Capítulo 9
Isserley fue conduciendo hasta Tarbat Ness, directamente a un embarcadero que conocía. Estaba al final de una bajada corta y peligrosa, que tenía una señal de tráfico con la silueta de un coche cayendo a un mar de olas estilizadas.
Se internó con mucha precaución, aparcó casi al borde del embarcadero y tiró de la palanca del freno de mano hacia arriba como quien tiene que rescatar algo que está a punto de hundirse para siempre. A continuación apoyó los brazos sobre el volante y se dispuso a esperar que aflorasen los sentimientos que hubiesen de aflorar. Pero no afloró ninguno.
El mar estaba en una calma total y tenía un color gris acerado. Sin parpadear siquiera, Isserley estuvo contemplándolo un rato largo a través del parabrisas. Era cosa sabida que a las focas les gustaba ir allí a jugar. En algún punto de la carretera por la que acababa de bajar había una señal que lo decía. Se pasó unas dos horas mirando fijamente el mar, decidida a no perder detalle. El agua se fue poniendo más oscura, como si fuese una gran extensión de vidrio tintado. Si había alguna foca escondida en su interior, no salió a la superficie.
A su debido tiempo la marea fue subiendo silenciosamente y empezó a cubrir el suelo del embarcadero. Isserley no sabía si seguiría subiendo hasta levantar su coche y arrastrarlo. Supuso que si el agua se la llevaba, acabaría ahogándose. Hacía mucho tiempo había sido una buena nadadora, pero aquello fue cuando tenía un cuerpo muy diferente del actual.
Intentó sacar fuerzas de flaqueza para girar la llave, poner en marcha el motor y salir de allí sana y salva, pero no lo consiguió. Le resultaba imposible pensar en algún otro sitio al que dirigirse. Aquél era justamente el lugar al que había decidido ir cuando aún tenía fuerzas para tomar decisiones. Esas fuerzas ya la habían abandonado. Se quedaría allí. El agua decidiría si quería llevársela o dejar que continuase viviendo. En realidad, ¿qué importancia tenía?
Cuanto más tiempo pasaba, mayor era su impresión de que acababa de llegar al embarcadero, de que sólo llevaba allí unos instantes. El sol se iba moviendo por el cielo como el resplandor engañoso de unos faros muy distantes que no se acercaban nunca. Las aguas del mar del Norte golpeaban suavemente los bajos del coche. Isserley seguía mirando a través del parabrisas. Algo importante se le escapaba. Esperaría allí hasta descubrir qué era. Esperaría allí para siempre, si era necesario.
En el cielo, que ya empezaba a oscurecerse, una gran nube iba cambiando continuamente de forma. Aunque no notaba que hubiese el menor viento, debía de haber algunas fuerzas poderosas por allí arriba que daban forma a la nube y, como no les gustaba, volvían a cambiársela. Había empezado siendo el mapa flotante de un continente, después se había comprimido hasta adquirir la forma de un barco y luego se había agrandado hasta convertirse en algo similar a una ballena. Por fin, hacia el anochecer, se fue transformando en algo más grande, difuso y abstracto, carente de sentido.
La oscuridad lo cubrió todo e Isserley seguía sin poder decidir qué debía hacer. El coche se mecía suavemente, embestido por abajo por la cresta de las olas. Se iría cuando se sintiera dispuesta.
La noche pasó en unos segundos, en no más que unos cuantos miles de segundos. No se durmió. Sentada al volante, vio pasar la noche. En algún momento, durante las horas de oscuridad, la marea abandonó su intento de intimidarla y empezó a retroceder.
Al alba, Isserley parpadeó varias veces. Se quitó las gafas, pero el problema estaba en el parabrisas, que se había empañado por la condensación. Y ella tenía el cuerpo sudoroso y húmedo como si hubiera estado durmiendo. Pero no podía haber estado durmiendo. Era imposible. No había bajado la guardia ni un solo instante.
Puso en marcha los limpiaparabrisas para ver si quitaban la neblina luminosa. Nada cambió. Giró la llave de contacto. El motor carraspeó sin energía y se estremeció. Luego se calló.
—Si es eso lo que quieres… —dijo furiosa en voz alta.
Tendría que hacer algo.
Más o menos una hora después las ventanillas habían recobrado la transparencia por sí mismas. Isserley se dio cuenta de que le dolía un punto en un costado. Se lo frotó con las yemas de los dedos. La tela de la blusa se le había quedado pegada a la carne con algo que debía de ser sangre. Irritada, se la despegó de un tirón. Había dado por supuesto que no tenía ninguna herida.
Para investigar, intentó girar las caderas o subir los muslos en el asiento. No ocurrió nada. De cintura para abajo parecía estar muerta. Tendría que hacer algo.
Bajó un poco la ventanilla que había junto a su asiento y se puso a otear por la rendija. La marea había bajado y esparcidos en la orilla se veían algas gelatinosas, desechos a medio descomponer y rocas cubiertas de bultitos, plagadas de aquellos moluscos que la gente, es decir los vodsels, recogían. Buccinos, ésa era la palabra. Buccinos.
En la lejanía divisó dos figuras que iban caminando a lo largo de la orilla hacía el embarcadero en el que estaba. Aunque lo único que deseaba era que volviesen sobre sus pasos, cada vez estaban más cerca. Y, a pesar de la intensidad de su furia, el mensaje telepático no causaba el menor efecto. Aquellas figuras no daban media vuelta…
Cuando ya estaban a unos cincuenta metros, más o menos, Isserley se dio cuenta de que las figuras correspondían a una vodsel y a un perro cuyo sexo no le era posible determinar. La vodsel era menuda y delicada, y vestía un chaquetón de piel de cordero y una falda verde. Tenía unas piernas tan flacas como palillos enfundadas en unas medias negras y calzadas con botas verdes de goma. El pelo de su cabeza era largo y espeso, y le revoloteaba por delante de la cara. Mientras iba caminando por entre las rocas llamó al perro por su nombre con una voz totalmente diferente a la de los vodsels machos.
El perro no iba desnudo. Llevaba puesto un abriguito de tela escocesa con cuadritos rojos. Mientras correteaba se bamboleaba, intentando mantener el equilibrio sobre las resbaladizas rocas y volviendo sin cesar la cabeza hacia la vodsel.
Por fin, cuando ya se habían acercado tanto que Isserley había pensado en ponerse las gafas, se detuvieron en seco. La vodsel saludó con la mano, luego se volvió y empezó a alejarse con el perro pegado a los talones.
Isserley respiró con alivio. Continuó mirando las nubes, mirando el mar.
Cuando pensó que por fin el coche se habría secado con el calor del sol, volvió a intentar ponerlo en marcha. El motor obedeció. Lo apagó. Se iría cuando se sintiera dispuesta.
Giró la cabeza hacia el asiento del acompañante y se puso a mirar la tapicería llena de agujeritos mientras apretaba la tecla, de la icpathua. Dos agujas plateadas atravesaron la tela y soltaron dos chorritos finos de líquido.
Isserley se recostó en su asiento, cerró los ojos y comenzó a gemir.