El hombre llegó a la comisaría mal vestido. Nervioso. Ingresó exaltado, completamente desaliñado y con una escopeta recortada en su mano derecha. Para la Policía de Floridablanca, barrio semi rural en las afueras de Bucaramanga, departamento Santander, era de no creer. “Yo maté a ese hijueputa”, decía el tipo. “A Víctor lo liquidé yo”.

Ese hombre era Mario Henry Cabrera, agricultor de San Ignacio. Había matado a Víctor a sangre fría esa misma mañana, un 27 de junio de 2013. Tardó cuarenta minutos en llegar a la comisaría. Decía que lo habían amenazado y agredido. “Yo sólo me defendí”, explicaba. Firmó un acta y quedó en libertad. Sin embargo, al subcomandante de la Metropolitana William Boyacá, algo no le cerraba. “Este no es un crimen más”, pensó. Estaba en lo cierto. La víctima fatal no se llamaba en realidad Víctor, sino David Hernández López, alias Diego Rivera, militar retirado y ex integrante de las AUC, testigo principal de la parapolítica protegido por Estados Unidos. Fue clave en las condenas de la Corte contra los ex senadores Luis Alberto Gil y Alfonso Riaño. Gracias a su testimonio se encuentran presos y llamados a juicio por concierto para delinquir el ex congresista de Antioquia Óscar Suárez Mira y el ex gobernador de Santander Hugo Aguilar, cuyas campañas políticas fueron financiadas por recursos provenientes del movimiento paramilitar.

Con el seudónimo de Clara Montilla, Hernández colaboró con la oficina antinarcóticos norteamericana en 2007. Cuando descubrió que estaba en la lista de los asesinatos ordenados por los jefes paras, decidió pedir asilo en la embajada de los Estados Unidos. Hernández López pasó meses declarando bajo la protección de la DEA. No obstante, sobrevivió a cuatro atentados. Y decidió regresar de incógnito a Colombia, con el apoyo de la Fiscalía y bajo la supervisión del gobierno estadounidense.

Ante la Corte Suprema de su país, el llamado Diego Rivera reveló que en marzo de 2006 en el Hotel Chicamocha de Bucaramanga, se reunieron paramilitares y candidatos al Congreso oriundos de Santander. Él mismo participó enviado por los ex comandantes paracos Carlos Mario Jiménez, alias Macaco y Rodrigo Pérez Álzate, alias Julián Bolívar. En aquel encuentro, las AUC comprometieron su apoyo financiero a las campañas electorales de estos políticos a cambio de impunidad y favores.

Un ex agente de la DEA a quien llamaremos Harvey, logró contactar a Hernández López semanas antes de su asesinato. Se vieron el 8 de junio de 2013 en un centro comercial de Bucaramanga. Se conocían de fines de los ochenta en la Escuela Militar de Cadetes General José María Córdoba y se reencontraron quince años después cuando Harvey trabajaba en inteligencia del Ejército y Rivera le suministró datos para capturar a El Pisco, del Ejército de Liberación Nacional (ELN). Ese sábado se citaron en la confitería del centro comercial Megamall de Santander. “Estaba más gordo y con menos pelo, se había dejado la barba, tenía las manos como lastimadas y una actitud poco amigable. Le pregunté por aquellos años y aunque al principio estaba reacio al recuerdo, de a poco se fue soltando”, relata el informante.

Hernández López había conocido a los paras en la cárcel Modelo de Bucaramanga, adonde estuvo preso entre 1999 y 2000 condenado por hurto calificado. Uno de ellos fue alias Ernesto, hermano de alias Camilo, comandante de un ejército de 800 paramilitares que actuaban bajo el nombre de Autodefensas Campesinas de Santander. Al salir de prisión, entrenó militarmente a estos grupos y llegó a contactarse con los lugartenientes de Carlos Castaño, mientras reclutaban gente para el Bloque Capital. Allí conoció a Mi Sangre. “El estaba a la cabeza de la orga, me acuerdo algo de él”, dice Diego Rivera mientras revuelve el tercer café de una larga ronda. “Nadie se animaba a contradecirlo”.

