Capítulo 7
Cuando Isserley volvió a emerger a la superficie tras haber caído en el agujero negro del sueño, abrió los ojos y se encontró con que aún era de noche. Flotando en medio del vacío parpadeaban muy débilmente los números del reloj digital. Marcaba cero, cero, cero y cero. Necesitaba cambiar la fuente de energía que el aparato llevaba dentro. Pensó que debería haberlo previsto en vez de… ¿de qué? En vez de haber tirado el dinero comprándose aquellos bombones que no tenía la menor intención de comerse.
Siguió allí, enredada en las sábanas, confusa, desorientada y con cierto grado de ansiedad. Aunque en medio de la oscuridad no podía distinguir nada más que el parpadeo del reloj, por su mente cruzó de pronto una nítida imagen del suelo de su coche, que era lo último en lo que había estado pensando antes de sumirse en el sueño. Tenía que acordarse de sacar los bombones antes de volver a salir con el coche o acabarían pisoteados. Ya había visto al criador de perros darle un mordisco a uno. Dentro tenían una especie de puré, una porquería pegajosa que, sin duda, se pudriría con el paso del tiempo.
Últimamente no había llevado bien sus asuntos; tenía que ponerlos en orden en cuanto tuviese la menor oportunidad.
No tenía ni idea de cuántas horas había estado durmiendo. No sabía sí la larga noche invernal hacía poco que había empezado o estaría a punto de acabar. Hasta era posible que se hubiera pasado durmiendo las escasas horas de pálida luz que había a lo largo del día y ya fuese el anochecer del día siguiente.
Intentó averiguar cuánto tiempo había estado inconsciente basándose en cómo se sentía. Tenía la piel tan caliente como un motor recalentado, y por las zonas que aún podían sudar le brotaban ardorosas gotas de sudor. Lo cual significaba que, si sus ciclos todavía eran fiables, había dormido un rato muy corto o bien llevaba durmiendo mucho tiempo.
Estiró los miembros con cuidado. El dolor no fue mayor de lo habitual, aunque siempre era un dolor fuerte. Fuese la hora que fuese, tenía que levantarse y hacer los ejercicios, o llegaría un momento en que ya no podría moverse de la cama y se quedaría atrapada en aquella jaula que formaban sus propios músculos y huesos.
Cuando se le empezaron a dilatar las pupilas comenzó a vislumbrar algunos detalles que iluminaba la luz de la luna. Como su dormitorio era una habitación vacía, los detalles consistían sólo en las grietas de la pared, los desconchones de la pintura, los inservibles interruptores de la luz y el reflejo nacarado del viejo televisor dormido dentro del hueco de la chimenea. Muerta de sed, buscó a tientas el vaso de agua que solía dejar junto a la cama, pero estaba vacío. Por si acaso, se lo llevó a los labios y lo inclinó. Sí, estaba vacío, pero eso no tenía ninguna importancia. Podía esperar. Era fuerte. Las necesidades no iban a poder con ella.
Se sentó en la cama y retiró torpemente la sábana. Abandonando el colchón, decidió lanzarse al suelo. Aterrizó toda encorvada y poco le faltó para caerse hacia un lado. Un dolor punzante, como si le hubieran clavado una aguja, le atravesó el punto en el que había sufrido la amputación en la base de la columna vertebral. Había vuelto a cometer la equivocación de tratar de recuperar el equilibrio con el rabo. Se balanceó adelante y atrás para dar con el nuevo centro de gravedad. Las plantas de los pies, húmedas de sudor, no se adherían bien al suelo de madera.
La luz de la luna no le pareció suficiente para poder hacer los ejercicios. No sabía por qué necesitaba verse los miembros para ejercitarlos, pero le resultaba necesario. Era como si en medio de la oscuridad no lograse estar segura de qué clase de criatura era. Necesitaba comprobar qué quedaba de su cuerpo.
Tal vez la televisión, además de suministrarle cierta iluminación, podría servirle para orientarse. Sentía a su alrededor un remolino irreal de miasmas deletéreos como los que había sobre los pozos de producción de oxígeno que constituían el núcleo central de los Estados Nuevos. Había vuelto a tener la misma pesadilla.
Después de soñar con aquellos pozos hubiera sido reconfortante despertarse en un mundo bañado por la luz del sol. Y, ya que eso no lo había conseguido, la habría tranquilizado ver, al menos, el resplandor del reloj. Pero, si no podía contar con ninguna de las dos cosas, ya se las arreglaría.
Fue dando tumbos hasta el hueco de la chimenea y encendió el televisor. Lentamente, la pantalla cubierta de polvo fue cobrando vida como las brasas avivadas por el viento, y poco a poco, como si fuese un fuego psicodélico dentro del hogar de la chimenea, se fue materializando una imagen brillante, mientras Isserley se preparaba para hacer las contorsiones que necesitaba a fin de ponerse en forma.
Dos vodsels de sexo masculino con unas calzas ajustadas de color malva, unos blusones de mangas abullonadas y unos sombreros verdes muy raros, que parecían monstruos del lago Ness de juguete, estaban al lado de un agujero que había en el suelo desde cuyo interior alguien lanzaba hacia fuera paladas de tierra parda que parecían bocanadas de aire. Uno de ellos sostenía en la palma de la mano una especie de escultura pequeña de color blanco que era una versión tridimensional del símbolo de peligro que había en la puerta del edificio principal de Ablach.
—… y ahora en poder de los señores gusanos, sin mandíbulas, te romperá la crisma la pala del sepulturero —decía dirigiéndose a la escultura con un acento extraño, más raro aún que el de los naturales de Glasgow[1].
Isserley se quedó unos segundos pensando en lo que había oído y tratando de descifrarlo, mientras gruñía por el esfuerzo que le costaba doblar varias veces el rígido tronco hacia la cadera derecha.
La cámara de la televisión la introdujo (¡uf!) en el agujero del suelo, donde un viejo vodsel de aspecto horroroso estaba cavando. Mientras hacía su trabajo canturreaba con una voz pastosa, arrastrando las palabras como John Martyn: «Una meada cagada y una capada, una amiga capada, un sudario, ¡oh, hay que cavar una fosa de arcilla!».
Todo aquello le pareció bastante deprimente, así que cambió de canal con los dedos de los pies.
