Capítulo 1
Cuando Isserley divisaba a un autoestopista, en principio siempre pasaba de largo para tener tiempo de observarlo. Buscaba grandes músculos: un pedazo de cuerpo con patas. Los ejemplares pequeños o enclenques no le interesaban.
Pero apreciar la diferencia entre unos y otros al primer golpe de vista podía resultar sorprendentemente difícil. Cabía pensar que, en una carretera de segundo orden, un autoestopista solitario destacaría a un kilómetro de distancia, como ocurre con un monumento o un silo; cabía pensar que resultaría fácil calibrarlo sin prisas al írsele acercando, desvestirlo mentalmente y tomar una decisión antes de estar a su altura. Pero Isserley había descubierto que las cosas no eran tan sencillas.
El solo hecho de ir conduciendo por las Highlands ya era una tarea absorbente en sí misma: en la carretera siempre había más cosas de las que se ven en las postales. Ni siquiera en la calma nacarada de un amanecer invernal, cuando la neblina aún reposaba sobre los prados que bordeaban la A9, se podía confiar en que hubiera trechos muy largos sin obstáculos. Cada mañana encontraba, desparramados por el asfalto, restos recientes e irreconocibles de peludas criaturas silvestres, testimonios congelados de unos momentos en el tiempo en los que unos seres vivos habían confundido la carretera con su hábitat natural.
Isserley también solía aventurarse a salir a unas horas en las que el silencio era tan prehistórico que su vehículo hubiera podido ser el primero que rodaba por una carretera. Era como si la hubieran transportado a un mundo tan reciente que las montañas aún debieran experimentar algunos cambios y los valles frondosos todavía tuvieran que convertirse en mares.
Sin embargo, una vez que se lanzaba con su cochecito a la carretera desierta y ligeramente húmeda, solía ser simple cuestión de minutos que detrás de ella aparecieran otros coches que también se dirigían al sur y que no se conformaban con ir al ritmo que ella marcara, como va una oveja tras otra por un sendero estrecho, sino que la obligaban a conducir más deprisa por aquella carretera de un solo carril, a menos que quisiera oír un concierto de cláxones.
Y, además, al ser aquélla una arteria principal, tenía que estar atenta a todos los senderillos capilares que desembocaban en ella. Sólo algunos estaban claramente señalizados, como si una especie de selección natural los hubiera elegido para tal distinción; la mayoría estaban camuflados entre los árboles. Y, aunque Isserley tenía preferencia, no estaba de más prestarles atención, ya que cualquiera de ellos podía ocultar un tractor impaciente que, si se cruzaba en su camino, apenas sufriría las consecuencias de su error, mientras que ella quedaría despanzurrada sobre el asfalto.
Sin embargo, la mayor fuente de distracción no la constituía la amenaza de aquel peligro, sino la seducción de la belleza. Una zanja resplandeciente por el agua de la lluvia, una bandada de gaviotas siguiendo una máquina sembradora por un campo cubierto de abono, el reflejo de la lluvia al caer dos o tres montañas más allá, y hasta el vuelo en las alturas de un ostrero solitario, podían hacer que Isserley casi se olvidara de para qué estaba en la carretera. A veces iba en el coche mirando el color dorado que adquirían las granjas lejanas al salir el sol, cuando, de pronto, algo mucho más cercano, pardo por las sombras, se metamorfoseaba de rama de árbol o amasijo de escombros en bípedo carnoso con un brazo extendido.
Y entonces se acordaba; aunque a veces lo hacía cuando ya estaba a su lado, rozando casi la mano del autoestopista, tan cerca, que podría haberle arrancado los dedos como si fueran ramitas sólo con que hubieran sido unos centímetros más largos.
Pisar el freno era impensable. Así que dejaba el pie sobre el acelerador sin inmutarse, se mantenía en la fila de coches y se limitaba a sacar una fotografía mental mientras pasaba de largo a toda velocidad, como los demás.
A veces, al examinar aquella imagen mental mientras continuaba conduciendo, se daba cuenta de que pertenecía a una hembra. A Isserley no le interesaba el sexo femenino. Por lo menos, no en ese sentido. Que la recoja otro, pensaba.
Pero si quien hacía autoestop era un macho, solía dar la vuelta para echarle otro vistazo, a menos que fuese obvio que se trataba de un tipo que, físicamente, no valía nada. En el caso de que le hubiera causado una impresión favorable, cambiaba de sentido en cuanto no resultara peligroso y, por supuesto, donde ya no pudiera verla, porque no quería que se diera cuenta de su interés. Y entonces, al pasar por el otro lado de la carretera, todo lo despacio que le permitiera el tráfico, lo evaluaba por segunda vez.
Sólo en muy contadas ocasiones no volvía a encontrarlo. Algún otro conductor, menos precavido o menos exigente, se habría parado y lo habría recogido en el espacio de tiempo que le había llevado cambiar de sentido dos veces. Miraba detenidamente hacia donde creía haberlo visto, por si acaso estaba escondido orinando, cosa a la que eran propensos los machos. Le parecía inconcebible que hubiera desaparecido tan deprisa; tenía un cuerpo tan estupendo, tan excelente, tan perfecto… ¿Por qué había dejado pasar aquella oportunidad? ¿Por qué no había parado nada más verlo?
Algunas veces la idea de haberlo perdido le resultaba tan difícil de aceptar, que seguía conduciendo durante kilómetros y kilómetros, esperando que quien se lo había arrebatado lo volviese a depositar en la carretera. Las vacas le dirigían miradas inocentes mientras pasaba a toda prisa soltando una nube de humo por el tubo de escape.
