Miércoles 12 de noviembre de 2008. Mañana calurosa. Henry se levantó a las diez y preparó café. Otra pesadilla le había impedido conciliar el sueño. Una vez más, los siniestros protagonistas de sus entrecortados letargos le arrebataban a su familia. Despertó angustiado.

En la Argentina acababan de negarle el asilo político. Por primera vez, estaba desorientado. Sabía que volver a su país sin un plan podía ser fatal.

Por la tarde lo llamó por teléfono un compatriota de visita de negocios en Buenos Aires. “¿Podemos reunimos mañana?”, le preguntó. Henry no tenía muchas ganas de moverse hasta el centro, pero aceptó. Intuía algo.

Al día siguiente se encontraron en unas oficinas de Puerto Madero. El empresario, de aceitados vínculos con organismos muy poderosos, fue al grano. “Mis clientes necesitan información sobre las actividades de tus amigos de las Autodefensas. Si colaboras, ofrecen reubicarte con nueva identidad y refugio político en Estados Unidos”, le propuso. Al momento de despedirse, el contacto lo emplazó: “En una semana hablamos”, le dijo.

Henry volvió a Pilar sumido en un mar de dudas. El plan era arriesgado. Pero el ofrecimiento lo tentaba. Sin embargo, desconfió. Sabía que enfrente tenía a un poderoso enemigo, capaz de cualquier cosa con tal de atraparlo. Para confirmar si la oferta era real, debía chequearlo con fuentes directas. Le pidió a un abogado argentino de su confianza que viajara a Miami para corroborarlo. A las 48 horas, Mi Sangre recibió un mensaje de texto en su celular: “Es una gestión de carácter oficial”, le confirmó escuetamente el emisario. Lo pensó mucho, lo meditó con la almohada, lo discutió con su mujer y finalmente tomó una decisión.

Aquí la historia requiere un largo paréntesis. Porque lo ocurrido con Henry de Jesús López Londoño en los siguientes 36 meses forma parte de un misterio que aún no ha sido develado. Formalmente se sabe que abandonó la Argentina, junto a su familia, a fines de 2008 y regresó tres años después, con identidad venezolana. Hay registros públicos de su paso por diferentes ciudades de Colombia y de Venezuela, pero nada se ha dicho sobre las actividades que desarrolló durante este período.

Esta investigación pudo reconstruir esa trama. Con tal nivel de detalle y precisión que, al momento del último encuentro con López Londoño, se produjo una situación muy tensa, cuya resolución terminaría siendo la propia clave del texto.

El relato de lo ocurrido esa mañana de agosto de 2013 en el Anexo 20 del modulo VI del Complejo Penitenciario I de Ezeiza es imprescindible para que el lector comprenda el dilema que se me planteó al momento de escribir este capítulo en el que, por única vez, me tomaré la licencia de hablarles en primera persona.

Sentado frente a Mi Sangre comencé a interrogarlo con la precisión de quien pregunta para profundizar sobre algo que ya ha descubierto. Al principio, las respuestas surgieron naturalmente. Pero cuando Henry se percató de lo que estaba describiendo, detuvo abruptamente su relato.

—¿Qué pasa?— le pregunté.

—¿Vos no irás a publicar esto que te estoy contando, no? —contestó, interpelándome.

—En principio, quiero saber tu versión sobre la información que obtuvimos, lo que publiquemos después, forma parte de una etapa posterior del proceso —le respondí.

—A ver si nos entendemos: si esto llegara a publicarse, sería una sentencia de muerte para mi familia en Colombia. Y me parece que no tengo que explicarte los por qué, están a la vista.

Al escuchar sus palabras, un escalofrío corrió por mi espalda. En ese preciso momento tomé conciencia de donde estaba metido. Y tuve miedo. Pero miedo en serio. El tono amable y calmo de Henry contrastaba con la contundente truculencia de sus palabras. “Sentencia de muerte”. Una expresión con la que Mi Sangre estaba mucho más familiarizado que yo, pero que tomaba dimensión real para mí al escucharla de su propia boca.