Los grupos paramilitares colombianos surgieron a mediados de los ‘60. Su meta: hacer frente al avance de las guerrillas en las zonas rurales que no recibían el amparo de las fuerzas de seguridad estatales. Estas organizaciones fueron promovidas y financiadas por terratenientes y empresarios, con la ayuda de sectores del narcotráfico y de la explotación ilícita de esmeraldas. Las esmeraldas son uno de los pilares de la economía colombiana. Según datos oficiales, en 2012 la exportación de esta piedra preciosa generó 137 millones de dólares. Sin embargo, la explotación de esta gema suele caer en manos del crimen organizado, por facilitar el lavado de dinero y el enriquecimiento ilícito, a través de su extracción en minas clandestinas. Anualmente Colombia produce 2,70 millones de quilates de esmeraldas, de los cuales la mitad son extraídas ilegalmente.

La vida después de los carteles

En veinte años, el movimiento se alió a los carteles, y sus miembros comenzaron a trabajar en seguridad privada, mientras actuaban en la guerra sucia en complicidad con agentes estatales. En los noventa, los apoyó la clase política y se expandieron con el nombre de Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU). Años más tarde serían parte de las AUC.

Con los líderes de los carteles de Medellín y Cali en prisión o rendidos, medio centenar de organizaciones pequeñas y, calculan los expertos, dos mil empresas familiares dedicadas al tráfico de estupefacientes irrumpieron en el escenario colombiano. Al mismo tiempo, las guerrillas, enfrentadas al aislamiento internacional como resultado del derrumbe de los regímenes comunistas, optaron por mantenerse gracias a las drogas. “Los grupos paramilitares de extrema derecha, con el apoyo del Ejército, colaboraban estrechamente con los narcotraficantes”, explica Manuel Salazar Salvo, el periodista que más investigó la historia de los carteles colombianos.

De todas las nuevas organizaciones, la más importante fue el cartel del Norte del Valle, en valle del Cauca, al suroeste. A la cabeza de un temible ejército de pistoleros, estaban los hermanos Orlando y Arcángel Henao.

Los Henao se aliaron al grupo paramilitar dirigido por Carlos Castaño y abrieron las puertas para exportar cocaína y marihuana a Estados Unidos y Europa. Por esas mismas rutas —especialmente desde Ecuador— llegaban armas a paramilitares y narcos. Durante su presidencia, el liberal Ernesto Samper toleró las actividades de Castaño y los sicarios del cartel del Norte del Valle. La razón: le servían para hacer frente a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y a todas las manifestaciones de oposición de izquierda.

Así nació la narcoparapolítica, cuyo hecho fundacional fue el Pacto de Santa Fe de Ralito, un encuentro secreto convocado por los jefes paras —encabezados por Salvatore Mancuso— del que participaron políticos influyentes y representantes parlamentarios y ejecutivos, con el objeto de “refundar la patria” y “construir una nueva Colombia”, según el acta suscripta por los concurrentes. De las cerca de cien personalidades que asistieron, una tercera parte, la más relevante políticamente, firmó ese documento clandestino que sería utilizado por los paramilitares para obtener beneficios dentro de los procesos de negociación que sobrevinieron con posterioridad.

“Siempre que tuvieran el visto bueno de las AUC —única autoridad reconocida en la zona—, las festividades findeañeras eran multitudinarias en Santa Fe de Ralito, una localidad del municipio de Tierralta, departamento Córdoba, perteneciente a la llamada Zona de Ubicación: casetas con bandas prestigiosas y conjuntos vallenatos amenizaban toda la noche hasta las ocho o nueve de la mañana; fandangos, carreras a caballo, peleas de gallos y reinados populares. En las casas no faltaba la integración familiar y con los vecinos, los bailes y en las mañanas eran obligatorias las visitas a las quebradas a disfrutar los tradicionales cocinados, en medio del jolgorio”, describe con sensibilidad de realista mágico Víctor Negrete Barrera, investigador del Centro de Estudios Sociales y Políticos de la Universidad del Sinú.