Pero lo más habitual era que el autoestopista siguiera exactamente donde lo había visto la primera vez, quizás con el brazo ligeramente menos erguido o con la ropa moteada de humedad (si había empezado a llover). Mientras pasaba por el otro lado de la carretera, podía mirarle las nalgas y los muslos o fijarse en si tenía la espalda musculosa. Y también podía deducir, por su postura, si se trataba de un macho consciente de sus excelentes condiciones físicas.
Al pasar de nuevo a su lado, lo miraba detenidamente para corroborar la primera impresión y estar segura de no haberlo sobrevalorado en su imaginación.
Si pasaba la prueba, paraba el coche y lo invitaba a subir.
Venía haciendo aquello desde hacía varios años. No pasaba un solo día sin que se dirigiera con su abollado Toyota Corolla rojo a la A9 para iniciar su recorrido. Pero, incluso cuando tenía una buena racha y su autoestima estaba por las nubes, la preocupaba que el último autoestopista al que había recogido resultase, a posteriori, su satisfacción final y que ningún otro diera la talla en el futuro.
La verdad era que para Isserley aquel reto suponía una emoción adictiva. Podía tener sentado a su lado en el coche a un ejemplar magnífico y, aun sabiendo que se lo iba a llevar a casa, ya empezaba a pensar en el siguiente. Incluso mientras lo estaba admirando, siguiendo con la vista la curva de sus hombros musculosos o el abultamiento de los pectorales bajo la camiseta y saboreando lo magnífico que sería cuando estuviera desnudo, seguía mirando de reojo el arcén por si descubría alguna posibilidad mejor.
Aquel día no había empezado bien.
Al cruzar el paso a nivel que había cerca del letárgico pueblo de Fearn, antes de llegar a la autopista, notó un ruidito por encima de la rueda delantera izquierda. Se puso a escucharlo conteniendo la respiración, preguntándose qué le estaría diciendo en su extraño lenguaje. ¿Sería una petición de ayuda, una queja pasajera o una advertencia amistosa? Siguió escuchando durante un rato intentando imaginarse qué podría hacer un coche para que lo entendiesen.
Aquel Corolla rojo no era el mejor coche que había tenido. Echaba de menos, sobre todo, el Nissan gris familiar con el que había aprendido a conducir. Era un coche que respondía con suavidad, no hacía casi ruido y tenía tanto espacio en la parte de atrás, que hasta habría podido meter una cama. Pero, después de haberlo usado sólo un año, había tenido que deshacerse de él.
Desde entonces había tenido un par de coches más, pero eran más pequeños, y adaptarles las piezas especiales instaladas en el Nissan, había presentado algunos problemas. El Corolla rojo tenía la dirección dura y, a veces, se mostraba caprichoso. No cabía duda de que quería ser un buen coche, pero tenía sus inconvenientes.
A sólo unos doscientos metros de la entrada en la autopista, vio a un joven melenudo que caminaba lentamente por el borde de la estrecha carretera con un dedo extendido. Aceleró para pasarlo. El autoestopista levantó desganadamente el brazo, añadiendo dos dedos a su gesto. Los dos se reconocieron vagamente. Vivían por aquella zona pero nunca habían hablado; sólo se habían cruzado en momentos como aquél.
Isserley tenía por norma evitar a quienes pudieran reconocerla.
Al hacer el giro para meterse en la A9, a la altura de Kildary, miró el reloj del salpicadero. Los días se iban alargando. Sólo eran las 8.24 y el sol ya se había levantado. Por detrás de una capa de cúmulos absolutamente blancos el cielo tenía un tono amoratado y rosa, que anticipaba la gélida claridad que se avecinaba. No nevaría, pero la escarcha seguiría destellando durante varias horas y la noche caería mucho antes de que el aire tuviera la posibilidad de entibiarse.
Para los propósitos de Isserley un día tan claro como aquél era bueno para conducir sin peligro, pero no para aquilatar a los autoestopistas. Sería excepcional que un fornido ejemplar fuera en manga corta para demostrar que estaba en forma. La mayoría irían envueltos en prendas de abrigo y jerséis de lana, lo cual le ponía las cosas más difíciles. Hasta un famélico podría parecer fornido si llevaba suficiente ropa encima.
Por el espejo retrovisor no se veía ningún coche, así que se permitió ir a menos de sesenta por hora, en parte para comprobar qué pasaba con el ruido. Parecía que se había arreglado solo. Sabía que era hacerse ilusiones, pero resultaba reconfortante pensarlo después de haber pasado una noche de dolor incesante, sueños angustiosos y dormitar intermitente.
Aspiró profunda y trabajosamente por las estrechas ventanas, apenas visibles, de su nariz. El aire puro y frío le produjo un leve mareo, como cuando se inhala éter u oxígeno por medio de una mascarilla. Su conciencia se hallaba en una encrucijada. Dudaba entre despertarse por completo e iniciar una hiperactiva actividad mental o retornar al sueño. Como no se le presentase pronto el estímulo de tener que emprender alguna acción, ya sabía qué camino iba a elegir.
Pasó por delante de algunos puntos en los que habitualmente se colocaban los autoestopistas, pero no había nadie. Sólo la carretera y el ancho mundo, ambos vacíos.