No supe qué contestarle. Solo atiné a bajar la mirada y seguir apuntando en mi improvisado cuaderno de hojas blancas dobladas al medio. La charla continuó durante un par de horas. Yo tomaba nota de su relato preciso, contundente, que no dejaba lugar a dudas de cuál había sido su rol durante ese período ventana sobre el que no se conocen datos fidedignos de sus actividades. Todo se parecía bastante a una confesión. Pero yo no soy cura, ni juez. Apenas un periodista interesado en contar una historia cuyas dimensiones claramente comenzaban a quedarme grandes.

¿Por qué consideraba este hombre al que sólo había visto un puñado de veces, que yo podía ser depositario silencioso de tan escalofriantes secretos? ¿Por qué me elegía a mí para tamaña confesión? Les juro que quise preguntárselo. Pero no me animé. Temí que la respuesta me impidiera terminar de escribir este libro.

Al finalizar, nos saludamos con un apretón de manos. Me quedé parado junto a la mesa que nos había servido de improvisado escritorio, mirándolo mientras se alejaba rumbo a su celda, acompañado del guardia penitenciario. Cuando llegó hasta la reja, volteó hacia mí, por última vez, me miró fijo y señalándome con el índice de su mano derecha en alto, me dijo: “Confío en vos, no me vayas a fallar”.

Durante las siguientes semanas comprobé que el insomnio puede ser contagioso. Dormir por las noches se transformó en una misión imposible. Conocer la verdad me transformaba en algo más que en un mero cronista. Tal vez, en un cómplice. Durante las madrugadas de desvelo garabatée mil veces el arranque de este capítulo, al que titulé inicialmente “Con la frente marchita”, pensando en la sensación amarga de un regreso del protagonista a su tierra en condiciones no deseadas.

Imaginé lo difícil que debió haber sido para Mi Sangre dejar Buenos Aires y volver a Medellín inmerso en las volteretas de un destino incierto. Hasta fantasée con una imagen durante aquel interminable vuelo de regreso a Colombia, en la que Henry recordaba las estrofas de uno de los tantos tangos donde Carlos Gardel describe las angustias del exiliado:

Tengo miedo del encuentro

con el pasado que vuelve

a enfrentarse con mi vida.

Tengo miedo de las noches

que pobladas de recuerdos

encadenen mi soñar.

Pero el viajero que huye

tarde o temprano

detiene su andar.

¿Cómo seguir contando esta historia sin traicionar a los lectores y, a la vez, sin poner en peligro las vidas de las personas involucradas en el relato y la de sus familias? ¿Cómo evitar que este libro se transforme también en mi propia sentencia de muerte?

Transcurrieron varios días. Mantuve dos reuniones con los editores a quienes participé del dilema. Me sugirieron ideas, métodos, recursos para no contar lo que tanto preocupaba a nuestro protagonista mantener en secreto. Intenté un acercamiento a la inspiración para encontrar esa fórmula mágica. Procuré calibrar mi conciencia con la ética y el interés periodístico, sin traicionar la confianza del principal involucrado. Especulé sobre mi seguridad y la de mis seres queridos. Transpiré. Mucho. En pleno invierno, transpiré.

Finalmente, llegué a una conclusión.

Lo que sigue es el resultado de ese proceso.

Chucky

El domingo 16 de noviembre Mi Sangre llamó a su contacto en Buenos Aires. “Acepto”, le dijo. Dos semanas después Henry de Jesús López Londoño volaba de regreso a Colombia, donde se instalaría a la espera de instrucciones.

Su primer trabajo llegaría a mediados de 2009. Le encomendaron suministrar informes sobre la campaña presidencial de quien había sido ministro de Defensa de Alvaro Uribe y aspiraba a sucederlo: Juan Manuel Santos. El interés particular de sus mandantes era conocer con la suficiente antelación cuáles iban a ser los planes del por entonces postulante a presidente respecto a temas de altísima sensibilidad para las relaciones bilaterales y la región como narcotráfico, FARC y desmovilizados. Es que durante los tres años que Santos se desempeñó como titular de la cartera de Defensa, le imprimió un énfasis particular a las políticas anti terroristas y anti narcóticos.

