Capítulo 11
Antes de haber recobrado plenamente la conciencia, Isserley percibió dos olores cuya mezcla era surrealista: el de la carne cruda y el de la lluvia recién caída. Abrió los ojos. Sobre ella se extendía un cielo nocturno infinito en el que titilaban millones de estrellas lejanas.
Estaba tumbada boca arriba en un vehículo con el techo abierto, aparcado en un garaje con el tejado también abierto.
Pero no era su coche. Lentamente se fue dando cuenta de que ni siquiera era un coche. Estaba tumbada dentro de la bodega de la nave, que tenía abiertas las puertas abatibles del techo y seguía aparcada directamente bajo la gran escotilla del tejado del edificio.
—Los he convencido de que un poco de aire fresco te vendría bien —oyó que decía Amlis Vess desde no muy lejos.
Intentó girar la cabeza para ver dónde estaba Amlis, pero tenía el cuello tan rígido como si se lo hubieran encajado en un torno. Sin atreverse casi a respirar por miedo a que le volviera el dolor, se quedó absolutamente inmóvil, preguntándose qué sería lo que la mantenía levantada a un palmo del suelo de metal. Con las yemas sudorosas de los dedos fue recorriendo la textura de lo que tenía debajo de las caderas paralizadas. Se trataba de una estera toscamente tejida de las que les gustan a los seres humanos para dormir.
—Cuando te sacaron del ascensor parecía como si te faltara el aire, era casi como si te estuvieras asfixiando —oyó que seguía diciendo Amlis—. Yo quise sacarte afuera, pero los hombres no me dejaron, y como ellos tampoco querían hacerlo, logré que accedieran a traerte aquí.
—Gracias —contestó sin la menor emoción—. Pero creo que habría sobrevivido, a pesar de todo.
—Sí —admitió Amlis Vess—, de eso no me cabe duda.
Isserley se puso a observar el cielo con detenimiento. Aún quedaban en él algunos trazos de color violeta y la luna no había hecho más que empezar a asomar. Debían de ser las seis de la tarde o, como mucho, las siete. Intentó levantar la cabeza, pero el cuerpo no le respondió.
—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó Amlis.
—Sólo tengo que descansar —le aseguró—. He tenido un día agotador.
Pasaron varios minutos. Isserley intentaba sobrellevar lo mejor posible aquella embarazosa situación, que le resultaba horrible y cómica al mismo tiempo. Movió los dedos de los pies discretamente y a continuación intentó contonear un poco las caderas. Un dolor agudo, como si le clavaran una aguja, le atravesó la rabadilla. Reaccionó llenándose los pulmones de aire bruscamente.
Dando muestras de gran tacto, Amlis Vess no hizo ningún comentario sobre ello, sino que dijo:
—Desde que he llegado aquí no he dejado de mirar el cielo.
—¿Ah, sí? —dijo Isserley. Parpadeó, y sintió una desagradable sensación, como si tuviera unas costritas en los ojos, y le entraron ganas de restregárselos.
—Esto supera todo lo que me había imaginado —seguía diciendo Amlis. Su sinceridad era inequívoca. Isserley lo encontró extrañamente enternecedor.
—Al principio yo sentí lo mismo —le dijo.
—Durante el día está completamente azul —observó, como si ella, no lo supiera y tuviese que explicárselo. En contraposición a la seriedad con la que Amlis demostraba el entusiasmo que le producía aquello, Isserley sintió de pronto unas tremendas ganas de soltar una carcajada.
—Sí, así es —asintió.
—Y de otros muchos colores —añadió Amlis.
Al oír esto, a Isserley no le quedó más remedio que reírse, aunque le salió una risa crispada, que parecía más bien de dolor.
—Sí, muchos —dijo apretando los dientes. Por fin había logrado levantar las manos y se las colocó sobre el vientre de un modo que le resultó reconfortante. Poco a poco iba volviendo a la vida.
—¿Sabes una cosa? —siguió diciendo Amlis—. No hace mucho rato cayó agua del cielo. —Lo decía con un tono de voz un poquito más agudo del habitual, vulnerable, sobrecogido—. Cayó del cielo, simplemente. En forma de gotas pequeñitas. Eran miles de gotitas juntas. Miré hacia arriba para ver de dónde caían, y era como si tomasen cuerpo sin venir de ninguna parte. No me lo podía creer. Levanté la cara, abrí la boca y algunas me cayeron dentro. Fue una sensación indescriptible. Fue como si la naturaleza estuviera intentando alimentarme.
Isserley se palpó la tela de la blusa que le cubría el vientre. Estaba algo húmeda, pero no excesivamente. La lluvia no debía de haber durado mucho rato.
—Y dejó de caer tan de repente como había empezado a hacerlo —continuó diciendo Amlis—. Pero ha cambiado el olor de todo.
Isserley logró girar levemente la cabeza. Comprobó que estaba tumbada frente a uno de los refrigeradores de la nave. Tenía la nuca apoyada en un pedal ancho que había en la base de una máquina y que servía para levantar la tapa si se apretaba hacia abajo, pero su cabeza no pesaba lo suficiente para accionarla; para eso se requería el peso del cuerpo de un hombre.
A su derecha, sobre el suelo metálico y casi a la altura de los hombros, había dos bandejitas de carne cubiertas con una película de papel transparente. Una de ellas contenía unos filetes de excelente calidad, de color marrón rojizo, intercalados entre sí. La otra, que era más grande, estaba llena a rebosar de despojos: podían ser vísceras ya limpias o sesos. A pesar de que estaban envueltas, desprendían un olor muy fuerte. Seguro que los hombres acababan de ponerlas allí justo antes de transportarla a ella.
Giró la cabeza hacia la izquierda. Amlis estaba sentado a cierta distancia. Le pareció más guapo que nunca, con las extremidades inferiores entrelazadas por debajo del cuerpo, las patas delanteras rectas y la cabeza ligeramente vuelta hacía la escotilla que había en el tejado del edificio. Vislumbró un destello de sus dientes blanquísimos. Estaba comiendo algo.
—No necesitaba quedarse aquí conmigo —le dijo mientras intentaba levantar un poco las rodillas sin que él se diera cuenta del esfuerzo que le estaba suponiendo.
—Me paso aquí la mayor parte del tiempo, tanto de día como de noche —le explicó—. Los hombres no me dejan salir del edificio, por supuesto. Pero desde esta abertura del tejado puedo ver las cosas más extraordinarias.