Algunas gotas de lluvia perdidas salpicaron el cristal delantero, y los limpiaparabrisas dejaron dos mugrientos manchones semejantes a arcos iris, monocromos en su línea de visión. Tuvo que recurrir al agua del depósito que había bajo el capó y dejar que un chorro que parecía no tener fin cayera un buen rato sobre el cristal hasta conseguir de nuevo una visión clara. Aquella operación la dejó aún más cansada, como si hubiera tenido que hacerla con sus propios fluidos vitales.
Intentó proyectarse hacia adelante en el tiempo, viéndose ya aparcada en algún lugar con un autoestopista joven y macizo sentado a su lado. Se imaginó jadeando mientras le alisaba el pelo y lo agarraba por la cintura para colocarlo en la postura adecuada. Sin embargo, la fantasía no era suficiente para conseguir que no se le cerraran los ojos.
Justo cuando ya estaba pensando en buscar algún lugar en el que detenerse para echar una cabezada, divisó una silueta por debajo de la línea del horizonte. El sueño la abandonó al instante y abrió los ojos separando bien los párpados, al tiempo que se acomodaba las gafas. Comprobó el estado de su cara y de su pelo en el espejo retrovisor e hizo un mohín con los labios, que eran tan rojos como si los llevase pintados.
Con la primera pasada se dio cuenta de que era bastante alto, ancho de hombros y llevaba ropa informal. Levantaba el pulgar y el índice con cierta desgana, como si llevara siglos esperando. O quizás era que no quería parecer demasiado ansioso.
Al pasar en sentido contrario notó que era bastante joven y que llevaba el pelo muy corto, siguiendo el estilo carcelario escocés. Su ropa era de un color pardo como el del barro, y lo que hubiera dentro de la cazadora la llenaba de un modo impresionante, aunque estaba por ver si eran músculos o grasa.
Al dirigirse de nuevo hacia él, Isserley se dio cuenta de que realmente era más alto de lo normal. Él observaba su avance, pensando, probablemente, que ya la había visto pasar unos minutos antes, puesto que no había mucho tráfico. Sin embargo, no hizo ninguna seña especial. Se limitó a seguir con la mano extendida de un modo indolente. Rogar era algo que no le iba.
Isserley fue aminorando la velocidad y paró el coche justo a su lado.
—Sube —le dijo.
—¡Salud! —contestó el autoestopista tranquilamente, mientras se acomodaba en el asiento.
Por aquella sola palabra, dicha sin una sonrisa a pesar de que los músculos faciales habían sonreído, Isserley dedujo que debía de ser de ese tipo de gente a la que le cuesta decir gracias, como si la gratitud fuese una trampa. Nada de lo que pudiera hacer por él le haría sentirse en deuda con ella; todo le parecería natural. Que ella había parado para recogerlo en la carretera, bueno ¿y qué? Le estaba proporcionando gratis algo por lo que un taxi le habría cobrado una fortuna y lo único que se le ocurría decir era «¡Salud!», como si ella fuese un amiguete que estuviese a su lado en el bar y le hubiese hecho un favor nimio, tan mecánico como el de acercarle un cenicero.
—De nada —respondió Isserley, como si le hubiera dado las gracias—. ¿Adónde vas?
—Al sur —contestó, y miró hacia el sur.
Transcurrieron unos segundos muy largos hasta que, por fin, se ajustó el cinturón de seguridad, como aceptando de mala gana que sería la única manera de que se pusiesen en marcha.
—¿Simplemente al sur? —preguntó Isserley mientras se alejaba del arcén teniendo, como siempre, mucho cuidado de dar a la palanca del intermitente y no a la de las luces ni a la del limpiaparabrisas ni a la de la icpathua.
—Bueno…, depende —dijo—. ¿Adónde vas tú?
Isserley hizo un cálculo mental y luego lo miró a la cara para juzgar la reacción a su respuesta.
—Aún no lo he decidido —contestó—. Para empezar, voy a Inverness.
—Inverness me va bien.
—Pero ¿quieres ir más lejos?
—Todo lo lejos que pueda.
De pronto apareció un coche en el espejo retrovisor e Isserley tuvo que concentrarse para ver qué iba a hacer. Cuando pudo volverse hacia el autoestopista, éste tenía el rostro impasible. ¿Habría sido su respuesta una broma arrogante, una insinuación sexual o simplemente una constatación prosaica?
—¿Llevabas mucho esperando? —le preguntó para tirarle de la lengua.
—¿Perdón?
Al volverse para mirarla, interrumpió la maniobra de desabrocharse la cremallera de la cazadora. ¿Sería demasiado para su inteligencia desabrochar una cremallera y considerar una sencilla pregunta? Una delgada costra negra medio seca le cruzaba la ceja derecha. ¿Sería de alguna caída durante una borrachera? No tenía los ojos enrojecidos, parecía que se había lavado el pelo hacía poco y no olía mal. ¿Sería, simplemente, tonto?
—Que si llevabas mucho tiempo esperando donde te he recogido —le explicó.
—No lo sé —contestó—. No tengo reloj.
Isserley miró su muñeca; era fuerte y tenía unos pelillos finos y dorados, así como dos venas azuladas que iban hacia el dorso de la mano.
—Bueno, pero ¿se te ha hecho largo?
El autoestopista se quedó como pensándolo.
—Sí —contestó al fin sonriendo.
Su dentadura no era muy buena.
