Tras su primera declaración judicial en Comodoro Py, Mi Sangre fue trasladado al penal de Ezeiza. Con la mirada perdida dentro de una furgoneta sin ventanas y custodiado por una docena de agentes especiales, llegó pasadas las cinco de la tarde a la Unidad Penitenciaria más segura de la Argentina. Ingresó al módulo H del pabellón 1: el sitio de los presos VIP “Linda canchita”, pensó al ver el campo de juego de los reclusos por la ventana de su habitación-celda. Recordó los potreros de Miramar con la camiseta verde y blanca del Atlético Nacional, emulando las gambetas de Alexis García en el Atanasio Girardot. A los pocos minutos, alguien golpeó a su puerta.

—Señor López ¿está usted disponible? —preguntó una voz en tono poco compatible con las formas carcelarias.

—Adelante.

—Buenas tardes. Disculpe la molestia, pero Gran Hermano quiere saludarlo. ¿Me podría acompañar unos instantes? —anunció el muchacho con tan buenos modales que no parecía haber sufrido las consecuencias de encontrarse privado de la libertad en una cárcel del conurbano bonaerense.

No tenía mucho que perder. Ambos salieron al pasillo y a los pocos metros se detuvieron frente a otra habitación. El joven volvió a golpear otra puerta. “Pasen”, dijeron desde el otro lado. Sentado sobre un sillón de dos cuerpos, el hombre de cincuenta años, afeitado y vestido con camisa a cuadros, pantalón y zapatos náuticos, miraba una pantalla led de 55 pulgadas. Cuando Henry ingresó, abrió los brazos de par en par. “Venga mi paisa, pase, sea usted bienvenido”, dijo el anfitrión con un inconfundible acento valluno. No era un preso común. El familiar aroma a Kokorico, de Jean Paul Gaultier, que impregnaba la escena, no hizo otra cosa que confirmar la suposición. “Los muchachos me llaman Gran Hermano porque dicen que puedo ver todo. Pero los amigos me dicen Nacho”, se presentó mientras lo invitaba a sentarse. “A vos no te hacen falta presentaciones, estás en todos los noticieros”, le dijo mientras hacía zapping por los canales donde aparecían las imágenes de Mi Sangre saliendo a cara descubierta y mirada desafiante de la alcaldía de Drogas Peligrosas.

Convidó con algo para picar y cerveza. “Estamos mejor que Pablo en La Catedral”, bromeó Nacho al comparar su estancia en Ezeiza con la de Escobar Gaviria en aquella lujosa prisión que el Capo se hizo construir en cercanías de Envigado, antes de entregarse a las autoridades.

Los dos colombianos charlaron horas. López Londoño observó media docena de hombres, que parecían asistentes, entrar y salir. “¿Te gustan las mollejas?”, le preguntó Nacho a su invitado. “Ramón las prepara como nadie”. Quince comensales disfrutaron esa noche de una parrillada especial: kilos de diferentes carnes —todas de primera—, achuras, ensaladas y una docena de botellas de malbec 2005. Tras el helado y brindis en su honor, el invitado agradeció la bienvenida y se retiró a su celda a descansar. ¿Quién era este colombiano con tanto poder? ¿Qué hacía detenido en una cárcel argentina? Pronto lo iba a descubrir.

Hombre de negocios

Ignacio Álvarez Meyendorff nació el 2 de mayo de 1960 en Palmira, a 22 kilómetros de Cali. De familia acomodada, estudió en los mejores colegios. Prometía el chico. Sin embargo, durante los primeros años de su adolescencia invirtió buena parte de sus horas de estudiante en desarrollar un pasatiempo que se transformaría en hobby y luego en una actividad clave para su historia personal: la práctica de yo-yo. Compitió en torneos regionales, hasta que en 1977 llegó a ser —con 16 años— campeón nacional. Fue uno de los yoyistas oficiales de Coca Cola, que por entonces tenía como campaña publicitaria el insigne yo-yo Russell. Patrocinado por ellos, recorrió el planeta. Todo pago. Excelentes hoteles, vuelos de primera, restaurantes de lujo y suculentos viáticos. “Le pagaban muchísimo dinero, pasaba varios meses en China, Japón, Tailandia y otros países haciendo exhibiciones. Es que los japoneses son fanáticos del yo-yo y se enloquecían con su destreza”, recuerda su primo Guido, que jugaba con él, mientras muestra fotografías de aquellos años felices.

Nacho comenzó a mostrar entonces otra de sus habilidades: el manejo de finanzas. Con el dinero de Coca Cola invirtió en tecnología y artesanías de la dinastía Ming que vendía por sumas millonadas a los poderosos colombianos conocidos de sus padres. Varios de sus clientes eran barones del Cartel de Cali, quienes le pagaban con una moneda muy preciada por los japoneses: las esmeraldas. Este intercambio de commodities le permitió ganarse el respeto de los narcos del Valle del Cauca, que comenzaron a confiarle sus ganancias para que invirtiera y multiplicara. Sus inversiones le permitieron ganar mucho dinero a sus clientes que lo adoptaron como consejero financiero e incluso como mediador. Allí se granjeó el apodo de Gran Hermano, en clara alusión al omnipresente y enigmático personaje de la novela 1984 de George Orwell.

