Mi Sangre tiene un pacto con el diablo. Esto es lo que dicen en Miramar, su barrio en Medellín. “Se hizo cerrar el cuerpo”, relata una mujer cincuentona morena de amplias caderas que asegura conocerlo desde su infancia. Se trata de una práctica ocultista, originada en los rituales del candomblé, que consiste en hacerle beber a alguien un brebaje para protegerlo de la muerte. Allí donde creció Henry de Jesús López Londoño, si uno no tenía conjuros protectores, las cosas se le volvían difíciles. Sobrevivir se le volvía difícil.
López Londoño nació el 15 de febrero de 1971 en Castilla, el quinto distrito medellinense. Su madre quedó viuda y al cuidado de ocho hijos. Papá Gildardo era almacenista en una empresa constructora. Murió en un accidente de trabajo, cuando él tenía cuatro años. Henry nunca olvidó aquel día. Los compañeros de la obra vinieron a avisarle a María que una linga se había desprendido del andamio y que su esposo había caído desde una altura de diez metros. Lo enterraron y partieron a una casa pequeña de ladrillo sin revoque, sin cloacas ni agua corriente, en el barrio Miramar. Los hermanos mayores salieron a trabajar de lo que pudieron. El barrio era bravo.
Las calles eran patrulladas por dos grupos de milicias urbanas que se disputaban el territorio: el M-19, que infiltraría a las organizaciones barriales para poder integrarlas a sus acciones; y los Comandos Armados del Pueblo (CAP), militaristas y violentos que apretaban a los más pobres para que les pagaran por protección.
Durante la década del setenta, las primeras organizaciones guerrilleras en la región de Antioquia (cuya capital es Medellín) brotaron en zonas de alto potencial económico y de recursos, como Urabá, el Nordeste y el Suroeste. La guerrilla pasó del campo a la ciudad, el centro de abastecimiento logístico, desde dónde se surtían los grupos asentados en el campo. Creó estructuras. Redes de apoyo. Y se hizo sentir entre los marginales de la ciudad.
Por entonces los López Londoño alternaban historias buenas, malas y no tan buenas, hasta que algo les cambió la vida para siempre. La mañana del sábado 25 de junio de 1983, una patrulla de los CAP que dominaba Miramar, llegó para darle un ultimátum a su madre. Hacía tres meses que no pagaban la cuota semanal de protección. “Si no pagan”, les explicó el hombre, “nos quedamos con la casa”. Omar, de 17 años, el mayor de los ocho hermanos, los echó. El lunes, mientras esperaba el bus para ir a su trabajo, un grupo lo interceptó y le dio una golpiza brutal. Varias semanas más tarde, Omar moría en el hospital a causa de las contusiones.
En aquellos días, las sentencias de muerte se ejecutaban a diario. A fines de 1981 se había presentado en sociedad el movimiento Muerte a Secuestradores (MAS), responsable del asesinato de unos cien miembros del M-19 y otros movimientos de izquierda. La escalada no se detuvo. Cuando el 30 de abril de 1984 asesinaron al ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla, el presidente Belisario Betancur declaró la guerra a la mafia. El 6 de noviembre de 1985 un grupo armado del M-19 tomó por asalto el Palacio de Justicia en Bogotá para ejecutar la Operación Antonio Nariño por los Derechos del Hombre y permaneció por 24 horas dentro del edificio con centenares de rehenes. Fuerzas militares y de seguridad irrumpieron en la toma fuertemente armados y perpetraron la masacre que arrojó un saldo de 98 asesinados —entre ellos, 11 jueces— y diez desaparecidos.
Una parte del movimiento firmó un acuerdo con el gobierno. El M-19 estableció los Campamentos de Paz en varias ciudades para promover su proyecto de Diálogo Nacional, los cuales fueron utilizados como escenarios de formación política y militar. Los Campamentos se terminaron con la ruptura del diálogo a fines de 1987, pero ya se había establecido una relación entre la gente y las milicias surgidas en Medellín en 1988 como una extensión del proyecto de la guerrilla para la ciudad. El cambio de estrategia suponía un crecimiento en el orden social y militar, como una manera particular de copar territorios. Mientras la milicia crecía, el narcotráfico se disparaba en el terreno militar. Un cóctel que explica por qué Medellín se había transformado en una de las ciudades más violentas del planeta, con 400 homicidios por cada 100.000 habitantes. Sólo a los efectos comparativos, Caracas tiene en la actualidad una tasa promedio de 73 asesinatos por cada 100 mil habitantes y Buenos Aires no alcanza a los siete.
