo, no podían evitar verla.
Llegaban solos o en parejas o tríos a preguntarle qué quería decir. Y Sam respondía:
—Volved al trabajo. Ya os haré saber si tenéis que preocuparos.
Y cada vez que lo decía, y debía de haberlo dicho un montón de veces, empleaba el mismo tono de voz brusco aunque tranquilizador.
Pero Astrid sabía que no estaba tranquilo, que supuraba tensión por todos los poros. Veía cómo hundía las comisuras, cómo se le formaban arrugas verticales dobles de preocupación en el entrecejo.
No necesitaba nada nuevo de lo que preocuparse. Así que el monstruo horripilante que acababan de encontrar tendría que esperar. Porque ahora Sam solo tenía tiempo para el avance hipnótico de la mancha. La imaginación lo estaba torturando. Astrid lo percibía en cómo cerraba los puños, los tensaba y enseguida los soltaba, pero lo hacía de un modo forzado, consciente, acompañándolo cada vez de una exhalación deliberada.
Se estaba imaginando un mundo de oscuridad absoluta.
También Astrid. Y, aunque no tenía sentido, se preocupaba por sus tiendas. Había que ir tensando las cuerdas periódicamente o empezarían a aflojarse. Y había que comprobar cómo estaba la tela de la tienda en sí, porque las roturas se agrandaban enseguida, y a los escarabajos y hormigas se les daba muy bien encontrar esas aberturas.
Recordó una vez en que se despertó en la tienda y se encontró con un torrente continuo de hormigas que le pasaban por encima de la cara y mordisqueaban un bocado que se le había caído. Se levantó de un salto y corrió al agua, pero las hormigas ya se habían asustado de su pánico, y le mordieron una docena de veces.
Ahora sonreía al recordarlo. Entonces había llorado por lo rara y triste que era su estúpida vida.
Pero aprendió de la experiencia, y nunca más volvió a dejar una miga en su tienda.
¿Y aquella vez que se encontró una serpiente en la bota? Entonces también había aprendido una lección.
Si nadie cogía las moras, los pájaros las cogerían.
Se pasó un rato así, plenamente consciente de que añoraba cosas que en general habían resultado bastante lamentables, y se dio cuenta de que estaba tan atrapada como Sam, esperando incesantemente la fatalidad.
Y entonces recordó de repente la imagen del coyote con rostro humano y piernas, y sintió que no podía respirar.
PUM, PUM. Oía mejor el ruido del arma al recordarlo que cuando disparó. En ese momento se había quedado como atontada. Pero ahora también recordaba el retroceso, y cómo se había desangrado la abominación en la arena.
Cómo se había relajado la cara de la niñita al morir, y cómo se le habían nublado los ojos ciegos.
¿Qué cosa terrible había sucedido? ¿Por qué no podía descifrarlo? ¿Por qué no podía ayudar a Sam a lograr otra victoria imposible?
Uno de los grandes alivios de vivir por su cuenta era que no tenía que cumplir con ninguna expectativa. No tenía que ser Astrid la genio, ni Astrid la alcaldesa, ni Astrid la novia de Sam, ni por-qué-no-te-callas-Astrid.
Lo único que tenía que hacer era conseguir comida suficiente cada día. Un logro enorme que le pertenecía en exclusiva.
Sam había cogido unos prismáticos e inspeccionaba la barrera. A continuación los volvió hacia el interior.
—Mo está de camino —comentó, y se movió levemente—. Y también Howard. Va delante de él, está a menos de medio kilómetro. Solo está… Vale, ahora no lo veo. —Bajó los prismáticos—. Vaya. Howard se dirige a su destilería a traer otra remesa de priva.
Astrid sonrió con ironía.
—La vida continúa, supongo.
Sam frunció el ceño.
—Me estabas contando algo. Antes.
—Vuelve al trabajo. Si necesito que te preocupes te lo haré saber.
—Muy graciosa —replicó Sam, a punto de esbozar una sonrisa.
De repente le pareció muy joven. Bueno, es que lo era, pensó Astrid. Y ella también. Pero se habían olvidado de ser jóvenes en aquel mundo en que eran los mayores. Le parecía un chaval, un adolescente, un chico que tendría que estar gritando alegremente mientras se encaramaba a la ola con su tabla.
Esa imagen le resultaba dolorosa, y se le formó una lágrima. Astrid fingió que tenía una mota de polvo en el ojo y se lo secó.