“Me acuerdo de que en una oportunidad un capo le trajo dos valijas repletas de dólares. ‘Aquí te dejo diez millones, guárdamelos’, le pidió. Seis meses después, el mismo Don lo llamó y le reclamó la devolución de su dinero porque tenía que hacer unos gastos. A las veinticuatro horas Nacho le llevó hasta una de las fincas del capo tres maletas con quince palos. ‘Pero yo te he dado diez’, le dijo el hombre con la boca abierta del asombro. No los he invertido bien y esta es tu ganancia’, le contestó. Ahí mismito en gesto de agradecimiento, el narco le regaló esa finca”, recuerda un allegado a la familia.

Uno de esos capos fue José Chepe Santacruz Londoño, tercer hombre en la cúpula del cartel de Cali, quien a través de sus múltiples testaferros —entre los cuales se encontraban miembros de la familia Meyendorff— adquirió trescientas propiedades en Bogotá, Armenia, Buga, Tuluá y Palmira. Y se construyó una réplica de la Casa Blanca en el exclusivo barrio Ciudad Jardín. Se cree que en esas fincas Nacho conoció a otros referentes del clan de Cali como los hermanos Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela y Helmer Pacho Herrera, con quienes llegó a tener un trato más que cordial.

El Chepe —apresado en 1995 y asesinado un año después en las afueras de Medellín— fue el principal financista de la recordada selección colombiana de fútbol que casi deja al seleccionado argentino sin Copa del Mundo en 1993 cuando lo goleó 5-0 en el Monumental de Núñez. “Santacruz Londoño estuvo presente incluso en una fiesta antes de que el plantel viajara a Estados Unidos para disputar el Mundial de 1994 en una lujosa mansión de Cali donde los jugadores, luego de empacharse con la mejor langosta y tomar varias botellas de champagne, recibieron de parte de los narcos un suculento ofrecimiento en dólares para avanzar en el torneo”, sostiene el periodista Mauricio Silva Guzmán, autor del libro El 5-0.

Pero a Nacho le fue bastante mejor que a aquel incentivado equipo donde brillaron René Higuita, el Tino Asprilla, Freddy Rincón y el Pibe Valderrama, que regresó a Bogotá sin traspasar siquiera la primera ronda del torneo. Su carrera de negocios lo llevó a vincularse con poderosos narcos de su país, siempre desde el anonimato. A pesar de sus habilidades financieras puestas al servicio de los carteles, nunca quiso entrometerse en las maniobras de tráfico, asunto del que se ocupaba uno de sus hermanos, Juan Fernando Álvarez Meyendorff, alias Mechas, quien llegó a asociarse con Daniel El Loco Barrera Barrera.

Un dossier del Departamento de Estado norteamericano sostiene que Mechas está sospechado de haber participado en el tráfico de 68 toneladas de cocaína colombiana a Estados Unidos, vía México y países de América Central, usando botes minisubmarinos y buques mercantes desde 2005, trabajo por el que habría cobrado unos 46 millones de dólares. Pero eso no es todo. Cuatro testigos de identidad reservada involucraron a los hermanos Álvarez Meyendorff en el tráfico de miles de kilos de cocaína hacia Estados Unidos y en el posterior lavado del dinero obtenido en los últimos veinte años. Según declaró uno de ellos ante la justicia de Nueva York, Juan Fernando e Ignacio comenzaron de especialistas en logística: se encargaban de transportar droga a través de las fronteras, principalmente por mar. Con el dinero ganado, comenzaron a comprar ellos mismos la droga y hacer envíos mixtos: parte de la mercadería pertenecía a la familia y parte a otros traficantes. Uno de sus principales clientes fue Luis Agustín Caicedo Velandia —Don Lucho— detenido en Argentina y extraditado a los Estados Unidos a mediados de 2010, quien en varias oportunidades llegó a financiarles el costo de la droga que compraban para exportar.

Un segundo testigo detalló a las autoridades norteamericanas que en el 2006 los Álvarez Meyendorff cerraron un trato con Caicedo Velandia para llevar un cargamento de 3.000 kilos de cocaína desde Colombia —vía México— a Estados Unidos, pero que la droga fue robada ni bien salió de la zona de Tumaco. Como las dos terceras partes de la cocaína eran de Don Lucho, los hermanos quedaron en deuda. Según el supuesto arrepentido, en un encuentro secreto en una chacra bonaerense, Nacho le prometió a Caicedo Velandia que le pagaría mil de los dos mil kilos que había perdido. Pero, según aseguró Don Lucho, ese dinero nunca apareció.

“Esto probaría que los narcos no usan a la Argentina como lugar de triangulación de la droga, sino como centro de operaciones logístico donde organizan sus reuniones, establecen acuerdos y planean próximos pasos”, sostiene un ex agente de la DEA que colaboró en la búsqueda de varios colombianos con pedido de captura internacional.