Una gran muchedumbre de vodsels iba bajando por una calle muy amplia, pavimentada con piedras e iluminada por el sol. Todos los participantes en aquella procesión iban envueltos en unas sábanas que tenían una rajita estrecha por la que les asomaban los ojos. Uno de ellos llevaba en alto una pancarta con una fotografía sacada de algún periódico, ampliada y poco definida, de alguien envuelto en una sábana, al igual que todos ellos. En off se oía la voz de un periodista que decía que, puesto que el mundo entero estaba viendo aquellas imágenes, se preguntaba hasta dónde se les permitiría llegar a aquellas hembras de vodsel.
Isserley se quedó mirando la procesión durante unos segundos, con la curiosidad de ver hasta dónde se les permitiría llegar a aquellas hembras de vodsel, pero la cámara no se lo mostró. En pantalla apareció algo totalmente distinto, una larga cola de vodsels ante un estadio deportivo. Muchos tenían un aspecto que le recordaba al criador de perros. Algunos estaban enzarzados a puñetazos y se daban patadas mientras la policía intentaba separarlos y llevárselos aparte.
La cámara enfocó de cerca a un vodsel impresionante. Estaba tan gordo que reventaba dentro de la camiseta con los colores de un equipo de fútbol. Con los pulgares se estiró el labio superior hacia arriba, hasta montarlo por encima de la nariz, para enseñar que se había escrito la palabra BULLDOG sobre la encía rosa y húmeda que asomaba por encima de unos dientes amarillentos. Después tiró del labio inferior para abajo, hacia la barbilla, y enseñó que allí se había escrito BRITÁNICO.
Isserley cambió de canal. Una vodsel con unos pechos casi tan grandes como los suyos profería unos gritos histéricos y se daba palmadas en las mejillas al ver a un ser que Isserley no pudo identificar. Parecía un insecto gigante y agitaba unas tenazas como las de los cangrejos, pero se movía con gran torpeza sobre dos patas. Un vodsel macho entró en escena corriendo y disparó al insecto algo que parecía un rayo de luz como los de las linternas con una pistola de plástico.
—Creo haberte dicho que debías quedarte con los demás —le gritó el macho a la hembra mientras el pobre ser que parecía un insecto agonizaba entre estertores. Sus lamentos, apenas audibles por el ruido orquestal de la banda sonora, resultaban alarmantemente parecidos a los de los seres humanos, tan sibilantes como los de la pasión sexual.
Isserley apagó el televisor. Como ya estaba más despierta, recordó algo en lo que debería haber pensado desde el principio: que la televisión no servía de nada si uno pretendía orientarse en el mundo de la realidad. Sólo enredaba más las cosas.
Hacía años la televisión había sido para ella una maestra maravillosa que le proporcionaba información y cotilleos constantes, tanto si estaba dispuesta a prestar atención como si no. A diferencia de los libros de estudio que Esswis le había facilitado, aquella caja luminosa situada en el hogar de la chimenea hablaba constantemente, tanto si la escuchaba como si no, y no le planteaba esos problemas que tiene uno cuando se atasca en una palabra o en una página. En todos aquellos meses de lectura y relectura, jamás había logrado pasar de los primeros párrafos de la Historia del mundo, de W. N. Weech, juez de paz, miembro de la Sociedad de Anticuarios y doctor en Historia (hasta un folleto tremendamente detallado que se titulaba ¿Qué motocultor? y trataba sobre cultivos agrícolas resultaba menos desalentador que aquel libro), pero las nociones básicas sobre la psicología de los vodsels le quedaron más claras que el agua tras un par de semanas de ver la televisión.
Sin embargo, desde hacía varios años le parecía haber alcanzado un punto en el que ya no le quedaba espacio para ningún cotilleo televisivo más. Habían perdido su primigenia utilidad, y no le parecían más que palabrería vana.
Seguía queriendo saber qué día de la semana era y si quedaba mucho o poco para la salida del sol. Así que decidió salir en cuanto hubiera recobrado un poco de flexibilidad. ¿Para qué iba a esperar si podía sacar conclusiones por sí misma? Podría acabar de hacer los ejercicios en la playa, amparada por la oscuridad. Estaba casi segura de que sería de madrugada. La madrugada del lunes.
Estaba recuperando el control.
Agarrada al pasamanos fue bajando las escaleras hacia el cuarto de baño. El dormitorio y el cuarto de baño eran las únicas habitaciones de la casa que conocía bien. Las demás seguían resultándole un misterio. Pero en el cuarto de baño no tenía problemas. Había estado allí incontables veces en total oscuridad, prácticamente todas las mañanas durante los meses de invierno.
Entró a ciegas. Las plantas de sus pies notaron el cambio del suelo de madera al de linóleo. No tuvo muchas dificultades para encontrar lo que necesitaba. La bañera, los grifos, el champú, el súbito torrente de agua a presión, todo estaba en el lugar habitual, esperándola. Nadie tocaba nada de aquello jamás.
Se dio una ducha despacio y a fondo, poniendo especial cuidado en frotarse las cicatrices y las extrañas hendiduras en las que carecía de sensibilidad, lugares en los que podían desarrollarse las infecciones y en los que podían abrirse las heridas que nunca habían llegado a cicatrizar del todo. Se masajeó con las manos, arriba y abajo, cubriéndose todo el cuerpo con espuma. Allí, a oscuras, tenía la fantasía de que las pompas de cremoso gel eran más copiosas de lo que probablemente eran en realidad. Se imaginaba a sí misma envuelta en pompas de jabón, rodeada por un halo de nubecillas espumosas como las que a veces traían las olas a la playa de Ablach.
Abstraída bajo la cascada de agua tibia, fue perdiendo la conciencia de dónde se hallaba. Sus manos continuaron deslizándose sobre la carne resbaladiza por el jabón con un ritmo regular y siguiendo un mismo recorrido. Cerró los ojos.
Cuando se dio cuenta de que sus dedos se habían perdido buscando entre sus piernas algo que ya no se encontraba allí, recobró el sentido y se enjuagó concienzudamente.
Vestida como para ir a trabajar, se encaminó hacia el mar a través de una especie de túnel que formaban los árboles. Sus botas arrancaban crujidos del barro helado, y su pelo, aún mojado, exhalaba un vapor que se esparcía por el aire fresco. Caminaba con sumo cuidado, calibrando los pasos que daba en la penumbra y con las manos abiertas a la altura de las caderas, preparada para evitar una caída. En un punto determinado se giró y esperó que la nube de su aliento se disipara para distinguir cuánto se había alejado. Su casa no era más que una vaga silueta recortada contra el cielo nocturno, con dos ventanas en el piso superior que brillaban iluminadas por la luz de la luna como los ojos de una lechuza. Se volvió hacia el estuario y siguió caminando.