Una carrera ascendente
Henry estudió hasta el noveno año y cuando cumplió los 17 consiguió entrar en la Coca Cola, donde trabajaba su hermano John Jairo. A los veinte, con los ahorros compró un taxi, que manejaba por las noches. Los taxis cumplieron un rol muy importante en la historia de las organizaciones criminales que tuvieron actuación en la Medellín de los noventa. “El cartel los utilizaba para cometer delitos y proteger a su líder Pablo Escobar Gaviria”, explica el analista Fernando Quijano.
Por entonces la preocupación principal de las fuerzas de seguridad era cómo infiltrar a los lugartenientes del Capo con el objetivo de cercarlo. Y contar con un taxi era la pantalla perfecta para infiltrar al círculo más cercano de Escobar. A través de su cuñado, que era policía, le ofrecen a Henry efectuar sus primeras tareas de espionaje e inteligencia para la F2 (Policía Secreta). Tenía que pasar información sobre los movimientos de estos personajes, lugares donde iban, horarios, personas con las que se encontraban. A cambio le pagaban un muy buen sueldo. Si lo descubrían, claro, era hombre muerto. “En la guerra contra Pablo Escobar y el Cartel de Medellín se presentó una alianza clandestina entre instituciones gubernamentales y criminales enemigos del Capo. Fue así como el Cartel de Cali, un grupo denominado Los Pepes (perseguidos por Pablo Escobar), el Bloque de Búsqueda (integrado por miembros de la Policía y el Ejército) y la Embajada de Estados Unidos compartieron información y recursos para golpear la estructura de los de Medallo (como suelen llamar los paisas a la capital de Antioquia). Aunque informalmente, Mi Sangre fue parte de esta estructura”, confirma el periodista Nelson Matta Colorado.
Henry tuvo la suerte de conectarse muy bien. “Conoció a Diego Fernando Murillo Bejarano, alias Don Berna, referente de los movimientos paramilitares surgidos al calor del combate contra Escobar y a otros gatilleros como Kener, Duglas, Valenciano y Sebastián, integrantes de la tercera generación de jefes gatilleros de Medellín, hoy llamada La Oficina de Envigado”, detalla Quijano.
López Londoño era hábil para las tareas de infiltración. Logró establecer una relación fluida con los jefes de las fuerzas de seguridad. Entraba a los comandos centrales de Policía para recibir instrucciones sin que nadie le pidiera documentos. En una visita, uno de los comandantes policiales más importantes de la ciudad le hizo una confesión: “Todas estas tareas de inteligencia que hicimos sobre la gente de Pablo están financiadas por los hermanos Fidel, Carlos y Vicente Castaño y el Cartel de Cali”. Gran parte del “paramilitarismo” colombiano se organizó en torno a la familia Castaño.
Carlos Castaño era líder de la Autodefensa de Córdoba y Urabá, aliados del cartel caleño y con creciente dominio en la zona norte del país. Su organización asumió la dirección de las principales bandas criminales y la industria del secuestro de Medellín. La policía le encomendó a Henry reunirse con los Castaño para coordinar un operativo final de captura al Capo de Medallo. “Si queremos derrotar realmente a Escobar, hay que ganarle con sus propias armas”, le dijo el comandante policial. Tras un año y cuatro meses de inteligencia, el 2 de diciembre de 1993, el mandamás del todopoderoso cartel de Medellín fue abatido a tiros por una quincena de policías del Bloque de búsqueda, junto a su fiel guardaespaldas y compañero Álvaro de jesús, alias Limón. Los agentes que pusieron fin a la existencia del narco más buscado eran expertos en operaciones de tomando. Entre los que participaron de esta pesquisa estaba Mi Sangre. El Capo un día atrás había festejado su cumpleaños. Tenía 44. Y no tuvo más.