Inesperadamente, los rayos de sol se intensificaron, como si en el departamento responsable alguien acabara de darse cuenta de que estaban brillando a la mitad de la potencia recomendada. El cristal delantero se iluminó como si fuera una lámpara y difundió los rayos ultravioleta sobre Isserley y el autoestopista. El coche se llenó de calor, mezclado con una pizca de aire filtrado. La calefacción estaba puesta al máximo, así que poco después el autoestopista ya estaba revolviéndose en su asiento para quitarse la cazadora. Isserley le lanzó una mirada furtiva para comprobar qué tal tenía los bíceps, los tríceps y la curvatura de los hombros.
—¿Te parece bien que ponga esto en el asiento de atrás? —preguntó él, mientras doblaba la cazadora entre sus grandes manos.
—Claro —contestó Isserley.
Contempló los músculos que se le marcaron a través de la camiseta al volverse para echar la cazadora sobre su anorak. Tenía un poco de grasa en la barriga —cerveza, no músculo—, pero no era excesiva, y el bulto que traslucían los pantalones vaqueros resultaba prometedor, aunque la mayor parte lo formarían, probablemente, los testículos.
Sintiéndose ya más cómodo, se arrellanó en el asiento y le dirigió una breve sonrisa sazonada por toda una vida de asqueroso forraje escocés.
Isserley le devolvió la sonrisa mientras se preguntaba si lo de la dentadura tendría alguna importancia.
Comprendió que se estaba acercando al punto de tener que tomar una decisión. Para ser sincera, la verdad es que ya estaba casi decidida y la respiración se le estaba acelerando.
Hizo un esfuerzo por adelantarse a la adrenalina que sus glándulas empezaban a segregar enviándose mensajes de calma que trataba de asimilar: Pues sí, está bien, es apetecible, pero antes deberías saber algo más sobre él. Tenía que evitar la humillación de dar el primer paso, de creer que se iba a ir con ella y descubrir más adelante que había una esposa o una novia esperándolo.
Si, por lo menos, le diera conversación… ¿Por qué siempre los que le resultaban atractivos se quedaban sentados en silencio y los que descartaba por alguna deficiencia parloteaban sin cesar? Una vez había dado con un tipo lamentable que, al quitarse el voluminoso chaquetón, dejó a la vista unos bracitos larguiruchos y un torso de palomita. Unos minutos más tarde ya le estaba contando toda su vida. En cambio, si estaban macizos, lo más probable era que se quedaran callados mirando al vacío o que hicieran afirmaciones sobre la vida en general y dejaran a un lado las cuestiones personales con una facilidad de reflejos como la de los atletas.
Los minutos iban pasando y parecía que el autoestopista se sentía muy a gusto sin despegar los labios. Aunque, por lo menos, se estaba tomando la molestia de dirigir alguna mirada a su cuerpo, a sus pechos en particular. Por lo que podía percibir al mirarlo de soslayo y toparse con sus ojos furtivos, prefería que ella mirara hacia adelante para poder observarla a sus anchas. Pues, muy bien, le proporcionaría una buena vista para comprobar si eso provocaba algún efecto. De todos modos, faltaba poco para llegar al desvío de Evanton, y tenía que concentrarse en el volante. Así que puso la espalda recta y se inclinó un poco hacia adelante, exagerando la concentración con que observaba la carretera, para permitir que la examinara a conciencia.
De inmediato sintió sobre todo su ser el calor que irradiaba su mirada. Era como una variante de los rayos ultravioleta, y no de menor intensidad.
Isserley se preguntaba, y lo hacía con enorme interés, qué efecto le habría causado a él, en su extraña inocencia. ¿Sería consciente de todos los esfuerzos que había hecho por él? Apoyó la espalda bien recta sobre el respaldo del asiento y sacó pecho.
El autoestopista fue plenamente consciente.
Las tetas eran fantásticas, pero el resto no valía mucho. Era pequeñísima, parecía un crío mirando por encima del volante. ¿Cuánto mediría? De pie, quizás un metro y medio. Qué curioso que hubiera un montón de mujeres con unas tetas estupendas que fueran tan, tan bajitas. Aquella chica sabía de sobra que las tenía bien puestas, por eso las llevaba asomando por el escote de la blusa. Claro, y por eso tenía puesta la calefacción tan fuerte que el coche parecía un horno, para poder llevar aquella blusa negra tan escasa de tela y airearlas y que todo el mundo se las viera, que él se las viera.
Sin embargo, tenía el resto del cuerpo muy raro. Los brazos eran largos y flacos, y los codos, muy huesudos. No era extraño que llevara una blusa de manga larga. Las muñecas también eran huesudas, y las manos, muy grandes. Pero bueno, con unas tetas como aquéllas…
Lo cierto era que tenía las manos realmente raras. Mucho más grandes de lo que uno podría pensar teniendo en cuenta el tamaño del resto del cuerpo, pero tan estrechas como… como patas de pollo, y parecían muy fuertes, igual que si hubiera tenido que emplearlas en tareas muy duras. Tal vez trabajara en alguna fábrica. No podía verle bien las piernas porque llevaba unos horribles pantalones de pata de elefante, típicos de los años setenta, que se habían vuelto a poner de moda, y de un color… ¡Dios mío, nada menos que verde brillante…!, y lo que parecían unas Doc Martens, aunque nada podía disimular que era paticorta. Pero aquellas tetas… Eran como… Eran como… No sabía con qué compararlas. Eran unas tetas de puta madre, tan juntitas y tan bien puestas, con el sol dándoles de lleno a través del parabrisas.