Se volvió hacia ella y se levantó para acercarse más al punto en el que estaba tumbada. Isserley oyó los pasos suaves de sus pezuñas mientras caminaba delicadamente sobre el suelo metálico.
Respetuoso, se detuvo a una distancia prudente, apoyó las ancas en el suelo y volvió a entrelazar las patas traseras. Entre las patas delanteras, que volvió a colocar rectas, le asomaba el pelo blanco y algo alborotado del pecho. Isserley había olvidado lo negro que tenía el pelo de la cabeza y lo dorados que eran sus ojos.
—¿Y no le produce asco toda esta carne? —preguntó con tono provocativo.
Pasó por alto la ironía del comentario.
—Ahora es carne muerta —contestó simplemente—. Ya no puedo hacer nada, ¿no?
—Pues creí que seguiría intentando conmover el corazón y la conciencia de los hombres —prosiguió diciendo Isserley, aunque comprendió que se estaba pasando con su sarcasmo.
—Bueno, he hecho todo lo que he podido —contestó Amlis—. Pero me he dado cuenta de que es un empeño inútil. De todas formas, no es vuestra conciencia la que debería cambiar —continuó diciendo mientras paseaba la mirada por la carga que estaba almacenada alrededor, como dando a entender que comprendía que tras la magnitud de aquella matanza se encerraba un propósito de índole comercial.
Entretanto, Isserley contemplaba su cuello, sus hombros y la suavidad de su pelo, que agitaba levemente la brisa. La animadversión que le había provocado se iba desvaneciendo mientras se lo imaginaba tumbado a su lado con el cálido pecho velludo contra su espalda y mordisqueándole el cuello con sus dientes blanquísimos.
—¿Qué está comiendo? —le preguntó, porque tenía la sensación de que no paraba de mover las mandíbulas.
—No estoy comiendo nada —le contestó con tono indiferente, pero siguió masticando.
Isserley sintió una oleada de desprecio: era como todos los ricos, un petulante que no sentía incomodidad al mentir y un arrogante al que le dejaba indiferente que los demás se dieran cuenta de ello. Hizo un gesto de desaprobación, como diciendo: «¡Lo que usted quiera!». A pesar de las transformaciones que habían sufrido los rasgos del rostro de Isserley, Amlis se dio cuenta inmediatamente.
—No estoy comiendo. Estoy mascando —le explicó con tono solemne, pero con un destello brillante en sus ojos ambarinos—. Es icpathua.
Isserley recordó entonces que aquél era un asunto que le había acarreado muy mala fama a Amlis, y, aunque en realidad era algo que la intrigaba, fingió una actitud de desprecio.
—Creí que ya era usted demasiado mayorcito para hacer ese tipo de cosas —le dijo para provocarlo.
Pero Amlis no estaba dispuesto a morder el anzuelo.
—Mascar icpathua no es un comportamiento que tenga nada que ver con la adolescencia ni con ninguna otra etapa de la vida —respondió con frialdad—. Es una planta que posee propiedades excepcionales.
—Muy bien, muy bien —dijo Isserley dando un suspiro y girando la cabeza para volver la mirada al cielo estrellado—, pero acabará matándolo.
Lo oyó reírse, pero no se volvió para mirarlo, luego lamentó no haberlo visto y, a continuación, sintió una gran irritación consigo misma por haberlo lamentado.
—Para eso tendría que tragarme un fardo del tamaño de mi cuerpo —dijo Amlis.
Entonces, aunque no quería, también a ella le entró la risa, porque era cómico imaginárselo tratando de cometer semejante disparate. Intentó levantar una mano para cubrirse la cara y que no la viera reírse, pero el dolor de la espalda fue tan atroz, que tuvo que permanecer rígida, y siguió riéndose a cara descubierta sin poder parar. Cuanto más se reía, más difícil le resultaba parar. Confiaba en que Amlis Vess entendiera que se reía porque resultaba ridículo imaginárselo hinchado como una vaca preñada.
—La icpathua es un calmante contra el dolor de una efectividad extraordinaria, ¿sabes? —le aseguró en tono amable—. ¿Por qué no lo pruebas?
Aquella pregunta borró la sonrisa del rostro de Isserley.
—A mí no me duele nada —contestó secamente.
—Por supuesto que te duele —dijo Amlis en tono de reproche y arrastrando las vocales de un modo que ponía más de relieve su dicción de niño bien.
Furiosa, Isserley se incorporó apoyándose en los codos y clavó en él una mirada penetrante.
—A mí no me duele nada, ¿entiende? —repitió mientras un sudor frío, producido por el intenso dolor, le resbalaba por el tronco.
Un relámpago de furia cruzó durante unos instantes los ojos de Amlis, pero enseguida parpadeó lenta y lánguidamente, como si en su torrente sanguíneo acabase de penetrar otro poco de sedante.
—Lo que tú digas, Isserley.
Que ella recordara, hasta entonces, no la había llamado nunca por su nombre. Nunca hasta entonces. Se preguntó qué sería lo que lo había empujado a pronunciarlo, y deseó que volvieran a darse las mismas circunstancias para que lo repitiera lo antes posible.
Pero, en realidad, lo que necesitaba era librarse de él como fuese. Le hacía falta ponerse a hacer algunos ejercicios para volver a encontrarse en forma, pero ¡qué diablos!, no iba a ponerse a hacerlos delante de él.
Evidentemente, lo normal en un caso así sería excusarse y marcharse a su casa. No la seguiría hasta allí. Pero tenía un dolor demasiado fuerte para intentar bajar la media docena de escalones que había entre el casco de la nave y el suelo del edificio.
Ya que estaba apoyada en los codos, pensó que podría flexionar los hombros y la columna un poquitín sin que se notara demasiado. Decidió darle un poco de conversación para mantenerlo distraído.
—¿Qué cree que le hará su padre cuando regrese a casa? —le preguntó.
—¿Qué me ha de hacer? —le contestó como si no le encontrara sentido a aquella pregunta.
Inocentemente, Isserley había vuelto a toparse con la forma de entender la vida de un niño bien. Le era imposible concebir la simple idea de que alguien pudiera obligarlo a hacer algo en contra de su voluntad. Sentirse vulnerable era algo privativo de las clases bajas.
—En realidad mi padre ignora que estoy aquí —dijo por fin pasado un momento, con un tono en el que dejaba traslucir cuánto disfrutaba con ello—. Supone que estoy en Yssiis o en cualquier otro lugar de Oriente Medio. Por lo menos, la última vez que hablamos, le dije que pensaba ir allí.
