Capítulo 13

Ya desnuda, como le daba miedo dormirse, Isserley estuvo deambulando a oscuras por la casa, de un cuarto a otro, hora tras hora. Hacía un recorrido en espiral: empezaba por su dormitorio; iba luego por el pasillo hasta el otro dormitorio, que jamás había utilizado; bajaba después las escaleras hasta el recibidor, que tenía el suelo destrozado; pasaba por el dormitorio principal, que estaba absolutamente vacío; después por la habitación de delante, donde estaban los montones de ramas y ramitas; luego por la desolada cocina, y, por último, por el húmedo cuarto de baño. Hacía todo aquel recorrido mientras mentalmente repasaba una y otra vez la historia de su vida, pensando qué podía hacer en el futuro.

Entre las cosas en que estuvo pensando para resistir despierta por lo menos hasta que se hiciera de día, una fue derribar las paredes interiores de la casita. La idea se le ocurrió en la habitación delantera del piso de abajo, cuando cogió en un arranque un palo grande y dio con todas sus fuerzas un golpe contra la pared que tenía más cerca. El resultado la satisfizo mucho. Un trozo de escayola se cayó hecho añicos dejando a la vista un hueco oscuro y un poste de madera tosca. Volvió a dar otro golpe y cayó otro trozo. Pensó que tal vez podría cambiar la casa, convertirla en una sola habitación muy grande, o tal vez podría derribarla por completo.

Pero, después de estar dando porrazos a la pared durante unos veinte minutos, sólo había logrado hacer un agujero por el que apenas si se podía pasar, y dar golpes con el palo había dejado de producirle la satisfacción de las primeras embestidas. Notaba unos latidos dolorosos en la cicatriz que tenía donde le habían amputado el sexto dedo, y los brutales movimientos que había estado llevando a cabo hacían que le doliera la espina dorsal. Así que lo dejó y volvió a ponerse a caminar de un lado para otro. En los pies desnudos se le iban quedando pegados algunos escombros. Fue recorriendo las habitaciones, una a una, rascando las paredes con las uñas. Toda la casa crujía y rechinaba. Y fuera, entre los árboles de la Granja Ablach, las lechuzas se llamaban unas a otras con unos gritos que parecían los de una hembra humana en pleno orgasmo. Al ruido del viento se sumaba el de las olas al romper contra la costa. Desde algún punto, a lo lejos, llegó el sonido de una sirena.

Ya era bastante después de medianoche cuando, por fin, se fue a la cama, lo suficientemente cansada para no seguir pensando. Tenía medio decididos unos cuantos planes y esperaba que, al haber estado despierta hasta tan tarde, cuando se despertase el sol ya hubiera salido.

Durmió profundamente durante un espacio de tiempo que le pareció muy largo, pero cuando volvió a abrir los ojos, gritando de terror, aún reinaba una total oscuridad. Tenía las sábanas enrolladas alrededor de las piernas, húmedas y sudorosas, y sentía el picor que le producían los restos de escayola, la mugre y los fragmentos de ramitas que tenía pegados. Se empezó a palpar todo el cuerpo. Tenía la carne de los brazos y de la espalda tan caliente como un trozo de asado recién sacado del horno, pero las piernas estaban frías como el hielo. De todas las etapas del sueño en que uno podía despertarse, aquélla era la peor.

Aunque su organismo no había alcanzado la fase en la que recuperaba el equilibrio, sí había logrado deslizar en su mente la cruel pesadilla habitual de que la enterraban viva, de que la abandonaban condenándola a morir en una prisión carente de aire.

Pero, pensándolo bien, ¿era la pesadilla habitual? Tratando de concentrarse en las imágenes que se desvanecían en su cabeza, se dio cuenta de que había algo diferente. Había sentido lo mismo de siempre, pero, por primera vez, parecía que el personaje central de aquel drama no había sido ella. Al principio del sueño, no; al principio era ella, sin lugar a dudas, a la que metían en las entrañas de la tierra, pero al final era como si hubiera cambiado de forma, de tamaño y hasta de especie. En los últimos segundos de angustia, justo antes de despertarse, ya no era un ser humano, sino un perro que se había quedado encerrado dentro de un coche aparcado en medio de ninguna parte; su dueño no iba a volver y ella se iba a morir.

En cuanto se despertó del todo, se libró de las sábanas que tenía enrolladas, se hizo un ovillo rodeándose las piernas heladas con los brazos, que estaban calientes, y empezó a recriminarse por haber sufrido un ataque de pánico.

Estaba claro que el perro con el que había soñado era aquel del que le había hablado el vodsel del día anterior, pero eso no era una razón para tener pesadillas. Aquel animal estaría bien. Seguro que su dueño habría dejado una pequeña rendija abierta en las ventanillas de la furgoneta. Y, aunque no lo hubiera hecho, los coches no se quedaban cerrados a cal y canto, y el tiempo estaba fresco, así que era una estupidez imaginarse que el perro se iba a morir de hambre. Cuando sintiera ganas de comer, se pondría a ladrar, a la gente le molestaría el jaleo y acabarían averiguando de dónde procedían los ladridos. Pero, además, ¿qué importancia tenía la suerte que corriera un perro? Todos los días morían perros. Ella había visto muchísimos perros muertos, aplastados en la A9, e incluso había pasado por encima de sus restos con el coche en vez de hacer un viraje peligroso para esquivarlos. No producían más que una débil sacudida, apenas perceptible, bajo las ruedas. Y, además, tenían una conciencia muy rudimentaria.

Se frotó los ojos y miró hacia arriba. El día anterior había puesto pilas nuevas al reloj, como primer paso de un plan para recuperar el control de su vida. Los números destellaban marcando las 4.09. Quizás hubiera sido mejor no saber cuántas horas tenía que esperar todavía hasta que amaneciese. Quizás hubiera sido mejor no despertarse nunca más.