En ese contexto se produjeron varios hechos enmarcados dentro del Plan Colombia que provocaron la reacción crítica de los organismos de derechos humanos y organizaciones humanitarias internacionales, como el escándalo de los llamados falsos positivos, nombre con el que se conoció a las revelaciones que involucraron a miembros del Ejército con el asesinato de centenares de civiles inocentes para hacerlos pasar como guerrilleros muertos en combate dentro del marco del conflicto armado que vivía el país. El 7 de enero de 2009 un documento desclasificado de la CIA publicado por el National Security Archive reveló que los nexos entre las fuerzas militares y los grupos paramilitares eran conocidos por el gobierno de Estados Unidos desde el año 1994 y que los falsos positivos eran una práctica usual dentro del ejército. El propio Santos llegó a admitir públicamente la existencia de ejecuciones extrajudiciales por parte de las Fuerzas Armadas bajo su mando.

La campaña presidencial de Santos se basó en promocionar la continuidad de la política de seguridad democrática, implantada durante los ocho años del gobierno de Uribe. Santos seleccionó como compañero de fórmula a Angelino Garzón, un ex sindicalista que fue ministro y gobernador del Departamento del Valle del Cauca, y a quien López Londoño conocía muy bien desde los tiempos del proceso de desmovilización. Este contacto le fue de gran utilidad para anticipar buena parte de los planes que Santos tenía previsto ejecutar ni bien asumiera la presidencia de su país.

La ayuda de los Estados Unidos a la postulación de Santos fue evidente. “Si los yankis quieren que Chucky sea presidente es porque puede garantizar la continuidad de las políticas de Uribe y no hay nada ni nadie que pueda impedirlo”, le dijo a López Londoño un viejo amigo del partido Liberal con quien solía compartir tragos en un bar de la zona de Parque Lleras.

El 30 de mayo de 2010, la fórmula Santos-Garzón obtuvo el 46,56% de los votos válidos, por lo que accedió a la segunda vuelta electoral, en la que se impuso con un 68,9% de los votos.

Los Urabeños

Urabá está en la franja costera del Departamento Antioquia sobre el mar Caribe. Es una región plena de paisajes exóticos y con gran diversidad cultural, cercana al canal de Panamá. Desde sus puertos se exporta la casi totalidad de la producción bananera de Colombia hacia los mercados internacionales, pero también es uno de los corredores estratégicos más importantes para el tráfico de sustancias ilícitas con destino a América Central, Estados Unidos y Europa. Allí nacieron a fines de 2006 Los Urabeños, una organización paramilitar insurgente, considerada la más peligrosa y mejor estructurada del país, por la cantidad de combatientes que la integran (unos 2.300), por las zonas donde tienen presencia (más de 180 municipios) y el gran número de cargamentos de droga que trafican a nivel nacional e internacional.

Su origen está relacionado con las actividades del verdadero mandamás de los Llanos Orientales y Urabá, el narcoparamilitar Daniel Rendón Herrera, conocido por el alias de Don Mario, creador del Bloque Centauros, una facción militar de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).

Junto a Los Rastrojos, el Ejército Revolucionario Popular Antisubversivo de Colombia (ERPAC), las Águilas Negras y la Oficina de Envigado, Los Urabeños forman parte de las conocidas Bandas Criminales Emergentes (Bacrim), como las bautizó Uribe Vélez.

La reaparición de Mi Sangre coincide con un hecho que marcará el destino de Los Urabeños. El 15 de abril de 2009 Don Mario fue capturado por la Policía Nacional en la zona rural Cerro Azul del municipio de Necoclí en el Urabá antioqueño, territorio controlado por las Autodefensas Gaitanistas de Colombia. Al frente quedó entonces uno de sus lugartenientes, Juan de Dios Úsuga David, apodado Geovanny, secundado por su hermano Dairo, alias Otoniel.

