Nueva vida, mismas pesadillas. Eso dicen los sabios chinos. “Podrás cambiar de lugar, pero jamás podrás cambiar de pozo”. Rolando había viajado seis mil kilómetros para transformar su vida en otra. Tardó ocho horas en volar desde Medellín a Buenos Aires. Se trajo nueve valijas, varios bolsos y toda su historia a cuestas. Pero también se llevó encima el miedo.

Los sueños de Rolando solían ser lluviosos. Y a diferencia de las películas, donde los policías se llevan a los ladrones, en sus pesadillas los policías venían a llevarse a sus dos hijos. Era una mierda de gente que lo cazaba como si fuera un animal.

Esa mañana de fines de octubre de 2012, Rolando despertó puteándolos. En los sueños siempre perdía. Pero en la vida real aún tenía las de ganar.

Su familia vivía en un lugar soleado y con arboleda en el barrio Nordelta. Él alternaba sus días entre el country de Tigre y la chacra de Pilar donde había amanecido el 30 de octubre. Cualquiera que viera de lejos las dos viviendas, jamás hubiese pensado que su dueño podía dormir tan mal.

Rolando preparó el desayuno y despertó a Matías, su chofer.

A media mañana habló con Yaneth, su joven y bella esposa, organizaron agendas y arreglaron para encontrarse al finalizar la jornada.

A ninguno de la familia le había resultado fácil adaptarse a la nueva vida, lejos de su tierra. Otro nombre, otra nacionalidad, otro barrio, nuevos amigos. Allá jugaban a la Chucha y al Pico Botella. Y comían arepas, sancochos o bandejas paisa y bebían jugo de borojo o unas Postobón. Acá no había nada de eso. Ni siquiera despejó la angustia el nacimiento de Valeria —a quien debió inscribir en el Registro Civil argentino como Suárez Rodríguez, apellido al que todavía le resultaba difícil acostumbrarse—. Cerca de las once, pidió a Matías que prepare el auto y se dirigió hacia su cuarto por última vez. Se miró al espejo. Hacia tres días que no se afeitaba. Se calzó una camisa celeste Tommy Hilfiger, se roció una dosis exagerada del Jean Paul Gaultier que tanto cautivaba a las argentinas, se calzó los Ray Ban y salió a la vereda de ripio mientras el chofer estacionaba su KIA gris.

—¿A dónde vamos Rolando? —preguntó Matías.

—Hoy nos quedamos por la zona. Tengo que visitar a Raúl, hacemos unas compras y volvemos.

Matías estaba contento. Le divertía ser chofer de don Rolando. Con mucho esfuerzo había conseguido comprar aquel vehículo de alta gama, inalcanzable para su presupuesto de no ser porque su nuevo patrón le garantizaba trabajo bien remunerado a cambio de estar a su disposición para cualquier traslado. Y no sólo a él lo había ayudado, sino también a su esposa Gladys, que realizaba tareas domésticas en la casa familiar del country de Nordelta.

Matías se quedaba en el auto mientras el jefe hacía sus diligencias. A las cuatro llegaron a Estanislao López al 1100, kilómetro 55 de la ruta 8. Allí se encuentra “Laurita”, la granja donde preparaban sus churrascos de pata-muslo favoritos. Rolando bajó, saludó a los empleados y encargó lo de siempre. Un hombre ingresó al local y pidió un pollo. La pinta y el acento del sujeto le llamaron la atención. “Este es poli de la Nacional”, pensó. “Su pedido, Don Rolando”, dijo el empleado mientras le acercaba la bolsa con los filetes. Matías lo esperaba en el auto cantando una de Agapornis. “Si estos manes hacen cumbia”, dijo el jefe, “yo soy Carlos Vives”. Ambos rieron.

—¿Tenés hambre? —le preguntó al chofer.

—Más que el Chavo.

—Entonces vamos a comer.