—Pero usted vino aquí en esta nave —le recordó Isserley mientras hacía un gesto con la cabeza señalando todo lo que había alrededor, carne y refrigeradores incluidos—. En una nave de carga de la Corporación Vess.
—Pues sí —dijo con una sonrisa—, pero sin ningún consentimiento oficial. —Sonreía como un niño, como un crío pequeño incluso. Levantó la cabeza para seguir mirando al cielo y de nuevo se le movió el pelo del cuello como se mece el trigo agitado por el viento—. Mi padre aún alberga la vana esperanza de que algún día me haga cargo de la empresa. Dice que este negocio debe permanecer en manos de nuestra familia, pero, por supuesto, lo que quiere decir es que le horrorizaría que alguien de la competencia lograra introducirse en el mundillo de sus valiosas materias primas. En estos momentos las palabras «Vess» y «voddissin» son conceptos inseparables. «Vess» es sinónimo del disfrute de lo más exquisito, de lo más delicioso.
—¡Qué suerte para ustedes! —dijo Isserley.
—Bueno, yo no tengo nada que ver en todo eso, por lo menos desde que me hice lo suficientemente mayor para plantear ciertas cuestiones. Mi padre me trata como si fuera un insolente y me responde: «Pero ¿qué es lo que quieres investigar? Se trata de unas cosas que crecen y nosotros lo único que hacemos es recolectarlas y transportarlas en una nave». Claro que conmigo no es tan reservado como con los demás. En cuanto le demuestro una pizca de interés por el negocio, se ablanda. Sigue pensando que algún día entraré en razón. Y supongo que por eso siempre me ha permitido acceder a todas partes, incluidos los muelles de carga.
—¿Y qué?
—Lo que quiero decir es que… en este viaje yo vine de…, ¿cómo se dice? De polizón.
A Isserley le volvió a entrar la risa. Le fallaron los músculos de los brazos y acabó de nuevo tumbada boca arriba.
—Supongo que cuanto más rico es uno, más lejos ha de ir a la búsqueda de emociones —dijo.
Entonces Amlis se sintió ofendido de veras.
—Tenía que ver por mí mismo qué es lo que se hace aquí —dijo secamente entre gruñidos.
Isserley intentó incorporarse otra vez y, al no lograrlo, trató de disimular suspirando con aire condescendiente.
—Pues aquí no se hace nada raro —dijo—. Es, simplemente…, oferta y demanda.
Las últimas palabras las dijo con soniquete, como si se tratara de uno de esos emparejamientos eternamente inseparables, como «noche y día» o «masculino y femenino».
—Bueno, pues para mí esto ha sido la confirmación de mis temores más profundos —siguió diciendo Amlis sin hacer caso de su afirmación—. Todo este comercio está basado en una crueldad terrible.
—Usted no sabe nada de lo que es la crueldad —le contestó Isserley, sintiendo de nuevo dolor en todos los puntos de su cuerpo en que había sufrido alguna mutilación y pensando en lo afortunado que era aquel hombre, joven y mimado, cuyos temores más profundos tenían que ver con el bienestar de unos animales exóticos en vez de ser consecuencia de los horrores a los que otros seres humanos debían enfrentarse para sobrevivir.
—¿Ha bajado alguna vez a los Estados Nuevos, Amlis? —le preguntó desafiante.
—Sí, por supuesto que sí —le respondió con su dicción perfecta y exagerada—. Todo el mundo debería ir a ver cómo es aquello.
—Pero no tanto rato como para empezar a sentirse incómodo, ¿verdad?
Aquella réplica de Isserley logró exasperarlo. Las orejas se le pusieron de punta.
—Pero ¿qué quieres que haga? —le dijo—. ¿Que me presente como voluntario para hacer trabajos forzados? ¿Que busque que me aplasten la cabeza unos matones? Yo soy rico, Isserley. ¿Debo buscar la muerte como penitencia?
Isserley decidió no contestar. Había logrado que sus dedos llegaran hasta las costritas que sentía en los ojos. Eran unas escamillas calcáreas formadas por lágrimas secas, vertidas mientras había estado dormida. Se las despegó.
—Tú viniste aquí para escapar de una vida muy dura, ¿no es verdad? —le preguntó—. Yo no he tenido que padecer una vida dura y te aseguro que me siento muy agradecido por ello. Nadie desea sufrir si puede evitarlo. Como cualquier ser humano, tú y yo queremos lo mismo.
—Usted nunca entenderá lo que yo quiero —dijo Isserley entre dientes, con una vehemencia de la que ella misma se sorprendió.
La conversación se enfrió y durante un buen rato dejó paso al silencio. Por la abertura en el tejado del edificio entraban ráfagas de un viento frío. El cielo estaba más oscuro. La luna, como un lago redondo y fosforescente que flotase en el espacio, iba ascendiendo. De pronto, el viento arrastró una hoja hasta la nave. Cayó revoloteando dentro del casco y Amlis saltó inmediatamente a cogerla. Se puso a darle vueltas una y otra vez entre sus manos, mientras Isserley luchaba por apartarse.
—Ahora háblame de tus padres —dijo por fin Amlis, como dándole a entender que, según las normas básicas de la buena educación, le tocaba hablar a ella.
Isserley sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago, justo en el punto en el que se alojaba un odio que nunca había acabado de digerir.
—No tengo padres —contestó con frialdad.
—Bueno, pues cuéntame cómo eran cuando aún vivían —le pidió entonces.
—Jamás hablo sobre mis padres —dijo Isserley—. No hay nada que decir.
Amlis la miró a los ojos y de inmediato comprendió que, por más que fuera Amlis Vess, aquélla era una zona a la que no se le iba a permitir acceder. Suspiró profundamente.
—¿Sabes una cosa? —dijo casi como pensando en voz alta—. A veces pienso que los únicos asuntos de los que merece la pena hablar son justo aquellos que la gente se niega a discutir.
—Sí —dijo bruscamente Isserley—, como el de por qué hay gente que nace para llevar una vida ociosa y dedicada a filosofar y a otras personas las meten en un agujero y les dicen que tienen que joderse matándose a trabajar.
Amlis se puso a mascar su icpathua entrecerrando los ojos con una mezcla de rabia y compasión.
—Por todo se paga un precio, Isserley —dijo—. Hasta por haber nacido rico.
