CINCO

44 HORAS, 12 MINUTOS

ASTRID METIÓ toda la comida perecedera en la mochila. No era mucho, pero puede que estuviera un tiempo fuera, y no soportaba la idea de dejar que algo se estropeara.

Comprobó la escopeta. Tenía cuatro cartuchos cargados y cinco más en la mochila.

Nueve cartuchos de escopeta servirían para matar a cualquier cosa.

Excepto a Drake.

Drake la aterrorizaba hasta lo más hondo. Había sido la primera persona en toda su vida que la había pegado. Todavía recordaba el escozor y la fuerza de su bofetada. Recordaba lo convencida que estaba de que no tardaría en pasar a los puños. De que la golpearía y de que hacerlo le produciría placer, por lo que nada de lo que dijera lo detendría.

La había obligado a insultar al pequeño Pete. A traicionarlo.

Claro que a Petey no le había importado. Pero a Astrid la había destrozado. Casi le resultaba extraño recordar el sentimiento de culpa. Entonces no tenía modo de saber que en el futuro le iría mucho, mucho peor.

El miedo al psicópata justificaba en parte que necesitara manipular a Sam. Necesitaba la protección de Sam para ella y más aún para el pequeño Pete. Drake no era Caine, un sociópata cruel e implacable que haría cualquier cosa para aumentar su poder. Pero Caine no se regodeaba con el dolor, la violencia y el miedo. Aunque fuera amoral, Caine era racional.

A los ojos de Caine, Astrid no era más que otro peón del tablero de ajedrez. Para Drake era una víctima esperando que la destruyeran, porque eso le produciría un placer absoluto.

Astrid sabía que no podía matar a Drake con la escopeta. Podía reventarle la cabeza y seguiría sin matarlo.

Pero esa imagen le generaba cierta tranquilidad.

Se colgó la escopeta del hombro. El peso y la extensión del arma, junto con la mochila cargada de botellas de agua, la hacían un poco más lenta y torpe que cuando corría libre por el sendero conocido.

Astrid nunca había calculado la distancia que había entre su campamento y el lago Tramonto, pero se imaginaba que debían de ser unos diez u once kilómetros. Y, si seguía la barrera para no perderse, el camino se volvería agreste, con colinas empinadas sin senderos. Tendría que avanzar a buen ritmo para llegar antes de que anocheciera y ver a Sam.

Sam.

Al pensar en él sentía un nudo en el estómago. Tendría preguntas que hacerle. La acusaría. Se enfadaría. Estaría resentido con ella. Pero todo eso podía asumirlo. Era fuerte.

Pero ¿y si no estaba enfadado ni resentido? ¿Y si le sonreía? ¿Y si la rodeaba con sus brazos?

¿Y si Sam le decía que aún la quería?

Estaba mucho menos preparada para enfrentarse a eso.

Astrid había cambiado. La chica mojigata que estaba segura de muchísimas cosas había muerto con el pequeño Pete. Había hecho algo imperdonable. Y había visto quién era en realidad: una persona egoísta, manipuladora, implacable.

No era una persona a quien Sam pudiera amar. No era una persona que pudiera devolverle su afecto.

Probablemente era un error verlo ahora. Pero fueran cuales fueran sus fallos y tonterías, aún tenía cerebro. Aún era, aunque de forma atenuada, Astrid la genio.

—Sí, claro, la genio —murmuró.

Por eso vivía en el bosque con picaduras en las axilas, oliendo a humo y carroña, con las manos encallecidas y repletas de cicatrices y los ojos disparados, alerta y tensa para identificar cualquier ruido a su alrededor, y por eso practicaba para sacarse rápidamente la escopeta del hombro. Porque desde luego así era la vida de un genio.

Ahora el sendero se acercaba más a la barrera. Conocía bien ese sendero, que se adentraba en ella. El terreno se volvería escarpado en el kilómetro siguiente antes de que apareciera otro sendero. O puede que fuera el mismo sendero que se doblaba sobre sí mismo. ¿Cómo saberlo?

Y ahí, de repente, observó que la parte oscura de la barrera había crecido. Dos puntas de color negro se elevaban por la barrera, como dedos saliendo de la tierra. La más elevada se extendía entre cuatro y seis metros.

Astrid se armó de valor para un experimento necesario. Extendió un dedo y toco la parte negra de la barrera.

—¡Aaah! —maldijo en voz baja.

Seguía doliendo al tocarla. Eso no había cambiado.

Mientras se abría paso entre arbustos densos y aparecía en un bendito claro, reflexionó sobre el problema de medir el avance de la mancha. En el claro también vio franjas de oscuridad que se alzaban, no tan elevadas como las otras, y más finas. Observó atentamente una de las manchas durante media hora. Estaba ansiosa por si perdía el tiempo, pero quería observarla de todos modos. La parte de su cerebro que tenía aptitudes científicas había quedado intacta, mientras otros aspectos habían disminuido o desaparecido.

