DIECIOCHO

18 HORAS, 55 MINUTOS

NOCHE CERRADA.

Sam había convocado a Brianna cuando el sol descendió. La oscuridad era mortal para ella. Un solo tropiezo, y sería un saco de huesos rotos.

Brianna se enfureció y exigió que la dejara libre otra vez. Pero sabía que no debía. Sam la envió a una de las literas libres de debajo y le ordenó que descansara. Pocos segundos después la oyó roncar.

Cambiaron los guardias. Edilio estaba sentado y pestañeaba para no dormirse. Dekka rumiaba. Hacía un rato que Sam no había visto a Astrid. Se imaginaba que estaría en su litera. Puede que estuviera furiosa con él. Probablemente. Y puede que se lo mereciera. Había sido cortante con ella.

Sam quería bajar al camarote y estar con ella. Pero sabía que si cedía a esa necesidad, si encontraba la paz y el olvido, puede que no tuviera fuerzas para volver a salir.

La luz estaba desapareciendo. Pero se alzaba la luna, o la ilusión de una luna. Aún no había oscuridad de verdad. Pero se acercaba.

—¿Dónde está? —se preguntó Sam por millonésima vez.

Inspeccionó la playa, ya oscurecida. Recorrió los bosques y el acantilado con la mirada. Drake podía estar en cualquier de esos sitios. Bajo esos árboles oscuros. O subido a aquellas rocas.

Sam se hundió en la silla de lona.

—¿Estás lo bastante despierta como para mantener los ojos abiertos? —preguntó a Dekka.

—Échate una cabezada, Sam.

—Sí —dijo el chico, y bostezó.

Astrid lo estaba esperando.

—Siento haber saltado antes —se excusó Sam.

Ella no dijo nada, sino que lo besó sujetándole la cara con las manos. Hicieron el amor despacio, en silencio, y cuando terminaron Sam se quedó dormido…

Cuando Cigar miraba a Sanjit veía a una criatura feliz que bailaba y daba vueltas, parecida a un galgo que caminara erguido. El otro al que llamaban Choo parecía un gorila dormido, cuyo corazón rojo latía despacio.

Cigar sabía que no veía lo que veían los demás. No sabía si lo que veía era producto de tener nuevos ojos, o si la locura lo había vuelto todo tremendamente extraño e increíble.

Ojos extraños. Cerebro extraño. ¿O una combinación de ambos?

Incluso los objetos —las camas, las mesas, los escalones de Clifftop— brillaban de manera inquietante, vibraban, formando una luz continua como si, en vez de estar fijos en un sitio, se movieran.

Ojos locos, cerebro loco.

Recuerdos que hacían que salieran gritos de su garganta descarnada.

Cuando eso pasaba, Sanjit, Choo o el pequeño, Bowie, que parecía un gatito blanco espectral, se le acercaban y le decían palabras tranquilizadoras. En esas ocasiones, a Cigar le parecía ver algo parecido al polvo en un rayo intenso de sol, y esa… esa…, no sabía cómo llamarla, pero esa… cosa… calmaba el pánico.

Hasta el siguiente ataque.

Había otra cosa, muy distinta del polvo que brillaba iluminado por el sol, una cosa que extendía zarcillos por el aire, atravesando los objetos, alzándose a veces como humo desde el suelo, y otras veces como un látigo lento de un verde pálido.

Cuando Lana se acercaba, el látigo verde la seguía, intentaba tocarla, se apartaba deslizándose y lo intentaba otra vez, insistente.

Y a veces a Cigar le parecía que lo buscaba. No tenía ojos. No podía verlo. Pero sentía algo… algo que le interesaba.

Cuando se acercaba a Cigar, el chico tenía visiones de Penny, y visiones de él mismo haciéndole cosas terribles, escalofriantes.

Haciéndola sufrir.

Cigar se preguntaba si el humo que se alzaba, el látigo verde lento, aquella cosa, le daría poder respecto a Penny. Se preguntaba si, si decía que sí —«sí, alcánzame; aquí estoy»—, podría vengarse de Penny.

Pero los pensamientos de Cigar nunca duraban mucho. Reunía imágenes en su mente, pero luego se dispersaban como si un rompecabezas explotara.

A veces venía el niño pequeño.