Mi Sangre se convirtió en un socio estratégico de Los Urabeños, llegó a ser hombre de confianza de su Estado Mayor y, aunque nunca se comprobó que realmente estuviera relacionado con alguna operación narcocriminal, la que siempre estuvo interesada en obtener pruebas para ligarlo con esta organización fue la DEA, por eso (Óscar) Naranjo siempre quiso probar ese vínculo”, explica el periodista Nelson Matta.

Una vez más, el rol de Henry se parecía bastante al de un mediador. Organizaba encuentros entre diferentes miembros de la banda para sofocar las disputas territoriales y de negocios. Así, por ejemplo, logró conciliar las diferencias entre Maximiliano Bonilla Orozco, alias Valenciano, y Erick Vargas Cardona, alias Sebastián, quienes por varios años sostuvieron una guerra a muerte en las comunas de Medellín que dejó cientos de muertos. “El trato fue simple: Valenciano, que siempre quiso ser un gran narcotraficante, podía utilizar las rutas en la costa Atlántica, pero debía liberar los espacios que venía ocupando en algunas comunas de Medellín en manos de Sebastián para disputar la hegemonía de la Oficina de Envigado”, recuerda un desmovilizado de las AUC que solía participar de los conclaves.

Los reportes de inteligencia de la Policía Nacional colombiana plantean que los Úsuga y Mi Sangre comenzaron a expandirse “absorbiendo las estructuras de otras bandas rivales y aniquilando a los que se les oponían”. En estos informes —a los que esta investigación accedió— se afirma que “desde abril de 2009 hasta febrero de 2012, la organización transportó miles de kilos de cocaína vía rutas marítimas desde el Golfo de Urabá a Panamá, México y los Estados Unidos”. En este período, los servicios de inteligencia colombianos —con la asistencia técnica y logística de la CIA y la DEA— grabaron conversaciones mantenidas en, al menos, veinticinco reuniones donde miembros de la organización acordaban con los transportistas las diversas rutas y puntos de partida para los envíos de droga. Para las autoridades colombianas, en esas escuchas aparecía mencionado Mi Sangre.

En diciembre de 2009 Uribe declaró públicamente a Henry de Jesús López Londoño culpable de los delitos de extorsión y conformación de esta banda criminal. Por orden del Ejecutivo, la policía exhibió su fotografía en un cartel ofreciendo recompensa por su captura.

La situación era compleja. López Londoño no podía aceptar que se lo expusiera como un asesino ante la sociedad colombiana, poniéndole precio a su cabeza. Pero tampoco podía admitir cuál era su verdadero rol en esta historia. Decidió acudir entonces a la Fiscalía General de la Nación para consultar cuáles eran las causas en las que se basaba la acusación de Uribe y desde el organismo le confirmaron que oficialmente no había ni siquiera una investigación que la justificara. Las presentaciones del Director de Policía eran tan inconsistentes que no habían podido convencer ni siquiera a la justicia.

La batalla política y legal con las autoridades de su país continuaba sin tregua. En julio de 2011 el ministro de Defensa Rodrigo Rivera anunció la desarticulación de una red narco liderada por Jorge Isaac Sanmartín, alias El viejo, que tenía pedido de captura internacional y requerimiento extraditorio de los Estados Unidos. Las autoridades colombianas sindicaron a Mi Sangre como el jefe de la organización, aun cuando en el pedido de extradición solicitado en perjuicio de Sanmartín, no figuraba el nombre de López Londoño.

El acusado volvió a requerirle a la justicia que se expidiera sobre estas renovadas acusaciones mediáticas formuladas por funcionarios del gobierno y una vez más la Fiscalía General de la Nación desmintió las demandas, ratificando que no había ningún proceso judicial abierto en su contra.

Lo de Naranjo se parecía bastante a una obsesión. Tenía fotos de Mi Sangre pinchadas en el corcho de su despacho, imágenes satelitales de sus viviendas, cuadros sinópticos con sus supuestas conexiones mañosas. No parecía existir otra cosa más importante en su mundo que capturarlo. Fue entonces cuando se le ocurrió una idea maquiavélica.