Lo primero es la familia

En el 2005 —acompañado por su madre Auria Meyendorff y sus dos hijos Sebastián y Mauricio— Nacho se trasladó a la Argentina, donde no tuvo inconveniente para obtener su residencia. Se presentó como empresario ganadero. Con documento argentino, entró y salió varias veces del país y abrió seis sociedades: una empresa constructora e inmobiliaria (San Judas S.A. con sede en Maipú al 900 de la Ciudad de Buenos Aires), una firma de importación y exportación de productos de decoración interior y exterior, tres compañías dedicadas a la actividad agrícola (entre ellas, Cattle de Argentina, con sede en Florida 142 1.º C de la Capital Federal) y una de comercialización de cosméticos. Dos de estas firmas aparecen registradas a su nombre, mientras que en las cuatro restantes sus dos hijos integran los directorios. Además, se alojó en propiedades que utilizó como vivienda y oficinas: un semipiso en Puerto Madero (Rosario Vera Peñaloza 450 3.º “6”), donde vivió durante tres años y por el que pagaba 2.200 dólares mensuales de alquiler; dos departamentos en la Ciudad de Buenos Aires; otro en Tigre; y una casa en el exclusivo country Abril, en el partido de Berazategui, a la que se mudó en 2008 buscando “un poco de verde”.

Las autoridades argentinas pusieron la mira en Álvarez Meyendorff tras un Reporte de Operaciones Sospechosas (ROS) emitido en 2006 por una entidad bancaria. Allí advertían una serie de transacciones a su nombre que —se presumía— podían ser lavado de dinero. Siete meses después, la Unidad de Investigación Financiera (UIF) denunció el hecho, a partir del análisis de los movimientos de Nacho y su clan familiar.

Recién en 2009, el fiscal ante la Cámara de Casación Raúl Plee requirió que se lo investigara por lavado de dinero, cosa que hizo el juez federal porteño Marcelo Martínez de Giorgi. “Si bien se dio por acreditado que Álvarez Meyendorff manejó grandes cantidades de dinero de origen incierto, ante la falta de antecedentes sobre su eventual participación en operaciones de narcotráfico, no fue posible encajar esas sospechas en las figuras legales vigentes”, sostuvo el magistrado antes de declararse incompetente y remitir la causa a la justicia en lo penal económico. Contradiciendo el primer dictamen, el juez Alejandro Catania concluyó que sí había indicios para encuadrar los movimientos en la figura de lavado de dinero y dispuso la inhibición general de bienes y el congelamiento de las cuentas bancarias. El peloteo entre juzgados y fueros —incentivado por la muy buena estrategia defensiva de los abogados del colombiano— fue demorando la resolución de la causa que recién llegaría luego de su detención, a pedido de la justicia norteamericana, que lo investigaba como un importante lavador de dinero del cartel del Norte del Valle.

Durante la larga y controversial investigación, se produjo un hecho que puso en evidencia los niveles de impunidad con los que los Álvarez Meyendorff se manejaron en Argentina. En agosto de 2009, uno de los hijos de Nacho, Mauricio Álvarez Sarria, adhirió a la ley 26.476 promovida por el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner y blanqueó 4.453.000 pesos, en ese momento 1.162.000 dólares. Sarria optó por mantener el dinero en efectivo.

En junio de 2011 la Sala A de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Penal Económico confirmó la inhibición general de bienes y el congelamiento de cuentas bancarias de Nacho. Concluyeron que los fondos que por allí pasaban “inequívocamente provienen de un delito trasnacional cuyas ganancias excedentes se estarían lavando en el país”.

Meyendorff explicó que llegó a la Argentina escapando de los secuestros y la violencia en Colombia. Antes de ser extraditado a los Estados Unidos, desde su confortable celda Nacho escribió una carta de puño y letra donde dijo: “Todo esto es una farsa.”

Gran Hermano manejó durante casi dos décadas el dinero de los carteles más poderosos de Colombia. Y no le fue nada mal. Según cálculos de la fiscalía colombiana, el financista preferido de los narcotraficantes amasó una fortuna de 4.000 millones de dólares. Uno de los colaboradores más directos de los hermanos Álvarez Meyendorff, apodado Tigre, fue clave para dejar al descubierto su emporio.

Gracias a él, la Unidad de Lavado de Activos (UIAF) y el Cuerpo Técnico de Investigación (CTI) pudieron desbaratar un complejo entramado de sociedades, agroindustrias, hoteles, fincas e inmobiliarias del clan criminal. Al cruzar escrituras, registros notariales, movimientos de dinero e inversiones de Ignacio, Juan Fernando y dieciocho familiares y colaboradores directos, se comprobó cómo las multimillonarias ganancias de la mafia terminaron en una gigantesca operación de lavado de dinero concentrada en 205 bienes ubicados en Bogotá, Guaymaral, Chía y otras ciudades colombianas. En la lista de bienes y sociedades decomisados por la Fiscalía se encuentran hoteles, empresas agrícolas, inmobiliarias y hasta estaciones de servicio. Además de un puñado de caballos pura sangre.