Dos caras
A los 22 años, Mi Sangre era hombre de confianza de varios poderosos. Empezó haciéndoles cobros, transportando armas o mujeres de compañía y terminó asumiendo varios cargos dentro de la organización y dándose a conocer en distintos espacios de la vida política de la ciudad. Dos ex policías de la F2 que ya formaban parte de las AUC bajo el mando de Don Berna, lo invitaron a sumarse. Eran ilegales, pero legitimados por los vecinos.
En 1995, Mi Sangre se ocupaba de la logística: encontraba vehículos para operaciones, y, en paralelo, desarrollaba una tarea comunitaria en el barrio, donde la delincuencia común organizada —que había borrado a los Comandos Armados— terminó haciendo lo mismo que ellos. En su comuna había guerra entre las bandas Imperial y Miramar. Henry se ofreció para mediar por la paz.
Tenía doble vida. Mientras hablaba de paz por un lado, por otro continuaba con tareas de inteligencia e infiltración para las AUC de los Castaño y Don Berna. Allí todos lo conocían como Carlos Mario. Interpretar ambos personajes casi le cuesta la vida. Sucedió en marzo en un encuentro de la plana mayor de las Autodefensas. Los jefes solían reunirse en Montecasino, la mansión ubicada sobre la avenida El Poblado, donde los hermanos Castaño tuvieron su centro de acciones criminales en Medellín por más de una década. En ese gigantesco lote de miles de metros cuadrados, rodeado de bosques y de muro, se erigen tres casas principales, escenario de las páginas más sangrientas de la historia colombiana. “Todos los asesinos de renombre que estuvieron al servicio de la mafia y el paramilitarismo pasaron por Montecasino, incluso los Castaño entrenaban allí a los sicarios”, apunta un ex integrante de la organización.
En aquellos salones, decorados con cuadros de Fernando Botero o de Joan Miró, tapetes persas y porcelanas de la dinastía Ming, se organizaban fiestas para brindar por el éxito de las misiones asesinas. Aquella tarde, mientras la conducción de las AUC evaluaba la creciente influencia de los grupos de izquierda en los barrios carenciados de Medellín, uno de los referentes de la comuna noroccidental pidió la palabra. “Hay un tal Henry López que nos está molestando demasiado. Está llevando agua para el molino de los grupos más radicalizados de izquierda, tenemos que hacer algo”, sostuvo el hombre. Don Berna pidió referencias a los presentes sobre este personaje. Ejecutivo y de pocas pulgas, miró hacia donde se encontraban dos de sus lugartenientes más temerarios y les impartió una orden directa: “Me lo matan ahorita mismo y se acabó la película”.
Nadie se percató entonces de que ese tal Henry López era Carlos Mario, tan útil a los fines de la organización paramilitar y uno de los niños mimados de Vicente Castaño. Nadie excepto Ebelio, amigo de López Londoño presente en el cónclave, lisa misma tarde, al concluir el encuentro, Ebelio se comunicó con Henry. “Hermano, te tenés que ir hoy del barrio, los jefes pidieron tu cabeza”. Rápido de reflejos, Mi Sangre se comunicó al día siguiente con Montecasino y pidió una reunión urgente con Don Berna.
—¿Qué andás necesitando con tanta urgencia Carlos Mario? —inquirió el anfitrión.
—Me he enterado que usted ha pedido la cabeza de Henry López. ¿Es cierto? —preguntó Mi Sangre.
—Así es, ese paisa nos está trayendo muchos dolores de cabeza —contestó Don Berna.
—Bueno, pues aquí me tiene. Máteme. Yo soy quien usted busca.
Ante la sorpresa del capo, Henry le explicó la situación. Y Don Berna, congraciado por la actitud del joven que había arriesgado su propia vida en pos de un objetivo, lo entendió. Envalentonado con el resultado, López Londoño redobló la apuesta y le pidió a uno de los mandamases de las Autodefensas que financiara su tarea organizativa. Así nació la primera propuesta de organización social de las AUC en Medellín, auspiciada con fondos de los paras, tendiente a controlar el accionar de las bandas armadas que ejercían la violencia extrema en las barriadas paisas.