Pero, dejando las tetas aparte, se preguntó qué tal sería su cara. De momento no podía vérsela, a causa de su peinado, de modo que tendría que esperar a que la volviera hacia él. Llevaba una melena, de pelo grueso, abundante y de un color pardo grisáceo oscuro, que le caía como una cortina a los lados de la cara, lo cual impedía que se le vieran las mejillas cuando miraba hacia adelante. Era tentador imaginar que tras aquella cabellera se escondía un rostro hermoso, un rostro como el de una cantante pop o una actriz, pero sabía que no sería así. Y la verdad es que, cuando volvió la cabeza hacia él, le impresionó. Era un rostro pequeño y con forma de corazón, como el de los enanitos de los libros infantiles, con una naricita perfecta y una boca de labios fantásticamente carnosos y bien dibujados, como los de las top-models, pero con unas mejillas demasiado regordetas. Y llevaba las gafas más gruesas que había visto en su vida. Le aumentaban tanto los ojos, que parecían de un tamaño doble del normal.
Había que reconocer que era rarísima. Tenía algo de bombonazo, de vigilante de la playa, pero también algo de vieja pequeñita.
Y, en cuanto a conducir, conducía como una vieja pequeñita. A ochenta por hora, como mucho. Y aquel anorak tan hortera que llevaba en el asiento de atrás… Probablemente, le faltaba un tornillo. Probablemente, estaba un poco chiflada. Y, además, hablaba de un modo curioso. Era extranjera, eso seguro.
¿Le apetecía follársela? Bueno, si se presentaba la ocasión, probablemente, sí. Probablemente, follaría mejor que Janine. Bueno, seguro.
¡Janine! ¡Dios!, era increíble cómo el solo hecho de pensar en ella le dejaba con la moral por los suelos. Hasta ese momento había estado de excelente humor. Ay, Janine… Si en algún momento se sentía verdaderamente contento y feliz, sólo tenía que pensar en Janine. ¡Señor, Señor…! ¿Por qué no podría olvidarse de aquel asunto y pensar sólo en las tetas de aquella chica? Allí estaban, resplandecientes bajo el sol, como… Ya sabía qué le recordaban. Le recordaban la luna. Bueno, dos lunas.
—¿Y qué vas a hacer en Inverness? —le preguntó él de repente.
—Asuntos de trabajo —respondió ella.
—¿A qué te dedicas?
Isserley lo pensó unos instantes. Habían pasado tanto tiempo en silencio, que se había olvidado de qué había decidido ser en aquella ocasión.
—Soy abogada.
—¿De verdad?
—De verdad.
—¿Como las de la tele?
—No lo sé, no veo la televisión.
Lo cual era, más o menos, cierto. Cuando llegó a Escocia se pasaba todo el día ante el televisor, pero luego ya sólo lo ponía para ver las noticias y, muy de vez en cuando, mientras hacía sus ejercicios, miraba un rato lo que estuvieran poniendo.
—¿Llevas asuntos criminales? —indagó él.
Ella lo miró un instante a los ojos y vio en ellos una chispa que podía merecer la pena avivar.
—A veces —dijo encogiéndose de hombros. O intentándolo. Encogerse de hombros mientras iba conduciendo le suponía un esfuerzo físico increíble, especialmente con aquellos pechos suyos.
—¿Y has llevado alguno jugoso?
Isserley echó un vistazo al retrovisor y disminuyó la velocidad para que un Volkswagen que tiraba de una caravana pudiera adelantarla.
—¿Qué quieres decir con lo de jugoso? —preguntó mientras maniobraba para volver al centro de la carretera.
—Pues no sé… —dijo él, suspirando con un tono entre quejoso y pícaro al mismo tiempo—. De esos en que un hombre mata a su mujer porque está liada con otro.
—Alguno ha habido —dijo Isserley intentando no comprometerse.
—¿Y le machacaste?
—¿Machacarlo?
—Que si hiciste que le cayera cadena perpetua.
—¿Y qué te hace pensar que yo llevaba la acusación? —dijo ella con una sonrisa de suficiencia.
—Pues, ya sabes, las mujeres se unen contra los hombres.
Su voz había adquirido un tono muy extraño: triste, amargo incluso, pero insinuante a la vez. Isserley tenía que dar con una buena respuesta.
—Yo no estoy en contra de los hombres —dijo por fin, con toda intención—. Sobre todo, de los hombres a los que sus mujeres han tratado mal.
Confiaba en que aquello le dispusiera a hablar.
Pero él siguió en silencio y se hundió un poco en el asiento. Aunque Isserley lo miró ladeando la cabeza, él no hizo nada para que sus miradas se encontrasen, como si ella hubiese traspasado ciertos límites, así que tuvo que conformarse con leer lo que ponía la camiseta. Decía AC/DC y, estampado en relieve, CONTRA EL SISTEMA. No tenía ni idea de qué quería decir aquello, lo cual la hizo sentirse, de pronto, como cuando pierdes pie en el mar.
La experiencia le había enseñado que en esos casos lo único que se podía hacer era descender a aguas más profundas.
—¿Estás casado? —le preguntó.
—Lo estuve —respondió secamente. La línea del nacimiento del pelo, cortado a cepillo, se le había llenado de brillantes gotas de sudor. Se pasó el dedo pulgar por debajo del cinturón de seguridad para aflojárselo, como si le estuviera asfixiando.
—Y por eso no te caen bien los abogados —sugirió Isserley.
—No tuve problemas. Fue una separación amistosa.