Rumbearon para Fettuccine Mario, donde preparaban espaguetis a la crema, su menú preferido. Conversaron poco. Rolando parecía incómodo. El restaurante estaba cerrado. A las cinco y cuarto de la tarde golpeó el vidrio y, al reconocerlos, el encargado los hizo pasar. “Las puertas siempre están abiertas para los buenos clientes”, dijo el gerente.

—¿Les sienta bien una ensalada de rúcula y atún? —ofertó.

—Por supuesto. Y que salgan con un par de gaseosas.

Comieron con hambre y conversaron durante una hora. Cuando salieron rumbo al coche, atardecía. Un hombre lo cruzó de frente, mientras dos policías lo rodeaban por los lados. Rolando se imaginó huyendo. Otra vez huyendo. Recordó a Héctor Duque Ceballos (alias Monoteto), uno de los dos colombianos baleados por un sicario en el estacionamiento del Unicenter shopping el 25 de julio de 2008, y se entregó sin resistencias.

El juez federal Sebastián Ramos había ordenado la detención, intervinieron el comisario Aníbal Fernando De Simone, jefe de la División Operaciones Metropolitanas de la Superintendencia de Drogas Peligrosas de la Policía Federal Argentina (PFA) y dos agentes especiales de la Secretaría de Inteligencia (SI). Además había dos miembros de la División de Investigación Criminal de la Policía Nacional de Colombia, que hablaban con acento caribeño.

Los dos detenidos terminaron boca abajo, en el suelo. Fueron esposados y palpados de armas. “¿Tanto despliegue para detener a un empresario venezolano?”, pensó Matías mientras respondía las preguntas del oficial que lo tenía contra el piso con la rodilla en su espalda. “¿Usted es Henry de Jesús López Londoño?”, le preguntaba un poli mientras lo aplastaba contra el asfalto.

Los dos policías colombianos observaban la escena a la distancia. Uno de ellos acababa de encargar un pollo en el local.

—Oiga, márquele a mi General —le ordenó al otro—. Y dígale que Mi Sangre acaba de caer.

La cocina de la captura

“Hemos capturado al narco criminal más importante del mundo”. El secretario de Seguridad Sergio Berni hacía el anuncio rodeado de cámaras. Era el 31 de octubre de 2012. “Le hemos dado un golpe mortal al narcotráfico mundial”.

Desde hacía doce horas, Mi Sangre aguardaba en la alcaldía de la Superintendencia de Drogas Peligrosas su traslado a los tribunales de Comodoro Py. Allí dio su primera declaración indagatoria. Era la causa 4093/12, caratulada “López Londoño Henry de Jesús, su arresto preventivo con fines de extradición”, en el Juzgado Nacional en lo Criminal y Correccional Federal 2, a cargo de Sebastián Ramos.

Para entonces la noticia ya circulaba por el mundo. Y el presidente de Colombia Juan Manuel Santos había felicitado públicamente a los responsables de la captura de este, dijo, “súper capo del narcotráfico” requerido judicialmente por la fiscalía del estado norteamericano de Florida.

Los medios anunciaban la caída de una de las cabezas del cartel Los Urabeños, una organización de lavado de dinero y tráfico de estupefacientes con ramificaciones en todo el continente. En realidad, Mi Sangre era más que eso. Bastante más.

“López Londoño es un cuadro político de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), de excelentes relaciones con sus líderes —los hermanos Carlos y Vicente Castaño—, y el discípulo más consecuente de una figura especial en la historia criminal de Medellín, Don Berna”, explica Nelson Matta Colorado, del diario El Colombiano, uno de los periodistas que más investigó la historia de Mi Sangre.