Luego de que la UIAF ordenó pinchar las líneas de los testaferros de los hermanos Álvarez Meyendorff, la Fiscalía comenzó a desenredar el ovillo de la descomunal fortuna de esta organización ilegal. Entre esos testaferros aparece la esposa de Nacho, Clara María Sarria Jiménez, y su cuñado, Jorge Enrique Sarria Jiménez. También figuran sus hijos Sebastián y Mauricio Álvarez Sarria; y los hermanos del capo, Jesús María, Luis Felipe y Libardo Álvarez Meyendorff. Según los registros de la Cámara de Comercio, integran juntas directivas o se los menciona como representantes legales de una veintena de sociedades de la organización.

La investigación complicó además a varios dirigentes políticos colombianos. Dos lujosas fincas en Sahagún estaban a nombre del ex congresista Otto Nicolás Bula, quien había asumido en reemplazo del ex senador Mario Uribe Escobar, condenado por sus vínculos con los paras. La fiscalía halló seis propiedades en Cundinamarca a nombre de otro ex congresista, el pastor evangelista Jorge Enrique Gómez Montealegre. Algunas propiedades que estuvieron a nombre de Nacho también figuran en la declaración jurada de bienes de la ex senadora uribista Dilian Francisca Toro, considerada la “baronesa” política del Valle del Cauca, que llegó a presidenta de la Cámara Alta, y hoy está detenida a la espera del juicio por lavado. En una de esas fincas se hallaron las 250 cabezas de ganado Angus importadas de Argentina valuadas en dos millones de dólares que —para los investigadores— se constituyen en un nexo sólido de triangulación con tierras pampeanas.

La red se desbarató a partir de una llamada telefónica. Una comunicación que la DEA cursó al —por entonces— Director de Drogas Peligrosas de la Policía Federal Argentina, el Comisario Luis Abel Gigena en agosto de 2009. Le advirtieron: “Unos colombianos que se dedican al narcotráfico registran actividad en un campo de San Vicente”. Tras dos meses de inteligencia, hallaron la estancia Anna José, donde se criaba ganado vacuno que luego era engordado y faenado en un establecimiento agropecuario en el que tenían acciones dos hijos de Nacho: Mauricio y Sebastián. Esta empresa registraba numerosos movimientos con destino a España, donde una directiva de la firma había sido apresada en una causa por contrabando de droga.

Tres años después de la advertencia de la DEA, la organización tenía preparada una carga de 280 kilos de cocaína camuflados en muebles de estilo. La droga fue secuestrada en un galpón de Lanús el Viernes Santo de 2012. El operativo se conoció como Luis XV. Se detuvo a 35 sospechosos, entre otros a la colombiana María Claudia Gómez Martínez, a quien apresaron cuando se disponía a salir de su departamento en el lujoso edificio Yoo, de Nordelta. Martínez es viuda de Pedro Guerrero Castillo, alias Cuchillo, temible jefe del Ejército Revolucionario Popular Anticomunista, y uno de los narcos más poderosos del oeste colombiano. Murió escapando de la policía de su país, borracho, en la Navidad de 2010. Tras su muerte, María Claudia —que había venido a la Argentina por primera vez en 2003— se radicó en la provincia de Buenos Aires, donde se convirtió en la mano derecha de otro compatriota, Alejandro Gracia Álvarez, nexo entre la operación Luis XV y las actividades de Gran Hermano. Su nombre aparece en ambas causas. Existen escuchas telefónicas que lo comprometen con el narcotráfico y un vínculo societario que lo relaciona con Meyendorff y su familia.

Hasta marzo de 2007, Gracia Álvarez era director de Gracia Enterprises S.A. Lo reemplazó en la dirección Mauricio Álvarez Sarria, hijo de Nacho, y la contadora Stella Maris Vieyra, que trabajaba en varias empresas del grupo, hasta que la apresaron.

Tras cumplir una probation por una condena de “confabulación para traficar estupefacientes”, Gracia Álvarez dejó Buenos Aires a fines de 2011. En su declaración indagatoria, María Claudia Gómez Martínez aseguró que el colombiano “entregó” la conexión argentina del grupo narco a los agentes de la DEA para zafar de prisión. Algo que ya había hecho otro compatriota detenido en Palermo en abril de 2010, Luis Agustín Caicedo Velandia, alias Don Lucho. Luego de ser extraditado a los Estados Unidos, Velandia aportó datos concretos que ligaron a los Álvarez Meyendorff con maniobras de tráfico y lavado. La historia de Don Lucho es clave para entender el papel de Gran Hermano en Argentina.

Don Lucho, el Capo que cambió de bando

“Un regalo de reyes”, dijo su abuela cuando Luis Agustín nació el 6 de enero de 1967 en un hospital de la ciudad de Bogotá. Los Caicedo Velandia eran una familia que se expandía en aquella Colombia gobernada por el liberal Carlos Lleras Restrepo a fines de los sesenta.