Después de dejar atrás la avenida que formaban los árboles, la tierra se extendía al descubierto y se podía apreciar las grandes dimensiones de la Granja Ablach. Fue recorriendo un largo sendero lleno de hierba que serpenteaba entre anchos prados sembrados de cebada y de patatas que aún no habían brotado. Desde allí ya se veía el mar, y le pareció que el sonido de las olas la envolvía.
La luna estaba baja sobre el estuario e innumerables estrellas diminutas brillaban con toda claridad desde los más lejanos y oscuros confines del universo. Debían de ser las dos o las tres de la madrugada.
En el edificio principal lo más seguro era que los hombres estuviesen cargando la nave, por fin. Eso sí que estaba bien. Cuanta más prisa se dieran en acabar, más pronto podría partir. Llegaría el momento en que Amlis Vess sería devuelto al lugar del que había venido. ¡Qué alivio tan maravilloso supondría aquello!
Respiró profundamente, anticipando aquel gozoso suceso, viéndolo ya preparado para la partida, con los hombres conduciéndole al interior de la nave y él, arrogante, mostrando su cuerpo cuidado y lustroso, manteniendo la cabeza alta con la actitud desdeñosa de los adolescentes. Probablemente, un momento antes de entrar volvería la cabeza y echaría un vistazo, atravesando con la mirada a todos los que estuvieran delante, con sus ojos ambarinos ardiendo en medio de la exquisita negrura de su pelo. Y, un momento después, ya habría desaparecido. Desaparecido.
Isserley se encontraba en el límite de las tierras que conformaban la Granja Ablach, junto a la cerca que las separaba de los acantilados y los empinados senderos que descendían hasta el agua. El portón consistía en una chapa compacta de hierro forjado, unos tablones de madera casi petrificados y una tela metálica, unido todo ello por medio de unos goznes a unos postes laterales gruesos como troncos de árbol. Bajo la luz de la luna los cierres y los goznes parecían piezas rígidas de algún motor de coche soldadas a la madera. Afortunadamente, los anteriores dueños de la granja habían construido junto al portón unas escalerillas de madera para que los transeúntes de dos patas no tuvieran problemas en pasar por encima de la cerca. Isserley subió los tres escalones de un lado y bajó los tres escalones del otro haciendo unos esfuerzos que resultaban cómicos. ¡Menos mal que no había nadie para verla! Cualquier ser humano normal de cuatro patas la habría atravesado de un salto.
Al otro lado de la cerca y no muy lejos del portón, en el estrecho margen de tierra cubierto de hierba que había entre la finca de Ablach y el borde del acantilado, había acampado una pequeña manada de vacas. Al oír aproximarse a Isserley resoplaron nerviosas. En la penumbra se divisaba el leve resplandor de la piel de las más pálidas. Un ternero empezó a levantarse y de sus ojos salieron unos destellos que parecían las chispas de una fogata. Tras él se fue levantando el resto de la manada y todas las reses se pusieron en movimiento. Se fueron alejando pegadas a la linde de la granja con esos sonidos característicos que hacen las pezuñas al pisar la tierra y con esos ¡paf! sordos que provocan sus excrementos al caer.
Isserley se volvió de nuevo para mirar la granja. Su casita quedaba oculta tras los árboles, pero la otra construcción se veía perfectamente. Tenía las luces apagadas.
Lo más probable era que Esswis estuviera durmiendo. Estaba segura de que la agotadora aventura de la mañana anterior lo había dejado más extenuado de lo que estaría dispuesto a admitir ante una mujer. Se lo imaginó estirado sobre una cama como la suya, sin haberse quitado aquella ridícula ropa de granjero y roncando pesadamente. Por muy fuerte que fuese, era mucho mayor que ella y había estado trabajando sin descanso durante varios años en los Estados Nuevos antes de que Industrias Vess lo sacase de allí. A Isserley le habían ofrecido salir al cabo de sólo tres días. A él le habían operado un año antes que a ella y era muy posible que los cirujanos le hubieran hecho un trabajo peor, que hubieran experimentado con él técnicas que, para cuando tuvieron que meterle el bisturí a Isserley, se habían perfeccionado. Sintió lástima por Esswis. Las noches no le serían fáciles.
Se puso a bajar hacia la playa por el sendero del ganado fijándose mucho en dónde ponía los pies en aquella parte tan empinada. Llegó hasta la mitad del camino, casi al punto en el que la pendiente se suavizaba, y allí se detuvo. Pastando en la parte de abajo había unas cuantas ovejas y no quería asustarlas. Las ovejas eran los animales que más le gustaban; desprendían una inocencia y una serenidad que estaba a muchísima distancia de la brutal astucia y la irritabilidad enfermiza de los vodsels, por ejemplo. Y, vistas con tan poca luz, casi parecían niños, seres humanos pequeños.
Así que se paró allí, a medio camino de la bajada al acantilado, para continuar sus ejercicios. Con las vacas inquietas deambulando lentamente por algún punto a mayor altura de donde estaba ella y las ovejas pastando imperturbables más abajo, se colocó en la posición correcta, extendió los brazos hacia el horizonte plateado y luego se inclinó hacia la playa del estuario de Moray. Después se dobló hacia un lado, hacia la zona norte, donde estaban Rockfield y el faro, y luego hacia el sur, hacia la zona de Balintore y los demás pueblos que había más allá, y, para finalizar, se enderezó estirando los brazos hacia las estrellas.
Después de un buen rato de repetir una y otra vez los mismos ejercicios, entró en un estado de semiinconsciencia, como si se hubiese quedado hipnotizada por la luna y la monotonía de la reiteración, y siguió haciendo aquella gimnasia mucho más tiempo del habitual, con lo que, al final, había logrado una flexibilidad que otorgaba a sus movimientos gracia y fluidez.
Era como si estuviese bailando.
Como aún faltaban varias horas para que amaneciese, al volver a casa se le fue ensombreciendo el humor. Aburrida e irritable, se quedó holgazaneando en la cama.
Pensó que tendría que pedirles a los hombres que arreglaran los cables de aquella casa para poder tener luz eléctrica. El edificio principal la tenía, y la granja de Esswis también, así que no había ninguna razón para que su casa no la tuviese. La verdad era que, pensándolo bien, era increíble que no la tuviera. Le pareció que era hasta indignante.