No era fácil verlo. El niño pequeño siempre se quedaba a un lado. Cigar sentía su presencia y miraba en dirección al niño, pero por rápido que moviera la cabeza no lo veía claramente. Era como ver a alguien a través de la abertura estrecha de una puerta. Apenas alcanzaba a verlo, y el niño desaparecía.

Más locura.

¿Si tenías ojos inhumanos y la mente destrozada, cómo podrías llegar a saber lo que era real y lo que no?

Cigar se dio cuenta de que debía dejar de esforzarse. No importaba, ¿verdad? ¿Realmente alguien llegaba a ver lo que lo rodeaba? ¿Tan perfectos eran los ojos comunes o tan despejadas estaban las mentes normales? ¿Quién podía afirmar que lo que Cigar veía ahora no era tan real como lo que veía en los viejos tiempos?

¿Acaso los ojos comunes no eran ciegos a toda clase de cosas? A los rayos X, a la radiación y a los colores más allá del espectro visible.

El niño pequeño le había metido esa idea en la cabeza.

Cigar se dio cuenta de que volvía a estar junto a él, justo donde no le alcanzaba la vista. El indicio de una presencia estaba justo ahí, donde ni Cigar podía verlo.

Los pensamientos de Cigar volvieron a fragmentarse.

Se levantó y se dirigió hacia la puerta que vibraba y latía y lo llamó.

Llamaron a la puerta de Penny.

La chica no temía que llamaran, así que la abrió sin mirar siquiera por la mirilla.

Caine estaba allí, enmarcado por la luz plateada de la luna.

—Tenemos que hablar —dijo.

—Es noche cerrada.

El chico entró sin esperar que lo invitaran.

—Primero, lo más importante: si veo cualquier cosa que no me guste, aunque solo sea una pulga, cualquier cosa que salga de tu imaginación enferma, Penny, no dudaré. Te estamparé contra la pared más cercana. Y luego haré que te caiga encima.

—Hola a ti también, Su Alteza.

La chica cerró la puerta.

Caine se dejó caer en la silla favorita de Penny. Como si la casa le perteneciera. Se había traído una vela. La encendió con un mechero Bic y la puso sobre la mesa. Muy propio de Caine: lo disponía todo para que tuviera una iluminación melodramática, aunque costaba más encontrar velas que diamantes en la ERA.

El rey Caine.

Penny reprimió la rabia que amenazaba con desbordarse. Lo haría arrastrarse. ¡Lo haría gritar una y otra vez!

—Sé por qué has venido —dijo la chica.

—Turk me ha dicho que estás dispuesta a ser realista, Penny. Me has dicho que querías negociar unas condiciones. Me parece bien. Suéltalo.

—Mira —empezó Penny—, la he cagado con lo de Cigar. Y sé lo que ocurre si el suministro de comida se agota. No soy tan guapa como Diana, pero no por eso soy estúpida.

—Vale —dijo él sin estar convencido.

—Así que, como he dicho a Turk que te dijera, me voy a ir de la ciudad. Ya he guardado algunas cosas. —Señaló una mochila que se encontraba en un rincón—. Pero creo que no debería parecer que has hecho que me fuera, porque entonces es como si ganara Quinn. Creo que debería parecer que la decisión de marcharme ha salido de mí.

Caine la miró fijamente; era evidente que intentaba entender qué tramaba.

Entonces Penny dejó translucir cierto enfado.

—Oye, a mí tampoco me hace gracia, ¿vale? Pero me las arreglaré. Aunque no lo creas puedo sobrevivir sin ti, rey Caine.

—Llévate toda la comida que quieras —dijo el chico.

—Qué generoso por tu parte —replicó ella—. El trato es que me marcho, pero tienes que asegurarte de que no me muera de hambre. Una vez a la semana me encontraré con Bug en la carretera, junto al camión volcado de FedEx. Si necesito algo, él me lo traerá. Eso es lo que pido por marcharme y ponértelo fácil.

Caine se relajó un poco. Inclinó la cabeza hacia un lado y la miró, pensativo.

—Me parece bien.

—Pero tenemos que hablar sobre cómo hacer que pinte bien. Reconócelo, Caine: tú y podemos sernos útiles en el futuro, ¿verdad? Así que necesito que sigas al mando. Es mejor que la alternativa.