Estaba creciendo. Al principio no se había dado cuenta porque esperaba que la mancha se alzara, y lo que había hecho era ensancharse.

«¿Aún te acuerdas de cómo se calcula el área de una esfera? —se preguntó Astrid—. Cuatro pi por r al cuadrado».

Hizo el cálculo mentalmente mientras caminaba. El diámetro de la barrera era de treinta y dos kilómetros, con lo que el radio era la mitad, dieciséis kilómetros.

«Cuatro veces pi es casi 12,6; r al cuadrado es 256. Así que el área es 12,6 por 256. Tres mil doscientos veinticinco kilómetros. Claro que la mitad quedan bajo tierra o sumergidos, así que son mil seiscientos kilómetros de cúpula. Todo consiste en ver cuán rápido se extiende la mancha», se dijo Astrid, disfrutando de la precisión de los números.

Se preguntaba cuánto tardaría en ennegrecerse la cúpula.

Porque Astrid no dudaba que la mancha continuaría extendiéndose.

Recordó algo de hacía mucho tiempo: cuando Sam reconoció que tenía miedo de la oscuridad. Fue en su habitación, en su antigua casa, en la casa que compartía con su madre. Puede que ese fuera el motivo por el que, presa de un pánico repentino, creó el primero de los que llegarían a conocerse como «soles de Sammy».

Sam tenía muchas más cosas terribles que temer ahora. Seguro que ya se le había pasado ese antiguo terror.

Eso esperaba Astrid. Porque tenía la terrible sensación de que se acercaba una larga noche.

El bebé no la miraba. Diana lo miraba pese a que, al hacerlo, sentía un temor horrible.

Ya podía caminar. Pero se trataba de un sueño, por lo que las cosas no tenían por qué tener sentido. Era un sueño. Estaba segura de ello porque sabía que el bebé no podía caminar.

Lo tenía dentro. Un ser vivo dentro de su cuerpo. Un cuerpo dentro de un cuerpo. Se lo imaginaba ahí dentro con los ojos cerrados, retorcido para que sus piernecitas estuvieran alineadas con su pecho ancho.

Dentro de su cuerpo.

Pero ahora también en su cabeza. En su sueño. Se negaba a mirarla.

—No quieres enseñarme los ojos —decía ella.

Llevaba algo en la mano. Los dedos palmeados del feto se aferraban a un muñeco.

El muñeco era blanco y negro.

—No —suplicó Diana.

El muñeco tenía la boca descontenta en forma de puchero. La boca pequeña y roja.

—No —suplicó otra vez Diana, asustada.

El bebé pareció oír su voz y le tendió el muñeco. Como si quisiera que lo cogiera. Pero la chica no podía cogerlo porque tenía los brazos de plomo y le pesaban terriblemente.

—Nooo —gimió—. No quiero verlo.

Pero el bebé quería que mirara, insistía en que mirara, y Diana no podía evitarlo, no podía apartar la vista, no podía moverse ni volverse ni echar a correr, por muchas ganas que tuviera.

—¿Qué pasa, mamá?

La voz no tenía personalidad, solo eran palabras, sin voz, sin sonido, como si alguien las escribiera en un teclado para que pudiera de algún modo oír pero también ver las letras de las palabras, pum, pum, pum, cada letra golpeaba en su cerebro.

—¿Qué pasa, mamá?

El bebé sostenía el muñeco de peluche blanco y negro tendido hacia su rostro, y volvió a preguntarle:

—¿Qué pasa, mamá?

Diana tenía que contestar. No le quedaba opción. Tenía que contestar.

—Panda —dijo, y al decir aquella palabra un torrente de tristeza y odio hacia sí misma estalló en su mente.

—Panda —dijo el bebé, y sonrió sin dientes, sonrió con la boca roja de Panda.

Diana se despertó y abrió los ojos.

Las lágrimas le emborronaban la vista. Se bajó de la cama. El tráiler era diminuto, pero lo mantenía limpio y ordenado. Tenía suerte: era la única persona aparte de Sam en el lago que no compartía habitación.

Panda.

El bebé lo sabía. Sabía que se había comido parte de un chico apodado Panda. Su alma quedaba al descubierto para el bebé. Veía dentro de ella.

Ay, Dios, ¿cómo iba a ser madre cargando con ese crimen terrible en su alma?

Se merecía el infierno. Y tenía la sospecha terrible de que el bebé en su interior era el demonio enviado para llevarla hasta allí.

—No me hace ninguna gracia la idea de dejar esos misiles ahí sin más —insistía Sam.