Pero Sam no se dejó engañar. La rodeó con sus brazos y la atrajo hacia él. Astrid no podía mirarlo porque temía echarse a llorar. No veía miedo en el chico, y no quería abrazarlo como si fuera un niño pequeño.
—No —susurró Sam—. Tienes que abrir los ojos, Astrid. No sé cuántas veces más los veré.
La chica tenía la mejilla mojada cuando la apretó contra la suya.
—Quiero volver a hacer el amor contigo —dijo Sam.
—Y yo quiero hacer el amor contigo, Sam —contestó la chica—. Tenemos miedo.
Sam asintió y vio que apretaba la mandíbula.
—No es el momento, supongo.
—Es humano —dijo ella—. La gente se ha pasado la mayor parte de la historia de la humanidad acurrucada, temiendo la oscuridad. Viviendo en chozas con sus animales. Creyendo que los bosques que los rodeaban estaban habitados por espíritus. Lobos y hombres lobo. Terrores. La gente se abrazaba para no tener miedo.
—Pronto tendré que pedirte que hagas algo peligroso —indicó Sam.
—Quieres que salga y vuelva a comprobar las medidas.
—Sé que habíamos pensado en mañana por la mañana…
La chica asintió.
—Pero se está extendiendo rápidamente. Creo que tienes razón. Creo que hemos de saber si amanecerá mañana.
El rostro de Sam había adoptado una expresión sombría. No miraba a Astrid, sino detrás de ella. Parecía que quisiera echarse a llorar, pero que supiera que resultaba inútil hacerlo.
Una vez más, Astrid lo vio como debía de ser mucho mucho tiempo atrás. Como un chico grande y guapo en las olas, contando chistes con Quinn, excitado porque iban a saltarse la escuela. Feliz y despreocupado.
Se lo imaginaba cogiendo fuerzas del sol que le daba en los hombros morenos.
Por fin la ERA había hallado el modo de vencer a Sam Temple. Sin luz no podría sobrevivir. Cuando llegara la noche final, sin perspectivas de amanecer, estaría acabado.
La chica lo besó. Él no le devolvió el beso, sino que se quedó mirando la mancha que crecía.
Tiempo atrás, a Sinder le gustaba mucho el color negro. Se pintaba las uñas de negro. Se teñía el pelo castaño de negro azabache. Se ponía ropa que o bien era negra o de un color secundario que acentuara el negro.
Ahora su color era el verde. Le encantaba el verde. Las zanahorias eran de color naranja, y los tomates, rojos, pero cada uno de ellos vivía dentro del verde. El verde convertía la luz en comida.
—¿A que mola la fotosíntesis? —le decía a Jezzie, que estaba arrodillada a media docena de hileras de distancia, concentradísima en buscar malas hierbas, bichos o enfermedades que pudieran poner en peligro sus queridas plantas. Una madre sobreprotectora no era nada en comparación con Jezzie. La chica odiaba las malas hierbas con toda su alma.
Jezzie no contestó. No solía hacerlo cuando Sinder se ponía locuaz.
—Quiero decir, recuerdo que lo estudié en la escuela, pero, tío, ¿a quién le importaba, verdad? ¿Foto… qué? Pero es que convierte la luz en comida. La luz se convierte en energía que se convierte en comida y vuelve a convertirse en energía cuando nos la comemos. Es que es un… Ya sabes…
—Es un milagro —gruñó Orc.
—No —dijo Jezzie—. Sería un milagro si no pasara lo mismo con las malas hierbas. Entonces sí que sería un milagro.
Había encontrado la raíz de algo que no le gustaba y tiraba de ella, resoplando del esfuerzo.
—Podría arrancarlo por ti —se ofreció Orc.
—¡No, no, no! —exclamaron las dos chicas—. Pero gracias, Orc.
Orc no llevaba zapatos, pero si hubiera llevado habrían sido del número cincuenta y tantos. Muy muy anchos. Cuando pisaba el huerto, tendía a aplastar las verduras.
A Sinder le gustaba agacharse y mirar sus plantas de cerca. Por un lado, veía las hojas milagrosas recortadas contra el fondo del lago y el puerto deportivo. Por el otro, las veía casi como especímenes colocados sobre el vacío gris perlado de la barrera.
