NUEVE

35 HORAS, 25 MINUTOS

HASTA AHORA, Pete había experimentado muy poco con su nuevo juego. Era un juego muy complicado, con muchas piezas. Podía hacer tantas cosas con él…

Había avatares, unos trescientos, lo cual era mucho. No le habían parecido muy interesantes hasta que los miró atentamente y vio que cada uno de ellos formaba una espiral compleja, como si fueran dos escaleras largas de caracol unidas, luego retorcidas y comprimidas, de modo que si mirabas el avatar desde lejos no veías más que un símbolo.

Había tocado un par de avatares, pero cuando lo hacía se difuminaban y se rompían y desaparecían. Así que igual no era eso lo que tenía que hacer.

Pero la pregunta importante era: ¿para qué servía el juego? No veía ninguna puntuación.

Lo único que sabía era que todo estaba dentro de la bola. El juego no estaba fuera de la bola. Estaba todo en su interior, con la Oscuridad brillando al fondo y la bola en sí, y ninguna de las dos se veía afectada por el juego. Había intentado mover a la Oscuridad pero sus mandos no la afectaban.

En algunos sentidos no era un juego muy bueno.

Pete escogió un avatar al azar, y se concentró en él hasta ver las espirales dentro de las espirales. Eran realmente bonitos. Delicados. No era de extrañar que sus movimientos anteriores los hubieran destruido; lo único que había hecho era desordenar su complejo entramado.

Esta vez intentaría algo distinto. Y ahí, revoloteando mágicamente de un sitio a otro, encontró a su avatar perfecto.

Taylor disfrutaba de lo mejor de los dos mundos. Utilizando su poder, podía «saltar» de la isla a la ciudad y el lago. Había resultado que tenía el poder más útil imaginable. Brianna podía quedarse con su supervelocidad y sus zapatillas desgastadas y sus muñecas rotas cuando se caía, y con todo lo demás.

A Taylor le bastaba imaginarse un lugar en el que hubiera estado y, ¡pop!, ahí estaba. En carne y hueso. Así que, en cuanto Caine hizo que visitara la isla, la isla de San Francisco de Sales que antes pertenecía a Jennifer Brattle y Todd Chance, pudo saltar de vuelta en cualquier momento.

Lo cual quería decir que Taylor dormía en un dormitorio fabuloso en una mansión fabulosa. También podría haberse puesto la ropa maravillosa de Jennifer Brattle, pero le iba grande en varios sentidos.

Y, si se sentía sola, le bastaba imaginarse Perdido Beach para estar allí.

Se había vuelto muy útil. Y por ese motivo había terminado trabajando para el rey Caine y para Albert. Caine quería información sobre Sam y sobre lo que estaba pasando en el lago. Y Albert también quería lo mismo, más información sobre Caine.

Taylor se sabía todos los cotilleos de la ERA. Era el canal TMZ de la ERA.

O la CIA de la ERA.

Pero, en cualquier caso, la vida le iba bien a esta chica lista con el poder de saltar de un sitio a otro sin esfuerzo. Y lo que era igual de importante: de retroceder directamente.

En ese momento yacía en la cama. La habitación en la que se encontraba se llamaba Amazon porque las paredes eran de un verde hoja y la ropa de cama tenía un estampado de jaguar. Había muchos dormitorios en la mansión, e increíblemente aún quedaban sábanas limpias.

¡Sábanas limpias! Era el equivalente a vivir en un palacio comparado con el resto de la miserable ERA, donde tenías suerte si nadie se acababa de mear en tu colchón.

Taylor estaba en la cama mordisqueando unas galletas saladas un poco rancias —tenía que controlarse con los asaltos a la despensa, pues Albert había hecho inventario— y viendo un viejo DVD de Hey Arnold! El combustible del generador también estaba controlado y muy limitado, pero disponía de electricidad de vez en cuando como parte de su sueldo.

De repente, Taylor sintió que había alguien más en la habitación. Se le erizó el vello de la nuca.

—Vale, ¿quién anda ahí?

No hubo respuesta. ¿Podría ser Bug? Taylor lo sabría si lo hubieran traído a la isla.

Pero nada. Estaba dejando volar su ima…

Algo se movió. Justo delante de Taylor. La pantalla del televisor se difuminó durante un instante. Como si algo transparente pero con efecto deformante hubiera pasado por delante de ella.

—¡Oye!

Taylor estaba dispuesta a saltar y salir de allí en un abrir y cerrar de ojos. Escuchó atentamente. Nada. Lo que hubiera ya se había ido. O puede que nunca hubiera habido nada; eso era lo más probable. Se estaba imaginando cosas.

Taylor estiró un brazo para coger el mando a distancia y vio que su piel era de oro. Su primera reacción fue pensar que era un efecto de la luz de los dibujos animados. Pero al cabo de unos segundos decidió que no. No, algo raro pasaba.