La evocación de aquellas celebraciones remite a los tiempos en los que las Autodefensas jugaban un rol preponderante en la vida pública y social de la comunidad y pone en evidencia los niveles de inserción que tenían entre la población. “Las visitas entre los pueblos eran la constante: los viejos para rememorar hechos, los adultos para enterarse de fallecimientos o enfermedades y festejar cumpleaños olvidados y los adolescentes, y jóvenes en busca de amores nuevos o reconciliaciones. Comidas con pavo, cerdo, gallina y pato con arroz recién pilado, coloreado con achiote, abundaban. Familiares, amigos y turistas llegaban en buses, carros, motos y caballos en medio de la algarabía. Todas las casas pintadas, los patios limpios, las cercas arregladas, los, tallos de los árboles blanqueados con cal. Las AUC obsequiaban ropa, balones, muñecas, carritos a niños y niñas menores de ocho años. Cada pueblo hacía su pesebre y las novenas las celebraban en las casas más amplias o en las plazas con presencia de religiosas; después de las lecturas dramatizaban las escenas y organizaban juegos y concursos”, completa su descripción Negrete Barrera. Pero hubo algo que cambió la vida de los habitantes de Santa Fe de Ralito para siempre. Un hecho que sería de significancia determinante también para la historia de Colombia.

Aquel 23 de julio de 2001, una larga caravana de camionetas con vidrios polarizados irrumpió en las calles de tierra del pueblo. Cinco anillos de seguridad habían dispuesto los organizadores alrededor de la finca de “08” para verificar que ningún personaje indeseable se colara en el encuentro. Una vez que todos estuvieron reunidos, apareció Mancuso para encabezar la reunión. En una casona de palma y al aire libre estaban políticos influyentes como senadores, representantes, caciques y gobernadores mezclados con concejales y alcaldes de pequeñas poblaciones de la costa.

La idea del paramilitar había sido convocar y obtener el apoyo de las “elites regionales” para consolidar un proyecto político que “expresara” los intereses del movimiento de las AUC. Un centenar de políticos y funcionarios de los departamentos de Córdoba, Sucre, Bolívar y Magdalena se encontraron cara a cara con jefes paramilitares que ya ejercían control sobre esa zona, entre ellos Don Berna, Diego Vecino y Jorge 40, además del mencionado Mancuso. “¿Para qué queremos lanzar candidatos propios si podemos incluirlos a ustedes dentro de nuestro proyecto político y apoyarlos para que ganen elecciones y gobiernen?”, les dijo Mancuso a sus atentos interlocutores durante una de las reuniones plenarias. Luego de sus palabras, el anfitrión les dio paso a conferencistas provenientes de universidades extranjeras, mientras él y sus escoltas “pulían” el documento en el que plasmaba la intención de formalizar una alianza con los políticos locales que tuviera como propósito “refundar la patria”, “crear un nuevo pacto social” y “construir una nueva Colombia”. Uno de los guardaespaldas del anfitrión elaboró un listado con los participantes más “reconocidos” de la reunión y posteriormente lo agregó a la versión final del documento.

