Epílogo
“Soy Alvaro Alfonso Pastás Obando. Vengo a visitar a un detenido”, explicó el hombre de sobretodo mientras extendía su documento. En el Penal de Ezeiza lo estaban esperando. No todos los días llega un integrante de la Corte Suprema de Justicia de Colombia para reunirse con un preso.
En una oficina de ingreso aguarda Henry de Jesús López Londoño. Su historia es una molestia para el poder político colombiano, que aún no logra desembarazarse de los cabos sueltos.
Mi Sangre sabe que su testimonio es valioso para reconstruir los espurios vínculos de la narcoparapolítica en su país. Y está dispuesto a coquetear con esa carta, antes de ser extraditado a los Estados Unidos por pedido de un tribunal del estado de Florida en el marco de una causa sin otro sustento que la intención de intimidarlo.
Pastás Obando es uno de los nueve magistrados nombrados por la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia colombiana en enero de 2007 para integrar una comisión especial responsable de investigar las relaciones de paramilitares con funcionarios.
De intachable carrera judicial, con más de treinta años de experiencia, el juez viajó a Buenos Aires por 48 horas sólo para entrevistarse con López Londoño. Luego de escucharlo durante los dos encuentros que mantuvo en el penal donde acababan de fugarse 13 reclusos, Pastás Obando regresó a Colombia con la certeza de que el testimonio de Mi Sangre no pasará inadvertido.
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Durante las once horas de vuelo, Nacho apenas durmió. Estaba tranquilo, pero no podía dejar de pensar en Juan Fernando, su hermano menor, entregado ante la Justicia de Estados Unidos dispuesto a “colaborar” con información sobre el accionar narco a cambio de mejorar su situación procesal. La estrategia había decepcionado a las autoridades colombianas que pretendían atraparlo y condenarlo en su país.
“Estamos quedando en manos de las autoridades norteamericanas en materia de lucha contra el narcotráfico, puesto que su sistema jurídico es mucho más pragmático que el colombiano y permite que los capturados puedan negociar información por reducción de penas u otras facilidades”, explica John Marulanda, consultor internacional de seguridad y defensa. “Mientras en nuestro país la captura y la condena a un capo del narcotráfico se demora entre cinco y seis años, en Estados Unidos toma pocos meses, siempre y cuando el detenido revele quiénes son los integrantes de su banda y proporcione información que sirva para atrapar a sus socios”, agrega el experto.
La extradición resulta un negocio atractivo. Los capos se entregan primero a las autoridades norteamericanas porque así reducen la posibilidad de que atenten contra sus vidas en las cárceles colombianas, sanean su prontuario y, en algunos casos, recobran la libertad en corto tiempo.
Cuando el vuelo tocó la pista del aeropuerto de Islip, en Long Island, era noche cerrada en Nueva York. Patrick Lin, uno de los cinco marshalls que había volado a la Argentina para custodiar a Gran Hermano, acompañó al prisionero hasta el lugar pactado. Pasadas las dos de la mañana, llegaron al Jamaica Hospital Medical Center, donde Nacho había solicitado ser internado para controlar su diabetes.
Su plan era sumarse a la declaración de Juan Fernando y aclarar su acusación ante los tribunales neoyorquinos para regresar a Buenos Aires, donde también lo aguardaban procesos penales.
Pero el trámite no resultó fácil. Tras diez días internado en el lujoso sanatorio pagado con su dinero, Nacho fue trasladado a una de las unidades carcelarias del Departamento de Servicios Correccionales de Nueva York donde aguarda la resolución de la justicia que le permita cumplir con su sueño de regresar a la Argentina para radicarse definitivamente y vivir una vida “normal”.
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A Carlos Broitman no le molesta que lo identifiquen como “el abogado de los narcos”. Sabe que los clientes aumentan en los últimos años y aspira a acaparar la mayor cantidad de procesos judiciales donde haya acusados por violar las leyes antinarcóticos de cualquier país del mundo que esté dispuesto a perseguirlos. “Ellos los persiguen, yo los defiendo”, sostiene.
Por su estudio a metros del Obelisco porteño, desfilaron las causas del narcojet de los hermanos Juliá (detenidos en España cuando intentaban ingresar con casi una tonelada de cocaína camuflada en un avión privado); la del señalado por la justicia como el autor intelectual del triple crimen de la efedrina Ibar Esteban Pérez Corradi (hoy prófugo); o la de Manuel Kleiman, experto en logística para el envío de cargamentos de cocaína que trabajó para los carteles más importantes de Colombia.
Junto a su socio el ex comisario de la policía bonaerense Juan José Ribelli (acusado de formar parte de la supuesta conexión local en el atentado a la AMIA, crimen por el que fue absuelto), Broitman defiende también a López Londoño y Álvarez Meyendorff, dos de los protagonistas de este libro.
Más allá de sostener la inocencia de sus clientes hasta que la última instancia judicial demuestre lo contrario, el letrado admite que su negocio se acrecentó en los últimos años debido a la proliferación de este tipo de casos. Y reconoce que detrás de las historias de estos colombianos existe una trama intrincada que le dan ribetes cinematográficos.
“Cuando se haga la película con su libro, me gustaría que a mi personaje lo interpretara Al Pacino”, bromea fantaseando con una mega producción de Hollywood. Al margen de la humorada, Broitman sabe que Mi Sangre y Gran Hermano son dos personajes dignos de cualquier guión.
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No resulta sencillo investigar estos asuntos en Argentina. Son complejos, repletos de alianzas que se construyen y destruyen entre las organizaciones criminales y sectores estatales y privados, con anclajes de gran peso económico. Todo sucede en un marco de corrupción política, policial y judicial, además de la desconfianza de la sociedad en los organismos de seguridad, caldo de cultivo de una violencia que ya lleva más de dos decenas de muertos vinculados a luchas territoriales o ajustes de cuentas.
Para la fiscal Mónica Cuñarro, “esta guerra tiene altos costos, entre ellos la institucionalidad y la gobernabilidad, porque las metas propuestas nunca coinciden con los resultados. Fijar políticas públicas, mejorar la conciencia de protocolos de contención y educación, controlar el seguimiento y fiscalización del dinero y atacar el desvío al mercado ilegal de precursores son medidas que van en la dirección correcta”.
Otro especialista en delito complejo, el sociólogo y actual diputado bonaerense Marcelo Sain, sostiene que “personajes como Mi Sangre o Gran Hermano son claves para que los norteamericanos puedan mantener un esquema subregional de gestión de información o de articulación de redes narcos en función de conocer el negocio, su desarrollo, su transformación y regularlo hasta donde puedan. Pero para ello, necesitan que esos actores sean sacados del terreno colombiano y comiencen a operar en lugares que cuenten con la protección que asegure sus nuevas misiones. Su utilidad es difusa y varía en el tiempo según los intereses y capacidades de las agencias de inteligencia americanas. Sin embargo esto sólo es posible gracias al acuerdo y la coordinación con servicios de inteligencia y seguridad locales. Situación que se puede alterar, quebrar o desandar, y algunos de ellos terminan presos o deportados. Mientras tanto, los gobiernos miran para otro lado, desconociendo o encubriendo esta compleja trama ajena que algunas agencias locales convierten en propias”.
Como el narcotráfico, el enemigo, queda claro, siempre está adentro.