Capítulo 2
Al día siguiente Isserley se pasó varias horas conduciendo bajo la lluvia y el aguanieve sin encontrar nada. Era como si el mal tiempo hubiese retenido en casa a todos los machos aceptables.
Por más que escudriñaba a través del cristal del coche, con tal intensidad que poco faltó para que se quedase hipnotizada con el movimiento de los limpiaparabrisas, lo único que lograba ver en la carretera eran las fantasmales luces traseras de otros vehículos envueltos por la lluvia que avanzaban lentamente bajo una luz casi crepuscular, a pesar de que era mediodía.
¡Cómo iba a encontrar autoestopistas si los únicos peatones con los que se había cruzado en toda la mañana eran un par de adolescentes regordetes, con el pelo cortado al rape y unas mochilas de plástico, que iban chapoteando por una cuneta cercana al paso subterráneo de Invergordon! Supuso que llegaban tarde a la escuela o hacían novillos. Cuando pasó a su lado se giraron hacia ella y le gritaron algo con un acento demasiado cerrado para que pudiese entenderlo. Sus cabezas empapadas parecían un par de patatas peladas con un poco de salsa parda en la parte de arriba, y llevaban las manos enfundadas en papel de plata verde brillante. Eran bolsas de patatas fritas que se habían puesto a modo de guantes. Por el espejo retrovisor Isserley observó cómo aquellos cuerpos rellenitos se iban convirtiendo, con la distancia, en simples manchas de color hasta que, finalmente, desaparecieron en el caldo grisáceo de la lluvia.
Al pasar por cuarta vez junto al desvío de Alness, no podía creer que siguiese sin haber nadie. Normalmente, aquél era un punto buenísimo, ya que había muchos conductores reacios a recoger a alguien que pudiese ser de Alness. Por lo menos, eso era lo que un autoestopista agradecido le había contado no hacía mucho. Le había explicado que llamaban a aquel pueblo «la pequeña Glasgow», y que tenía «mala reputación», porque allí era muy fácil conseguir sustancias farmacéuticas ilegales, lo cual provocaba que hubiera muchas roturas de escaparates y que las hembras dieran a luz muy jóvenes. A pesar de que sólo quedaba a un par de kilómetros de la carretera, Isserley nunca había estado en Alness. Lo único que hacía era pasar junto al desvío cuando iba por la A9.
Aquel día ya había pasado varias veces por allí, deseando que apareciese alguno de aquellos depravados, enfundado en una cazadora de cuero y haciendo dedo para dirigirse a algún sitio mejor. Pero no aparecía ninguno.
Barajó la posibilidad de alejarse más, cruzar el puente y probar suerte más allá de Inverness. Tal vez allí encontrase autoestopistas más decididos y organizados que los que había en su zona, con termos bajo el brazo y cartelitos de cartón en los que pusiera ABERDEEN o GLASGOW.
Por lo general, no dudaba en recorrer grandes distancias con tal de encontrar lo que buscaba; muchas veces llegaba incluso hasta Pitlochry antes de dar la vuelta. Sin embargo, aquel día tenía el presentimiento de que, si se alejaba mucho de casa, la lluvia podía ocasionarle un sinfín de inconvenientes y no quería acabar tirada quién sabe dónde, con el motor del coche dando sus últimos estertores bajo el diluvio. Y, además, ¿quién había dicho que tenía que llevar todos los días a alguien a casa? Uno a la semana debería ser suficiente para cualquier persona razonable.
Hacia el mediodía se dio por vencida. Mientras se encaminaba en dirección norte para regresar a casa, se le ocurrió que, quizás, si anunciaba ante el universo, con la suficiente firmeza, que había abandonado toda esperanza, al final aparecería algo.
Y así fue. Poco después de pasar el cartel que invitaba a los conductores a visitar los pintorescos pueblos costeros a los que llevaba la B9175, divisó a un bípedo de aspecto lamentable y con el dedo pulgar extendido bajo la lluvia ante el desdeñoso fluir del tráfico. Estaba al otro lado de la carretera, en sentido opuesto al suyo, iluminado por los faros delanteros de la procesión de vehículos que pasaban sin detenerse a su lado. A Isserley no le cupo la menor duda de que seguiría allí cuando lograra dar la vuelta y desandará el camino.
—¡Hola! —gritó mientras le abría la puerta para que entrara.
—¡Gracias a Dios! —exclamó él, apoyando un brazo en el borde de la puerta mientras metía la cabeza, que chorreaba agua, dentro del coche—. Ya empezaba a creer que no hay justicia en este mundo.