Se arrastró fuera de la cama, medio paralizada, como de costumbre. ¡Qué maravilloso sería poder vengarse de los cirujanos que le habían hecho todo aquello! Nunca les había visto las caras. Para cuando empezaron a meterle los bisturís, la anestesia ya la había sumido en la nada. Y ahora, probablemente, estarían vendiéndole a la Corporación Vess lo mucho que habían aprendido de los errores pasados y presumiendo de que los milagros que eran capaces de hacer en aquellos momentos no tenían nada que ver con los rudimentarios experimentos que habían llevado a cabo con ella y con Esswis. Si hubiera justicia en el mundo, antes de morirse le tendrían que dar la oportunidad de atar a aquellos cirujanos a una mesa de operaciones y hacer con ellos unos cuantos experimentos. Una vez les hubiera arrancado la lengua, les permitiría ver cómo les vaciaba los genitales. Y, para que no gritasen, les podría meter en la boca unos buenos trozos de su cola, que previamente les habría cortado, para que los mordiesen. Se les contraería el ojete cuando les metiese las grapas de hierro en la columna vertebral, y los ojos les chorrearían sangre cuando les esculpiese unos fantásticos rostros nuevos.

Encendió el televisor y se puso a hacer sus ejercicios.

En la oscuridad del dormitorio se oyó una voz que susurraba: «No podré resistir una vida sin amor», y, a continuación, en la pantalla se materializó la figura de una hembra en blanco y negro abrazada a la ancha espalda de un macho que no la miraba a ella, sino al cielo.

«Venga, no seas boba», la reprendía él con cariño. «No vas a tener que hacerlo».

Isserley estiró un pie para cambiar de canal justo en el momento en que se veía cómo despegaba un avión con un fuselaje reluciente, cuyas hélices giraban mientras se internaba en una penumbra dramática.

Unos colores cálidos, con formas abstractas y cambiantes, inundaron la pantalla. La cámara se fue alejando hasta que la imagen se convirtió en un nítido círculo iridiscente de cristal húmedo sostenido entre un índice y un pulgar gigantescos. Era como un monóculo con una mancha de sopa.

«Es en cultivos como éste», decía una voz que denotaba autoridad, «adonde puede estar desarrollándose una cura contra el cáncer».

Casi como hipnotizada, Isserley se quedó mirando la fogata que había hecho con una pila de ramas y ramitas mucho mayor que de costumbre. A la luz del amanecer las llamas brillaban con tonos dorados y amarillentos. Se incorporó con gran esfuerzo y echó a andar. Pasó junto a su coche, que ya había sacado del cobertizo y había dejado con el motor en marcha, orientado hacia la salida. Fue cojeando hasta el edificio principal por el camino empedrado. Sus zapatos entrechocaban al andar. Algo tenía en la base de la columna vertebral que no se le había arreglado con los ejercicios.

—Soy Isserley —dijo ante el interfono.

Nadie contestó, pero la gran puerta metálica se fue deslizando hasta abrirse. Nada más entrar, tal como esperaba, vio una bolsa negra de plástico bastante grande con los efectos personales del último vodsel. La cogió y abandonó inmediatamente el edificio, no fuera a ser que a quien estuviera de guardia se le ocurriera subir desde el sótano a charlar un rato.

Ya de vuelta junto a la hoguera, sacó los zapatos del vodsel, el jersey y el traje, cubierto de pelos de perro, y se puso a examinar el resto. No había mucho. Era evidente que bajo el jersey no llevaba más que una camiseta sucia y que no usaba calzoncillos. La chaqueta estaba vacía y en los bolsillos del pantalón, aparte de unas llaves de coche y un billetero, no había nada.

Dejó el jersey sobre el capó para evitar que se mojara con la humedad de la hierba y, como si estuviera bautizándolos, roció con gasolina la chaqueta, la camiseta, los pantalones y los zapatos y los lanzó al fuego. Se sorprendió al comprobar la gran cantidad de pelos de perro que se le habían quedado pegados en las manos, pero no quería frotárselas contra su propia ropa. Esperaba que, con un poco de suerte, se le fueran desprendiendo solos.

Gruñendo por el esfuerzo, se arrodilló para mirar qué contenía el billetero. Abultaba mucho más que cualquiera de los que había visto hasta entonces, pero en su interior no había gran variedad de cosas. En vez del habitual despliegue de tarjetas de plástico, carnés, documentos oficiales, libretas de direcciones, recibos y facturas, sólo había dinero y una cartulina doblada en varios pliegues como si fuera un mapa en miniatura. El que estuviese tan abultado se debía, simplemente, a la gran cantidad de dinero que contenía. Además de unas pocas monedas, había un fajo de billetes. La mayoría eran de veinte libras, pero también había algunos de diez y otros de cinco. El total ascendía a trescientas setenta y cinco libras esterlinas. Isserley jamás había visto tanto dinero junto. Se puso a hacer cuentas. Era suficiente para comprar quinientos treinta y cinco litros de gasolina, o ciento noventa y dos frascos de champú, o más de mil hojas de afeitar, o cincuenta y siete botellas de aquel jugo de patata fermentado del que le había hablado el vodsel. Se metió el dinero en el pantalón, distribuyendo la mitad, más o menos, en cada bolsillo para que no abultara tanto.

La cartulina era, en realidad, una fotografía grande, en color, doblada varias veces. Cuando la desdobló y la alisó, vio en ella al vodsel, mucho más joven, abrazando a una vodsel que llevaba un vestido blanco de gasa. Los dos tenían el pelo negro y lustroso, las mejillas sonrosadas y una sonrisa como una luna en cuarto creciente. El vodsel no tenía arrugas, estaba muy bien afeitado e iba muy limpio. Entre sus dientes no se veían restos de comida y sus labios eran rojos y húmedos. A lo mejor se estaba pasando de lista pero, por la expresión que tenía en la foto, a Isserley le daba la impresión de que la felicidad que transmitía era auténtica. Se preguntó cómo se llamaría aquel vodsel. En la parte inferior del margen derecho había una firma muy historiada: Estudio Pennington. A Isserley le sonó como si fuera un nombre extranjero, aunque no le había parecido que tuviese acento extranjero al hablar.