Edilio no decía nada. Se movía nervioso y volvía la vista hacia el puerto para asegurarse de que no hubiera nadie escuchándoles para cotillear.

Sam, Edilio, Dekka y Mohamed Kadeer estaban en la cubierta superior de la casa flotante a la que todos llamaban la Casa Blanca. No era realmente blanca, sino más bien de un rosa sucio. Pero era allí donde se reunían los líderes, en la cubierta superior abierta. Así que era la Casa Blanca.

También era la casa de Sam, una casa que compartía con Dekka, Sinder, Jezzie y Mohamed.

Mohamed era un miembro sin voto del Consejo del lago Tramonto. Pero lo más importante es que era el enlace de Albert en el lago Tramonto.

Algunos lo llamaban «enlace». Otros, «espía». No había mucha diferencia. Desde el comienzo, Sam había decidido no tener secretos con Albert, pues tenía que saber lo que estaba pasando. Y en cualquier caso lo acabaría averiguando: Albert era lo más parecido que había en la ERA a un millonario, aunque su riqueza se medía en la moneda llamada bertos, que eran piezas de juego de McDonald’s, comida y trabajos.

En la Casa Blanca había dos camarotes en la popa, cada uno con una sola litera sobre una cama doble. Sinder y Jezzie compartían uno de esos camarotes; Mohamed y Dekka, otro. Sam tenía el camarote relativamente espacioso de proa para él solo.

—Si la gente de Caine se entera… —intervino Dekka.

—Pues entonces puede que tengamos un problema —asintió Sam—. Pero nunca usaremos esas cosas. Solo nos aseguraremos de que Caine tampoco las use.

—Sí, y Caine se creerá esa explicación porque es muy confiado —dijo Dekka, mordaz.

Los misiles habían formado parte de una estratagema desesperada para ir de la Base Aérea de la Guardia Nacional de Evanston a la costa. Dekka había conseguido utilizar el contenedor como plataforma: con su poder había anulado la gravedad, y el contenedor había pasado rozando por la barrera.

Decididamente el plan era imperfecto. Pero casi había salido bien. Más o menos. Para algo había servido. Pero también habían trasladado las armas hasta un lugar donde podrían encontrarlas.

Encontrarlas y utilizarlas.

La quinta persona que había en la cubierta no formaba parte del Consejo. Era un chico llamado Toto, a quien habían encontrado en unas instalaciones en el desierto —o parte de unas instalaciones, pues el resto se hallaba más allá de la barrera—, donde lo tenían prisionero para estudiar las mutaciones que se daban en la zona de Perdido Beach.

Habían montado aquellas instalaciones ante de que llegara la ERA. En los meses precedentes a la aparición de la barrera, el Gobierno sabía, o por lo menos sospechaba, que estaban empezando a ocurrir cosas muy raras.

Toto debía de estar clínicamente loco. Había pasado siete meses solo, totalmente solo. Aún tenía la costumbre de hablar con Spiderman. Ya no con su viejo busto de Spiderman de espuma de poliestireno, que Sam incineró llevado por la irritación, sino con el fantasma del busto. Lo cual desde luego era una locura. Pero, tanto si estaba loco como si no, tenía el poder de distinguir al instante la verdad de la mentira.

Incluso cuando no convenía.

—Sam no dice la verdad —dijo Toto.

—¡No tengo intención de usar los misiles! —protestó Sam acaloradamente.

—Es verdad —dijo Toto sin levantar la voz—. Pero no es verdad cuando dices que nunca los usarás. —Entonces añadió, en un aparte solapado—: Sam cree que igual tendrá que usarlos.

Sam apretó los dientes. Toto resultaba extremadamente útil. Excepto cuando no lo era.

—Creo que todos lo hemos entendido, Toto —añadió Dekka.

La chica había recuperado las fuerzas tras la terrible e impactante experiencia sufrida cuando los bichos se le metieron en el cuerpo. Pero no se había recuperado del todo de lo que pensaba que sería su confesión en el lecho de muerte, de su declaración a Brianna. Las dos chicas seguían sin poder estar juntas en la misma habitación sin que resultara violento.

Dekka no le había contado a Sam qué había susurrado exactamente al oído de Brianna. Pero él estaba bastante seguro de saberlo. Dekka estaba enamorada de Brianna. Y era evidente que Brianna no sentía lo mismo.

—Sí, ella debe de haberlo entendido —ahora Toto hablaba a su manga.

—Mohamed, ¿qué piensa Albert de todo esto?

Mohamed tenía la costumbre de hacer una larga pausa antes de contestar cualquier pregunta, incluso a «¿cómo estás?». Probablemente era una de las cosas que le hacían granjearse el cariño de Albert, quien se había vuelto suspicaz, algunos dirían que paranoico, respecto a los secretos.