“Si la justicia colombiana no se anima a procesar a este hijueputa, pues que lo hagan los americanos, busquemos alguien que declare en su contra en los Estados Unidos y que lo extraditen”, le sugirió el jefe policial al ministro Rivera. Naranjo lo quería muerto, aunque estaba dispuesto a aceptar el premio consuelo de verlo tras las rejas.

Su obsesión no era nueva. Ambos ostentaban una larga historia de enfrentamientos. Pero curiosamente, uno de los hechos que seguramente los dos atesoran con más orgullo en su memoria, los tuvo luchando del mismo lado. Como mayor de la Policía Nacional de Colombia, Naranjo fue el responsable de la Operación Tequendama, que consistió en montar los dispositivos de escucha en las habitaciones del hotel homónimo de Medellín, donde se alojó la familia de Pablo Escobar Gaviria a fines de noviembre de 1993. El resultado de estas escuchas permitió determinar el sitio exacto donde el Capo estaba escondido y disponer su captura, de cuyas tareas logísticas participó el joven Henry, como parte del Bloque de Captura.

Diez años después, siendo ya General, Naranjo llegó a director de la DIJIN y descubrió que los 28 principales capos de Colombia no tenían orden de captura con fines de extradición. Comenzó a trabajar para obtenerlas. Y lo logró. Así fueron cayendo uno a uno todos los referentes de los grupos armados financiados con los dineros del narcotráfico.

López Londoño siempre había logrado evadir las maniobras urdidas por el entramado político-policial-judicial para detenerlo. Un lugar destacado en la galería donde Naranjo disfrutaba exhibir las cabezas de sus capturados, aguardaba por Mi Sangre.

Venezuela

En mayo de 2011 Mi Sangre se trasladó a Venezuela. “A partir de este momento te olvidas de tu verdadero nombre, desde hoy eres el empresario venezolano Rolando Suárez Rodríguez”, le dijo su contacto cuando le entregó documentos, registros y tarjetas con este nombre. “El pasaporte te lo debo, pero no lo necesitarás aún porque durante los próximos meses tendrás que trabajar sin moverte demasiado”.

Ya instalado en Caracas y con su familia a resguardo —también con identidad falsa— en Maracaibo, López Londoño efectuó las tareas que le habían encomendado, cuyos detalles se reservan por los motivos expuestos con anterioridad en este capítulo.

A mediados de agosto, el rumor de que Mi Sangre estaba en Venezuela, llegó a oídos de Naranjo. La vida de Henry comenzaba a depreciarse cada segundo. Alertado de la situación, Mi Sangre decidió desconectarse y correrse de la línea de fuego. Se refugió entonces en el departamento de Maracaibo donde estaba alojada su familia desde su llegada a Venezuela y desde allí comenzó a diseñar un plan para obtener protección en algún país donde le otorgaran la condición de refugiado político.

Como parte de esa estrategia, se contactó a través de un abogado colombiano, con la ex senadora Piedad Córdoba, reconocida abogada y dirigente política de Medellín que en agosto de 2007 tuvo un gran protagonismo en la firma del acuerdo humanitario entre las FARC y el gobierno de Alvaro Uribe, del que fuera una ferviente opositora.

—Si usted lo ayuda, él está dispuesto a relatar todo lo que sabe sobre los contactos del ex presidente con los paracos— afirmó el letrado que ofició de contacto.

—Veré qué puedo hacer, pero usted dígale a Londoño que se proteja —le respondió Córdoba al intermediario.