Taylor se bajó de la cama y se dirigió hacia la ventana. Bajo la luz de la luna, su piel seguía siendo dorada.

Qué locura. No podía ser.

Taylor buscó en la oscuridad y encontró una vela. Torpemente, encendió un mechero y prendió la mecha.

Sí. Tenía la piel de oro.

Con la vela en la mano, Taylor se dirigió hacia el baño para mirarse en el espejo.

Era de oro. De la cabeza a los pies. Su pelo negro seguía siendo negro, pero cada centímetro de su piel era del color del oro amarillo.

Se inclinó hacia delante para mirar el reflejo de sus ojos. Y entonces fue cuando gritó, porque los iris eran de un dorado aún más intenso.

—Ay, Dios mío —susurró.

Temblando, se quitó la camisa de dormir y se puso unos vaqueros y una camiseta. Porque igual estaba alucinando, así que necesitaba que alguien más la mirara.

Taylor pensó en el hotel de Lana, en el pasillo.

Y saltó hasta allí.

El dolor fue instantáneo e insoportable. Nunca había sentido ni imaginado nada así. Como si hubiera colocado la mano izquierda y la carne exterior de la pantorrilla izquierda sobre un acero al rojo vivo.

Taylor gritó y pataleó y el dolor empeoró. Colgaba de la mano y la pierna, colgaba sin más, no estaba apoyada en nada, solo colgaba de… Volvió a gritar cuando se dio cuenta de que no estaba en Clifftop. Estaba en el bosque, colgada de un árbol alto. La mano izquierda y el borde exterior de la pantorrilla izquierda se habían materializado en el árbol.

En el árbol.

Estaba colgada, gritando, con el brazo derecho y el izquierdo intentando alcanzar, agarrarse, como locos, descontrolados. Su piel dorada brillaba débilmente bajo la luz de la luna.

Y ¡qué dolor!

Tenía que ser un sueño. No podía ser cierto. No había saltado hasta allí. No, no era más que una pesadilla horrible. Tenía que volver a saltar, aunque fuera un sueño, saltar otra vez al dormitorio.

Taylor se esforzó por imaginarse la habitación. Hizo retroceder el dolor durante solo… un segundo…

Y saltó.

La mano había desaparecido. Se había separado con un corte limpio de la muñeca. Sin sangre, terminaba de repente. Taylor no se veía la pantorrilla. Ni la sentía.

No estaba en su habitación. Estaba en un coche a la entrada de Clifftop.

En un coche. Tenía las dos piernas dentro del coche, pero ella se encontraba encima, sobre el techo polvoriento de un Lexus. Había aparecido allí con las piernas atravesando el techo.

Taylor aulló de dolor y terror.

Se cayó de tanto agitarse. Los muñones de sus piernas no la ayudaban a mantenerse en pie. Rodó una vez, cayó el metro que quedaba hasta el pavimento, y aterrizó boca abajo.

Temblando de miedo, tanteó hasta alcanzar el tirador de la puerta y lo utilizó para auparse hasta quedar sentada. Sus piernas terminaban en muñones bien definidos, justo por encima de las rodillas. Igual que su mano izquierda.

No sangraba.

Pero le dolía mucho.

Taylor gritó, cayó hacia atrás y se desmayó.

A Astrid le había resultado muy inquietante la imagen de una Diana visiblemente embarazada.

Ya era bastante raro ver a una chica de quince años embarazada en cualquier contexto. Pero en la ERA aún resultaba más discordante. La ERA era una trampa, una prisión, un purgatorio quizás. Pero ¿una guardería?

Cada semana transcurrida desde el primer día de la ERA, el número de niños vivos descendía. Siempre descendía, nunca aumentaba. La ERA era un lugar de muerte repentina y horripilante. No un lugar de vida.

Y ¿quién había provocado todo aquello? Una chica cruel y mordaz y un chico que nunca había sido otra cosa que malvado.

Astrid había acabado con una vida, y Diana iba a traer otra al mundo.

Astrid estaba sentada sobre los cojines de plástico pegajoso que rodeaban la mesita diminuta de la casa flotante. Apoyó los codos sobre la mesa y se aguantó la cabeza con las manos.

Edilio entró, asintió en dirección a Astrid y se sirvió un vaso de agua de la jarra que había en la encimera. Se mostraba discreto, no le hacía preguntas, probablemente no quería asustarla.

—¿Te gusta la ironía, Edilio?

Durante un instante, Astrid pensó que lo había avergonzado utilizando una palabra que no comprendía. Pero, tras una larga pausa de reflexión, Edilio contestó:

—¿Te refieres a la ironía de que un emigrante ilegal de Honduras termine siendo lo que soy?

Astrid sonrió.

—Sí, algo así.