Intentó recordar todo lo que le había ocurrido cuando se fue a vivir allí. No pensó en el viaje ni, por supuesto, en lo que había ocurrido en los Estados Nuevos, sino en todo lo que había sucedido nada más llegar a la Granja Ablach.
¿Qué preparativos habían hecho los hombres? ¿Habían supuesto que viviría en el sótano del edificio con ellos? ¿En aquellas fétidas madrigueras? Si había sido así, ella debía de haberse encargado de quitarles rápidamente semejante idea de la cabeza.
¿Dónde había dormido la primera noche? Tenía una idea tan borrosa como los restos difusos y ennegrecidos de un fuego apagado.
Quizás había sido ella la que eligió irse a la casita o quizás se lo había sugerido Esswis, que ya llevaba allí todo un año y estaba familiarizado con lo que había en aquella granja. Lo único que podía decir era que, a diferencia de la casa de Esswis, su casita era un edificio abandonado cuando se trasladó a ella y que en aquellos momentos seguía estando más o menos igual.
Pero ¿quién habría dejado aquel cable alargador que serpenteaba por toda la casa y servía para conectar a un generador la televisión, el calentador de agua y el farol que había fuera? ¿Quién lo habría organizado de tan mala manera? ¿Sería aquello un ejemplo más de cómo la explotaban y de que la trataban como a una simple pieza de maquinaria?
Se esforzó en recordar, y, cuando consiguió revivir la situación, se sintió abochornada y un poco perpleja.
Los hombres —casi seguro que, sobre todo, Ensel, aunque no era capaz de recordar a cada uno de ellos— la habían rodeado nada más llegar y se habían ofrecido a hacer cualquier cosa por ella, cualquier milagro que necesitase. Mirándola con enorme compasión habían formado una piña para colmarla de atenciones y tranquilizarla. Sabían que lo que le habían hecho en Industrias Vess no podía arreglarse, pero aquello no era el fin del mundo. Ellos la resarcirían. Ellos convertirían aquella casita, aquella edificación en ruinas llena de agujeros por los que se colaba el aire en un verdadero hogar para ella, en un nidito acogedor. Pobrecilla, tenía razones para estar furiosa por todas aquellas… transformaciones a las que la habían sometido. Claro que sí, ellos lo entendían porque, al fin y al cabo, lo de Esswis, que era un pobre viejo…, pero ella, que era joven…, había sido muy valiente. Sí, era una chica con muchas agallas y ellos la tratarían como si su aspecto no tuviera ningún rasgo horrible, nada espantoso, porque todos somos iguales bajo la piel, ¿verdad?
Pero ella les había contestado que no quería nada. Nada de nada.
Que ella haría su trabajo y que ellos hicieran el suyo.
Y que, para hacer su trabajo adecuadamente, no necesitaba más que un mínimo de cosas: una luz en el lugar en el que se encerrase el coche o cerca, agua caliente y una conexión eléctrica para enchufar la radio o algún aparato similar. En cuanto al resto, no había problemas. Estaría bien. Sabía cuidarse a sí misma.
La verdad es que lo había dicho de un modo aún más cruel, por sí eran tan tontos que no entendían las insinuaciones. Les había dicho que lo único que necesitaba era intimidad y que lo que tenían que hacer era dejarla en paz.
Ellos le habían preguntado si no se sentiría sola. Ella había contestado que no, que iba a estar demasiado ocupada, que tenía que prepararse para llevar a cabo un trabajo cuyas complicaciones y sutilezas ellos no serían capaces de entender. Que tenía que hacer un trabajo intelectual. Que tenía que ponerse a estudiar todo desde lo más básico o, que si no, todo aquel tinglado se les vendría abajo a todos ellos. Que los retos a los que estaba a punto de enfrentarse no eran cosas que pudieran dominarse con tanta rapidez como acarrear fardos de paja al interior de un granero o cavar agujeros bajo tierra.
Se puso a dar vueltas por el dormitorio, sin dejar de fijarse en los constantes y débiles destellos del reloj. Sus pisadas producían un sonido fuerte y hueco sobre los tablones del suelo. Le resultaba raro llevar puestos los zapatos dentro de la casa, pues nunca lo hacía a menos que estuviese a punto de salir.
Malhumorada, volvió a encender el televisor, aunque ya lo había hecho al regresar de la playa y, aburrida, lo había apagado enseguida.
Como hacía poco que había estado encendido, el aparato volvió a cobrar vida casi de inmediato. El vodsel que unos minutos antes había estado mirando a través de unos prismáticos una cuerda en la que colgaban unos pantaloncitos de colores brillantes que ondeaban al viento, estaba ahora relamiéndose y con las mejillas temblorosas. Unas hembras de vodsel se habían reunido bajo la cuerda e intentaban descolgar las prendas. Inexplicablemente, la cuerda estaba colgada a una altura que ellas no podían alcanzar, así que se ponían de puntillas y daban saltitos como los niños mientras sus pechos sonrosados se agitaban como la gelatina.
En otro canal varios vodsels, machos y hembras, se hallaban sentados muy serios tras un escritorio, uno al lado del otro. Sobre sus cabezas había un panel electrónico muy largo, como una versión de juguete del que había en el puente de Kessock, en el que se veía una secuencia de letras y de espacios:
—¿Una R? —dijo dubitativo un vodsel.
—Nooo, lo siento —dijo la voz de alguien a quien no se veía en la pantalla.
El coche de Isserley estaba con el motor al ralentí junto a la leñera, alumbrado por la luz de la lámpara de volframio. Estaba limpiando el interior lentamente, sumida en sus pensamientos, con lo que cada movimiento le llevaba un buen rato. Al sol aún le faltaba un largo camino que recorrer antes de salir. Todavía estaba escondido tras la curva del planeta.
Isserley estaba arrodillada junto al coche, había abierto la puerta y había metido medio cuerpo en la cabina. Bajo las rodillas se había puesto el Diario de Rosshire para evitar que sus pantalones de terciopelo se manchasen de barro. Con las puntas de los dedos iba buscando los bombones desparramados y los iba lanzando uno a uno por encima del hombro fuera del coche. Estaba segura de que los pájaros se los irían comiendo.