Sobre el cierre de la jornada, Mancuso en persona hizo lectura del texto frente a todos los asistentes y después lo pasó de mano en mano para que fuera suscripto. Entre los firmantes estaban Salvador Arana (ex gobernador de Sucre, condenado a 40 años de cárcel), Jesús María López (ex gobernador de Córdoba con proceso pendiente), Alfonso Campo Escobar (ex representante por Magdalena condenado a 6 años de prisión), William Montes (ex senador de Bolívar con proceso archivado), Juan Manuel López Cabrales (ex senador condenado a 74 meses), Luís Carlos Ordosgoistia (ex representante a la Cámara por Córdoba, absuelto) y Miguel de la Espriella (ex representante a la Cámara por Córdoba condenado a 45 meses). Estos hechos y el documento recién se hicieron públicos en enero de 2007. Desde entonces la justicia colombiana continúa procesando a los políticos que estuvieron en Ralito y que estamparon su firma sobre el polémico acuerdo. “Los paramilitares se convirtieron en coadministradores de los recursos públicos. Y para el 2001, se proyectaron a instituciones nacionales”, sostiene el texto acusatorio de la Fiscalía nacional.

Al finalizar aquella negociación, la mayoría de la gente quedó con un sabor agridulce en la boca y un escozor en el corazón. Sabían que detrás de los acuerdos firmados y las ceremonias de desmovilización, se estaban preparando los sucesores que le darían continuidad al proceso de ilegalidad.

Paramilitares en tiempos de Uribe

Cuando Alvaro Uribe llegó a la presidencia de Colombia en el 2002, los paramilitares eran ya una epidemia. “Invadieron todos los ámbitos en los que el Estado debería haber estado presente”, reconoce José Obdulio Gaviria, ex asesor del mandatario.

En julio de 2004, tres de los jefes más importantes, Salvatore Mancuso, Ernesto Báez y Ramón Isaza, dieron un discurso en el Congreso. Decían que, gracias a ellos, habían “liberado de la guerrilla a media república”.

Para corroborar los vínculos entre paras y políticos, basta con observar la actuación de la Justicia. En junio de 2008, la Fiscalía reportó estar investigando a 264 funcionarios públicos, 83 de ellos congresistas, por presuntos vínculos con el paramilitarismo. En abril de 2010, la cifra subió a 400 políticos de elección popular, de los cuales 102 son congresistas. De los 102, sólo 25 han sido condenados. Un dato que no debe pasar inadvertido: la mayor parte de los investigados por parapolíticos son uribistas. Según la Registraduría Nacional del Estado Civil, de 68 congresistas denunciados en 2006, la mitad formaban parte del uribismo que, para entonces, contaba con mayoría en el Congreso, con 70 curules (bancas).

En este contexto Uribe optó por la negociación para acabar con el paramilitarismo. El 1.º de diciembre de 2002 —cuatro meses después de asumir—, la estrategia presidencial arrojó su primer fruto: las AUC anunciaron un “cese al fuego unilateral”. El 15 de julio se firmó el Acuerdo de Santa Fe de Ralito —que a diferencia del Pacto—, tuvo reconocimiento legal. Allí paramilitares y Gobierno aceptaban las recomendaciones de la comisión encargada de supervisar el cumplimiento de las cláusulas del documento.

¿Y dónde estuvo Mi Sangre en esos momentos? Bueno, en todos lados. Fue parte de los acontecimientos más trascendentales de la historia de su país en los últimos treinta años. Él, dice, aceptó entregar armas, blanquear su identidad, a cambio de parar los juicios. “Como muchos integrantes de las AUC, confié en Uribe y estuve un año y medio privado de mi libertad”, cuenta López Londoño.

El 21 de agosto de 2003, el gobierno presentó un proyecto de ley: lo llamó Alternatividad Penal. Fue polémico. Los organismos de derechos humanos lo consideraron un “indulto disfrazado”. El oficialismo negoció con la oposición y terminó aprobándose casi dos años después la ley 975, un engendro jurídico y político que proponía sacrificar un poco de justicia a condición de que los victimarios repararan a las víctimas y confesaran la verdad.