Mientras la ropa de Estudio Pennington se quemaba, Isserley estuvo barajando la idea de soltarlo. Amlis no había tenido ningún problema para dejar libres a unos cuantos, así que seguro que ella tampoco los tendría. Los hombres que estaban allá abajo eran imbéciles, y casi todos estarían durmiendo.

Pero era demasiado tarde, claro, porque a Estudio Pennington ya le habrían arrancado la lengua y le habrían extirpado los testículos la noche anterior. Bueno, de todos modos, le había parecido que aquel vodsel no tenía muchas ganas de vivir, y era difícil que hubiera cambiado de idea. Lo mejor sería dejarlo tranquilo.

Avivó la hoguera con un palo mientras se preguntaba por qué seguiría tomándose la molestia de ser tan meticulosa. Era la fuerza de la costumbre. Arrojó el palo a las llamas y se dirigió al coche.

Mientras conducía por la A9, el sol se iba levantando por el horizonte, recuperándose de lo que habría tenido que sufrir toda la noche detrás de las montañas coronadas de nieve. Brillaba a sus anchas con una intensidad rotunda en medio de un cielo prácticamente sin nubes, y repartía generosamente una luz dorada por todo Rossshire. Por el simple hecho de estar en el lugar adecuado a la hora adecuada, Isserley formaba parte de aquel paisaje. Sus manos también brillaban doradas sobre el volante.

Pensó que poder contemplar una luz tan maravillosa como aquélla merecía cualquier esfuerzo; bueno…, casi cualquier maldito esfuerzo. Aparte de los huesos retorcidos y la carne llena de cicatrices de su propio cuerpo, la vida no era ninguna mierda.

El roce del jersey de Estudio Pennington sobre la piel le seguía resultando un poco extraño, pero ya se iba acostumbrando. Le gustaba cómo se ajustaban los puños a sus muñecas, con sus fibras gastadas relucientes al sol. Le gustaba poder mirarse el pecho y, en vez de ver aquel repugnante escote repleto de grasa artificial, tener la impresión de que tenía pelo, hacerse la ilusión de que había vuelto a su estado natural.

No muy lejos de allí vio a un autoestopista con el brazo extendido a un lado de la carretera. Era joven y delgado, y llevaba un cartel roto en el que ponía NIGG. Pasó de largo sin aminorar siquiera la velocidad. Por el espejo retrovisor vio que le hacía un gesto de «Que te den por el culo» y luego volvía a colocarse para esperar al siguiente coche.

No le fue difícil encontrar el punto en el que había recogido a Estudio Pennington. La calzada era especialmente estrecha en el tramo que llevaba hasta allí —lo cual explicaba por qué se estaba formado una fila de varios coches detrás del suyo—, y, además, tenía que ir atenta para no pasarse una señal que ponía P. Cuando la encontró, aparcó el coche exactamente donde lo había hecho el día anterior, metro más, metro menos. Se bajó, cerró la puerta con llave y se dirigió, atravesando los prados, a la búsqueda de la granja más cercana.

Dar con la furgoneta de Estudio Pennington fue aún más fácil de lo que había supuesto. Se hallaba resguardada en un lugar en el que ella misma habría aparcado un vehículo si hubiera querido ocultarlo en aquel terreno que pertenecía a la granja. A la sombra de unos árboles muy altos había un molino casi derruido, del que no quedaba en pie más que el esqueleto sin tejado, y junto a uno de sus muros había apiladas varias pacas de heno que, expuestas a una inclemencia impropia de aquella época del año, se habían ido estropeando y pudriendo. Desde la A9 los automovilistas no alcanzaban a ver nada más que una parte de la ruina y de las pacas de heno. Desde la granja, que estaba a unos quinientos metros, sólo se veía el grupo de árboles, lo cual le evitaba a su dueño tener que recordar a diario que le costaría una buena suma de dinero librarse de todo aquello que se había ido deteriorando. En el espacio que quedaba entre los árboles y el molino, visible sólo si uno se internaba en aquella propiedad privada, estaba la furgoneta de Estudio Pennington.

Era un vehículo mucho más lujoso de lo que Isserley había supuesto. Se había imaginado que sería un cacharro oxidado, todo abollado, casi inútil para circular, tal vez de color azul oscuro y con algo escrito, ya borroso, en un lateral. Pero lo que se encontró fue una furgoneta de color crema metalizado, con unos cromados relucientes y unos neumáticos de una negrura impecable, como cualquiera de las furgonetas nuevas que había expuestas en la Gasolinera Donny’s.

En el interior de aquel lujoso encierro, el perro de Estudio Pennington no paraba de dar saltos de un asiento a otro y de ladrar de un modo frenético. Isserley vio que el animal estaba ladrando a pleno pulmón, pero como las ventanillas estaban cerradas, el sonido llegaba muy amortiguado. Al irse aproximando le pareció que era un jaleo horrible, pero seguro que de lejos no se oía nada, ni siquiera en medio del silencio de la noche.

—¡Buen chico! —le dijo, al tiempo que se acercaba al vehículo.

Mientras metía la llave de Estudio Pennington en la cerradura de la puerta de la furgoneta no se le ocurrió ninguna razón para tener la menor sensación de miedo. El perro podía hacer dos cosas: salir corriendo o atacarla, así que podía ver cómo se perdía en la distancia o verse forzada a matarlo. En cualquiera de los dos casos, tendría la conciencia tranquila.

Nada más abrir la puerta, el perro salió como si fuera la detonación de un tubo de escape. Aterrizó de cabeza en la hierba, dando casi una voltereta, y enseguida se volvió a mirar a Isserley, temblando y tiritando. Tenía el pelo blanco y negro, como la versión animal de un Amlis Vess en miniatura. Arrugando la parte inferior de la frente oscura, se quedó mirándola entre furioso y perplejo.