De pronto, sintió una gran debilidad. Aparte de un poco de nieve y de un litro, más o menos, de agua caliente que había bebido directamente de la alcachofa de la ducha, no había comido nada desde las patatas fritas del día anterior por la tarde. Aquello no era suficiente para mantener alimentado a un ser humano.
Era extraño, pero nunca se daba cuenta de que tenía hambre hasta que ya estaba medio muerta, casi a punto de desmayarse. La suya era una idiosincrasia desafortunada, potencialmente peligrosa, así que tendría que cuidarse. Tener hábitos fijos, como el de desayunar todas las mañanas con los hombres antes de salir a la carretera, era un asunto importante. Aquel hábito se había visto alterado por la aparición de Amlis Vess.
Se puso a respirar profundamente, como si unas cuantas bocanadas de aire fresco pudieran ayudarla a continuar limpiando el coche un rato más. Parecía que los bombones desparramados no se iban a acabar nunca. Habían logrado encontrar múltiples recovecos en los que esconderse, como si fuesen escarabajos. Isserley se preguntó si su cuerpo soportaría que se comiera algunos.
Cogió la caja rectangular de cartón en la que venían, y que ya había colocado en el suelo junto con los guantes del criador de perros para quemarlos más tarde, y la levantó para que le diera la luz. Entrecerrando los ojos para fijar la vista, se puso a mirar la lista de ingredientes. Le pareció que lo de «azúcar», «leche en polvo» y «grasa vegetal» sonaba a componentes sanos, pero lo de «manteca de cacao», «emulgente», «lecitina» y «aromatizantes artificiales» le parecía arriesgado. Bueno, lo de «manteca de cacao» sonaba francamente mortífero. El movimiento reflejo de náusea que había sentido en el estómago debía de ser un aviso de la naturaleza para que no consumiera más que alimentos conocidos.
Pero, si se dirigía al edificio principal para comer con los hombres, podría toparse con Amlis Vess, y eso era lo último que necesitaba. ¿Cuánto tiempo podría resistir sin comer? ¿Cuándo se marcharía de allí aquel jovenzuelo? Dirigió la mirada al horizonte, ansiosa por ver un atisbo de luz.
Durante todos aquellos años, su renuencia a establecer con los hombres un contacto mayor que el absolutamente imprescindible la había llevado a ser autosuficiente, sobre todo, en lo que se refería a su coche. Ya había reemplazado ella sola el espejo lateral, tarea para la que en otro tiempo hubiera necesitado a Ensel. Si lograba evitar nuevos problemas, aquel coche le podría durar para siempre y no tendría que cambiarlo por otro. Estaba hecho de acero, vidrio y plástico, así que ¿por qué iba a gastarse? Le echaba gasolina siempre que era necesario, y aceite, y agua, y todo lo demás. Lo conducía con suavidad y sin forzarlo y lo mantenía lejos de policías que pudieran multarlo.
Había despojado del espejo lateral a su viejo Nissan gris, que ahora estaba convertido en un triste cadáver tras haberle ido quitando piezas, una tras otra. Pero no había que ser sentimental. El espejo encajaba perfectamente en su pequeño Corolla rojo y con eso quedaban eliminadas las huellas del accidente.
Encantada de la pulcritud de la cirugía a la que había sometido al coche, siguió limpiándolo un poco más. El motor seguía funcionando al ralentí, era una máquina bien engrasada que esparcía un gas aromático por el aire. A Isserley le gustaba su coche. Era un buen coche, sin duda. Si lo cuidaba, no la dejaría tirada. Con gran meticulosidad limpió el barro y la grasa de los pedales, ordenó la guantera, y con un frasco de boquilla estrecha llenó el depósito de la icpathua que se hallaba bajo el asiento del acompañante.
Tal vez lo que debería hacer era ir con el coche hasta alguna gasolinera de las que están abiertas toda la noche y comprar algo para comer. Amlis Vess se iría pronto, probablemente en un día o dos. Seguro que comer alimentos para vodsels durante dos días no le causaría la muerte. Y luego, cuando él ya se hubiera ido, podría volver a su vida normal.
Sin embargo, sabía que salir a la carretera a aquellas horas suponía un riesgo, remoto pero real, de encontrarse con algún horrible autoestopista chalado. Y, conociéndose como se conocía, sabía que era más que probable que lo recogiera, que resultase absolutamente inadecuado y que acabase llevándolo hasta las montañas de Cairngorms, o incluso más allá. Ella era así.
Los hombres siempre tomaban un desayuno abundante, rico en proteínas y féculas. Un plato humeante, lleno hasta arriba de pastel de carne, salchichas y salsa, con pan recién salido del horno, cortado en rebanadas del grosor que cada uno quisiera. Isserley siempre cortaba las rebanadas finas y procuraba que fuesen todas igualitas, no como aquellos pedazos deformes que se preparaban los hombres. Solía tomar dos, a lo sumo tres, untadas con gushu o mermelada de mussanta. Pero aquel día…
Se puso de pie y cerró la puerta del coche dando un portazo. De ninguna manera iría allá abajo, al sótano, a aguantar la arenga de un saboteador pomposo mientras un grupito de la escoria de los Estados Nuevos la miraba preguntándose si sería capaz de aguantar. El hambre era una cosa y los principios otra muy diferente.
Dio la vuelta, se colocó en la parte delantera del coche y abrió el capó. Se inclinó y se puso a examinar el motor, que, al estar caliente, vibraba con suavidad y desprendía un fuerte olor. Comprobó si había vuelto a colocar en su sitio la varilla de acero inoxidable que había introducido en el depósito de aceite para ver si el nivel era correcto. A continuación pasó a ocuparse de las bujías y de los cables eléctricos con un aerosol que había comprado en la gasolinera Donnys. Apartó con los dedos algo que dejó a la vista el brillante cilindro que contenía el aviir líquido. Era el único elemento traído de su mundo para modificar el motor de aquel vehículo fabricado por los vodsels. El metal del que estaba hecho el cilindro era transparente, por lo que Isserley podía distinguir claramente el aviir que contenía, cuya superficie oleosa se agitaba por simpatía con el movimiento del motor. También aquello estaba en perfecto estado, aunque esperaba no tener que usarlo nunca.
Cerró el capó y, llevada por un impulso, se sentó encima. A través de la fina tela de sus pantalones sintió el calor y la vibración de la chapa metálica, lo cual le produjo una sensación muy agradable y, durante unos instantes, le hizo olvidar los ruidos que le hacían las tripas. Por fin, la tenue luz del amanecer permitió vislumbrar en el horizonte el contorno de las montañas. Justo delante de su nariz cayó un copo de nieve solitario trazando una espiral.