“La dirigencia paramilitar creía que el gobierno de Uribe iba a lograr debilitar a la guerrilla en muy corto tiempo; calcularon que las condiciones jurídicas y políticas que se establecerían para su desmovilización y reinserción iban a ser amnistía total, impunidad absoluta, ninguna obligación de contar la verdad de sus crímenes, no devolución de las riquezas mal habidas y ninguna exigencia para reparar a sus víctimas; estimaban que la enorme popularidad de Uribe garantizaría el éxito de las negociaciones”, explica el analista internacional Alfredo Rangel. Los paras se plegaron pero no les fue bien. López Londoño es una muestra de este fracaso. “Nos traicionaron. Solo dos meses y medio después y muy a pesar de que el propio Gobierno colombiano oficialmente me había entregado un certificado de antecedentes en el que constaba que no había ningún proceso penal en mi contra, me vi involucrado en una causa judicial donde se me presentaba como jefe de una organización criminal al servicio del narcotráfico”, reconstruye Mi Sangre.

López Londoño decidió entregarse voluntariamente para aclarar su situación judicial. Lo recluyeron en un centro penitenciario donde tuvo que cumplir con todos los módulos diseñados por el gobierno nacional. A pesar de estar privado de su libertad, se lo declaró reo ausente y no lo indagaron sino hasta un año después de su detención. Uno de los fiscales que participó de este proceso —cuya identidad se reserva por estrictas razones de seguridad personal— relató al autor de este libro que varios agentes de la Policía Judicial (DIJIN) filtraron información a la prensa para contribuir a la construcción de un perfil narco de López Londoño.

El repaso por esta causa judicial permite confirmar que las irregularidades del procedimiento son abundantes. A José Danilo Triana, por ejemplo, cuyo teléfono estaba intervenido por la DIJIN para monitorear los contactos de Mi Sangre, lo detuvieron en un retén policial y lo hicieron desaparecer sin que hasta la fecha haya noticias sobre su paradero. “Lo sorprendente de este hecho es que la DIJIN, muy a pesar de que estaba escuchando lo acontecido en tiempo real gracias a las interceptaciones hechas por ellos en el proceso 59397, no hizo nada para cambiar el aterrador desenlace y tampoco denunció, ni investigó el crimen”, explica López Londoño.

Algo similar ocurrió con Gilberto Saavedra, un hombre allegado al senador Ciro Ramírez Pinzón que colaboraba con Mi Sangre en algunos negocios inmobiliarios y que también era monitoreado 24 horas por la policía judicial, sobre quien nada se sabe luego de su desaparición. La causa dio un giro notorio cuando el responsable de la investigación que había iniciado el proceso, ratificó ante la fiscalía y la procuraduría que todo había sido un armado ordenado y guionado por el jefe de la DIJIN, general Óscar Naranjo. Así consta en la declaración del teniente Rolando Pinzón quien testimonió ante la justicia que “López Londoño no tiene relación alguna con los aparentes hechos que motivaron su captura” y que “jamás hubo decomiso de cocaína, ni operaciones internacionales simultáneas de capturas vinculadas a este proceso” tal como pretendió mostrar el gobierno colombiano en sucesivas declaraciones a los medios de prensa.

La evidencia obligó a la fiscalía a retirar los cargos por narcotráfico y lavado de activos que pesaban sobre Mi Sangre. Fue entonces cuando lo acusaron por los delitos de concierto para delinquir (en Argentina, asociación ilícita) y conformación de grupos armados al margen de la ley. Lo curioso del caso es que los hechos invocados por el fiscal para promover la nueva imputación ya habían sido juzgados con anterioridad por un juez de primera instancia, quien había absuelto a López Londoño de estos cargos, sentencia que fue ratificada por el Tribunal Superior de Bogotá en segunda instancia, dejando en firme su absolución.

En ese contexto de “persecución judicial”, Mi Sangre —en su condición de desmovilizado de las AUC— formó parte del proceso de reinserción a la vida civil exigido por la ley de Justicia y Paz (LJP). Promovió la creación de dos fundaciones —Semillas de Paz y Colombia Producción Verde— con la finalidad de acompañar la reinserción de los desmovilizados, capacitarlos en el ámbito laboral y colaborar en la reparación a las víctimas.