—Ah, claro —contestó despectivamente, pero muerta de ganas de acariciar la suave blancura de su pecho y de seguir con un dedo la sedosa línea de su flanco—. Ya veo todos los perjuicios que le ha ocasionado.
—No todos los perjuicios son evidentes —afirmó Amlis en voz baja.
—No, claro —contraatacó Isserley agriamente—, pero los evidentes son los que hacen que la gente se vuelva para mirarte, ¿no le parece? Ésos son del tipo que todo el mundo puede ver, ¿verdad, señor Vess?
Alarmada, vio cómo Amlis se levantaba y se le acercaba. Se quedó parado junto a sus hombros y bajó la cabeza hasta estar muy cerca de ella. Sorprendentemente cerca.
—Isserley, escúchame —dijo con tono persuasivo, mientras se le erizaba el pelo de la parte inferior de su negrísimo rostro y ella sentía el cálido aliento de su boca en el cuello—. ¿Tú crees que no he visto que te han extirpado la mitad del rostro? ¿Crees que no me he dado cuenta de que te han injertado unos bultos extraños, te han quitado los pechos, te han amputado la cola y te han afeitado el pelo del cuerpo? ¿Crees que no soy capaz de imaginarme cómo debes sentirte después de todo eso?
—Lo dudo —dijo casi sin poder respirar y sintiendo que le escocían los ojos.
—Por supuesto que veo todo lo que te han hecho, pero lo que a mí me interesa de verdad es lo que las personas son por dentro —continuó diciendo.
—Por favor, Amlis, ahórrese todas esas gilipolleces —dijo con la voz enronquecida y apartando la mirada mientras se le saltaban las lágrimas y resbalaban por la mejilla hasta desaparecer en la horrible abertura de su oreja mutilada.
—¿Es que crees que no hay nadie capaz de darse cuenta de que, a pesar de esa apariencia, eres un ser humano? —exclamó.
—Si los de su clase se hubieran dado cuenta de que soy un jodido ser humano, no me habrían mandado a los Estados Nuevos —contestó furiosa y a gritos.
—Isserley, yo no te mandé a los Estados Nuevos.
—No, claro que no. Nadie en concreto tiene esa responsabilidad —dijo llena de rabia.
Se volvió bruscamente para apartarse de él y olvidó el dolor que eso le iba a suponer. Sintió como si un disparo le hubiese atravesado la espina dorsal desde la caja torácica hasta el recto. Nada más soltar un alarido de dolor, Amlis ya estaba a su lado.
—Deja que te ayude —le dijo mientras con un brazo le rodeaba los hombros y con la cola le sostenía la región lumbar.
—¡Déjeme sola! —suplicó Isserley entre gemidos.
—Primero te ayudaré a sentarte —fue su respuesta.
La ayudó a colocarse de rodillas, rozando con su huesuda frente aterciopelada la garganta de Isserley, y, cuando lo hubo conseguido, retrocedió para permitir que ella consiguiera mantener el equilibrio por sí misma.
Al doblar sus extremidades, que aún estaban entumecidas, sintió por dentro una contracción muscular, al mismo tiempo que seguía notando por fuera, en la piel, el estremecimiento que le había producido el contacto con Amlis. Cuando intentó mover los omóplatos escuchó un crujido inquietante; no podía evitar sentirse incómoda al pensar qué impresión le estaría causando. Miró alrededor para ver dónde estaba y vio que en ese momento regresaba de hacer una breve incursión por la bodega.
—Ten, toma un poco —le dijo acercándosele a tres patas y ofreciéndole con la mano libre una especie de terrón de algo vegetal. Actuaba con mucha seriedad, lo cual a Isserley le pareció muy gracioso.
—No apruebo el consumo de drogas —objetó Isserley, pero rompió a reír inmediatamente porque el dolor había acabado por vencer sus reticencias. Se enjugó las lágrimas de las mejillas y aceptó un cubito de color musgo de icpathua que Amlis le ofrecía y se lo metió en la boca—. Sólo hay que mascarlo, ¿no?
—Sí —le respondió—. Al cabo de un rato se convierte en algo maquinal y lo haces sin pensarlo.
Media hora más tarde Isserley se sentía mucho mejor. Una sensación de anestesia, e incluso de bienestar, se había ido extendiendo por todo su cuerpo. Se había puesto a hacer los ejercicios sin importarle en absoluto que Amlis Vess estuviera justo enfrente de ella. Él seguía hablando sin cesar de lo malo que era comer carne, pero a Isserley todo lo que decía le parecía divertido o enternecedor. La verdad es que, si uno no se tomaba demasiado a pecho sus delirios moralistas, era un joven muy divertido. Así que, mientras seguía con su cantinela, ella disfrutaba del tono grave de su voz y hacía lentamente ejercicios rotatorios con las extremidades, intentando concentrarse y sin dejar de mascar aquella hierba amarga.
—Mira, desde que la gente empezó a comer carne —seguía diciendo Amlis—, han aparecido algunas enfermedades nuevas, desconocidas hasta ahora. Y hasta ha habido muertes inexplicables.
Isserley sonrió. Sus sermones catastrofistas eran de una solemnidad cómica.
—Hasta la propia Élite ha hecho insinuaciones de que tal vez encierre algún peligro —seguía insistiendo.
—Bueno —replicó Isserley sin darle importancia—, lo que puedo asegurar es que todo el proceso se lleva a cabo con las máximas garantías desde el principio hasta el fin.
Después de decir aquello soltó una carcajada y, sorprendentemente, él también empezó a reírse.
—Por cierto, ¿cuánto cuesta un filete de voddissin en nuestra tierra? —le preguntó mientras levantaba los brazos estirándolos hacia el cielo nocturno.
—Unos nueve mil o diez mil liss.
Se detuvo en seco y lo miró incrédula. Diez mil liss eran lo que cualquier persona corriente gastaba al mes en agua y oxígeno.
—¿Está bromeando? —preguntó boquiabierta y dejando caer los brazos.
—Si cuesta menos de nueve mil liss, puedes apostar a que ha sido adulterado con otras sustancias.
—Pero ¿quién puede permitirse comprarlo?
—Pues casi nadie, y eso es, por supuesto, lo que lo convierte en algo deseable.
Amlis olfateó concienzudamente una pila de bandejitas de carne de color escarlata envueltas con una película de papel transparente, como tratando de comprobar si la carne tenía en su origen el mismo olor que recordaba que tenía cuando llegaba a su destino.
—Si alguien quiere sobornar a un funcionario… o halagar a un cliente… o seducir a una mujer…, es el mejor método.