El Padrino de Medellín
“Don Berna es una figura especial en la historia criminal de Medellín. Era un hombre paternal —le decían El abuelo—, con mucha experiencia y sin un pelo de sonso”, sostiene Matta Colorado. Había comenzado su carrera criminal como miembro del Ejército Popular de Liberación (EPL), un pequeño grupo guerrillero que fue el punto de partida para una serie de miembros de alto perfil del bajo mundo criminal de Colombia, incluyendo a Javier Calle Serna, alias Comba, de Los Rastrojos y los hermanos Úsuga, Darío y Juan de Dios, de Los Urabeños. Luego del asesinato de Pablo Escobar, Don Berna se hizo cargo de la empresa del tráfico de drogas que él había dejado atrás en Medellín. Profundizó sus vínculos con las organizaciones paramilitares y dirigió varios bloques de las Autodefensas con quienes estableció el control sobre las pandillas callejeras locales de la ciudad. Los obligaba a entregar un porcentaje de sus ganancias a cambio de permitirles extorsionar, robar, y vender drogas. “Sabía que para conseguir el poder absoluto debía agrupar a todas las bandas de la ciudad bajo su mando. Y aún a pesar de que varios de sus lugartenientes del Bloque Cacique Nutibara que lideraba, desconfiaban de Mi Sangre por haber trabajado con gente de izquierda y hasta querían matarlo, Don Berna lo adoptó como su pupilo y lo forjó a su imagen y semejanza”, explica el periodista.
El operativo tenía varias fases. Primero Mi Sangre infiltró los diferentes grupos para conocer su operatoria e identificar a sus líderes. Descubrió que los violentos que asolaban los barrios eran manejados por sus antiguos jefes, presos en la cárcel de Bella Vista. Los fueron a visitar al penal para proponerles el desarme de sus viejos grupos. Lograron que los miembros de las bandas llegaran desarmados a las reuniones y que los comerciantes se integraran en actividades con los mismos presos que los habían robado. “Descubrimos que estos tipos, a pesar de tener una historia ligada a la violencia y al delito, eran unos líderes del carajo, a los que nunca les habían dado una oportunidad”, relata López Londoño.
A Don Berna no le desagradaba el plan de institucionalizar a los violentos insertándolos en el sistema democrático, pero temía que las AUC perdieran el control militar de las barriadas, verdadero objetivo de la organización. Entonces, junto a Carlos Castaño, promovió la creación del Bloque Capital. Y para ello se valieron de dos paras que purgaban condenas en la cárcel bogotana de La Modelo: Miguel Arroyave, alias El Arcángel y Ángel Gaitán Mahecha. “La idea surgió de observar el éxito que tenían las banditas criminales en el negocio de la extorsión y el cobro de deudas pendientes entre narcos y empresarios durante los últimos años del siglo veinte”, confiesa juan, ex integrante de las Autodefensas que brindó su testimonio para esta investigación y cuya verdadera identidad será preservada.
Otro que corrobora esta historia es David Hernández López, conocido en el mundo de los paras como Diego Rivera, un teniente retirado del Ejército que trabajó con varios jefes de las AUC y llegó a ser comisario político del bloque Capital. Su testimonio ante la justicia de Norteamérica —adonde lo extraditaron en 2008— fue clave para condenar a varios legisladores, funcionarios y gobernadores colombianos por sus vinculaciones con los grupos paramilitares (ver capítulo 3). Antes de ser asesinado a fines de junio de 2013 en un confuso episodio que al cierre de la presente edición aún no había sido debidamente aclarado, Hernández López tomó contacto con los investigadores de este libro y confirmó su participación en la creación de aquella estructura paramilitar de la que formó parte López Londoño. “A fines de 1999 participé de una reunión junto a unos trescientos bandidos pertenecientes a las oficinas de Medellín, Villavicencio y Cali realizada en una finca de embalse Neusa (a pocos kilómetros de Bogotá) donde conocí a Mi Sangre, que lideró el encuentro y les exigió a los presentes el treinta por ciento de todo lo que se recaudara a partir de ese momento. Carlos Castaño quería crear el bloque Capital con la finalidad de ir visualizando un proceso de negociación con el gobierno, pero la idea era que en Bogotá se unificaran todas las oficinas de cobro del narcotráfico. Todos acataron sin chistar”, relata Hernández López.