“Las reuniones se hacían en el Concejo Municipal y participaban funcionarios locales y nacionales, además de representantes de la OEA, con quien Henry se codeaba frecuentemente”, relata un integrante de la organización.

A pesar de los niveles de institucionalidad que tenían las actividades de López Londoño, las acciones de hostigamiento hacia su entorno continuaron. Darío Jerez, otro de sus colaboradores que dirigía la fundación Colombia Producción Verde, fue interceptado cuando regresaba de una reunión de desmovilizados en la cárcel de máxima seguridad de Itagüí por vehículos con placas oficiales que lo detuvieron y lo secuestraron. Esa misma noche un grupo de uniformados allanó la casa de López Londoño —cuya dirección pocas personas conocían, Jerez era una de ellas— sin orden judicial, ni motivo aparente. Pero no lo encontraron.

“El mensaje estaba claro. Aquellos que me perseguían no iban a parar hasta poder dar conmigo y lograr el objetivo de callarme. Por lo cual tome la decisión de abandonar mi país en compañía de mi esposa y mi hijo de tan solo dos años”, concluye Mi Sangre.

¿Borrón y cuenta nueva?

El balance de la LJP arroja datos contundentes sobre el accionar de los grupos paramilitares, pero también sobre la impunidad de sus actos que esta legislación permitió. Bajo su amparo, entre julio de 2005 y diciembre de 2012, los desmovilizados confesaron 39.546 crímenes en perjuicio de 51.906 víctimas. De ellos, hubo 25.757 homicidios y 1.046 masacres. Además, se remitieron a la justicia ordinaria 12.869 expedientes de personas involucradas en la comisión de delitos, entre los cuales se encuentran 1.024 casos de miembros de las fuerzas armadas y 1.123 de políticos. Según el documento, además de masacres y homicidios, los paramilitares desmovilizados confesaron el desplazamiento forzado de 11.132 personas, de 3.551 de desapariciones, de 1.916 secuestros, de 1.618 reclutamientos ilícitos, de 773 torturas y de 96 casos de violencia sexual. Además, 65 reconocieron haber participado en la fabricación, tráfico o porte de estupefacientes.

El informe de la Unidad de Justicia y Paz de la Fiscalía dado a conocer en enero de 2013 evidencia que de un total de 2.199 postulados, sólo se dictaron catorce sentencias, once están en “incidente de reparación” y a 128 se les realizó audiencia de cargos.

En mayo de 2008 el gobierno autorizó la extradición a los Estados Unidos de catorce de los diecinueve jefes paramilitares que se habían acogido a la LJP, obstaculizando claramente el conocimiento de la verdad. Los paras entendieron esta decisión como “la mayor de las traiciones a los compromisos asumidos por el uribismo” y amenazaron con salirse del proceso y volver al campo. “La traición de Uribe al negociar la entrega de nuestros jefes con los Estados Unidos para descabezar nuestra organización, no tuvo otro efecto que reavivar las viejas disputas”, describe Mi Sangre. Muchos jefes paramilitares se habían preparado para una eventual ruptura de las negociaciones inflando las cifras declaradas de combatientes y dejando reductos armados escondidos. En 2006 estos grupos habían comenzado a conformar las llamadas bandas emergentes.

“De los cuarenta grandes jefes dentro de la cúpula federada de las AUC, diecinueve están detenidos, esto indica que más de la mitad de estos altos mandos, gozan de libre albedrío. En igual condición están unos quinientos segundos comandantes y cerca de mil mandos medios. Las mal llamadas bandas emergentes, no son más que parte de estos grupos”, explicó el líder para Ernesto Báez en una carta dirigida al ex Alto Comisionado para la Paz Luis Carlos Restrepo.