Isserley seguía sin poder creérselo.
—¡Diez mil liss…! —musitó asombrada.
—La verdad es que la carne es un producto tan caro, que se está intentando crearla artificialmente en laboratorio.
—Y dejarme a mí sin empleo, ¿no? —dijo Isserley volviendo a reemprender sus ejercicios.
—Pues quizás —contestó Amlis—, pero es que a la Corporación Vess el transporte le cuesta una fortuna.
—Estoy segura de que pueden afrontar ese gasto.
—Por supuesto que pueden, pero preferirían no tener que hacerlo.
Isserley estiró los brazos manteniéndolos horizontales y luego, muy despacio, los cruzó en el aire.
—Pero los ricos seguirán queriendo comer carne auténtica —afirmó.
Amlis continuaba jugueteando con la hoja del árbol, dándole todas las vueltas que podía sin romperla.
—Ya existen planes para comercializar carne de segunda categoría para los pobres —dijo—. Naturalmente, mi padre mantiene una gran reserva sobre ese asunto, pero he logrado enterarme de que ya se han llevado a cabo algunos experimentos rarísimos. Así son los negocios. Mi padre sería capaz de cortar nuestro planeta en trocitos si creyese que eso le iba a reportar algún beneficio económico.
Entretanto Isserley estaba girando lentamente sobre los pies como una veleta sobre su eje. Era un movimiento que no podría haber hecho si no hubiera sufrido alteraciones en su cuerpo. En cierto modo, tímidamente, estaba intentando lucirse ante Amlis.
—Existe un aperitivo bastante asqueroso que ha tenido mucho éxito en los Estados Nuevos —siguió explicando Amlis—. Consiste en unas láminas muy finas de un tubérculo que es pura fécula. Se fríen en grasa y luego se secan hasta que adquieren una consistencia crujiente. La Corporación Vess les añade un aditivo con sabor a vodsel. Hay una demanda tremenda.
—La basura come basura —dijo Isserley volviendo a estirarse hacia arriba, hacia el cielo.
Oyeron una especie de silbido fuera del casco de la nave. Se asomaron por encima de la barandilla y miraron hacia abajo. Vieron a Ensel y a otro de los hombres saliendo del ascensor. A su vez, ellos miraron hacia arriba.
—Sólo hemos venido a comprobar —gritó Ensel, y su voz ronca reverberó en los muros metálicos—, a ver si estaban bien.
—Yo estoy muy bien, Ensel —contestó Isserley, aunque apenas lograba distinguirlo—, y el señor Vess no corre ningún peligro.
—Ah, bien, bien —dijo Ensel, y, sin pronunciar una sola palabra más, dio media vuelta y volvió a meterse en el ascensor seguido de su acompañante. Se oyó otra especie de silbido y desaparecieron.
Amlis, que estaba justo detrás de Isserley, dijo en voz baja:
—Ensel se preocupa mucho por ti, ¿verdad?
—Pues por mí, como si se mete el rabo por el culo —dijo Isserley, y siguió mascando el terrón de icpathua que tenía en la boca.
Sobre sus cabezas había empezado a caer una tenue llovizna. Amlis levantó la mirada para escudriñar la negrura del cielo, asombrado y perplejo. Las estrellas habían desaparecido. En su lugar se extendía una neblina y el disco luminoso y flotante había cambiado de sitio hasta desaparecer casi de la vista. Las gotitas de agua le caían sobre la piel y desaparecían inmediatamente en las zonas en las que estaba cubierto de pelo oscuro y suave. Y en el pecho blanco y velludo se le quedaban brillando temblorosas. Vacilante, se irguió sobre las patas traseras y, apoyándose en el rabo, abrió la boca. Hasta aquel momento Isserley no le había visto la lengua. Era tan roja y tan lisa como los pétalos de una anémona.
—Isserley —dijo después de tragar un poco de lluvia—, ¿es verdad lo que cuentan sobre el mar?
—¿Mmm? —dijo ella, que estaba embelesada sintiendo cómo le caía la lluvia sobre la cara y deseando que lloviera a cántaros.
—He oído hablar del mar a los hombres —continuó diciendo Amlis—. Dicen que es como… como una especie de extensión de agua que… que descansa junto a la tierra y que no desaparece nunca. Dicen que lo han visto de lejos, que es enorme y que tú vas hasta allí todos los días.
—Sí —dijo Isserley exhalando un suspiro—, es cierto.
La escotilla que había en el tejado del edificio empezó a cerrarse. Estaba claro que Ensel había decidido que ya había respirado suficiente aire puro.
—Cuando dejé escapar a aquellos pobres vodsels —dijo Amlis—, aunque estaba muy oscuro, vi… vi unas cosas que parecían árboles, aunque eran enormes, eran más grandes que este edificio.
Su dicción de niño bien había dejado paso a un tono de desamparo. Parecía un crío pequeño intentando explicar con su escaso vocabulario el esplendor del universo.
—Sí, sí, todo eso es cierto —dijo Isserley sonriendo—. Está ahí afuera.
La escotilla había acabado de cerrarse y el mundo exterior había desaparecido.
—Por favor, llévame a verlo —dijo de pronto Amlis, y su voz resonó débilmente por todo el hangar.
—Es totalmente imposible —respondió Isserley con rotundidad.
—Ahora está oscuro —insistió Amlis—. Nadie nos verá.
—Es totalmente imposible —repitió Isserley.
—¿Son los vodsels los que te preocupan? ¿Es que esos animales que parecen bobos pueden ser peligrosos? —preguntó con voz suplicante.
—Muy peligrosos —le aseguró Isserley.
—Pero ¿suponen un riesgo para nuestras vidas o para el buen funcionamiento de la Corporación Vess?
—La Corporación Vess me importa un bledo.
—Entonces, llévame —le rogó—. Llévame en tu coche. Te prometo que me voy a portar bien. Sólo quiero mirar. Por favor, llévame.
—He dicho que no.
Unos minutos más tarde Isserley estaba en su coche conduciendo lentamente bajo la bóveda enmarañada que formaban las ramas de los árboles que había más allá de la mansión en la que vivía Esswis. Las luces de la casa estaban encendidas, como de costumbre. Las del coche de Isserley estaban apagadas. Podía ver bastante bien con la luz de la luna y no tenía que molestarse en ponerse las gafas. Y, además, había hecho aquel recorrido a pie cientos de veces.