El cerco sobre López Londoño había comenzado a cerrarse meses atrás cuando Gladys Macías, la mujer que trabajaba como mucama en su casa de Pilar (una coqueta localidad del norte bonaerense, a 50 kilómetros de la Capital Federal), recibió una invitación de amistad en su página de Facebook. Alguien llamado Chango Poce, que en su perfil exhibía fotos practicando deportes extremos, quería contactarla a través de la red social más popular del planeta. Los días resultaban insoportables para esta joven que había soñado con la fantasía de conocer el mundo de la mano de algún generoso príncipe azul, pero que se había enamorado de Matías, cuya máxima aspiración había sido satisfecha cuando el patrón de Gladys lo eligió como remisero y lo ayudó a comprarse el auto. Los mensajes entre Gladys y Chango fueron elevando su voltaje sentimental y erótico a lo largo de todo el verano. Con habilidad de poeta y un relato algo subido de tono a la hora de las metáforas amorosas (le describió mil y una forma de amar), Poce logró cautivar a la empleada doméstica, que en pocas semanas fue seducida por sus encantos.

La chica ignoraba que, en realidad, su idílico enamorado no era otra cosa que un agente de la policía nacional colombiana buscando datos sobre las actividades de Mi Sangre en Buenos Aires. Cuando finalmente Poce obtuvo el celular de la mujer, interrumpió los contactos y eliminó su perfil de Facebook para no dejar rastros.

Ese dato era clave para poder localizar la ubicación exacta del verdadero objetivo. Pero para lograrlo necesitaban viajar a la Argentina. La misión —inicialmente secreta— fue encomendada al coronel Diego Rosero Giraldo de la Policía Nacional, quien junto al patrullero César Gonzalo Triana Amaya, ingresaron al país en un vuelo que aterrizó en el aeropuerto de Ezeiza el 10 de abril de 2012 proveniente de Bogotá. La comitiva llegó con el pretexto de dar un seminario sobre lucha contra el narcotráfico a sus pares argentinos. En realidad, los dos agentes camuflados venían a efectuar tareas de inteligencia para encontrar a Mi Sangre antes de reportar oficialmente a las autoridades argentinas sus sospechas de que el supuesto narco estaba en el país. Y lo hicieron con la asistencia de la Secretaría de Inteligencia argentina (SI), que les prestó logística y la colaboración directa de varios agentes asignados por Antonio Stiusso —o “Jaime”, como lo conocen en los pasillos del poder— experto en informática y escuchas telefónicas que maneja desde hace décadas la temida División 85 de la dependencia con sede en la calle 25 de mayo, a metros de la Rosada. “Es un genio de la tecnología”, lo retrató un periodista que lo conoce bien. “Es capaz de jugar al metegol con una mano y hackear con la otra a Barack Obama”. Dentro del marco de un expediente reservado, la SI también investigaba presuntas maniobras de lavado de dinero en las que aparecía mencionado López Londoño.

Recién ocho días después de la llegada de los colombianos la Embajada de los Estados Unidos presentó ante la Cancillería un requerimiento de extradición para López Londoño, donde se detallaban los resultados de la investigación. La pesquisa había comenzado con el trabajo de agentes de la DEA de Miami y Bogotá sobre el cartel de Los Urabeños, supuestamente dirigido por López Londoño. Según el reporte, “desde octubre de 2006 hasta febrero de 2012, Los Urabeños transportaron miles de kilos de cocaína de Colombia a Centroamérica, México y los Estados Unidos”. A raíz de este pedido de extradición se abrió un expediente en el juzgado federal N° 5, a cargo de Norberto Oyarbide. El 22 de mayo Edgardo Moses, jefe de Investigación Federal de Fugitivos de Interpol Argentina, recibió una nota de la Policía Nacional de Colombia en la que se le informaba que Mi Sangre estaba en el país, que contaban con un número de celular para rastrearlo y ponían a disposición medios técnicos para ubicarlo y detenerlo. Se trataba del 584120743039, una línea que efectivamente había sido adquirida por Rolando José Suárez Rodríguez (la identidad falsa de López Londoño), pero que al momento de autorizarse el ingreso de los agentes colombianos, ya no portaba. Por eso cuando el 23 de mayo Oyarbide autorizó formalmente las tareas de inteligencia con un equipo marca Harris, modelo Stingray, y el software de aplicación Ray Fish GSM Interrogator, destinado específicamente a la radiolocalización de aparatos de telefonía celular, con el que se puede realizar un barrido general del espectro radioeléctrico en 500 metros a la redonda y los espías recorrieron el barrio Nordelta (donde Mi Sangre alquilaba una propiedad) entre el 28 y 29 de mayo, no pudieron encontrarlo.