Isserley dejó la puerta de la furgoneta abierta y volvió a emprender el camino de regreso a la A9. La verdad es que no la sorprendió ver que el perro la seguía, olisqueando la cinturilla del jersey de Estudio Pennington que llevaba puesto, el cual le llegaba hasta los muslos y parecía un vestido. Después de notar varias veces el roce del hocico del spaniel en la cadera, sintió de pronto un lengüetazo húmedo en una mano. Soltando un gruñido de asco, levantó los dos brazos como quien se rinde ante el enemigo y echó a correr hacia el coche.

El perro de Estudio Pennington aún logró lamerle la mano una vez más cuando trataba de cerrar la puerta con mucho cuidado para no hacerle daño en el morro. Mientras le daba a la llave de contacto para poner el coche en marcha lo vio mirándola fijamente a través de la ventanilla, sin entender nada de lo que estaba pasando.

—Ahora te has quedado solo, perrito —le dijo, aunque era consciente de que el perro y ella no hablaban el mismo idioma. Luego, se alejó dejando al animal allí sentado, al borde de la carretera.

En el trayecto de vuelta a casa, Isserley se sorprendió pensando en las mismas cosas en las que ya había estado pensando sin cesar la noche anterior, dándole vueltas a qué iba a hacer el resto de su vida.

Por supuesto que podía emprender innumerables caminos, según el valor que lograra reunir o la cantidad de miserias físicas que estuviera dispuesta a soportar. Todos los planes tenían una parte de dulces recompensas y otra de consecuencias amargas. Pero ya estaba cansada de sopesar las ventajas de un posible futuro frente a las de otro. Había pensado demasiado.

Era hora de dejar que fuese el instinto el que tomara la decisión. Pondría las manos flojas sobre el volante y dejaría que fueran ellas las que decidieran si accionaba el intermitente o no. Si lo hacían… sería que así tenía que ser.

Unos minutos más tarde ya estaba llegando a una señal en la que ponía B9175, PORTMAHOMACK Y PUEBLOS COSTEROS. Echó una mirada al espejo retrovisor y otra a la carretera que se extendía delante. No vio a nadie en ninguna de las dos direcciones, nadie que pudiera obligarla a acelerar o a frenar. Sus dedos titubeaban sobre el intermitente. Su pie parecía paralizado sobre el pedal del acelerador. La señal quedó atrás, los árboles taparon el desvío y ella aún seguía conduciendo en dirección al norte. La decisión estaba tomada. No volvería a ver la Granja Ablach nunca más.

Un poco más adelante, todavía en dirección norte, giró para meterse en el puente de Dornoch, inmediatamente sintió una sensación de náusea en el estómago. No era de hambre, aunque a aquellas alturas tenía que estar hambrienta. Era como una premonición. Algo la estaba esperando al otro lado.

A la mitad del puente se detuvo en la zona destinada a aparcamiento para los turistas. En efecto, junto a la barandilla metálica había un turista mirando fijamente las aguas relucientes del estuario, con los prismáticos preparados por si aparecían focas o delfines. Isserley detuvo su coche justo detrás de su lujosa caravana y abrió la puerta con cautela. El turista se volvió para ver quién había llegado. Era un tipo obeso y bajito con unas piernecitas flacas: un desastre total que no pasaría ningún examen.

—¡Hola! —le dijo levantando una mano y entrecerrando los ojos porque le daba el sol.

—¡Hola! —respondió Isserley como si fuese el eco, manteniéndose de modo que el coche se interpusiera entre ambos.

Satisfecho con su respuesta, el turista permaneció donde estaba; ella le dio la espalda y recorrió con la mirada todo el tramo del puente que faltaba hasta llegar a tierra firme.

Ahuecó una mano y se la colocó de tal modo que no se le viese la cara, se quitó las gafas y miró a lo lejos. Dirigió sus enormes ojos hacia la rotonda donde se estaba formando un atasco. Parecía un pequeño rebaño de coches petrificados, titubeando entre dirigirse a la carretera que llevaba a Clashmore o a la que llevaba a Dornoch.

Divisó las luces del techo de un coche patrulla zigzagueando entre los demás vehículos.

Volvió a meterse en su coche, pisó el acelerador y salió zumbando. Con mucha más habilidad y atrevimiento de lo que hubiera podido esperar de sí misma, hizo un cambio de sentido en mitad del puente. Por supuesto que se trataba de una infracción tremenda, pero aquel diminuto coche de policía lejano no se hallaba en situación de poder perseguirla. Por encima del hombro echó un vistazo al turista, que la estaba mirando asombrado, pero no con los prismáticos, así que lo más probable era que no estuviese intentando quedarse con su matrícula ni con su imagen en la memoria.

Pensó que tenía ganas de irse a casa, pero la suerte estaba echada: ya no tenía casa.

Unos minutos después iba en dirección sur y había pasado el desvío de Tain sin caer en la tentación de reconsiderar la decisión que había tomado. Si hubiera querido, habría podido salir de la A9, cruzar por el centro del pueblo, llegar al extremo opuesto y tomar allí otra carretera que también llevaba a Portmahomack… y a la Granja Ablach. Pero aquello era capítulo cerrado. Sabía de sobra que la Corporación Vess no se ocuparía de ella si no les entregaba la mercancía. No iban a proporcionarle casa y comida por las buenas.

Y en cuanto a Amlis…, había dicho que volvería, pero la gente de su clase hacía promesas con mucha facilidad. ¿Qué había pasado con todos aquellos hombres que le habían prometido que se ocuparían de ella cuando se acercaba la edad de pasar el examen? «¿A los Estados Nuevos una chica tan guapa como tú? No te preocupes, Iss, que hablaré con mi padre». Eran todos unos pijos. ¡Que les dieran por el culo! ¡Que les dieran por el culo a todos ellos!