—Albert nunca me ha hablado de ello. No sé si sabe lo de los misiles o no.

—Ajá —dijo Dekka, y puso los ojos en blanco. Extendió la palma en dirección a Toto—. Ni te molestes, Toto; todos sabemos que son tonterías.

Pero Toto replicó:

—Dice la verdad.

Mohamed hizo otra pausa larga. Era un chaval guapo con un atisbo inicial de vello en el labio superior.

—Pero, claro, ahora que lo sé, tendré que decírselo.

—Si los dejamos donde están, tarde o temprano alguien los encontrará —opinó Sam.

—Tío, con todos los respetos, estás intentando convencerte para llevártelos —intervino Edilio.

—Y ¿por qué iba a hacer eso? —exigió saber Sam.

Se inclinó hacia delante en la silla y abrió brazos y piernas, como queriendo indicar que no tenía nada que ocultar.

Edilio sonrió afectuosamente.

—Porque hemos tenido cuatro meses de paz, amigo mío. Y estás aburrido.

—Eso no es… —empezó a decir Sam, pero se quedó callado cuando miró a Toto.

—Aunque, si los misiles han de estar en alguna parte, es mejor que los tengamos nosotros —admitió Edilio, reticente.

A Sam le avergonzaba un poco lo mucho que deseaba aferrarse a ese razonamiento. Sí, era verdad, estaba aburrido. Pero aun así tenía sentido salvaguardar las armas.

—De acuerdo —dijo Sam—. Vamos a cogerlos. Dekka, Jack y tú los moveréis. Brianna inspeccionará la zona, asegurándose de que no hay nadie por allí. Quedan justo dentro de los límites de Caine. Tendremos que llevarlos hasta nuestra frontera tan rápido como sea posible. Cargarlos en una camioneta.

—¿Y gastar gasolina? —preguntó Mohamed.

—Vale la pena —respondió Sam.

Mohamed abrió las manos como excusándose.

—La gasolina la controla Albert.

—Mira, si Albert nos da gasolina es que nos apoya —replicó Sam—. Así que ¿qué te parece si hacemos esto y ya, solo esta vez? No gastaremos más de siete litros. La sacaremos de varios depósitos para que no aparezca en vuestra contabilidad.

Mohamed hizo una pausa aún más larga de lo normal.

—Tú no lo has dicho, y yo no te he oído.

—Eso no es verdad —dijo Toto.

—Ya —contestó Dekka, poniendo los ojos en blanco—. Lo sabemos.

—Vale, pues lo haremos esta noche —dijo Sam—. Brisa, ve tirando. Dekka, Jack y yo iremos en la camioneta. La aparcaremos y los tres nos dirigiremos a la playa. Con un poco de suerte habremos vuelto por la mañana.

—¿Y yo qué, jefe? —preguntó Edilio.

—Tío, a veces lo de teniente de alcalde es una carga pesada.

Sam sonrió, y de repente sintió que se aceleraba al pensar en su audaz misión nocturna. Edilio tenía razón: tras el primer mes de frenesí, llevar el lago resultaba aburrido. Lo cierto es que Sam detestaba encargarse de todos los detallitos y decisiones. Tenía la mayor parte del día ocupado con peleas estúpidas por nada: chavales que se peleaban por un juguete o algo de comer, ideas alocadas para salir de la ERA, descontento por los alojamientos, violaciones de las reglas sanitarias. Cada vez más, y no sin sentirse culpable, Sam se había dedicado a pasar la mayoría de esos asuntos a Edilio.

Habían transcurrido meses desde que Sam se había visto involucrado en alguna locura importante. Y aquella misión era bastante alocada, pero no comportaba ningún peligro real.

La reunión terminó. Sam se levantó, se estiró y se fijó en que Sinder y Jezzie se acercaban corriendo por la costa, procedentes del extremo oriental donde cultivaban un huerto pequeño.

Algo en su lenguaje corporal indicaba que había un problema.

La casa flotante de Sam estaba atada al extremo de lo que quedaba del muelle, y también había servido de escenario para el Viva el Viernes. Sam esperó hasta que Sinder y Jezzie se encontraran debajo de él en el muelle.

—¡Sam! —exclamó Sinder sin aliento.

Estaba en su fase gótica un tanto modificada. Le costaba encontrar maquillaje, pero aún conseguía encontrar ropa negra.

—¿Qué pasa, Sinder? ¡Hola, Jezzie!

Sinder se serenó, respiró hondo y dijo:

—Te va a parecer una locura, pero la pared… está cambiando.

—Estábamos arrancando zanahorias —añadió Jezzie.

—Y entonces la hemos visto, como una mancha negra en la barrera.

—¿Qué?

—La barrera —repitió Sinder—. Está cambiando de color.