—Soy Isserley —dijo ante el interfono.
La puerta del edificio principal se abrió inmediatamente girando sobre su eje, y ella se apresuró a entrar en el recinto iluminado. A la vez que ella, como absorbido por el vacío, penetró un remolino de nieve, tan cortante como las agujas de los pinos. La puerta volvió a girar para cerrarse e Isserley quedó a salvo de las inclemencias.
Tal como había supuesto, los operarios estaban trabajando en el hangar. Dos hombres estaban ocupándose de subir la mercancía. Uno de ellos estaba encaramado en el casco de la nave esperando que le pasaran la reluciente carga y el otro se ocupaba de trasladar los carritos, en los que ya estaban apilados los paquetes de un color entre rosa y rojizo. Era toda una fortuna en carne cruda, cortada cuidadosamente en porciones, colocada en bandejitas de plástico y envuelta en una película de papel transparente.
—¡Hoi, Isserley! —dijo el que empujaba los carritos deteniéndose a saludarla.
Ella, dudando entre si seguir su camino hacia el ascensor o pararse, le devolvió el saludo de modo mecánico. El hombre, animado por ello, detuvo la pequeña torre de bandejitas sobre ruedas y se dirigió tranquilamente hacia ella. Isserley no tenía ni idea de quién era aquel tipo.
Era cierto que, cuando llegó a la granja, le habían presentado uno a uno a todos los hombres, pero en aquel momento no recordaba cómo se llamaba aquél. Tenía el aspecto de ser poco inteligente, y, además, era bajo y rechoncho —mediría una cabeza menos que Amlis Vess— y tenía un pelo que le recordaba las pieles hirsutas y grisáceas, destrozadas por las ruedas de los coches o por los elementos, de los bichos muertos que se encontraban al borde de la A9. Y, por si fuera poco, tenía algún tipo de enfermedad en la piel que resultaba repugnante y que hacía que tuviese la mitad de la cara como cubierta de moho. Al principio a Isserley le costó mirarlo directamente, pero luego, temiendo ofenderlo y que él reaccionara del mismo modo ante su propia deformidad, se acercó a él y lo miró a los ojos.
—¡Hoi, Isserley! —volvió a decir, como si el esfuerzo de haber logrado decir aquello en su idioma común mereciese una repetición.
—Creo que debería ir a comer algo antes de empezar a trabajar —dijo Isserley con tono de ejecutivo eficiente—. ¿Hay moros en la costa?
—¿Moros en la costa?
El hombre de la cara mohosa la miró desconcertado. Inconscientemente, giró la cabeza en dirección al estuario.
—Quiero decir que si el camino está libre o Amlis Vess anda por ahí.
—Ah, ya. No, no molesta —dijo con un acento mucho más cerrado que el de Ensel—. Él se queda en el comedor o baja a las jaulas de los vodsels, y nosotros seguimos haciendo nuestro trabajo. No crea problemas.
Isserley abrió la boca para decir algo, pero no se le ocurrió nada.
—Ya no puede hacer nada —aseguró el de la cara mohosa—. Yns y Ensel se turnan para vigilarlo. Suele estar dando vueltas y diciendo chorradas. No le importa que nadie le haga ni caso. Cuando los seres humanos se hartan de él, va y habla con los animales.
Durante unos instantes, como había olvidado que a los vodsels se les arrancaba la lengua, Isserley se alarmó al pensar que se comunicaban con Amlis Vess, pero volvió a calmarse al oír que el hombre de la cara mohosa añadía entre risotadas ordinarias:
—Nosotros le decimos: «¿Y qué? ¿Te contestan algo los animales?».
Volvió a soltar otra risotada, un relincho maleducado, producto de haber pasado media vida en los Estados Nuevos.
—Es un cabrón divertido con el que matar el aburrimiento. Cuando se vaya, lo vamos a echar de menos.
—Bueno, si tú lo dices… —dijo Isserley con una mueca y haciendo un inciso para dirigirse al ascensor—. Perdona, pero estoy muerta de hambre.
Y se marchó.
Amlis Vess no se hallaba en el espacio que servía de comedor y sala de recreo.
Después de haberlo comprobado inspeccionando a fondo aquella sala esterilizada de techo bajo, Isserley volvió a respirar tranquila.
La sala, aunque era amplia, no consistía más que en un simple rectángulo, toscamente excavado, en el que no había recovecos ni zonas que quedaran ocultas, y no contenía nada más que unas mesas bajas para comer. No había allí ningún elemento lo bastante grande para que un hombre alto y de una belleza sorprendente pudiera esconderse. Sencillamente, no estaba en aquella sala.
Aunque la sala estaba vacía, el largo murete bajo que la separaba de la cocina estaba repleto de fuentes con vegetales fríos, cuencos con diversos aliños, tarrinas de mussanta, barras de pan recién salido del horno, tartas, jarras de agua y de ezziin, y bandejas alargadas de plástico con cubiertos. De la cocina salía un maravilloso olor a asado.
Isserley se abalanzó hacia el pan y cortó dos rebanadas sobre las que extendió una gruesa capa de mermelada de mussanta. Las colocó una sobre otra formando una especie de sándwich y, ávida, empezó a introducírselas en la boca a través de sus labios carentes de sensibilidad. La mussanta nunca le había parecido tan deliciosa. Después de masticar con energía, tragó apresuradamente, impaciente por cortar más rebanadas de pan y ponerles más mermelada.
El olor que provenía de la cocina era embriagador. Debían de estar preparando algo muchísimo mejor que los guisos habituales, algo más exquisito que las patatas con grasa vegetal. Isserley tenía que reconocer que para ella era infrecuente estar allí a la hora en que se cocinaba. Lo más normal era que se tomara la comida fría, cuando el cocinero ya se había marchado y la mayoría de los operarios habían acabado de comer. Solía picar lo que quedaba, intentando pasar inadvertida y disimulando el asco que le producía el olor de la grasa ya fría. Pero el olor de aquel día era maravilloso.
Aún con su sándwich en la mano, se dirigió hacia la puerta de la cocina, que estaba abierta, y lanzó una ojeada al interior. Alcanzó a ver la gran espalda de pelo castaño de Hilis, el cocinero. Éste, que era un tipo muy agudo, enseguida se dio cuenta de su presencia.