Una llamada telefónica al despacho de Comodoro Py puso en alerta al asustadizo magistrado. “¿Vos sabías que ese aparatito está de zurda y que los agentes colombianos están trabajando hace más de un mes con Jaimito, no?”, le preguntó la persona del otro lado de la línea con un tono entre marcial y sarcástico que preanunciaba el escándalo. Es que el teniente coronel Rosero y el patrullero Triana habían efectivamente ingresado a territorio argentino con un equipo cuya utilización está expresamente prohibida por las leyes argentinas. Oyarbide se asustó. Inmediatamente mandó un oficio a Interpol ordenando el retiro de los dos policías colombianos y su radiolocalizador, cosa que ocurrió veinticuatro horas después.

Luego del papelón —de inexplicablemente escasas repercusiones políticas— la búsqueda quedó exclusivamente en manos de la SI, con la supervisión de la DEA y de uno de los archienemigos de Mi Sangre en territorio colombiano: el general Óscar Adolfo Naranjo Trujillo, director de la Policía Nacional y nexo estratégico del gobierno de su país con la oficina antinarcóticos norteamericana. Un intocable para los capos narcos.

Después de seguirlo durante un viaje a Paraguay en junio, la investigación dio resultado cuatro meses más tarde, cuando gracias a las señales emitidas por dispositivos satelitales colocados en vehículos que López Londoño utilizaba para desplazarse entre Pilar y Tigre —donde tenía sus propiedades— fue localizado y puesto de cara contra el asfalto.

Es muy difícil imaginar cómo alguien supuestamente tan peligroso y buscado como Henry de Jesús López Londoño pudo pavonearse por Argentina durante tanto tiempo, adquiriendo bienes, alquilando propiedades y moviéndose por lugares públicos, con documentación falsa y una familia tipo a cuestas, sin que ninguna autoridad lo advirtiera. De hecho, cuando fue detenido en el coqueto restaurante de Pilar, Mi Sangre ya tenía consolidado su plan para instalarse definitivamente en el país, al igual que un número nada despreciable de compatriotas suyos. En ese sentido, Henry ya había ubicado a su familia en una casa de Nordelta; su hijo Omar, de ocho años, iba a un buen colegio; su mujer estaba dedicada al cuidado de la pequeña Valeria, nacida en Argentina y él intentaba afianzar sus negocios amparado en su falsa identidad venezolana, mientras alternaba sus días entre el complejo de Tigre, el country La Pradera y su chacra de Pilar.

Cara a cara con Mi Sangre

Henry de Jesús López Londoño está sentado en una habitación pequeña, dentro del inhóspito Anexo 20 del Módulo VI del Complejo Penitenciario I de Ezeiza. En este sector, destinado originariamente para el castigo de los pacientes psiquiátricos, hay cuatro celdas donde apenas cabe un catre. Allí fue alojado luego de un breve período de permanencia en el exclusivo Módulo H, donde gozó de las condiciones privilegiadas de los presos VIP. “Conozco la capacidad criminal del generalato de mi país, aquí no estaré cómodo pero por lo menos tengo condiciones de máxima seguridad y estoy protegido”, asegura. Tiene miedo de que lo maten.