Cuando Amlis le tocó el brazo le había dicho que le sería muy fácil dejarse seducir por este mundo, que era muy, muy hermoso. ¿Qué habría querido decir? ¿Significaría aquello que también la consideraba hermosa a ella? Y, si no, ¿por qué la había tocado en el momento de decirlo? Sus dedos… Pero no. Seguro que no quería decir eso. Estaba viendo por primera vez en su vida el mar y la nieve que caía del cielo y a su lado había una chica tullida y mutilada, sudando. El encanto de una carne llena de cicatrices no podía competir con la visión de un mundo nuevo.

Sentía una tristeza muy honda. Ya empezaba a echar de menos la playa de Ablach. Todo el tiempo que se había pasado deambulando por las habitaciones vacías de su casita la noche anterior lo podría haber dedicado a recorrer la orilla del agua a la luz de la luna o a caminar por los acantilados. Pero, probablemente, no lo había hecho porque presentía que despedirse de todo aquello sólo habría hecho las cosas más difíciles.

Cuando recorrió su casa, yendo de una habitación a otra, una de las posibilidades que había barajado era la de quedarse a vivir en alguna de las cuevas de la playa de Ablach. Había muchas, pero nunca se había aventurado a explorarlas debido a su claustrofobia, que era precisamente el problema que conllevaba vivir en una cueva.

Allí, en la playa, también había una casucha de piedra a la que Ensel, con su aire de sabelotodo, se había referido en una ocasión llamándola «el cobertizo de los pescadores». Tenía las puertas tan rotas y podridas que se movían empujadas por el viento como simples cortinas, y el interior, que no tenía ventanas, estaba asqueroso, lleno de brea y de cagarrutas de oveja en descomposición. Pero el principal obstáculo para vivir allí era que tenía atornillado al suelo un artefacto enorme, un mecanismo de hierro del tamaño de una vaca que servía para transportar las barcas hasta la orilla. Aunque parecía que ya no funcionaba, no había manera de estar absolutamente segura, y sería un problema horrible si, estando allí tumbada, desnuda en un rincón del cobertizo, entraba de pronto un grupo de pescadores.

También había estado pensando en construirse un pequeño refugio en algún punto de los acantilados de Ablach con ramas y trozos de madera de los que traía el mar, y quizás también con alguna lámina de chapa corrugada de las que solía ver que arrojaba la marea a la playa. Pero seguro que si, de pronto, surgía un refugio nuevo en las inmediaciones de la granja, Esswis se daría cuenta y mucho más si ella había desaparecido, porque, en cuanto la Corporación Vess supiera que se había escapado, mandarían a Esswis a buscarla.

Se volvió a acordar de la policía y frunció el entrecejo. No podía permitirse que la hicieran parar, ya que todas las pegatinas que demostraban el pago de impuestos y el paso de revisiones que decoraban los cristales de su coche estaban caducadas y ella no tenía permiso de conducir ni ningún otro tipo de documento. Tenía que encontrar un lugar en el que esconderse y dejar de conducir durante una temporada. Aquello no suponía ningún reto, sería bastante fácil. Después de todo, ya nada la obligaba a tener que circular por la A9 y podía dedicarse a explorar las carreteras secundarias, en las que había poco tráfico y largos tramos de bosque sin ningún claro. Podría desaparecer entre los árboles como un faisán.

Tres días más tarde se despertó después de haber tenido un sueño erótico, satisfactorio y liberador, sujetando firmemente algo peludo entre las manos. Se trataba de la capucha del anorak que le servía de almohada en el asiento trasero del coche. Como, a pesar de la incomodidad de la postura, aún la embargaba la sensación del orgasmo, le entraron ganas de reírse.

Había metido el coche entre una maraña de helechos junto al borde de un lago. Las puntas de algunas ramas daban contra las ventanillas, y pajaritos diminutos correteaban por el techo tamborileando con sus frágiles patitas sobre el metal y saltando sin cesar del techo a los árboles. Y algunos seres invisibles, probablemente patos o cisnes, surcaban las tranquilas aguas del lago, agitándolas, sobre todo a la caída de la tarde. Por encima de donde estaba la vegetación era tan densa, que los copos de nieve no lograban llegar al suelo, y la escasa luz reinante procedía más del reflejo del sol sobre el lago que de la que lograba filtrarse entre los árboles.

Considerando todas las circunstancias, aquél era un escondrijo perfecto. Por eso cuando logró llegar hasta allí con el coche, un par de días antes, se encontró con que ya había otro. Por suerte, no estaba habitado. No era más que el simple esqueleto de un coche destripado, sin ruedas, oxidado y cubierto de moho. Isserley aparcó el suyo justo al lado, para que le sirviera como un elemento más de camuflaje.

Que la primera noche había resultado dura era innegable. El asiento de atrás era unos centímetros más corto que ella, por lo que le había resultado muy difícil descansar. Pero había sobrevivido, y las dos noches siguientes la cosa fue algo mejor.

No es que le apeteciera mucho dormir en el coche, pero, hasta que encontrara un lugar en el que vivir, no tenía otra opción. La idea de dormir bajo las estrellas, acurrucada en cualquier parte, era muy romántica y atractiva, pero, en el fondo, sabía que su espina dorsal se resentiría al día siguiente. Necesitaba una cama o, por lo menos, algo blando para tumbarse, y el asiento trasero del coche estaba plano y almohadillado y, además, si alguna mañana se despertaba con una enorme dificultad para enderezarse, siempre podría recurrir a los reposacabezas de los asientos delanteros para incorporarse.

Si pudiera elegir entre todos los lugares del mundo uno ideal para dormir, una casa perfecta, elegiría un faro abandonado. Pero ¿había faros abandonados? Le habría gustado que así fuera, porque los faros siempre estaban al borde del mar, justo donde acaba la tierra, y sus torreones casi podían tocar las nubes. Se imaginó allá arriba, justo en el punto más alto, durmiendo sobre un colchón blando y rodeada de ventanas por las que entraba la luz del sol a raudales nada más amanecer.

Pero en aquellos momentos estaba tumbada a ras de tierra, y tan hambrienta que cada vez se sentía más débil. Tenía que comer algo de verdad, algo de más sustancia que el nabo crudo que había robado en un prado dos noches antes.