—Largo de aquí, ¡joder! —dijo a gritos y sin volverse, pero con tono de estar contento—. Todavía no he acabado.
Avergonzada, Isserley empezó a retroceder, pero en cuanto Hilis se volvió y vio que era ella, levantó un brazo, fuerte y lleno de huellas de antiguas quemaduras, haciendo un gesto conciliatorio.
—¡Isserley! —dijo con una sonrisa todo lo amplia que le permitía su enorme hocico—. ¿Por qué tienes que comer siempre esa mierda? Me parte el corazón. Ven acá y mira lo que estoy cocinando.
Isserley dejó el sándwich sobre el murete y se aventuró tímidamente a entrar en la cocina. Como norma no se permitía la entrada en aquel recinto. Hilis mantenía un estricto control sobre sus dominios y se comportaba como un científico obsesivo en su laboratorio húmedo y escasamente iluminado. Por todas las paredes colgaban utensilios plateados de un tamaño enorme, como colgaban las herramientas en la gasolinera Donny’s. Había docenas de aparatos y artilugios para trabajos concretos. En los estantes las jarras transparentes con especias y las botellitas con salsas daban una nota de color a las superficies metálicas, aunque la mayor parte de los alimentos se hallaba almacenada en congeladores y bidones metálicos. Indiscutiblemente, Hilis era el objeto orgánico más vivo que había dentro de aquella cocina, un manojo de nervios lleno de energía, de complexión grande y pelo grueso. Isserley lo conocía muy por encima. Podía ser que no hubieran intercambiado más de cuarenta frases a lo largo de todos aquellos años.
—Ven, acércate —gruñó—. ¡Pero mira dónde pisas!
Los hornos estaban embutidos en el suelo, de modo que los seres humanos pudieran vigilar la comida sin tener que hacer equilibrios. Hilis se inclinó sobre el horno más grande y se puso a observar su resplandeciente interior a través de la gruesa puerta de cristal. Haciendo gestos para que se acercara deprisa, invitó a Isserley a hacer lo mismo.
Ella se arrodilló a su lado.
—Mira eso —dijo lleno de orgullo.
Dentro del horno, con un halo anaranjado, giraban lentamente seis barritas metálicas. En cada una de ellas estaban ensartados cuatro o cinco trozos de carne de idéntico tamaño. Estaban bien tostados, del color de la tierra recién labrada, y olían a manjar celestial. Brillaban y chisporroteaban mientras se iban asando en su propio jugo.
—Tienen un aspecto muy bueno —admitió Isserley.
—Es que son muy buenos —afirmó Hilis acercando la nariz hasta casi tocar el cristal—. Son mucho mejores que los que me suelen dar para cocinar, eso seguro.
Todo el mundo sabía que ése era el punto en el que le dolía a Hilis: las mejores piezas de carne se reservaban para cargarlas en la nave, y a él sólo le asignaban las de calidad inferior, los cuellos, las vísceras y las extremidades.
—Cuando me enteré de que iba a venir el hijo del viejo señor Vess —dijo mientras seguía disfrutando de la visión anaranjada del horno—, di por sentado que podía preparar algo especial, para variar. No era necesario preguntarlo, ¿verdad?
—Pero… —empezó a decir Isserley sin poder entender qué tenía que ver que Amlis Vess hubiera llegado hacía unos días con aquellos maravillosos trozos de carne que estaban girando en el horno.
Hilis la interrumpió sonriendo abiertamente.
—Yo había puesto estos trozos a marinarse veinticuatro horas antes de que llegara ese hijo de puta. Así que ¿qué iba a hacer? ¿Lavarlos bajo el chorro del agua del grifo? Son unos pedazos de carne perfectos, te aseguro que son unos trozos de puta madre. ¡Van a tener un sabor increíble, joder!
El entusiasmo había despertado la locuacidad de Hilis.
Isserley bajó la mirada al horno en el que se estaba asando la carne. Por las rendijas de la puerta de cristal pasaba un delicioso olor que le llegaba directamente a los agujerillos de la nariz.
—¡A que lo hueles! —dijo Hilis con voz de triunfo, como si fuera el responsable de algún conjuro que, contra todo pronóstico, hubiera conseguido que el olor penetrara a través de los diminutos agujerillos de la nariz de Isserley, mutilada por métodos quirúrgicos—. ¿No huele a gloria?
Isserley afirmó con la cabeza. Se moría de ganas de probarlo.
—Sí —susurró.
Hilis, incapaz de quedarse quieto, se puso a dar vueltas por la cocina, presa de gran excitación.
—Isserley, por favor —dijo con tono implorante, mientras se pasaba un tenedor y un cuchillo de trinchar de una mano a otra—. Por favor, tienes que probarlo. Harás feliz a un viejo. Sé que tú eres capaz de apreciar la calidad de la comida. Los hombres me han dicho que, cuando eras niña, vivías entre la Élite. Tú no te has criado comiendo basura como todos esos tarados de los Estados Nuevos.
En medio de aquella exhibición de entusiasmo, levantó la tapa del horno y de él salió una ráfaga de aire caliente con un intenso aroma.
—Venga, Isserley —siguió rogando—. Déjame que te prepare una rodajita. Anda, déjame, déjame.
Ella se rio con un poco de vergüenza.
—Muy bien, vale —asintió de pronto.
Hilis era más rápido que un rayo, y, en un abrir y cerrar de ojos, hizo una exhibición de técnica cisoria.
—Sí, sí, sí —exclamaba entusiasmado, dando saltos.
Isserley retrocedió ligeramente cuando se encontró a sólo unos centímetros de la boca con un pedacito de carne que chisporroteaba y echaba humo, ensartado en la punta de un cuchillo de trinchar más afilado que una navaja barbera. Sujetó la carne con los dientes y fue tirando con sumo cuidado para desprenderla del cuchillo.
En ese momento se oyó una voz melodiosa que llegaba de la puerta de la cocina.
—Tú no sabes lo que estás haciendo —dijo Amlis Vess entre suspiros.
—¡En mi cocina no entra nadie que no esté autorizado, joder! —contestó inmediatamente Hilis.