En 2010 los cálculos de la Defensoría del Pueblo indicaban que existían 82 bandas, integradas por más de diez mil paras, en 273 municipios. Las Águilas Negras, las Águilas Doradas y Rondas Campesinas —las más reconocidas— hicieron negocios con las mismas guerrillas que antes combatían y participaron en el tráfico de drogas, de armamento, en secuestros y otras actividades delictivas.

Los políticos colombianos, cada vez más comprometidos con estas organizaciones criminales, propiciaron que los paramilitares de derecha y los guerrilleros de izquierda empezaran a controlar la producción de drogas, las rutas y los laboratorios. Los viejos traficantes, en tanto, blanquearon dinero, invirtiendo en países vecinos, en las costas del Mediterráneo y en las más grandes transnacionales del planeta. Mientras tanto, Colombia se empobrecía.

Perseguidos en su país, sospechados por la policía internacional y con el objetivo de preservar las rutas hacia los grandes centros de comercialización, los sicarios comenzaron a trasladarse a otros países. “Los controles de los aeropuertos europeos empezaron a mirar con cuidado todo lo que provenía de Colombia, por eso los carteles buscaron la triangulación con otros países, por ejemplo Argentina”, grafica Harvey, ex agente de la DEA.

Buenos Aires se transformaría en uno de los epicentros más importantes para sus actividades. Y sus calles en tierra libre para los sicarios.

Manzana rodeada

Es de tarde en el shopping más grande de Bucaramanga. Dos hombres en el patio de comidas no paraban de hablar. Empezaron tomando café. Ahora beben cerveza. “¿Sabés una cosa Harvey? Creo que me están rodeando la manzana”, le confesó Hernández López a su viejo amigo. “Temo que aquella sentencia de Macaco pueda llegarme en cualquier momento. ¿Te acuerdas cuando dijo “es hora de empezar a matar desmovilizados porque se van a volver sapos? Siento que Macaco me mira amenazante mientras yo estoy croando en la zanja”, completó antes de que Harvey reaccionara.

El temor no era infundado. Daniel, jefe del bloque Tolima de las AUC, había sido envenenado en su celda en La Picota; y a Francisco Villalba, quien habló de nexos de funcionarios de la gobernación de Antioquia y paras, lo asesinaron después de que salió de la cárcel.

—¿Y de qué se te da por preguntar sobre aquel paisa de Mi Sangre? —interrogó alias Diego Rivera.

—Estoy ayudando a unos amigos de Buenos Aires que investigan su pasado —respondió el ex agente.

—Ese sí que era un gato, hábil y escurridizo, nadie lo atrapaba jamás. Y muy traicionero. Mi Sangre era el brazo ejecutor del para Miguel Arroyave en el Bloque Capital, ellos eran gente muy brava. Pero su rol en la organización era más bien político, se dedicaba a contactar congresistas para efectuar acercamientos de cara al proceso de negociación que se avecinaba. Recuerdo en Semana Santa de 2005, cuando se reunió clandestinamente con el senador Ciro Ramírez Pinzón —condenado en marzo de 2011 a 90 meses de prisión por el delito de concierto para promover grupos armados al margen de la ley— en Santa Fe de Ralito para coordinar los apoyos destinados a las campañas de los políticos. Para entonces Arroyave ya había muerto y Mi Sangre controlaba Bogotá. El paisa tenía excelentes relaciones con el poder.

—¿Y cuál era el vínculo de estos paras con el narcotráfico?

—Las AUC y las FARC se asociaron a principios de 2005 para exportar en conjunto varios cargamentos de cocaína. En paralelo los paras negociaron con los políticos la obtención de cupos de exportación a cambio de apoyo económico para sus campañas. En la coordinación de esos negocios estaba a cargo Mi Sangre.

Cuando los hombres se despidieron ya era de noche. Fue la última vez que se vieron. Dos sobrevivientes de una guerra tan larga como sangrienta, en la que no todo lo que brilla es oro, ni todo lo que ensucia es barro.