Edilio la miró adoptando una expresión sagaz.

—¿O quizá la de que Diana vaya a tener un bebé?

Astrid se rio por ese último comentario, y negó con la cabeza como lamentándose.

—Eres la persona más infravalorada de la ERA.

—Ese es mi superpoder —contestó Edilio muy seco.

Astrid lo invitó a sentarse. Edilio dejó su arma a un lado con cuidado y se deslizó a un asiento frente a ella.

—¿Quiénes dirías que son las diez personas más poderosas de la ERA, Edilio?

El chico alzó una ceja con una expresión de escepticismo.

—¿De veras?

—Sí.

—La primera es Albert —empezó Edilio—. Luego Caine. Sam. Lana. —Pensó durante un instante más largo y añadió—: Quinn. Drake, por desgracia. Dekka. Tú. Yo. Diana.

Astrid cruzó los brazos.

—¿Y Brianna no? ¿Ni Orc?

—Ambos son poderosos, claro. Pero no tienen la clase de poder que mueve a la gente, ¿sabes? Brianna mola, pero no es alguien a quien los demás sigan. Lo mismo pasa con Jack. Y más aún con Orc.

—¿Te has fijado en algo de las diez personas que has mencionado? —preguntó la chica, y a continuación respondió a su propia pregunta—. Cuatro de ellas no tienen poderes o mutaciones.

—¿Una ironía?

—Y la importancia de Diana no se basa en su poder, sino en su bebé. Diana Ladris: madre.

—Ha cambiado —comentó Edilio—. Y tú también.

—Sí, estoy un poco más morena —dijo Astrid mostrándose evasiva.

—Creo que hay algo más. La antigua Astrid nunca habría desaparecido como hiciste tú. No se habría quedado ahí fuera ella sola.

—Es verdad —reconoció la chica—. Estaba… estaba haciendo penitencia.

Edilio sonrió cariñosamente.

—A la antigua usanza, ¿eh? Como un ermitaño. O un monje. Hombres santos… y mujeres, también. Supongo que… vas al bosque para hacer las paces con Dios.

—No tengo nada de santa.

—Pero ¿has hecho las paces?

Astrid respiró hondo.

—He cambiado.

—Ah, ¿dicho y hecho? —El silencio de Astrid se lo confirmó—. Mucha gente pasa malas épocas y pierde la fe. Pero luego la recupera.

—No he perdido la fe, Edilio: la he matado. La puse a contraluz y la miré directamente y, por primera vez, no me oculté detrás de algo que hubiera leído en alguna parte, o de algo que hubiera oído. No me preocupó lo que pensaran los demás. No me preocupó que pudiera parecer una tonta. Estaba yo sola y no tenía que dar cuentas a nadie… excepto a mí misma. Así que me limité a mirar, y cuando lo hice… —Astrid hizo un gesto con los dedos, como si algo se lo llevara y esparciera el viento—, allí no había nada.

Edilio parecía muy triste.

—Edilio —continuó la chica—, has de creer lo que te parezca correcto, lo que sientas. Pero yo también. Resulta difícil para alguien que lleva el apodo «Astrid la genio» reconocer que se equivocaba. —La chica sonrió con ironía—. Pero he descubierto que soy así… Puede que no más feliz… No es esa la palabra… No es que esté contenta. Pero soy más… sincera. Más sincera conmigo misma.

—¿Así que crees que me miento a mí mismo? —preguntó Edilio en voz baja.

Astrid negó con la cabeza.

—Nunca. Pero yo sí lo hacía.

Edilio se levantó.

—Tengo que volver a salir —el chico se acercó hasta Astrid, la rodeó con sus brazos, y ella también lo abrazó.

—Me alegro de que hayas vuelto, Astrid. Deberías dormir un poco —dijo—. Usa la litera de Sam.

La chica sintió cómo se agolpaba todo el agotamiento que sentía y casi cerró los ojos donde estaba sentada. Una siesta. Cortita. Se dirigió hacia la litera de Sam y se dejó caer en ella.

La cama olía a sal y a Sam. Esos dos olores siempre estaban enlazados en su mente.

Se preguntaba con quién debía estar. Ya debía de haber encontrado a alguien. Pues bien. Bien. Sam necesitaba a alguien que cuidara de él, y esperaba que lo hubiera encontrado.

Astrid palpó a su alrededor buscando una almohada. Hacía mucho mucho tiempo que no usaba almohada, y ahora le parecía algo increíblemente lujoso.

En vez de almohada, su mano tocó una tela muy fina y sedosa. Astrid la atrajo hacia sí y la deslizó por la mejilla. La conocía. Era su viejo camisón, aquella cosita blanca vaporosa que llevaba cuando no tenía que dormir vestida y con la escopeta acurrucada en el pecho.

Su viejo camisón. Sam lo guardaba en su cama.