—¿Quién construyó estas casas? —preguntó Amlis, empotrado en el asiento y con las manos apoyadas sobre el salpicadero.
—Nosotros —dijo Isserley sin inmutarse. Se alegraba de que no pudiera verse ninguna otra casa más allá de la granja y de que, en la lejanía, la suya pareciese construida con trozos de piedra encontrados por los alrededores. Sobre la casa de Esswis, que era mucho más impresionante, dijo:
—Ésa se construyó para Esswis. Es como si fuera mi jefe. Se dedica a arreglar las vallas, a organizar la comida de los animales y ese tipo de cosas.
Pasaron cerca de la casa de Esswis, lo suficientemente cerca para que Amlis viera que los cristales de las ventanas estaban empañados y que había adornos de madera maciza en los alféizares.
—¿Quién ha tallado esas maderas?
Isserley echó una ojeada a las esculturillas.
—Esswis —contestó de manera automática mientras pasaban de largo. Pero enseguida se dio cuenta de que, en realidad, aquella mentira que acababa de decir podría ser verdad. En la retina se le había quedado una imagen evanescente de una fila de siluetas talladas en maderas recogidas de la playa, que habían sido labradas y cinceladas hasta conseguir unas figuras de escueta elegancia, que mantenían en equilibrio congelado complicadas posturas de ballet, y se hallaban colocadas una al lado de la otra detrás del doble acristalamiento. Podría ser que Esswis se dedicara a hacer aquello para entretenerse durante las horas de soledad del invierno.
Isserley continuó atravesando prados y prados en los que se hallaban diseminados unos enormes fardos de paja redondos que semejaban agujeros negros en el horizonte. Un campo estaba en barbecho, el de enfrente rebosaba de ramitas verdes que ocultaban las patatas escondidas debajo. Por aquí y por allá, elevándose hacia el cielo, surgían árboles y arbustos que no tenían ninguna utilidad para la agricultura, pero que exhibían florecillas resistentes o ramas largas y frágiles, cada uno según su especie.
Isserley sabía lo que estaría sintiendo Amlis. Allí la vida vegetal se daba sin necesidad de cultivos hidropónicos o de trabajar a profundidad cada vez mayor en una tierra pobre y calcárea. Allí las plantas brotaban y crecían al aire como una explosión de alegría. Eran hectáreas y más hectáreas de tierra naturalmente fecunda, sin aparente intervención de los seres humanos. Y eso que estaba viendo la Granja Ablach en invierno. ¡Qué impresión le habría causado ver lo que ocurría en el campo en primavera!
Iba conduciendo muy, muy despacio. El sendero que bajaba a la playa no había sido concebido para que por él transitaran vehículos de cuatro ruedas, y no quería que el coche se le estropeara. Y, además, se sentía invadida por un miedo irracional a que, al tropezar con alguna piedra en el camino y dar un tumbo, su mano derecha se moviera del volante y accionara sin querer la tecla de la icpathua. A pesar de que Amlis no llevaba puesto el cinturón de seguridad y no paraba de moverse en el asiento rebosando emoción, temía que las agujas pudieran pincharlo.
Junto al portón que había en el extremo más lejano de la Granja Ablach, a escasos metros del acantilado, Isserley detuvo el coche y apagó el motor. Desde aquel punto se veía muy bien el mar del Norte, que aquella noche brillaba con un tono plateado bajo un cielo que por el este tenía un color grisáceo que amenazaba nieve y por el oeste aún estaba despejado y permitía ver la luna y las estrellas.
—¡Oh! —exclamó Amlis en voz baja.
Isserley comprendió que estaba impresionado. Mientras él mantenía la mirada clavada en la inmensidad de las aguas que tenía delante, ella no dejaba de mirar el perfil de su rostro, amparada en el convencimiento de que a Amlis no se le podía pasar por la cabeza cuánto lo deseaba.
Pasado un buen rato, Amlis logró recuperarse lo bastante para hacer una pregunta. Antes incluso de que abriera la boca, Isserley ya sabía en qué iba a consistir y le contestó sin que tuviera que formularla.
—Aquella fina línea brillante —dijo mientras la señalaba— es donde termina el mar. Bueno, en realidad, no es que termine allí. El mar no tiene fin. Pero allí es donde termina nuestra percepción. Y por encima de ella empieza el cielo. ¿Lo ve?
El modo en que la miraba Amlis era conmovedor, pero maravilloso al mismo tiempo. La miraba como si ella fuese el guardián del universo, como si el universo entero le perteneciera, cosa que, tal vez, fuese cierta.
El terrible precio que había tenido que pagar conllevaba, en cierta medida, que aquel mundo le perteneciese. Estaba mostrando a Amlis lo que podían ser los dominios de quien estuviera dispuesto a someterse al sacrificio supremo, un sacrificio que nadie, salvo ella, se había atrevido a llevar a cabo. Bueno, en realidad, salvo ella y Esswis. Pero éste rara vez abandonaba su casa de la granja. Probablemente, el verse tan desfigurado había acabado con él. Las maravillas de la naturaleza no significaban nada para él. No eran un consuelo suficiente. Ella, sin embargo, seguía forzándose a salir y ver todo cuanto había que ver. Se exponía todos los días a la imparcialidad de los cielos, feliz de hallar consuelo bajo su bóveda.
Muy a tiempo apareció un rebaño de ovejas. Iban en fila, una tras otra, a lo largo del estrecho margen de tierra que separaba el límite de la Granja Ablach del borde del acantilado. Sus rizos lanudos brillaban a la luz de la luna y sus caras negras resultaban casi invisibles entre los oscuros tojos.
—¿Quiénes son? —preguntó Amlis fascinado y con la nariz casi aplastada contra el parabrisas.
—Se llaman ovejas —le respondió Isserley.
—¿Y tú cómo lo sabes?
Isserley pensó rápidamente una respuesta.
—Es como se denominan ellas —dijo.
—¿Hablas su lengua? —preguntó Amlis con cara de asombro mientras las ovejas pasaban trotando.
—En realidad, sólo sé unas pocas palabras —dijo Isserley.
Las fue mirando una a una e iba acercando la cabeza cada vez más a la de Isserley mientras seguía con la mirada su lento avance, que para él consistía en una experiencia nueva.
—¿Y habéis intentado utilizar su carne? —preguntó Amlis.
—¡No lo dirá en serio! —dijo Isserley atónita.
—¿Cómo quieres que sepa qué es lo que hacéis aquí?