Luis creció en un hogar de clase media y se capacitó de chico para ingresar al Cuerpo Técnico de Investigaciones (CTI), organismo dependiente de la Fiscalía General colombiana. Era difícil imaginar que se transformaría en uno de los capos narcos más buscados por las agencias internacionales. Su apodo de guerra: Don Luis o Lucho.

“Tuvo la habilidad de correrse de la exposición pública y dejarle las luminarias a sus lugartenientes mientras él lideraba el cártel desde el exterior”, sostuvo una alta fuente de los servicios secretos colombianos.

La organización de Lucho se especializaba en lavar dinero narco. Según la CIA, entre 2005 y 2009, “limpió” 1.500 millones de dólares de sus propios negocios. Don Lucho ocupó el lugar que dejaron las muertes de Pablo Escobar Gaviria y los hermanos Rodríguez Orejuela. Sólo entre abril de 2007 y mayo de 2008 Caicedo Velandia obtuvo ganancias de 180 millones de dólares.

La primera vez que lavó dinero fue en 2002. Un contenedor lleno de fertilizantes partió de México con un millón de dólares disimulados en su interior. El cargamento llegó al puerto de Buenaventura y después fue trasladado a Bogotá.

Las actividades de la organización prosperaron a tal punto que se llevaban libros contables donde se detallaban los embarques mensuales de dinero a nombre de Don Lucho. Los envíos se multiplicaban al igual que los montos. En abril de 2007, salió hacia Colombia otro contenedor con diez millones de dólares. Cinco meses después la cantidad de dinero vía marítima fue de 23.100.000 dólares.

Una semana antes de fin de año, los narcos enviaron otro cargamento de 17.800.000 dólares. La debilidad del circuito quedó demostrada en dos operativos en septiembre de 2009: secuestraron 41 millones de dólares escondidos dentro de contenedores en los puertos de Manzanillo, México, y en Buenaventura, Colombia.

Compra de esmeraldas, inmuebles y jugadores de fútbol fueron los destinos de los jugosos dividendos del narcotráfico generados por Caicedo Velandia. Sus vínculos con el club Independiente Santa Fe de Bogotá son difíciles de disimular. Además de ser primer campeón en la historia del fútbol profesional colombiano, en 1948, el Expreso Rojo es una de las instituciones más populares del país. Sus arcas crecieron por los dineros del lavado. La inquietante revelación realizada por la jefa de la Unidad Antinarcóticos de la Fiscalía General de la Nación, Ana Margarita Durán, obligó al presidente del club, César Pastrana, a convocar a una reunión extraordinaria con sus accionistas para evaluar el dinero que había ingresado en la entidad.

El 3 de diciembre de 2009 Don Lucho llegó a Buenos Aires en el vuelo 1249 de Aerolíneas Argentinas, procedente de Brasil. Venía cubierto y tenía la seguridad de que, una vez más, su presencia pasaría inadvertida. Cuando la ventanilla de Migraciones le requirió identificación, Lucho presentó un pasaporte de Guatemala a nombre de Carlos José Martínez Castañeda y declaró que su lugar de alojamiento sería un hotel de la cadena Ibis.

Sin embargo, se instaló en un country lujoso del norte del conurbano, donde ocupó un chalet de dos plantas, con pileta. La capital argentina era una de sus ciudades favoritas. Tenía amigos, había buen vino, podía comer el mejor bife de chorizo del mundo y alternar con mujeres bellísimas.

El plan consistía en permanecer en Buenos Aires hasta mediados de 2010 para luego partir a Europa. Pero sus cálculos fallaron. Un llamado telefónico desde su celular satelital a una de sus novias en Bogotá lo delató. La CIA logró identificarlo y le pasó el dato a la SIDE. La tarde del 12 de abril, lo detuvieron mientras miraba vidrieras en el shopping Alto Palermo junto a su guardaespaldas. Participaron agentes de la CIA y personal del Departamento de Seguridad Territorial estadounidense (DHS).

“Están equivocados, yo no soy esa persona que ustedes buscan, miren mi pasaporte”, intentó argumentar Caicedo Velandia. En menos de veinticuatro horas, su identidad quedó confirmada con un análisis de las huellas dactilares y la información enviada desde los Estados Unidos. Su captura formó parte de la Operación Cuenca del Pacífico donde se detuvo a otros tres narcos en Colombia y en Miami: uno era ex policía de Inteligencia; el otro, abogado; y el tercero, ex empleado judicial.

Un documento de los servicios secretos colombianos detalla los movimientos de los jefes de los carteles. Allí queda demostrado que “pretenden establecer sus residencias y definir nueva estructuras criminales en diferentes países de sur y Centroamérica Argentina es la cabecera de puente imprescindible para mantener las rutas abiertas hacia el viejo continente. México, el paso obligado hacia el otro gran cliente: Estados Unidos.

“Pero los capos prefieren consolidar el negocio en Argentina porque los beneficios de cargar pasta blanca desde Buenos Aires a Europa son muchos: poco riesgo de extradición, precios más altos, menor peligro de interceptación que en los traslados hacia Norteamérica y nulos conflictos con los poderosos carteles mexicanos”, sostuvo un integrante de la inteligencia colombiana.