Y ahora miraba la estructura plumosa de la parte superior de una zanahoria contrastada con la mancha negra lisa. Producía un efecto extraño, como si la hoja fuera una obra de arte abstracto.
Sinder levantó la vista y vio que la mancha salía disparada de repente hacia arriba. Lo que había sido una onda irregular de color negro que se extendía solo tres metros y medio por encima de su cabeza floreció como una de las plantas que cuidaba y se convirtió en una flor negra terrible de diez, quince metros de altura, hasta que aminoró y se detuvo.
Sinder esperaba que Jezzie no lo hubiera visto. Pero cuando su amiga se levantó le corrían lágrimas por las mejillas.
—Me encuentro mal —dijo Jezzie sin más.
Sinder asintió y miró a Orc, pero el chico estaba absorto en la lectura.
—Yo también, Jezz. Como… —No tenía palabras para describirlo. Así que negó con la cabeza.
Jezzie trató de quitarse la tierra que tenía en la frente, pero lo que consiguió fue mancharse más. Miraba hacia el puerto deportivo. Sinder siguió su mirada y vio a Sam y Astrid abrazados en la cubierta superior de la Casa Blanca flotante.
—Al principio, cuando me han dicho que había vuelto, he pensado que era buena señal. Pensaba que Sam se pondría contento. Ya sabes, como ha estado solo… —comentó Jezzie.
Era una realidad de la ERA que los chicos sin TMZ ni Facebook ni las idas y venidas de Hollywood y los reality shows concentraban sus ansias de cotilleo en lo más cercano a los famosos con lo que contaban: Sam, que gustaba a la mayoría de la gente y por quien todos se preocupaban; Diana, que no gustaba a la mayoría de la gente pero por quien todos se preocupaban; el bebé, apostando sobre todo respecto a su sexo y posibles poderes; saber de Caine en Perdido Beach; la especulación cariñosa sobre Edilio y la naturaleza de su amistad con Roger el artero; las teorías sobre Astrid, en las que se discutía apasionadamente si era buena persona y buena para Sam o si no lo era, si era una especie de Jadis, la bruja blanca de Narnia; y, por supuesto, susurrar y especular muchísimo sobre la relación (o falta de ella) entre Brianna y Jack y/o Brianna y Dekka.
Los comentarios sobre el estado de ánimo de Sam no eran más inusuales de lo que habían sido las especulaciones sobre Lindsay Lohan o Justin Bieber. Solo que cada persona del lago sentía que su destino estaba estrechamente ligado al de Sam Temple.
—No tiene buen aspecto —comentó Jezzie.
Sam formaba una figura diminuta y lejana desde donde ella se encontraba. Y puede que Sinder se lo hubiera señalado algún otro día. Pero lo cierto es que había algo en el modo en que Sam abrazaba a Astrid que resultaba mala señal.
Sinder recorrió el huerto con la mirada, las plantas que conocía como si fueran personas, muchas con nombres que les habían puesto con Jezzie. Y vio que la línea de la marca empujaba lenta, lenta pero incesantemente, en dirección al cielo.
La luz resultaba casi insoportable para Drake. El sol que se ponía le provocaba punzadas de dolor en los ojos. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que había visto el sol? ¿Semanas? ¿Meses?
No había tiempo en la guarida de la gayáfaga, ni luna que se alzara o se pusiera, no había hora de comer, de bañarse, de despertarse.
Los coyotes lo estaban esperando en la ciudad fantasma que quedaba bajo la entrada de la mina. El líder de la manada —bueno, el actual líder de la manada, no el original— se lamía una costra de la pata delantera derecha.
—Llévame al lago —pidió Drake.
El líder de la manada lo miraba fijamente con sus ojos amarillos.
—Manada hambrienta.
—Pues lo siento. Llévame.
El líder de la manada le mostró los dientes. Los coyotes de la ERA no eran los alfeñiques de antaño. No eran tan grandes como lobos, pero eran grandes. No costaba darse cuenta de que no estaban bien. Tenían la piel sarnosa. Todos mostraban trozos sin pelo, donde se veía carne gris y roja. Tenían los ojos apagados. Las cabezas les colgaban bajas y arrastraban la cola.
—Humanos tienen todas presas —explicó el líder de la manada—. Oscuridad dice no matar humanos. Oscuridad no alimenta manada.
Drake frunció el ceño y contó cuántos eran. Vio siete. Todos adultos, no había cachorros.