Vestido con equipo de gimnasia color verde, con el pelo y la barba más largos que lo habitual, Mi Sangre ofrece café de saquito y lo sirve en un vaso plástico sobre una mesa de ping pong que usa de escritorio. No parece ese sanguinario narcotraficante descripto por la prensa y las autoridades de su país, en un discurso replicado a la perfección por el periodismo y el gobierno argentinos. De mediana estatura y contextura menuda, con mirada huidiza y manos inquietas, se predispone al diálogo sin aparentar incomodidad. Habla bajo. Su inconfundible acento paisa apenas se distingue entre el modo susurrante de expresión.

Es la primera vez que recibe a un periodista desde que su defensa denunció las irregularidades en el procedimiento de su detención. Se muestra intranquilo, aunque predispuesto a responder todas las preguntas. La primera charla se extiende por más de tres horas.

“Durante una década fui parte de una organización paramilitar llamada Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y, como tal, me desmovilicé en el marco de un proceso de paz impulsado por el gobierno colombiano, lo que originó una brutal persecución en mi contra y el armado de causas por narcotráfico con el objetivo de callarme ya que —como condición para aceptar mi inclusión en este proceso— yo tenía que confesar y contar detalles muy comprometedores”, arranca.

Conciente de que está a punto de develar información que guardó celosamente durante mucho tiempo para protegerse de una muerte segura, López Londoño mira esperando la pregunta inevitable.

—¿Qué cosas tan graves sabe usted?

—Mi historia personal —dice él— está plagada de secretos.

—¿A qué se refiere?

—Situaciones, nombres, fechas, información producto de innumerables reuniones, relaciones, interactuaciones y acciones con personajes del ámbito público, político, empresarial y de organismos de seguridad del Estado, que sin lugar a ninguna duda se verán afectados penal y públicamente cuando estas declaraciones se conozcan.

Su relato parece parte de un libreto que Henry sabe de memoria. Si bien habla de sí mismo, Mi Sangre describe los acontecimientos ocurridos en Colombia durante la última década porque él forma parte de esa historia.

“A fines de 2002 el gobierno del presidente Alvaro Uribe propuso abrir mesas de negociación para avanzar en un proceso de paz dentro del cual era necesario desmovilizar las fuerzas militares. Nosotros confiamos plenamente, por eso entregamos las armas y blanqueamos nuestras identidades. A cambio, podíamos evitar que se nos juzgara por los delitos cometidos, participando de programas de resocialización. Como otros muchos integrantes de las AUC, yo estuve un año y medio privado de mi libertad en una granja. Entonces el Congreso cometió el grueso error de promulgar una ley que judicializó el proceso y nos obligó a delatar a todos los que nos habían ayudado. Por eso fue un fracaso. Uribe nos traicionó al negociar la entrega de nuestros jefes con los Estados Unidos, descabezando nuestra organización y reavivando las disputas internas. El gobierno violó todos los acuerdos a los que habíamos arribado. No respetaron siquiera el modelo de resocialización que se había acordado”.

Llegada fallida

Por sugerencia de otro desmovilizado colombiano que ya se encontraba en el país, a mediados de 2007 López Londoño viajó a la Argentina junto a su mujer y su pequeño hijo de dos años. El contacto que facilitó aquel traslado fue un ex congresista del Partido Liberal, que había participado del proceso de reinserción de los paras. “Arribé en una situación crítica, sintiéndome perseguido, desconocedor del entorno, lo que me demoró y retrasó por varios meses la tarea de recolección de pruebas y la presentación de las mismas ante el Comité de Elegibilidad para Refugiados (CEPARE) para solicitar que se nos otorgara esa condición”. De la mano de sus contactos locales, López Londoño llegó hasta un estudio jurídico ubicado en la avenida Callao al 300, donde conoció a un compatriota de Medellín llamado Gabriel Álvarez Indaburu, quien desarrollaba un emprendimiento agropecuario con visión estratégica. Quería dedicarse al cultivo de jatrofa, un arbusto áspero y desagradable cuyo fruto ni siquiera es comestible, pero que se puso de moda en el mundo desde que se descubrió su potencial para la elaboración de combustibles de origen vegetal. Para eso, el 7 de enero de 2008 Álvarez Indaburu conformó una compañía llamada Interamericana de Biocombustible S.A. junto a un socio argentino, el arquitecto Adrián Nelson Bianconi, con quien Henry mantenía una relación amistosa y de la que participaba como asesor un joven estudiante de abogacía muy entusiasta y amable que puso sus contactos políticos al servicio de la flamante iniciativa.