En cuanto acabó de hacer sus ejercicios, se adentró en las aguas heladas y poco profundas del lago y se lavó. A continuación se afeitó, con el espejito en una mano y la cuchilla en la otra, dejando que la espuma del champú rielara en el agua. Confiaba en que aquello no les hiciera daño a los seres que vivían en el lago. Unas cuantas gotas de un producto químico en un embalse tan grande y de aguas tan puras no causarían mucho trastorno, ¿verdad?

Como desde que había abandonado la granja no había tomado nada caliente, decidió ir con el coche hasta una estación de servicio en la que se había parado en una ocasión a echar gasolina.

Algún día tendría que vencer sus miedos, internarse en una ciudad, aparcar entre cientos de coches y entrar en un supermercado, como hacían los vodsels cuando necesitaban comida. Pero ese día aún quedaba lejos. Hacía poco, al pasar cerca de un Tesco, un centro comercial enorme que había junto a la A96 en dirección a Aberdeen, había estado dudando si atreverse a entrar. Estaba tan cerca de la carretera, que casi podía ver el interior a través de las puertas de cristal ahumado. Probablemente, dentro de aquel enorme edificio de cemento estarían todas las cosas que había visto en la televisión y una multitud de vodsels estaría eligiendo los bocados más selectos y empujándose por conseguirlos. No, aún no estaba preparada.

En la gasolinera echó veinte libras esterlinas de gasolina y eligió un paquete de comida preparada que había en una estantería de metal y plástico bajo un cartel que decía HAPPY TUM’S PARA TOMAR EN CARRETERA. Había tres clases de paquetes: «Perrito caliente», «Rollito de pollo» y «Hamburguesa de vaca». Todos estaban envueltos en papel blanco, así que no podía ver qué tenían dentro. Eligió el que ponía «Rollito de pollo». Había oído en la televisión que la carne de vaca podía ser peligrosa y que hasta podía llegar a producir la muerte. Y, si podía matar a los vodsels, no quería ni imaginarse lo que le podría ocurrir a ella. Y en cuanto a lo del «Perrito caliente»… Bueno, era un poco absurdo haber tenido que pasar por un montón de problemas para salvarle la vida a un perro y ponerse a comer perro unos días después.

Le quitó el papel a su rollito y lo metió en el microondas. Fue siguiendo las instrucciones de qué botones había que apretar. Cuarenta y cinco segundos más tarde tenía un rollito de pollo humeante en la mano.

Y cuarenta y cinco minutos más tarde estaba en una zona de descanso cerca de Saltburn, arrodillada entre la hierba e intentando vomitar. Aunque tenía la boca bien abierta y la saliva le caía resbalando por la punta de la lengua, cuando por fin se produjo el vómito, se le fue directamente a la nariz y acabó saliéndole por los diminutos agujerillos como si fuera un chorro pulverizado de una salsa con burbujas. Se atragantó y durante unos instantes creyó que se iba a morir o que otro acceso de vómito le subiría hasta los conductos lacrimales y le saldría por los ojos. Pero no era más que una fantasía producto del pánico, y poco a poco los espasmos fueron desapareciendo.

Cuando ya se le había pasado, con las manos aún temblorosas, desenroscó la tapa de una botella grande de Aqua Viva, un líquido que parecía agua. La había comprado a la vez que el rollito de pollo, por si acaso aquel alimento, al que no estaba acostumbrada, no le sentaba bien. Ya había sospechado que podía sentarle mal, pero había decidido probar. El enigma de qué sería lo que podía comer sin peligro no podía resolverse en un solo día. A base de probar y equivocarse iría aprendiendo qué toleraba. Entretanto se puso a sorber de la cánula de plástico de la botella y fue tragando aquel líquido claro que le produjo un gran alivio.

De hambre no se iba a morir. En los prados había patatas, y había nabos esparcidos para las ovejas, y en los árboles había manzanas. Y que todo aquello era comestible para un ser humano lo habían demostrado todos los días los hombres en el comedor de la Granja Ablach. No es que fuera mucho, pero podría sobrevivir. Seguro que con el tiempo iría descubriendo otros alimentos que aún no podía imaginar y que le recordarían las delicias de su infancia, unos alimentos que la harían sentirse plena y satisfecha.

Todo estaba allí afuera. Estaba segura.

Cuando volvía por aquella carretera estrecha, atravesando el bosque hacia el escondrijo que había encontrado junto al lago, se sobresaltó al divisar a lo lejos a un vodsel que hacía unos gestos muy exagerados para que se detuviese. No era un policía. Era un autoestopista que estaba tan nervioso que no paraba de moverse y parecía estar bailando en medio de la calzada. Trató de evitarlo, pero dio un salto y se interpuso en su camino abriendo los brazos y obligándola a frenar en seco.

Era un ejemplar joven, macizo, con una musculatura soberbia bajo la chaqueta de cuero, pero tenía la cara desencajada.

—Perdone, perdone —dijo gritando y dando un golpe con las palmas de las manos en el capó del coche mientras le dirigía una mirada implorante—, pero tenía que conseguir que pararas.

—¡Haga el favor de quitarse de ahí! —contestó Isserley a través del parabrisas y volviendo a poner el coche en marcha—. ¡Yo no llevo autoestopistas!

—¡Es que mi novia va a tener un niño! —vociferó señalando con un brazo muy potente hacia algún lugar que el bosque no permitía ver—. ¡Por el amor de Dios! Llevo recorridos casi trescientos kilómetros, y sólo me quedan unos seis o siete.

—Yo no puedo ayudarlo —le gritó Isserley.

—¡Joder! Me cago en… —dijo gesticulando y dándose golpes en la frente—. ¡Que no te voy a poner una mano encima, que no te voy a hacer nada, que me puedes hacer lo que quieras, que me puedes poner un cuchillo en la garganta! ¡Mi novia va a tener un niño! ¡Voy a ser padre!

Estaba claro que no la iba a dejar marchar, así que le abrió la puerta y le dejó entrar.