Isserley parpadeó varias veces seguidas, sin saber qué decir. ¿Cómo se le había podido ocurrir semejante idea? ¿Acaso el hijo era, en el fondo, tan despiadado como el padre?
—Pero, Amlis, ¿es que no ve que caminan a cuatro patas, que tienen pelo por todo el cuerpo, que tienen rabo, que sus rasgos faciales no son muy diferentes a los nuestros…?
—Mira —empezó a decir Amlis, bastante irritado—, si estás dispuesto a comer la carne de unos seres vivos…
Isserley suspiró. Deseaba ardientemente ponerle el dedo índice en los labios e impedir que siguiera hablando.
—Por favor, no estropee este instante —le pidió, con un tono implorante, mientras la última oveja se esfumaba tras un macizo de tojos.
Pero, como es típico en cualquier hombre, no había modo de impedir que rompiera el hechizo de aquel momento. Sólo cambió de táctica.
—¿Sabes una cosa? —dijo—. He estado charlando mucho con los hombres.
—¿Qué hombres?
—Con los que trabajas.
—Yo trabajo sola.
Amlis respiró hondo y volvió sobre el asunto.
—Los hombres me han dicho que no eres la misma.
Isserley resopló con desdén. Seguro que era a Ensel a quien se estaba refiriendo. Ensel…, aquel tipo cubierto de sarna, lleno de cicatrices y con las pelotas hinchadas, que babeaba de gusto por la visita de un pez gordo. Habría tenido con él una charla de hombre a hombre.
Sintió que el veneno del odio volvía a infiltrarse en su organismo, y una sensación de tristeza, casi de vergüenza, se apoderó de ella. Aunque sólo había durado un ratito, había sido un gran descanso verse libre del rencor. ¿Sería cierto que aquel terroncito que había estado mascando tenía un efecto tan benéfico? Se volvió hacia Amlis y puso una sonrisa forzada.
—¿Tiene más… de eso? —dijo mientras pensaba: «No me haga pronunciar la palabra».
Amlis le pasó otro pedacito de la tableta de icpathua que llevaba consigo.
—Los hombres dicen que has cambiado, ¿es que te ha ocurrido algo malo? —le preguntó.
Con lo que acababa de darle aún en la mano, Isserley hizo cuanto pudo para contener el resentimiento.
—Bueno, de vez en cuando he tenido rachas de mala suerte. Amigos de buena posición que me dijeron que se iban a ocupar de mí y luego me dejaron en la estacada cuando me enviaron a un pozo de mierda. Algunas amputaciones en el cuerpo. Bobadas así.
—Me refiero a algo reciente.
Isserley reclinó la cabeza en el asiento y se metió en la boca el pedazo de icpathua, sumándolo al que ya tenía.
—Estoy bien —dijo suspirando—. Tengo un trabajo difícil, eso es todo. Tiene sus momentos buenos y sus momentos malos. Usted no lo entendería.
En el horizonte se estaba formando a gran velocidad una nube cargada de nieve. Isserley, que sabía que Amlis no tendría la menor idea de qué era aquello, estaba disfrutando de su sapiencia en secreto.
—¿Y por qué no lo dejas? —sugirió.
—¿Dejarlo?
—Sí, dejarlo. No seguir haciéndolo.
Isserley levantó la mirada hacia el cielo, o, mejor dicho, hacia el techo del coche. Se dio cuenta de que la tapicería no estaba en muy buenas condiciones.
—Estoy segura de que eso impresionaría a la Corporación Vess —dijo suspirando de nuevo—. Seguro que su padre me enviaría sus mejores deseos.
Amlis se rio.
—Pero ¿tú crees que mi padre se va a tomar la molestia de hacer un viaje hasta aquí para retorcerte el pescuezo? Simplemente, mandará a otra persona a cubrir tu puesto. Hay cientos esperando esa oportunidad.
Aquello era una noticia nueva para Isserley, una noticia terrible, escalofriante.
—Eso no puede ser cierto —dijo casi sin aliento.
Amlis se quedó callado un momento, como intentando encontrar un camino que le permitiera atravesar sano y salvo aquella brecha de dolor que acababa de abrir.
—Ni por un momento quisiera minimizar todo lo que has sufrido —dijo poniendo mucho cuidado en elegir las palabras—, pero tienes que entender que hasta nuestra tierra han llegado rumores de cómo es este lugar: que se ven el cielo y las estrellas, que el aire es puro, que todo es exuberante. Hasta se habla de gigantescas superficies de agua —y, al decir esto, se rio— de kilómetros y kilómetros de largo.
Durante un rato no dijo nada más, dándole tiempo para que se recuperase. Isserley se había recostado contra el asiento y había cerrado los ojos. A la luz de la luna sus húmedas pestañas le parecieron a Amlis un intrincado encaje de plata, como las nervaduras de la hoja que había estado admirando.
Aunque sea tan rara, es una mujer hermosa, pensó.
Al cabo de un rato, Isserley rompió el silencio.
—Mire, no puedo dejarlo —le explicó—. Mi trabajo me proporciona casa…, comida…
Hacía esfuerzos por pensar qué más le proporcionaba.
Amlis no esperó mucho para contestar.
—Los hombres me han dicho que, prácticamente, vives de pan con mermelada de mussanta. Ensel dice que comes tan poco, que parece que vives del aire. ¿Vas a decirme que no crece nada en este mundo que puedas comer para sobrevivir, que no hay ningún lugar en el que puedas hacerte una casa?
Furiosa, Isserley agarró el volante con fuerza.
—¿Está sugiriéndome que viva como los animales?
Permanecieron largo rato sentados en silencio mientras las nubes cargadas de nieve se congregaban en torno al estuario y luego, empujadas por el viento, se dirigían hacia la granja. Isserley, que lanzaba miradas de soslayo a Amlis, comprendió que el sobrecogimiento y la emoción de hacía un rato habían dado paso al desasosiego. Un desasosiego producido por haberla herido y por lo que se cernía sobre ellos. No cabía duda de que, para sus ojos inexpertos, aquellas nubes cargadas de nieve le traerían el recuerdo de la niebla tóxica de su tierra. Una niebla que, a veces, era tan nociva, que hasta la propia Élite se veía obligada a refugiarse bajo tierra.
—¿No nos sucederá nada malo? —acabó por preguntar Amlis cuando un remolino de bruma grisácea empezó a ocultar la luna.
Isserley sonrió con aire de suficiencia.
—Toda aventura conlleva un riesgo, Amlis —dijo con tono de superioridad.