—O sea que no tienes hijos.
—Se los quedó ella. Así que ¡que le vaya bien!
Dijo aquello como si su mujer fuera un país lejano y repugnante en el que no hubiera la menor posibilidad de implantar las costumbres de una sociedad civilizada.
—No pretendía ser indiscreta —dijo Isserley.
—No te preocupes.
Siguieron adelante. Lo que pareció que iba a producir una intimidad progresiva había derivado en un mutuo malestar.
El sol había ascendido en el horizonte hasta situarse sobre el techo del coche, y lanzaba sobre el parabrisas una deslumbrante luz blanca que amenazaba con causarles escozor en los ojos. El bosque que había por el lado del conductor era cada vez menos espeso, y empezaba a verse un terraplén escarpado, repleto de enredaderas y campanillas. Señales escritas en diferentes idiomas, desconocidos para Isserley, recordaban a los conductores extranjeros que no condujesen por la derecha.
La temperatura del interior del coche había empezado a resultar sofocante incluso para ella, que solía aguantar bien tanto el frío como el calor extremos. Hasta se le habían empezado a empañar las gafas, pero no podía quitárselas en aquel momento: no podía permitir que él le viese los ojos. Un fino hilillo de sudor le bajaba lentamente desde el cuello hasta el esternón y se demoraba en el borde del escote. Pero no parecía que el autoestopista lo hubiera notado. Tamborileaba con las manos sobre los muslos el ritmo de alguna melodía que ella no podía oír. Cuando notó que le miraba, dejó de hacerlo y cruzó las manos sobre la entrepierna.
¿Qué había pasado? ¿Qué había producido aquella desazonadora metamorfosis? Justo cuando había empezado a considerarlo como una posibilidad atractiva, parecía como si él se hubiera retraído. Ya no era el mismo que había subido a su coche hacía veinte minutos. ¿Sería uno de esos torpes paletos que pierden la seguridad en el terreno sexual en cuanto se les recuerda a las hembras de su vida? ¿O sería culpa de ella?
—Puedes abrir la ventana si tienes calor —le sugirió.
Él asintió con la cabeza sin pronunciar palabra.
Isserley apretó un poco el acelerador pensando que a él le agradaría, pero lo único que provocó fue que suspirara y se reclinase un poco más en el asiento, como si aquel insignificante aumento de velocidad solamente le hubiera recordado lo despacio que se dirigían hacia ninguna parte.
Quizás no debiera haber dicho que era abogada. Quizás, si hubiera dicho que era dependienta en una tienda, o maestra en un jardín de infancia, habría logrado que él charlara más. Pero es que había supuesto que tenía un carácter fuerte, duro; había pensado que tendría una historia delictiva de la que empezaría a hablar para provocarla o para tantear su punto de vista. Quizás lo único realmente prudente habría sido decir que era ama de casa.
—Y tu mujer —dijo para reanudar la conversación, esforzándose en adoptar un tono tranquilizador de camaradería masculina, ese tono que uno espera de un amiguete en la barra del bar—, ¿se quedó con la casa?
—Sí… Bueno, no. —Tomó una bocanada de aire—. Tuve que venderla y darle la mitad. Ella se marchó a vivir a Bradford y yo me quedé aquí.
—¿Dónde es aquí? —preguntó Isserley, haciendo un gesto con la cabeza que abarcaba todo el horizonte y con el que esperaba que se diera cuenta de lo lejos que estaban ya de donde lo había recogido.
—En Milnafua —dijo riéndose, consciente de lo ridículo que sonaba aquel nombre.
A Isserley lo de Milnafua le sonaba totalmente normal; más normal incluso que Londres o Dundee, nombres que le costaba pronunciar. Sin embargo, agradeció que para él sonase estrafalario.
—Allí no hay trabajo, ¿verdad? —preguntó, dándolo por sentado y suponiendo que aquello le proporcionaría una nota de complicidad masculina.
—¡A mí me lo vas a decir! —masculló él, y, a continuación, añadió, con un tono excesivamente fuerte y agudo—: Pero yo sigo intentándolo, ¿eh?
Isserley no le creyó y, al mirarlo, comprendió que se trataba de un papel que intentaba representar: había adoptado una patética expresión que pretendía ser optimista, pero que no lo lograba ni por asomo. Hasta sonreía, con la cara brillante de sudor, como si de pronto hubiera tomado conciencia de que podía ser peligroso reconocer su apatía, o como si admitir que vivía del paro pudiera acarrearle serias consecuencias. ¿Sería porque le había dicho que era abogada? ¿Le habría dado miedo pensar que ella pudiera traerle problemas o que algún día pudiera llegar a tener algún poder legal sobre él? ¿Sería mejor disculparse entre risas por haberlo engañado y volver a empezar desde el principio diciendo que, en realidad, vendía software para ordenadores o ropa de tallas especiales para gordas?
Una enorme señal verde a un lado de la carretera anunciaba los kilómetros que faltaban para Dingwall e Inverness. No muchos. Como el terreno descendía por la parte izquierda, permitía ver la reluciente costa del estuario de Cromarty. La marea estaba baja, y las rocas y la arena quedaban a la vista. Una gaviota solitaria estaba posada lánguidamente sobre una de ellas, como abandonada a su suerte.
Isserley se mordió el labio, al mismo tiempo que aceptaba poco a poco su error. Abogada, vendedora o ama de casa hubiera dado igual. No era adecuado para ella, y punto. Había recogido a un tipo inadecuado. Otra vez.