El día que cayó Don Lucho, Nacho se sintió acorralado. Si las agencias internacionales estaban tras la pista de los dineros de Caicedo Velandia, no tardarían mucho tiempo en conectarse con los negocios de los Álvarez Meyendorff.

Una caída VIP

Nacho abrió los ojos y miró su Patek Philippe Calatrava mientras el vuelo de Lan proveniente de Santiago de Chile tocaba suelo argentino. Eran las 16:52 del 24 de abril de 2011, un domingo. Mientras el avión se acomodaba en la manga luego de una travesía sin turbulencias, despertó a su hijo Sebastián y su sobrino Jesús Antonio. Los tres tomaron sus bolsos de mano y bajaron dispuestos a dar por finalizadas sus vacaciones en Tahití. “Vos hacé la cola que nosotros vamos hasta el free shop a comprar perfumes y chocolates”, le dijo Sebastián a su padre que medio dormido sólo atinó a ponerse en la fila del control. A las seis de la tarde, Nacho llegó frente al mostrador donde lo recibió el supervisor de la Dirección Nacional de Migraciones, quien le pidió el pasaporte. El empleado escaneó el documento número 16262021 emitido por las autoridades de la República de Colombia y aguardó. “Con pedido de captura”, titilaba la frase en la pantalla de la computadora. Diez días antes la fiscal federal del distrito Este de Nueva York, Bonnie Klapper, había pedido detenerlo, cuando detectaron conexiones entre las actividades de Álvarez Meyendorff y presuntas maniobras de lavado de dinero proveniente del tráfico de estupefacientes para el cartel del Valle.

Mientras Nacho aguardaba su pasaporte sellado, el funcionario migratorio tecleó algo en su terminal y a los pocos segundos dos efectivos de la Policía de Seguridad Aeroportuaria llegaron hasta el control. “Nos va a tener que acompañar”, le dijo uno de ellos al colombiano. Luego de tomarle declaración y notificarlo de su situación procesal, le quitaron sus pertenencias, entre las que se encontraban —además de una considerable suma de dinero en euros y dólares— tarjetas de crédito, una credencial con la inscripción CARNE GANADERO NACIONAL, el smartphone Samsung color negro y una pequeña esmeralda, regalo de El Chepe Santacruz Londoño, su amuleto. Al ver una credencial de Hemoclasificación, el agente le preguntó si tenía alguna enfermedad. “Soy diabético, insulinodependiente”, contestó. Los valores de azúcar en sangre se dispararían aquella madrugada en la alcaldía del aeropuerto, a la espera de una primera declaración judicial. Esto obligó a posponer el trámite. Lo internaron en el hospital de la Unidad Penitenciaria I de Ezeiza. Apenas estabilizado y desde su cama, Nacho pidió hablar con el director del establecimiento asistencial. “Quiero que le transmita a sus jefes que ni bien me reponga, es mi voluntad tener una estadía lo más humanitaria y tranquila que se pueda dentro de esta prisión. Y que estoy dispuesto a colaborar del modo que sea necesario para lograrlo”, le dijo con extrema amabilidad al atónito funcionario.

Al día siguiente, por orden del responsable de la Unidad, Gran Hermano fue trasladado al módulo H del Pabellón 1, una de las áreas del penal donde habitualmente se aloja a los very important presos. Allí las celdas son, en realidad, habitaciones con ventanas enrejadas y puertas con triple cerradura, pero con las comodidades que cada detenido puede “costearse” mediante el abono de peajes. “Acá si tenés plata podes conseguir lo que quieras: comida de primera, relojes de lujo, teléfonos celulares, notebooks con modem, hornos a microondas, freezers, pantallas led con conexión satelital, perfumes, cosméticos y ropa de categoría, visitas privadas con absoluta intimidad y hasta bebidas alcohólicas”, relata uno de los detenidos en el contiguo módulo I, de similares características. Y estas no son fantasías. En septiembre de 2009 una requisa de rutina en este mismo pabellón “descubrió” que dos mediáticos presos alojados allí gozaban de todos estos privilegios. Eran Rafael Rafa Di Zeo, reputado miembro de la barra brava boquense y Mario Roberto Segovia, conocido también como El Rey de la efedrina. “Tenían hasta putas de las caras, pero eran muy generosos”, recuerda otro ex compañero de detención que continúa privado de su libertad. Esa es la clave para pasarla bien: la generosidad, no sólo con el personal a cargo de la custodia, sino también con los pares, aún cuando las condiciones de reclusión de los ricos poco tenga que ver con la de la mayor parte de la población carcelaria.

Acostumbrado a la buena vida, Nacho no se privó de nada durante su estadía en Ezeiza. Aunque vivió una vida de lujos y excentricidades en comparación con la del resto de los presos, Álvarez Meyendorff supo ganarse el respeto de todos. A fuerza de reiteradas e irresistibles prebendas y de modales muy seductores a la hora del diálogo y el trato cotidiano, hasta los reclusos más porongas y los penitenciarios más bravos llegaron a respetarlo. Todas las tardes, Gran Hermano se quedaba charlando con sus vecinos. Uno de sus compañeros favoritos era José Pedraza, dirigente sindical del gremio ferroviario condenado por el crimen del militante Mariano Ferreyra, con quien departía de cuestiones ideológicas e históricas. “Era muy gentil y de gran cultura, sabía de todo un poco y le gustaba mucho hablar de política”, evoca otro ex compañero de celda.