Como si le leyera la mente, el líder de la manada explicó:
—Muchos mueren. Mata Manos Brillantes, mata Chica Rápida. No hay presas. No hay comida para manada. Manada sirve Oscuridad y manada pasa hambre.
Drake soltó una risa incrédula.
—¿Te estás quejando de la gayáfaga? ¡Te arrancaré la piel a latigazos!
Drake desenroscó su tentáculo del torso.
El líder de la manada se retiró unos pocos metros. Puede que la manada estuviera debilitada por el hambre, pero seguían siendo demasiado rápidos para que los atrapara. Se sentía intranquilo. A la gayáfaga no le interesaban las excusas. Drake tenía una misión. Había estado en el lago antes, pero nunca solo. Sabía que podía seguir la barrera, pero la barrera en sí quedaba muy lejos. Puede que lo detectaran si se dedicaba a deambular. El éxito de su misión radicaba en el sigilo y la sorpresa.
Y luego estaba el problema de Brittney. ¿Le había dicho la gayáfaga qué hacer? Y ¿lo haría? ¿Sabría orientarse si los coyotes no la guiaban?
—Y ¿cómo voy a alimentaros? —exigió saber Drake.
—Oscuridad dice coyote: no matar humano. No dice no comer humano muerto.
Drake se rio con deleite. El actual líder de la manada era desde luego más listo que el original. La gayáfaga había ordenado a las bestias que no mataran seres humanos por miedo a que, sin saberlo, mataran a alguien útil: a Lana, o al Enemigo. Pero Drake sabía qué humanos eran prescindibles.
—¿Sabes dónde puedo encontrar un humano? —preguntó.
—Líder de manada sabe —respondió el líder de la manada.
—Pues vale. Voy a conseguiros algo de cena. Y luego iremos a buscar a Diana.
Astrid se encontró a Edilio que volvía del Hoyo. Roger el artero y Justin, el niñito al que Roger cuidaba, iban con él, pero Edilio les pidió que se marcharan cuando vio a Astrid.
—He metido esa cosa, esa… lo que fuera… bajo una lona. ¿Quieres echarle un vistazo? —preguntó Edilio.
—No. Siento que hayas tenido que hacerlo. No debe de haber sido muy agradable.
—No lo ha sido —dijo Edilio sin cambiar la entonación.
—Oye, parece que la mancha se está acelerando. Sam quiere que vaya antes a comprobarlo con los marcos.
—La he visto crecer. Más rápido. Mucho más rápido —comentó Edilio—. Pero entiendo que Sam quiera más información.
Cansado, el chico dejó escapar aire de los pulmones, y bebió agua de una botella.
—No hace falta que vengas. Envía a uno de tus chicos.
Edilio la miró incrédulo.
—¿Y contarle a Sam que te ha pasado algo porque yo no estaba?
Astrid se lo tomó como un chiste y se echó a reír, pero Edilio no se rio con ella.
—Sam es lo único que tenemos. Tú eres lo único que tiene. Vamos, será un paseo rápido y fácil sin tener que cargar con esos marcos.
El plan había sido dejar que pasaran veinticuatro horas antes de volver a comprobar cómo estaban los marcos. La idea era que en un marco donde la mancha ocupaba un diez por ciento podría haber crecido hasta un veinte por ciento, y que así Astrid podría calcular la velocidad de crecimiento.
Pero ahora el plan parecía absurdamente optimista. Todos los marcos estaban cubiertos de negro al cien por cien. No se podía hacer un cálculo preciso, la mancha había crecido demasiado, demasiado rápido. Y la aceleración solo podía aumentar exponencialmente.
Astrid alzó la vista y estiró el cuello para ver el dedo negro más largo que había. Se extendía casi cien metros en vertical por el lateral de la cúpula.
Y mientras miraba seguía aumentando. Lo veía moverse.
Entonces, desde un punto bajo de la mancha, un nuevo zarcillo negro salió disparado hacia arriba tan rápido como un coche por la autopista. Parecía explotar hacia arriba. Seguía subiendo, y Astrid inclinó la cabeza para verlo, y seguía y seguía subiendo.
La mancha atravesó la línea entre el cielo gris perlado vacío y la luz del sol, hasta que aminoró. Pero ese dedo negro flaco profanaba el cielo como un grafiti encima de la Monalisa. Era vandálico. Era feo.
Era el futuro escrito claramente, para que Astrid pudiera verlo.