Pero, claro, si es que era obvio lo que iba a hacer aquel grandullón susceptible. Iba a Bradford a visitar a su mujer o, por lo menos, a sus hijos.
Desde el punto de vista de Isserley, eso suponía un riesgo. Las cosas se podían complicar mucho si había niños de por medio. Por mucho que le apeteciera —entonces empezó a caer en la cuenta de lo mucho que había invertido en la idea de conseguirlo—, no quería complicaciones. Tendría que renunciar a él. Tendría que devolverlo a la carretera.
Los dos se mantuvieron en silencio el resto del viaje, como si hubieran comprendido que se habían defraudado el uno al otro.
El tráfico había aumentado. Se encontraban atrapados en una de las múltiples filas ordenadas de vehículos que atravesaban el puente colgante de Kessock. Isserley echó una mirada a su autoestopista y sintió como una sensación de pérdida al verlo vuelto hacia el otro lado, observando fijamente los polígonos industriales de la costa de Inverness que se veían allá abajo. Contemplaba la fealdad prefabricada de una deprimente ciudad de juguete con la misma intensidad con que había admirado sus pechos no hacía mucho rato. En aquel momento lo único que llamaba su atención eran los diminutos camiones que desaparecían al internarse en las bocas de las fábricas.
Isserley permaneció en el carril de la izquierda conduciendo más deprisa de lo que lo había hecho en todo el día. No era sólo por el ritmo que le imprimían los coches a su alrededor, sino porque quería acabar con aquella situación cuanto antes. El cansancio había vuelto a apoderarse de ella. Se moría de ganas de encontrar un sitio a la sombra, lejos de la carretera, recostar la cabeza en el asiento y dormir un poco.
Ya en el extremo opuesto del puente, donde el coche volvía a estar sobre tierra firme, Isserley pasó por la rotonda con una concentración tremenda para evitar que el tráfico la envolviera y la arrastrara en manada hacia Inverness. Ni siquiera se preocupó de disimular los gestos de ansiedad que le provocaba aquella tensión. Total, ya había renunciado a él.
A pesar de todo, para combatir el silencio de los últimos minutos, le hizo un ofrecimiento antes de despedirse.
—Te voy a llevar un poco más allá, hasta el desvío para Aberdeen. Así, por lo menos, los coches que pasen sabrán que te diriges al sur.
—Estupendo —respondió él sin ningún entusiasmo.
—¿Quién sabe? —dijo intentando animarlo—. A lo mejor, llegas a Bradford esta noche.
—¿A Bradford? —preguntó frunciendo el ceño—. ¿Y quién ha dicho que voy a Bradford?
—A ver a tus hijos —le recordó.
Se produjo un silencio embarazoso.
—A mis hijos no los veo nunca —dijo de repente—. Ni siquiera sé dónde viven exactamente. Lo único que sé es que están por la zona de Bradford. Janine, mi ex mujer, no quiere saber nada de mí. Por lo que a ella respecta, no existo.
Lo dijo mirando fijamente hacia adelante, como comparando los miles de pueblos que quedaban al sur con su propia inanidad en aquel asunto.
—Y, de todos modos —añadió—, lo de Bradford fue hace años. Por mí, como si se ha ido a vivir a Marte.
—Entonces… —preguntó Isserley mientras cambiaba de velocidad con tal torpeza que la caja de cambios chirrió de un modo horrible—. ¿Adónde piensas llegar hoy?
El autoestopista se encogió de hombros.
—Con llegar a Glasgow me conformo —dijo—. Allí hay buenos pubs.
Al notar que ella iba buscando una señal que anunciase la proximidad de un aparcamiento, comprendió que estaba a punto de tener que bajarse del coche.
Y entonces, bruscamente, tuvo un último arranque incongruente de energía locuaz, impulsado por la amargura.
—Es más divertido que estar sentado en el Hotel Comercial de Alness con un grupo de viejos solitarios escuchando a un idiota cantando esa jodida canción, Copacabana.
—Pero ¿dónde vas a dormir?
—Conozco a un par de tipos en Glasgow —contestó con la voz vacilante, como si la última frase le hubiera vuelto a dejar sin energía—. Sólo es cuestión de dar con ellos, nada más. En algún sitio estarán. El mundo es muy pequeño, ¿no?
Isserley estaba mirando fijamente hacia adelante, a las montañas coronadas de nieve. A ella el mundo le parecía bastante grande.
Incapaz de compartir su visión de cómo le recibiría la ciudad de Glasgow, sólo murmuró un «Mmm», y él, al notarlo, hizo un gesto afligido abriendo sus grandes manos para mostrarle que las tenía vacías.
—Aunque la gente puede dejarte en la estacada —añadió—, así que siempre hay que tener otro plan previsto.
Tragó saliva y la nuez se le marcó en el cuello como si realmente tuviese atascada una nuez de verdad.
Isserley asintió con la cabeza intentando que no se traslucieran sus sensaciones. Estaba cubierta de sudor y unos escalofríos le recorrían la espalda como corrientes eléctricas. El corazón le latía con tanta fuerza que los pechos se le movían. Para controlarlo decidió hacer una inspiración profunda en vez de varias cortas. Con la mano derecha fuertemente asida al volante echó un vistazo al espejo retrovisor, luego al velocímetro, al otro carril y al autoestopista.
Todo era perfecto, todo apuntaba a que aquél era el momento preciso.