—Gracias, eres una tía legal —le dijo avergonzado, mientras pensaba: «¡Aguanta Shona, que ya voy!».

Isserley no respondió. Arrancó bruscamente haciendo chirriar la caja de cambios al meter la marcha. Seis o siete kilómetros y se libraría de él. Y quizás, si no le hablaba, él tampoco lo haría.

—No te puedo decir lo que esto significa para mí —dijo con un tono enronquecido, unos segundos más tarde.

—Bueno, vale —contestó Isserley con la mirada atenta a la carretera—. Déjame conducir.

—Es que la quiero mucho —dijo él.

—Pues qué bien… —dijo Isserley.

—Me llamó ayer por la noche cuando casi me había metido en la cama, en la plataforma, ¿sabes?, y va y me dice: «Jimmy, que estoy de parto, que se ha adelantado una semana. Ya sé que no puedes venir a casa, pero quería que lo supieras». Salí de la plataforma como un cohete.

—Pues qué bien… —dijo Isserley.

El coche iba, como de costumbre, a cincuenta por hora. Y, aunque a Isserley le parecía que los árboles pasaban a ambos lados como fogonazos borrosos, tenía que admitir que la carretera que tenía delante parecía inmóvil.

—¿No puedes ir un poco más aprisa? —preguntó por fin el vodsel.

—Hago todo lo que puedo —le advirtió, pero, a pesar de ello, apretó un poco más el acelerador y, para no pensar en la velocidad le preguntó—: ¿Es tu primer hijo?

—Sí, sí —contestó entusiasmado y respiró hondo—. Es la inmortalidad.

—Perdón, ¿cómo dices?

—La inmortalidad. Los críos son eso, ¿no? Una cadena infinita de críos a la largo de la historia. Todo ese rollo de la vida después de la muerte no significa nada para mí. ¿Tú crees en eso?

A Isserly le costaba tanto descifrar su forma de hablar y su pronunciación, que no lograba entender qué era lo que le estaba preguntando.

—No sé —dijo.

Pero a aquel tipo no había quien lo parara. Era puro nervio, parecía que le hubieran dado cuerda.

—Los de mi Iglesia dicen que mi niño va a ser bastardo —dijo con tono quejoso—, porque mi novia y yo no nos hemos casado. Pero ¿qué es todo eso? Joder, si es la prehistoria, ¿no?

Isserley se quedó pensando un momento, luego le sonrió y movió la cabeza dándose por vencida.

—No entiendo ni una palabra de lo que me quiere decir —confesó.

—¿Tú de qué religión eres? —le preguntó el autoestopista inmediatamente.

—De ninguna —contestó ella.

—Bueno, ¿y tus padres?

Isserley se quedó pensando un momento.

—Es que en el sitio del que procedo —respondió con cautela— la religión… ha muerto.

El vodsel emitió un sonido de simpatía y siguió con su incomprensible sermón mientras continuaban internándose por el bosque.

—A mí lo de la reencarnación me mola —dijo intentando dominar su entusiasmo—. Shona, mi novia, dice que es una tontería, pero yo creo que tiene su punto. Todos tenemos un alma, y el alma no se puede destruir. Y, además, que hay que tener otra oportunidad… para hacerlo mejor. —Soltó una carcajada como invitando a Isserley a que también se riera—. ¿Quién sabe? A lo mejor me reencarno en una mujer o en un animalito.

Al tomar una curva, se encontraron de pronto bajando a toda velocidad por una cuesta empinada que acababa en un pequeño valle. Isserley apretó el freno a la vez que giraba el volante. Sin previo aviso, y con mayor intensidad que nunca, reapareció el ruidito de debajo del chasis y el coche dio un bandazo. Un instante después habían llegado al final de la cuesta, las ruedas se habían bloqueado y en la carretera había una mancha gris de hielo.

Como en un sueño, Isserley notó que el coche se deslizaba sin tocar el asfalto, como si se hubiera lanzado al agua o fuera volando por el aire. Por encima de las suyas, dos manos masculinas se lanzaron sobre el volante y lo giraron, pero no sirvió de nada. El coche se salió de la carretera y con gran estrépito se estrelló contra un árbol.

Isserley permaneció inconsciente sólo un segundo, o, por lo menos, eso le pareció. La conciencia retornó a su cuerpo como si cayera desde arriba, como le ocurría siempre después de haber pinchado a un vodsel. En cualquier caso, el impacto de aquel aterrizaje le pareció más suave de lo acostumbrado. No tenía la respiración acelerada y el corazón no le golpeaba el pecho. Solamente le pareció que veía con una nitidez casi sobrenatural los árboles que tenía enfrente, hasta que se dio cuenta de que tanto sus gafas como el parabrisas habían desaparecido.

Miró hacia abajo. Sus pantalones de terciopelo verde estaban salpicados de cristalitos rotos y de sangre oscura, y en el punto en el que esperaba verse las rodillas había un trozo de metal retorcido. Como no sentía apenas dolor, supuso que sería porque se habría destrozado la columna. Tenía una parte de la curva del volante clavada en los pechos, pero el tronco estaba indemne. Sentía el cuello mucho mejor de lo que lo había tenido en los últimos años, y al darse cuenta de eso soltó un sollozo histérico mitad de risa, mitad de dolor. Algo tibio y gelatinoso atrapado entre su blusa y el jersey de Estudio Pennington empezó a deslizarse por su vientre hasta caerle en el regazo. Se estremeció de miedo y de asco.

El vodsel no estaba a su lado. Había salido despedido por el parabrisas y, desde su asiento, no podía verlo.

Notó que la tela de una de las perneras del pantalón, que se había roto y colgaba suelta, empezaba a hacer un ruidito como si estuviera succionando algo y, aunque eso le produjo una tremenda angustia, logró apartar la mirada y dirigirla a otra parte. Entonces se dio cuenta de que las agujas de icpathua sobresalían de la tapicería del asiento de al lado. Algo había fallado. Aunque comprendía que era un acto absurdo, empezó a dar puñetazos en el borde del asiento con el puño ensangrentado intentando que las agujas volvieran a hundirse. No lo consiguió.