Pero no sólo de buenos modales y conversaciones profundas se componía la estrategia de Gran Hermano para sostener su popularidad. Nacho también organizó fiestas para decenas y hasta centenares de personas, la mayoría habitantes de la Unidad, pero también muchos invitados que venían del exterior. “Siempre nos encargaba que compráramos todo, buena comida y las mejores bebidas. Incluso cuando había que hacer un asado, pedía carne de primera, todo ternera, se gastaba una fortuna”, dice un penitenciario que participó de varios festines. Solía recibir la visita de toda su familia y festejar los cumpleaños como si estuviera en su casa. Pero también los habitantes del módulo se acostumbraron a ver pasar por su celda bellísimas mujeres, varias modelos y bailarinas televisivas.

Con dólares de su bolsillo, pagó la instalación de luces del estadio donde los internos practican deportes. Mandó a sembrar pasto nuevo en el campo de juego. Compró camisetas para los equipos, redes para los arcos y cincuenta pelotas. Una tarde de abril, mientras participaba informalmente de un picadito, le pegaron un fortísimo pelotazo en la zona baja. “Uhhh, a Gran Hermano se las pusieron de moño”, gritó uno de sus compañeros de equipo mientras asistían al colombiano. El hematoma era enorme y el área se había hinchado lo suficiente como para preocupar a los médicos. Según el diagnóstico, “producto del traumatismo el paciente sufrió la ruptura de la túnica albugínea, la cual envuelve los cuerpos cavernosos del pene”. El único tratamiento posible para este tipo de lesiones es la cirugía, ya que en caso de no operarse a tiempo, el trauma puede derivar en posibles problemas de curvatura de pene, disfunción eréctil y dolores crónicos. “Antes que quedar mocho, prefiero la muerte, así que opérenme lo antes posible. Y de paso me lo retocan un poco, nunca vienen mal unos centímetros más”, reclamó Nacho en su lecho de convalecencia, sin perder el buen humor. Y así se hizo.

A mediados de abril de 2013, un equipo compuesto por un cirujano especializado en urología, una anestesista y un asistente proveniente de Colombia, lo intervino quirúrgicamente en una clínica privada del barrio de Belgrano, que debió ser desalojada para permitir el fuerte operativo de seguridad dispuesto a los efectos de “proteger” al detenido. Un centenar de hombres, vehículos terrestres y hasta un helicóptero formaron parte del despliegue para llevar a Nacho hasta el sanatorio, cuyos pacientes fueron derivados a otros establecimientos. La cirugía fue exitosa y Gran Hermano quedó muy conforme con los resultados obtenidos. “Estos médicos son magos, lograron que sostenga por más tiempo el estandarte firme, ahora me siento un pendejo”, ironizó entre sus compañeros de cautiverio luego de comprobar la efectividad de la operación en el campo de batalla.

Tan contento estaba con su miembro viril recargado, que algunas semanas después quiso hacerse un nuevo retoque rejuvenecedor. “Voy a sacarme estas patas de gallo que me arrugan la mirada”, dijo en voz alta mientras se observaba al espejo tras la habitual rasurada matutina. El requerimiento formal de los abogados del colombiano para una nueva intervención fue respondido afirmativamente por las autoridades del Servicio Penitenciario, pero con una condición: que se hiciera en los quirófanos del Penal para evitar el oneroso despliegue de un nuevo traslado. La gélida mañana del 8 de junio una comitiva integrada por un cirujano plástico —también oriundo de Colombia—, la misma anestesista que participó de la peneplastia y un asistente llegaron hasta la Unidad Penitenciaria de Ezeiza para realizar un lifting en el rostro de Álvarez Meyendorff. La intervención duró dos horas y todo salió según los cálculos. Esta vez la movida fue menos ostentosa que la anterior, pero no dejó de generar sospechas entre los penitenciarios. Hubo incluso quienes llegaron a pensar que podía tratarse de una maniobra preparatoria para una fuga, alterando la fisonomía de su cara con la finalidad de ser confundido con una visita. “Si Gran Hermano quisiera fugarse, ya lo hubiera hecho sin necesidad de ninguna estratagema”, comentó un habitante del pabellón ante el planteo de esta hipótesis.

La despedida

Tres semanas antes de ser extraditado, un funcionario importante de la Unidad visitó a Nacho en su celda.

—Mire Álvarez Meyendorff, mañana van a traer a un detenido al que debemos tratar con mucha cordialidad, al menos hasta que se esclarezca su situación —le dijo el jefe penitenciario.

—¿Y de quién se trata? —preguntó el colombiano.

—Habrá visto usted las noticias, el asesinato de la jovencita.