El autoestopista, al notar su excitación, le dirigió una vaga sonrisa y empezó a levantar una mano del regazo con un gesto torpe, como si se estuviera despertando y tuviera que hacer, todavía aturdido, algo que se esperaba de él. Isserley le devolvió la sonrisa para tranquilizarlo y asintió con la cabeza de un modo casi imperceptible, como diciendo que sí.
Y entonces, con el dedo corazón de la mano izquierda, accionó una palanquita que había junto al volante.
Podía ser la de las luces, o la de los intermitentes, o la de los limpiaparabrisas. Pero no era ninguna de ellas. Era la de la icpathua, la que ponía en funcionamiento las agujas que estaban en el interior del asiento del acompañante y las disparaba en silencio desde sus pequeñas fundas escondidas bajo la tapicería.
Al notar los pinchazos, uno en cada nalga, a través de la tela de los pantalones vaqueros, el autoestopista se encogió. Por casualidad, en aquel momento sus ojos se reflejaban en el espejo retrovisor e Isserley fue la única testigo de la expresión que adquirieron. El vehículo más cercano, un camión enorme con la inscripción PRODUCTOS AGRÍCOLAS, estaba tan lejos que su conductor parecía un insecto detrás del cristal ahumado. De todos modos, la expresión de sorpresa del autoestopista duró sólo unos instantes. La dosis de icpathua era suficiente para un cuerpo considerablemente más grande que el suyo. Perdió la conciencia, y la cabeza se le fue hacia atrás y quedó apoyada sobre el mullido reposacabezas.
Con un leve temblor en los dedos, Isserley accionó otra palanca. Su respiración se fue acompasando al ritmo pausado del intermitente mientras salía de la carretera y se adentraba sin prisa en un área de descanso. El velocímetro bajó a cero; el coche se detuvo; el motor se paró, o tal vez fue ella quien lo apagó. Ya había acabado todo.
Como le ocurría siempre en momentos semejantes, se vio a sí misma desde un punto en lo alto. Era una vista aérea de su pequeño Toyota rojo aparcado en aquel paréntesis de asfalto. El camión con la inscripción PRODUCTOS AGRÍCOLAS pasó haciendo mucho ruido.
Y luego, como le ocurría siempre, Isserley cayó desde aquel punto en lo alto, con una velocidad vertiginosa, y volvió a sumergirse en su cuerpo. Apoyó la cabeza en el respaldo con bastante más fuerza de lo que lo había hecho él, y tomó aire al tiempo que la sacudía un estremecimiento. Se agarró al volante, jadeante, como para no seguir cayendo aún más hasta las entrañas de la tierra.
Recobrar la sensación de estar sobre el nivel del suelo siempre le llevaba un rato. Fue contando las veces que aspiraba aire, hasta que bajaron a seis por minuto. Y entonces aflojó las manos que había mantenido agarradas al volante y las apoyó sobre el estómago. Eso siempre le resultaba reconfortante.
Cuando, por fin, la adrenalina fue disminuyendo y empezó a sentirse más tranquila, reemprendió la tarea. Los coches pasaban zumbando en los dos sentidos, aunque ella sólo los oía, no podía verlos. Los cristales de las ventanillas de su coche habían adquirido un tono ámbar oscuro nada más tocar una tecla que había en el salpicadero. Nunca era consciente de cuándo la apretaba. Debía de hacerlo en plena descarga de adrenalina. Lo único que sabía era que, llegado el momento en que se encontraba ahora, las ventanas tenían siempre aquel tono oscuro.
Algún vehículo de gran tonelaje pasó por la carretera haciendo vibrar el suelo y proyectando una sombra oscura sobre su coche. Isserley esperó a que se alejara.
Abrió entonces la guantera y extrajo una peluca. Era una peluca masculina de color rubio y con rizos. Se volvió hacia el autoestopista, que seguía como congelado en la misma postura, y se la colocó con mucho cuidado. Se la ajustó sobre la frente, estirando el borde delantero con sus afiladas uñas, y le arregló unos rizos rebeldes por encima de las orejas. Se echó hacia atrás para comprobar qué tal le había quedado y volvió a hacerle unos ligeros retoques. Ya tenía el mismo aspecto que todos los que se había llevado en ocasiones anteriores, y después, cuando le quitaran la ropa, sería casi idéntico a los otros.
A continuación sacó un montón de gafas diferentes de la guantera y eligió las más adecuadas. Se las colocó deslizándoselas sobre la nariz y las orejas.
Y, para acabar, cogió el anorak que estaba en el asiento de atrás. De paso, empujó la cazadora del autoestopista para que cayera al suelo. En realidad, el anorak era sólo la parte delantera de la prenda, porque le había quitado la espalda. Colocó la pechera sobre el tronco del autoestopista, le metió los brazos por las mangas y dejó que la capucha, cortada por la mitad, le cayera sobre los hombros.
Ya estaba a punto para que se lo llevara.
Apretó otra tecla y el tono ambarino de los cristales se fue desvaneciendo como si se dispersase. El mundo exterior seguía frío y luminoso. No había demasiado tráfico. Aún le quedaban dos horas por delante antes de que la icpathua dejara de hacer efecto, y no estaba más que a unos cincuenta minutos de casa. Y, además, solo eran las 9.35. Después de todo, las cosas le estaban saliendo bien.
Giró la llave de contacto. Cuando el motor arrancó, se volvió a oír el ruidito que la había preocupado antes.
Al llegar a la granja, tendría que mirar qué pasaba.