Aquel asesor era Ignacio Abal, al que todos llamaban Nacho, primo del por entonces Secretario de la Gestión Pública del Gobierno Nacional, Juan Manuel Abal Medina. El negocio parecía redondo: el Estado cedía en comodato unos terrenos fiscales sub-utilizados en la provincia de Santiago del Estero para la prueba piloto, a cambio del compromiso de dinamizar la producción de un cultivo desconocido en la Argentina y abrir fuentes de trabajo para los lugareños. Una vez en marcha, el establecimiento produciría un combustible de alta cotización en el mercado internacional a bajo costo. Y se habría logrado activar un proyecto productivo transformador para la región. Todos estaban muy entusiasmados. Incluso López Londoño, interesado en el destino del emprendimiento, quien participaba activamente de las reuniones, mientras aguardaba la resolución de su solicitud de refugio. Gracias a las gestiones de Nacho, se firmaron los pre-acuerdos con el gobierno y se puso en marcha la primera parte del plan: sembrar la semilla de jatrofa en las primeras veinte hectáreas cedidas y esperar el ciclo de la naturaleza. Pero todo comenzó a hacer agua. O mejor dicho, escarcha. Con las primeras heladas, los incipientes plantines se quemaron y el ingeniero agrónomo que asesoraba a la empresa sentenció sin miramientos que el clima en Argentina no era propicio para ese tipo de cultivo.

No sería la única frustración de Mi Sangre.

“A pesar de las gestiones, desafortunadamente, el CEPARE negó mi condición de refugiado, argumentando que el tener abierto un proceso penal en Colombia me dejaba por fuera del beneficio”, explica. El 18 de noviembre de 2008 el organismo decidió excluirlo de aquella condición, aunque sí se la otorgaron a su esposa Dorys Yaneth Valencia González y a su hijo Omar Emmanuel López Valencia. El golpe fue duro. Henry se deprimió. “Te aconsejo apelar para ir ganando tiempo y mientras tanto voy a tratar de destrabarlo en Gobierno con mis contactos”, le dijo Nacho.

El proceso 59397 tramitaba desde el 2005, en los tribunales colombianos, basado en una denuncia de la Policía Judicial (DIJIN), donde se lo investigaba por narcotráfico. “Un juez de la república de Colombia ya me había absuelto y el Tribunal Superior de Bogotá no solo había dejado en firme el fallo absolutorio sino que además ratificó que no había tipificación de delito alguno, reconociendo las irregularidades en el mismo proceso”, se defiende el detenido.

—¿Qué hizo entonces?

—Ante la preocupación de ser deportado y caer en manos de mis perseguidores y sumado al drama de la evidente ruptura de la unidad familiar, nos vimos obligados a tomar la dolorosa decisión de regresar a Colombia, procurando hacerlo de la forma más anónima posible. Fue el día más triste de mi vida. Sentí que el mundo se desmoronaba. Me miraba al espejo y apenas veía una sombra.

Con el afán de protegerse, López Londoño anunció ante la Fiscalía General de su país la intención de prestar voluntariamente su versión de los hechos ocurridos durante sus años de paramilitar, tal como lo reclama la ley 975 de Justicia y Paz. “Por eso comenzaron a perseguirme desde el gobierno y a fines de 2009 Uribe hace públicas acusaciones en mi contra en las que no sólo me sindica sino además me declara culpable de los delitos de extorsión y conformación de la banda criminal Los Urabeños, presentándome con nombre propio, adjudicándome unos alias, entre ellos el de Mi Sangre y ofreciendo recompensa por mi cabeza”.