—¿Ángeles? Sí, por supuesto. ¿Detuvieron al hijueputa del padrastro? —interrogó con cholula morbosidad Gran Hermano, en sintonía con lo que esa mañana afirmaban las tapas de varios matutinos y repetían los canales noticiosos.

—No, al portero del edificio. Y lo vamos a meter en el H porque parece que los federicos (Policías Federales) lo maltrataron un poco y el tipo los denunció ante la fiscalía.

—Quédese tranquilo. Ese muchacho acá ni siquiera pescará un resfriado —respondió Nacho.

Al día siguiente, dos guardias del Servicio ingresaron al módulo con un hombrachón robusto y cabizbajo, vestido con jean y un buzo polar color marrón y lo introdujeron en la misma celda en la que había estado Mi Sangre durante su breve paso por el pabellón de los presos importantes. Jorge Mangeri se desplomó en la cama, abrazó la almohada y comenzó a lloriquear. No habían transcurrido ni cinco minutos, cuando alguien golpeó la puerta de su habitación. La escena parecía calcada a la que protagonizara siete meses antes Henry de Jesús López Londoño.

—¿Señor Mangeri? —preguntó la voz desde el pasillo.

—Sí, adelante, pase —respondió el recién ingresado.

Gran Hermano lo quiere saludar. Tenga la amabilidad de acompañarme, por favor.

El encargado alzó su osamenta con pesadez, se levantó como un autómata y se dejó guiar hasta la celda contigua.

—Me han dicho que eres muy bueno para lustrar los bronces —fue la frase con la que Nacho recibió a Mangeri ni bien ingresó a su confortable dependencia.

El colombiano se paró frente al portero y le tendió la mano derecha. El hombre, temeroso y poco acostumbrado a los códigos carcelarios, le devolvió el gesto. Inmediatamente levantó la cabeza y apreció que la cama de dos plazas donde dormía el anfitrión y cuya cabecera se apoyaba contra la pared de la ventana aún se encontraba deshecha. Sin mediar palabra alguna, estiró las sabanas y extendió las frazadas en un gesto propio de alguien acostumbrado a los quehaceres domésticos. Desde ese momento y hasta el 3 de julio cuando una comitiva llegó de los Estados Unidos para extraditarlo, Nacho adoptó a Mangeri como su valet personal. Durante esos dieciocho días, el único imputado por el híper mediatizado crimen de Ángeles Rawson (la joven de 16 años asesinada el 10 de junio de 2013) lustró los zapatos y planchó las camisas y chombas de su protector, fregó los pisos del módulo y hasta preparó aperitivos para los internos del pabellón, siempre bajo la atenta supervisión de Gran Hermano.

Con las primeras luces del 3 de julio Nacho abandonó la cárcel de Ezeiza donde había pasado veintiséis meses y diez días de su vida. Su destino: la extradición a los Estados Unidos de Norteamérica. Esa madrugada, sus compañeros de pabellón le hicieron una breve pero emotiva despedida. Uno de los detenidos con quien más tiempo solía compartir el colombiano, le dijo: “Lo vamos a extrañar mucho”.

Con chaleco antibalas y custodiado, a las 7:02 se subió a la combi blindada de la Superintendecia de Drogas Peligrosas de la Policía Federal y se sentó en una de las butacas cercanas a la puerta lateral. El operativo, coordinado por la sección Extradiciones de INTERPOL y fuertemente custodiado por efectivos del GEOF, debía garantizar la entrega del detenido a la comitiva proveniente de los Estados Unidos. Desde que su hermano, Juan Fernando alias Mechas, se había entregado en abril de 2013 a las autoridades norteamericanas —que ofrecían una cuantiosa recompensa por su captura— la defensa de Nacho modificó la estrategia procesal y se allanó el requerimiento extraditorio. “Él mismo solicitó a la Cancillería argentina y a la Justicia viajar lo antes posible a los Estados Unidos para aclarar su situación”, explicó Carlos Broitman, uno de los abogados de Álvarez Meyendorff.

La entrega del prisionero parecía una escena de Misión Imposible. Los cinco marshalls arribaron a las 7:43 al puesto 1 del aeropuerto de Ezeiza a bordo de un avión Gulfstream, dispuesto por la Corte Federal de Nueva York. A prudencial distancia de la pista los aguardaba la comitiva argentina, encabezada por el Secretario de Seguridad de la Nación Sergio Berni, quien recibió a los funcionarios estadounidenses y procedió a dar lectura del acta donde se establecían las condiciones del acuerdo. Gran Hermano permanecía esposado rodeado por tres agentes.

“Este es un gobierno que está dando una lucha sin cuartel contra los vendedores de drogas y, como siempre decimos, no se combate contra el narcotráfico si no se ataca la estructura financiera que los soporta”, dijo Berni en conferencia de prensa, ni bien terminó de despegar la aeronave con rumbo al aeropuerto de Islip, en Long Island. Eran las 11:30 de la mañana bonaerense. Nueve horas más tarde, Álvarez Meyendorff volvería a pisar tierra firme en la ciudad que, como el narcotráfico, nunca duerme.