Amlis Vess dio un paso atrás; la verdad era que sólo había introducido en la cocina una parte muy pequeña de su cuerpo, la extraordinaria negrura de su cara y quizás algo de la blancura de su pecho. El retroceso ni siquiera pareció un retroceso, sino más bien un reajuste para equilibrarse, una simple corrección de la tensión muscular. Con aquel movimiento se quedó técnicamente fuera del recinto, pero la intensidad sin merma de su mirada siguió ocupando un gran espacio allí dentro. Y su mirada no iba dirigida a Hilis, sino directamente a Isserley.
Ella siguió masticando el delicioso bocado de carne, algo cohibida y sin saber qué hacer. Por fortuna, la carne era tan blanda que prácticamente se deshacía en la boca.
—¿Qué problema tiene, señor Vess? —logró decir por fin.
A Amlis las mandíbulas se le pusieron rígidas de ira y los músculos de la espalda se le tensaron como si fuera a atacarla, pero, súbitamente, se relajó como si se hubiese administrado él mismo una inyección sedante.
—Esa carne que te estás comiendo —dijo con voz suave— es la de una criatura que respiraba, sentía y vivía como tú y como yo.
Hilis emitió un gruñido y levantó la mirada hacia el techo, desesperado ante las estúpidas pretensiones y las necedades de aquel joven. A continuación, para consternación de Isserley, se volvió, les dio la espalda y cogió la olla que tenía más cerca para seguir dedicándose a sus asuntos.
Con aquellas palabras de Amlis resonando todavía en sus oídos, Isserley sacó valor para contestarle concentrándose, como había hecho la última vez, en su entonación de niño bien, en aquella dicción aterciopelada típica de las clases pudientes y llenas de privilegios. Se puso a pensar deliberadamente en cómo la había mimado la Élite en un principio para desecharla después. Volvió a revivir la imagen de las autoridades, de los hombres que hablaban con la misma entonación que Amlis Vess y que habían decidido que sería más apropiado que se pasase la vida en los Estados Nuevos. Volvió a pensar en aquella entonación para que le tocara la fibra del resentimiento que se agolpaba en su interior y la hiciese resonar de nuevo.
—Señor Vess —empezó a decir con gran frialdad—, lamento tener que decirle que, en realidad, dudo mucho de que exista similitud entre cómo respiramos, vivimos y sentimos usted y yo, y para qué hablar de la posible similitud entre mi persona y lo que estoy desayunando.
Y, para provocarlo, se pasó la lengua por los dientes.
—Todos somos iguales bajo la piel —afirmó Amlis con un tono que a ella le pareció malhumorado.
Tendría que dirigir sus ataques al punto débil de Amlis: la necesidad idealista de negar la realidad social que tenía aquel hombre podrido de dinero.
—Pues, si todos somos iguales, resulta curioso que usted haya logrado conservar esa apariencia tan atractiva con el trabajo tan agotador que habrá tenido que hacer.
Isserley notó que acusaba el golpe. Por el brillo que adquirieron sus ojos pareció que de nuevo estaba a punto de saltar, pero volvió a tranquilizarse. Se habría aplicado otra inyección de la misma droga calmante.
—Todo esto no nos lleva a ninguna parte —dijo tras un suspiro—. Ven conmigo.
Isserley se quedó con la boca abierta de incredulidad.
—¿Que vaya con usted?
—Sí —dijo Amlis como quien confirma un simple detalle de algún plan en el que ya se ha quedado de acuerdo previamente—. Vamos abajo, a donde están las jaulas de los vodsels.
—¿Está usted… de broma? —preguntó Isserley soltando una carcajada que pretendía ser desdeñosa, pero que sonó atemorizada.
—¿Por qué? —dijo él desairándola con candor.
Poco le faltó para atragantarse. Pensó que a lo mejor se le había quedado alguna hebra de carne en la garganta. Pensó: «Porque me da mucho miedo descender a las profundidades». «Porque no quiero que me vuelvan a enterrar viva». Pero lo que contestó fue:
—Porque tengo trabajo que hacer.
Él se quedó mirándola fijamente a los ojos, pero no con agresividad, sino como calibrando la distancia para dar un salto que le permitiera acceder a su alma.
—Te lo pido por favor —dijo—. Hay algo que he visto ahí abajo que necesito que me expliques. De verdad. Se lo he preguntado a los hombres, y ninguno ha sabido aclarármelo. Ven, por favor.
Se produjo un silencio durante el que Amlis y ella se mantuvieron inmóviles mientras que Hilis llenaba el aire con el ruido de ollas y pucheros. Y luego, atónita, Isserley se oyó a sí misma respondiendo. Se oyó vagamente, como si estuviese lejos de allí. Ni siquiera estaba segura de las palabras exactas que estaba pronunciando, pero estaba diciendo que sí. Como en un sueño, con el acompañamiento surrealista del sonido de los golpes metálicos de las cazuelas y el chisporroteo de la carne, estaba diciéndole que sí.
Amlis se volvió girando su cuerpo ágil y ella lo siguió. Salieron de la cocina de Hilis y se dirigieron al ascensor.
Para entonces ya había varios hombres merodeando por la zona del comedor, masticando y murmurando por lo bajo. Se quedaron mirándolos cuando pasaron entre ellos.
Ninguno hizo el menor movimiento para intervenir.
Ninguno se enfrentó a Amlis amenazándolo de muerte si daba un paso más.
Las alarmas no saltaron cuando se abrió el ascensor para que entrasen, ni las puertas de la cabina se negaron a cerrarse cuando ya habían entrado.
Era como si el universo ignorase que todo se había puesto a funcionar mal.
Absolutamente desconcertada, Isserley se encontró junto a Amlis dentro del monótono espacio del ascensor, mirando al frente, pero notando que su cuello largo y negro y su cabeza estaban muy cerca de su espalda, y que su suave flanco latía a sólo unos centímetros de su cadera. La cabina descendió sin hacer ningún ruido, y, al llegar al sótano, se detuvo con un zumbido amortiguado.
Las hojas de la puerta se deslizaron hasta que se abrió del todo. A Isserley se le escapó un gemido, angustiada por la sensación de claustrofobia. Allí reinaba una oscuridad casi total. Era como si hubieran caído en una angosta fisura entre dos estratos de una roca compacta con una titilante linterna infantil como única iluminación. El lugar apestaba a orina y a heces en descomposición, y, bajo la débil luz de unas bombillas de rayos infrarrojos, se divisaba el contorno de unas telas metálicas. Ante ellos, oscilando en el aire como si fuesen luciérnagas, se veían los reflejos de un enjambre de ojos.
—¿Sabes dónde está la luz? —le preguntó educadamente Amlis.