Extremando los cuidados para evitar cualquier tipo de filtración, la ex congresista tendió un puente con una funcionaría del gobierno argentino a quien conocía desde aquellas aciagas jornadas de la Operación Emmanuel, donde fuerzas conjuntas de Venezuela y la Argentina —encabezadas por los presidentes Hugo Chávez y Néstor Kirchner— participaron de la liberación de Clara Rojas y Consuelo González de Perdomo, quienes habían permanecido más de seis años como rehenes de las FARC en las selvas colombianas. Luego de poner al tanto a su contacto argentino de las implicancias de este caso, Córdoba se ofreció como garante del traslado de Mi Sangre a tierras gauchas. Una vez que obtuvo el compromiso de su amiga argentina —con llegada directa a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner— de que iban a protegerlo, a principios de octubre Córdoba le envió un mensaje a López Londoño: “En una semana trasládese a Caracas que alguien de mi confianza lo estará esperando en el Aeropuerto para llevarlo sin escalas a Buenos Aires”.

Una vez más, la luz emergía al final del túnel. Henry comenzó los preparativos de lo que, esperaba, fuera su mudanza definitiva. Su esposa Yaneth, con un embarazo a cuestas de cinco meses, recibió la noticia con gran entusiasmo. Ese fin de semana prepararon una reunión familiar para despedirse de Maracaibo y de la familia con la que todavía mantenían contacto. El domingo Yaneth invitó a sus padres y mientras compartían la sobremesa del almuerzo, tres agentes del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (PTJ) irrumpieron violentamente en el departamento. Cuando Henry se plantó en la puerta para impedirles el paso y les reclamó la orden de allanamiento, los venezolanos extrajeron sus pistolas y se lo llevaron a la fuerza, junto con su mujer embarazada.

En la dependencia policial los separaron. “Así que tu eres el famoso Carlos Mario”, lo provocaba uno de los agentes esgrimiendo su arma delante de las narices del colombiano, que permanecía esposado a una silla metálica, con el rostro impertérrito. “Tu debes tener muchos dólares guardados”, le dijo el otro policía. “Con apenas un milloncico de esos verdes, recuperas la libertad, tú y tu linda jevita”, completó el oficial, dejando en claro cuáles eran sus intenciones. “Me pudro en esta cárcel de mierda antes de darles esa plata”, respondió el colombiano. “Y aunque quisiera dárselas, no tengo esas cantidades”, completó. Así comenzó el regateo. Que medio millón, que cien mil, que cincuenta, amenazaron los milicos, cebadísimos con el apriete. Resignado, el cautivo terminó por aceptar.

El problema era conseguir ese dinero lo antes posible. “Acá no tengo esos valores, tengo que llamar a Colombia”, les avisó Mi Sangre a sus captores. Londoño hizo dos llamadas y tres horas después, uno de sus hermanos se encontró con un agente de la PTJ en Paraguachón, un corregimiento del departamento colombiano de La Guajira, justo en el límite occidental con Venezuela, y le entregó el monto acordado. Apenas los liberaron, Henry y Yaneth salieron de Maracaibo sin rumbo definido, pero con la certeza de que ya no podían confiar en nadie y debían salir del país de la forma más clandestina que les resultara posible.

Contactó a la persona que le había entregado la documentación falsa y le reclamó los pasaportes adeudados. “En siete días los tendré listos”, respondió el contacto. Fue la semana más larga de su vida, escondiéndose con la familia a cuestas, esquivando controles policiales, durmiendo con un ojo abierto como el caimán en la charca.

De regreso

Nuevamente en Buenos Aires con su familia, pero esta vez con la apócrifa identidad venezolana, López Londoño continuó aguardando que, desde los Estados Unidos, alguien se hiciera cargo de su situación y cumpliera con el compromiso asumido de otorgarle protección y asilo en territorio gringo. Él, se decía, ya había cumplido con su parte.

Pero la espera culminó tras las rejas del penal de Ezeiza. Y, para Mi Sangre, su historia aún no concluye. Henry sabe que sus enemigos lo quieren muerto.

—Quieren masacrar a todos los desmovilizados a los que, si se les ocurre declarar, podrían poner en problemas a la propia institucionalidad del país. Gente que puede revelar los contactos que existieron entre dirigentes políticos y miembros de las AUC —dice Henry.

—Pero usted forma parte de ese grupo —retruqué—. ¿No es verdad?

—Pues claro. Y por eso me quieren bajar. Valgo más muerto que vivo.