Por el aire empezaron a revolotear copos de nieve, que se precipitaban agitándose y formando espirales para acabar estrellándose contra el parabrisas. Amlis se estremeció. Algunos copos entraron por la ventanilla, que estaba abierta, y se le posaron en el pelo.
Isserley notó que temblaba y que exhalaba un olor diferente, nuevo en él. Hacía mucho tiempo que no había sentido el olor que produce el miedo en los seres humanos.
—Tranquilícese, Amlis —susurró muy serena—. Sólo es agua.
Él, muy nervioso, se estaba dando manotazos para quitarse aquellas cosas raras del pecho, y, al notar que se derretían entre sus dedos, emitió un murmullo de asombro. Miró a Isserley como si fuese ella la que hubiera organizado toda aquella exhibición, como si fuese ella la que hubiera puesto al universo en pie para él, para que quedara cautivado por su hechizo.
—Usted sólo mire. No hable —le dijo Isserley—. Mire, simplemente.
Continuaron sentados en el coche de Isserley mientras el cielo descargaba su lastre. Al cabo de media hora toda la tierra que los rodeaba estaba cubierta de un polvillo blanco y en el parabrisas se había amontonado una espuma cristalina y brillante.
—Esto es… un milagro —logró por fin decir Amlis—. Es como si hubiera otro mar flotando por el aire.
Isserley asintió entusiasmada. ¡Qué intuición tenía para captarlo todo! Ella había pensado exactamente lo mismo muchas veces.
—Pues espere a ver la salida del sol, ¡no se lo va a creer!
Y, entonces, algo sucedió en el ambiente. Fue como si las partículas del aire que había entre ellos sufrieran una perturbación.
—Eso no lo veré, Isserley —dijo Amlis con tono de tristeza—, para entonces ya me habré ido.
—¿Ido?
—Me voy esta noche.
Isserley no parecía comprender lo que quería decir.
—La nave zarpa dentro de un par de horas —le recordó Amlis—. Y, por supuesto, tengo que ir en ella.
Isserley permaneció inmóvil, intentando asimilar aquella información.
—No es propio de usted hacer lo que le dicen que tiene que hacer —dijo en tono de broma, tras un largo silencio.
—Es necesario que vuelva para contar lo que he visto aquí —explicó Amlis—. La gente tiene que saber las cosas horribles que se hacen con su consentimiento.
Isserley soltó una carcajada irónica.
—O sea que estoy ante Amlis, el paladín, el cruzado, el que llevará la luz de la verdad a la raza humana —dijo desdeñosamente.
Él esbozó una sonrisa, pero sus ojos reflejaban dolor.
—Bueno, Isserley, ya veo que te pones en plan cínico. Si te resulta más fácil de aceptar, puedes pensar que, en realidad, no me mueven los ideales, puedes pensar que lo único que quiero es volver a mi casa y dedicarme a fastidiar a mi padre.
Isserley sonrió cansinamente. La nieve había cubierto casi por completo el cristal delantero. Tendría que poner en funcionamiento los limpiaparabrisas o le empezaría a entrar la claustrofobia.
Intentando mantener en pie el frágil puente que se había establecido entre ellos, Amlis exclamó torpemente:
—Los padres…, que se jodan, ¿verdad?
Semejante vulgaridad en sus labios sonó forzada y totalmente fuera de lugar. No había acertado con el tono y se había pasado un poco. Tímidamente, alargó una mano y la colocó con mucha suavidad sobre el brazo de Isserley.
—De todos modos —dijo—, quiero que sepas que me sería muy fácil dejarme seducir por este mundo. Es muy…, muy hermoso.
Isserley levantó los brazos y los colocó sobre el volante. La mano de Amlis resbaló cuando ella bajó uno bruscamente para girar la llave de contacto. Acertó a la primera, a pesar de la penumbra. El motor cobró vida y los faros se encendieron.
—Lo voy a llevar de vuelta al edificio principal —dijo Isserley—. Se está haciendo tarde.
Al llegar al edificio principal, Isserley vio el hocico de Ensel asomando por la rendija de la gran puerta de aluminio que estaba entreabierta. Probablemente, le había tocado el turno de guardia, así que se imaginó lo que habría estado sudando todas aquellas horas de ausencia de Amlis. Bueno, pues que saliera ahora a decirle como siempre que la pieza cobrada era la mejor de todas, ¡adulador de mierda!
Sin embargo, Ensel se mantuvo quieto donde estaba, a la espera.
Isserley se inclinó por encima del cuerpo de Amlis y alargó la mano para abrirle la puerta, cuyo mecanismo él no acertaba a manejar. Al hacerlo, lo rozó un momento con el antebrazo y sintió el cálido perfume de su carne. La puerta se abrió y dejó que entraran una ráfaga de aire frío y unos delicados copos de nieve.
—¿No vas a entrar? —le preguntó Amlis.
—Yo tengo mi casa —le contestó Isserley—, y además he de trabajar por la mañana.
Y, por última vez, sus miradas se encontraron con un destello de antagonismo.
—¡Cuídate! —musitó Amlis mientras se bajaba del coche y pisaba aquel suelo totalmente blanco—. Confía en la voz de tu conciencia. Escucha lo que te dice.
—Dice que me joda —contestó ella, sonriendo y llorando a la vez.
Él se dirigió por entre la nieve hacia la puerta que le habían abierto desde dentro.
—Algún día volveré —dijo volviendo la cabeza sobre un hombro mientras seguía andando, y luego añadió, riéndose—, si es que encuentro transporte, claro.
Isserley condujo hasta su casita, aparcó el coche en el garaje y entró. Durante su ausencia algún visitante misterioso había deslizado por debajo de la puerta principal unos folletos de papel satinado. Un grupo de vodsels de aspecto tan enclenque que jamás los habría recogido querían que los votase en unas elecciones; decían que el futuro de Escocia estaba en juego y que ella tenía el poder en sus manos. También encontró una nota de Esswis que ni siquiera intentó leer. Se fue derecha a la cama, se cubrió el cuerpo desnudo con las mantas y se pasó horas y horas llorando.
La pila de su reloj digital se había agotado totalmente y los números ya no emitían ningún destello, pero calculó que eran las cuatro de la madrugada cuando oyó los ruidos característicos de la nave al emprender el viaje.
Después escuchó cómo se iba deslizando el tejado del edificio principal hasta cerrarse y, luego, acunada por la música de las olas que resonaban en medio del silencio de Ablach, se fue quedando dormida.