—¿Por qué deciden trasladar el proceso judicial a Estados Unidos?

—Porque según la Policía Judicial colombiana (DIJIN) yo poseo un gran poder de intimidación en Colombia y quienes quisieran denunciarme y declarar ante la justicia podrían desistir de hacerlo por miedo. Por eso abren esa causa en un juzgado del estado de Florida, para reclamar mi extradición y juzgamiento por cargos de los que ya fui debidamente absuelto en mi país.

Según los registros judiciales, no existe proceso penal abierto en Colombia que involucre a Henry de Jesús López Londoño con ningún delito. Incluso ya detenido en Ezeiza, el 28 de diciembre de 2012, luego de que su abogado argentino anunciara la inminente liberación de su cliente, se le inició una nueva causa en tierras cafeteras. A Mi Sangre le imputaron la autoría intelectual y material del homicidio de Omar Buitrago, ocurrido en el departamento de Cundinamarca a mediados de 2012, en base a supuestos dichos incriminatorios de dos ex integrantes de las AUC desmovilizados que quedaron registrados en una grabación, única prueba en la que se basó la acusación. Como no fue liberado, el proceso se desactivó. Pero no por mucho tiempo.

El 17 de julio de 2013, un día antes de la anunciada visita oficial de la presidente Cristina Fernández de Kirchner a Colombia, la fiscalía emitió una orden de captura internacional para López Londoño reactivando la causa. “Fue una clara operación de prensa en las vísperas de la llegada de la mandataria argentina para continuar con la parodia de que yo soy un peligroso criminal”, afirma Henry. A pedido de los abogados del colombiano, la Justicia perito las grabaciones donde supuestamente los ex paras imputaban a su cliente de este crimen. El nombre de López Londoño jamás apareció. No conformes con esta medida, se pidió una declaración testimonial de estas dos personas, quienes ratificaron ante la Fiscalía General que Mi Sangre nunca había tenido contacto con la víctima y que no tenían conocimiento de que pudiera haber participado en el hecho criminal.

Que la justicia no haya podido probarle ningún delito como para condenarlo, no significa que no sea real su participación en varias de las actividades ilícitas que se le imputan. Pero no es cierto que la detención de Mi Sangre haya sido un “golpe mortal para el narcotráfico internacional”, como pretendió exhibir el funcionario argentino que anunció su captura. Los peces más gordos nadan en otro estanque. Para Fernando Quijano, analista de temas de violencia y director de la Corporación para el Desarrollo Social y la Paz de Medellín, efectivamente Mi Sangre “llegó a formar parte de la primera línea de mando de Los Urabeños, junto a otros integrantes de los bloques más importantes del proyecto paramilitar. Pero ellos no son los verdaderos patrones del negocio. Hay empresarios de alto nivel y mucha trayectoria, que parecen muy limpios en negocios legales pero que están tras todas las mafias que se concentran en La Oficina de Medellín, una de las organizaciones narcoparamilitares más tristemente célebres de Colombia”.

Antes de finalizar aquel primer encuentro, López Londoño hizo una última petición. “Si usted va a escribir sobre mi historia, quiero que en su libro conste algo muy importante. Yo formé parte de una organización paramilitar que asesinó a más de tres mil personas durante la guerra que se vivió en mi país. Lo he reconocido y pagué por ello un precio muy alto. ¿Cree usted que me molestaría admitir que me he dedicado al narcotráfico, si fuera cierto? Ese sería un delito menor al lado de las cosas que hemos hecho. Las AUC tuvieron varias fuentes de financiamiento, entre ellas el dinero que aportaron los capos de los carteles. Pero no hemos sido, ni somos narcos”.

La tarde se derrumbaba tras los muros del penal de Ezeiza cuando el guardia vino a buscar a su preso para retornarlo a la minúscula celda del Módulo VI.