—¿Qué tienes en mente?

Penny suspiró.

—Ahora estoy pensando en chocolate caliente. Taylor me trajo un poco de la isla. Tómate una taza conmigo y pensaremos algo.

Caine no le preguntó por qué Taylor le había traído algo tan preciado como chocolate de la isla. Sin duda, Taylor utilizaba el poder de generar fantasías de Penny para algo.

Penny vio la mirada de desagrado de Caine mientras se lo pensaba. Se dirigió a la cocina y encendió el hornillo que utilizaba para calentar el agua y el cacao.

Caine no la siguió.

Seguía sentado, perplejo, cuando Penny le pasó la taza.

Ambos sorbieron.

—Así que supongo que, si me voy y hago que parezca que no es culpa tuya, tendríamos que comportarnos como si estuviéramos peleados —propuso Penny.

—Tendríamos que hacerlo donde la gente pueda oírnos. Pero no al descubierto, porque entonces parecerá falso. —Caine volvió a sorber—. Un poco amargo —comentó, haciendo una mueca.

—Podría añadirle un poco de azúcar.

—¿Tienes azúcar?

Penny fue a buscarlo. Cogió dos terrones y los metió en la taza de Caine, que el chico hizo girar para que el azúcar se disolviera.

—Tienes razón en una cosa, Penny —reconoció Caine—. Eres útil. Estás loca, pero eres útil. Nadie tiene azúcar, pero tú sí.

Penny se encogió de hombros modestamente.

—A la gente le gusta desconectar, ¿sabes? Pensar en algo más divertido que la vida, el trabajo y todo eso.

—Ya, pero aun así, ¿azúcar de verdad? Eso vale mucho.

—Supongo que sabes que estoy colada por ti…

—Ya, bueno, no te ofendas, pero yo no.

Penny tuvo que controlarse para no atacarlo y hacer que le ardiera y burbujeara la piel.

—Pues qué pena. Porque puedo ser cualquiera… en tu imaginación.

—Hazme un favor… No me des detalles. Ahora… —Caine bostezó—. Vamos a hacer planes. He tenido dos días muy largos, y quiero acabar con esto.

Así que Penny hizo una sugerencia.

Y Caine contraatacó con otra.

Y ella sonrió y puso una pequeña objeción.

Y él bostezó, largo y tendido.

—Pareces cansado, Caine. ¿Por qué no cierras los ojos y descansas unos minutos?

—No puedo… —empezó a decir, pero volvió a bostezar—. Ya hablaremos… por la mañana.

El chico intentó levantarse. Apenas podía, y volvió a hundirse. Parpadeó y miró fijamente a Penny.

La chica casi lo veía pensar, lenta, muy lentamente. Caine frunció el ceño, se obligó a abrir los ojos y preguntó:

—¿Me has…?

Ella no se molestó en responder. El juego la aburría, y estaba harta de hacerse la simpática.

—Te mataré.

Caine alzó una mano, pero se tambaleó en el aire. La chica se levantó rápidamente y se hizo a un lado. A continuación, se puso detrás de él.

El chico trató de volverse, pero no podía. No lograba que el cuerpo le respondiera.

—No te preocupes, Su Alteza. De hecho, no creo que vayas a preocuparte por nada ahora mismo. Además del Ambien he puesto un poco de Valium.

—Te… m… —empezó a balbucear el chico, y resopló, incapaz de continuar.

—Que sueñes con los angelitos —dijo Penny, y cogió una bola de nieve pesada de la estantería con adornos.

Sin duda había sido una posesión preciada de quienquiera que fuera el dueño de aquella casa. La bola de nieve tenía un pequeño casino Harrah’s dentro. Un recuerdo hortera.

Penny estampó la bola contra la nuca de Caine, y el chico se desplomó hacia delante.

El cristal se rompió, con lo que hirió a Caine en el cuero cabelludo y Penny se cortó el pulgar.

La chica miró la sangre de la mano.

—Ha valido la pena —gruñó.

Se enrolló una toallita en el corte y a continuación trajo una ensaladera de madera grande y una jarra de agua.

Luego sacó a rastras la bolsa pesada de cemento del armario.