Los testimonios se entrelazan reafirmando el concepto. “En total eran cuatro oficinas, una de las cuales era comandada por Carlos Mario, que era el encargado de cobrar las donaciones y siempre estaba presente en las reuniones con políticos y fuerzas de seguridad públicas”, ratifica Juan. Y agrega: “Mi Sangre sólo iba a Bogotá cuando tenía que entrevistarse con Arroyave o Mahecha en La Modelo; ir a buscar las contribuciones —como le llamaban sarcásticamente a las extorsiones— de los dueños de los populares centros comerciales San Andresito (muy parecidos a La Salada, de la Argentina), con varias sedes en Bogotá y otras ciudades del país; o acudir a reuniones con políticos y policías que colaboraban con La Oficina”. En esas oportunidades, “Carlos Mario siempre andaba con cuatro o cinco guardaespaldas y era uno de los duros, era un tipo elegante, que usaba las uñas arregladas, buen reloj, buen perfume. Las reuniones a las que asistía siempre eran en centros comerciales o en hoteles de renombre como el Cosmos 100, donde gustaba disfrutar de una buena sesión de masajes y sauna o cenar en el Me Kei”, un sofisticado restaurante de comida asiática. En esa misma línea de razonamiento Matta asegura que Carlos Mario “se ocupaba de los contactos políticos y financieros del Bloque, por eso los Castaño y Don Berna lo enviaron a Bogotá, porque antes de crear una tropa, debían tener una estructura para asegurar su sostenimiento financiero y enlaces con fuerza pública, para que pudiera actuar con absoluta impunidad, esa era su tarea”, concluye el periodista.
“Si bien a fines de los ochenta y principios de los noventa se dio la prevalencia de las milicias, entre 1995 y 2000 fue el auge de las bandas cooptadas por el paramilitarismo”, explica el especialista Ivan Darío Ramírez. “Los grupos armados fundamentan su existencia en el control de un territorio en donde hay normalmente uno o dos jefes de banda, que pueden ser a la vez jefes paramilitares, que tienen bajo su mando grupos de 35 a 50 personas, muchos de los cuales son jóvenes y niños. Estos jefes constituyen los enlaces con los delegados de sectores del narcotráfico o paramilitares. Un centenar de jefes y miembros de bandas se encuentran en la cárcel y desde allí se tejen redes y control de territorios. Las bandas establecen tipos de relaciones que además se fundamentan en dar ciertos servicios. El principal de ellos es la seguridad, además que hoy se involucran en proyectos sociales y políticos. Los actores armados cumplen un cierto rol regulador, lo que ya de por sí configura un cuestionamiento al papel del Estado como garante de la seguridad y del monopolio de las armas”, agrega el experto.
Luego de exhibir resultados estadísticos muy alentadores —en dos años los índices de criminalidad se redujeron en un 78% en la región— en 1997 López Londoño fue convocado por la Pastoral Social de Medellín para participar del proyecto No matarás, destinado a erradicar la violencia en los 18 barrios donde se implementó. Mi Sangre coordinó a 8.700 integrantes de estas bandas. El propio peso de la historia que le tocó protagonizar lo va arrastrando hacia la confesión de ese secreto tan bien guardado cuya revelación tanto preocupa a la clase dirigente y a las fuerzas de seguridad colombianas. “En 2002 me enviaron a Bogotá a replicar la experiencia, donde interactué con ministros y secretarios del gobierno nacional, alcaldes, gobernadores y jefes policiales con quienes tenía trato cotidiano”, confirma. “Yo era el nexo entre las AUC y el gobierno, me encargaba de distribuir el dinero destinado al pago de sobresueldos para los funcionarios”.
—¿El dinero? ¿A qué se refiere?
—De manera extraoficial yo le he entregado en mano la plata a muchos altos mandos policiales. Se le pagaba a miles de efectivos sumas mensuales que eran equivalentes a tres o cuatro veces sus salarios de nómina. Por eso afirmo que las Autodefensas suplantábamos al Estado en las tareas y lugares en los que sus propios funcionarios se habían declarado incapaces de cumplir. Llegamos a tener la responsabilidad de garantizar la gobernabilidad y el control militar del 70% del territorio colombiano.
—Pero si eran ustedes los que le pagaban el sueldo, esos funcionarios ¿para quién trabajaban?
—Ellos eran empleados nuestros.