Y entonces, detrás de ella, en la carretera, oyó que un coche frenaba en seco con un chirrido, que una puerta se cerraba de golpe y que unos pasos esparcían la gravilla suelta sobre el asfalto.

De un modo automático alargó la mano hasta la guantera y sacó las primeras gafas que encontró. Se las colocó a toda prisa e inmediatamente notó que se quedaba casi ciega. Eran unas gafas con lentes graduadas y no con unos simples cristales.

Una figura borrosa se inclinó hacia ella por el hueco en el que había habido una ventanilla. Era una figura menuda con una especie de neblina rosada en el cuello, ropa brillante de color amarillo y un halo de pelo negro.

—¿Está usted bien? —le preguntó una trémula voz de vodsel hembra.

Isserley no pudo evitar soltar una carcajada y por uno de los orificios de la nariz le empezó a resbalar un hilillo de algo húmedo. Se lo limpió con la manga del jersey y le asombró lo enorme que le parecía su brazo, distorsionado por aquellas gafas, y lo raro que le resultaba el roce de la lana contra sus mejillas.

—No se mueva —dijo la voz de la hembra, un poco más tranquila—. Voy a buscar ayuda. Siga ahí sentada.

Isserley volvió a soltar una risotada, y, entonces, a la hembra también le entró una risa nerviosa.

La masa de colores se esfumó del campo de visión de Isserley y oyó crujir la maleza delante de su coche. Luego volvió a oír la voz de la hembra, más fuerte esa vez, casi como si estuviera hablando de negocios.

—¿Es…, es su compañero? —preguntó gritando desde un punto que a Isserley le pareció bastante lejano.

—Es un autoestopista —contestó—. No lo conozco.

—Está vivo —dijo la hembra—. Aún respira.

Isserley echó la cabeza hacia atrás y respiró profundamente, intentando averiguar qué efecto le había producido saber que el vodsel había sobrevivido.

—Lléveselo con usted, por favor —dijo pasado un momento.

—No puedo, hay que esperar que venga una ambulancia —dijo la hembra.

—¡Por favor! ¡Lléveselo con usted, por favor! —dijo Isserley tratando de ubicarla entre las manchas verdes y marrones, que era lo único que distinguía.

—De verdad que no puede ser —insistió la hembra, con la voz ya calmada—. Es probable que tenga lesiones en la columna. Necesita que lo mueva un experto.

—Me preocupa que el coche estalle —dijo Isserley.

—El coche no va a estallar. No se alarme. Tranquilícese. Se pondrá usted bien.

—Pues, por lo menos, tome su billetero —le rogó—, así sabrá quién es.

De nuevo se oyeron crujidos entre la maleza y la masa de colores brillantes retornó a su campo visual. La hembra volvió a aparecer por el agujero en que se había convertido la ventanilla. Isserley notó que una mano pequeña y cálida se posaba sobre su cuello.

—Mire, tengo que dejarla sola unos minutos. Voy a buscar un teléfono. Volveré en cuanto haya llamado a una ambulancia, ¿de acuerdo?

—Gracias —contestó Isserley. Por el rabillo del ojo distinguió unas clavículas pálidas y la curva de un pecho enfundada en una blusa de color melocotón mientras aquella hembra se inclinaba por encima de su hombro para sacar algo del asiento de atrás.

—El Hospital de la Misericordia no está lejos —le aseguró la hembra—. La llevarán enseguida.

Isserley volvió a notar la cálida presión de la mano de la desconocida, y tardó un poco en darse cuenta de que ella estaba helada. La hembra la estaba cubriendo con el anorak, colocándoselo con gran delicadeza sobre los hombros.

—Ya verá como se pone bien, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —contestó Isserley asintiendo con la cabeza—. Gracias.

La hembra desapareció, el sonido del coche que se alejaba se fue perdiendo y retornó el silencio.

Isserley se quitó las gafas y las dejó caer en el regazo, donde aterrizaron chocando con los múltiples cristalitos del parabrisas. Parpadeó sin comprender por qué le parecía que todo seguía desenfocado. Por las mejillas le cayeron unas lágrimas y empezó a ver con más claridad a través del parabrisas hecho añicos.

Miró la parte superior del salpicadero para hacer una comprobación. Al mismo tiempo que había instalado la red de conexiones de la icpathua, Yns había introducido otra pequeña alteración en el diseño original del coche. A diferencia de las conexiones de la icpathua, que, evidentemente, se habían estropeado con el accidente, porque consistían en unos frágiles cables eléctricos y unos mecanismos hidráulicos, el empalme entre la tecla del salpicadero y el cilindro del aviir, al ser un simple tubo muy resistente, seguía en pie esperando solamente que cayera un chorrito de algún elemento extraño en el líquido oleaginoso.

El aviir haría que el coche, ella y un buen pedazo de tierra saltaran por los aires convertidos en las partículas más pequeñas que quepa concebir. La explosión produciría un cráter en el suelo de una anchura y una profundidad similares a las que causaría la caída de un meteorito.

Y ella… ¿Adónde iría a parar?

Los átomos que la habían conformado se fundirían con el oxígeno y el nitrógeno del aire. En vez de acabar sepultada bajo tierra, se convertiría en parte del cielo. Así era como había que considerar el asunto. Con el paso del tiempo, los restos invisibles de su ser se irían mezclando con todas las maravillas que existían bajo el sol. Cuando nevase, sería parte de la nieve y caería suavemente sobre la tierra. Con la evaporación volvería a elevarse. Cuando lloviese, estaría en aquel arco espectral que se extendía desde el estuario hasta la tierra. Ayudaría a cubrir los prados de neblina, pero siempre sería transparente para las estrellas. Viviría eternamente. Lo único que necesitaba era valor para apretar aquella tecla y tener fe en que la conexión no se hubiera estropeado.

Alargando una mano temblorosa, dijo:

—Allá voy.

* * *