—¿Y eso? —dijo Isserley. Se fijó en que tenía las manos mugrientas, pero grandes y bien formadas. Una vez lavadas con detergente, quedarían muy bonitas.
—Es que yo siempre recojo a los que hacen dedo —aseguró él como si estuviera rebatiendo algún comentario malévolo—. Siempre. Si tengo espacio en la camioneta, jamás paso de largo.
—Yo tampoco —le aseguró Isserley, que no podía menos que preguntarse cuánto tiempo seguiría aquel tipo de pie dejando que la lluvia entrara en el coche—. Venga, suba.
Entró de costado y depositó su empapado trasero en el centro del asiento como si fuese la base de una boya salvavidas. Incluso antes de cerrar la puerta su cuerpo ya había empezado a despedir vapor. Llevaba ropa informal, completamente empapada, que rechinaba como si fuese de cuero mientras se acomodaba en el asiento.
Era mayor de lo que ella había supuesto, pero estaba en forma. ¿Importaría que tuviese arrugas? No debería. Después de todo, sólo afectaban a la piel.
—Y para una puñetera vez que soy yo el que necesita que lo lleven, ¿qué pasa? —estalló de repente, retomando el tema—. Que he tenido que andar casi un kilómetro para llegar a la carretera bajo un chaparrón de padre y muy señor mío, y, ¡joder!, ¿cree que alguno de esos cabrones se ha detenido para llevarme?
—Bueno… —dijo Isserley sonriendo—. Yo he parado, ¿no?
—Ya, pero es que antes que usted han pasado de largo dos mil cincuenta coches, ¡joder! Tal como se lo digo —afirmó mirándola fijamente, como si ella no le entendiera.
—¿Los ha contado? —preguntó en tono socarrón.
—Pues sí —dijo él suspirando—. Bueno, es una cuenta aproximada, ya sabe. —Sacudió la cabeza, en lo que se le desprendieron numerosas gotas de agua de la abundante mata de pelo y las pobladas cejas—. ¿Podría dejarme cerca de la Granja Tomich?
Isserley hizo un cálculo mental. Aun yendo muy despacio, sólo tendría diez minutos para saber algo de él.
—Por supuesto —contestó mientras admiraba su cuello, que parecía de acero, y sus anchos hombros, decidida a no descalificarlo por el solo hecho de la edad.
Él se recostó en el respaldo del asiento con aire satisfecho, pero un par de segundos después el desconcierto se reflejó en su tosca cara. ¿Por qué no arrancaban?
—Póngase el cinturón —le recordó ella.
Se lo abrochó de mala gana, como si le hubiese pedido que se inclinara tres veces ante un dios elegido por ella.
—Es una trampa mortal —murmuró con tono de guasa, moviéndose inquieto entre las miasmas de su propio vapor.
—A mí tampoco me gusta —le aseguró Isserley—. Pero es que no quiero arriesgarme a que me pare la policía, eso es todo.
—Bah, la policía… —dijo, burlón, igual que si le hubiese confesado que tenía miedo a los ratones o a la enfermedad de las vacas locas. Pero, en el fondo, su voz tenía un tono paternal y tolerante, y movió los hombros como para demostrar que estaba intentando adaptarse a su reclusión.
Isserley le sonrió y arrancó colocando los brazos muy altos sobre el volante, para que pudiese verle los pechos.
Esta chica debería tener cuidado con ese par de tetas, pensó el autoestopista; si no, cualquier día las meterá dentro del tazón de los cereales.
Y, además, debería arreglarse un poco, porque, con unas gafas tan gruesas, y sin nada de barbilla… Nicki, su hija, tampoco era ninguna preciosidad, y, para ser sincero, ni siquiera sabía sacar partido de lo que tenía. Si, por lo menos, se dedicara realmente a estudiar Derecho con el dinero que le mandaba, en lugar de gastárselo en irse de juerga por Edimburgo, quizás acabase sirviéndole de alguna ayuda. Podría, por ejemplo, encontrar qué lagunas jurídicas había en las normas de la Unión Europea.
¿Cómo se ganaría la vida aquella chica? Algo raro le pasaba en las manos. Sí, aquellas manos no eran normales. A lo mejor se las había deformado haciendo algún trabajo manual cuando era demasiado joven para dominarlo y demasiado tonta para quejarse. Puede que se hubiera dedicado a desplumar pollos o a limpiar pescado.
No cabía la menor duda de que vivía en la costa. Olía a mar. Quizás trabajase para algún pescador de la zona. Mackenzie, por ejemplo, contrataba a mujeres, si eran fuertes y no creaban demasiados problemas.
¿Crearía problemas aquella chica?
Estaba claro que era una chica con carácter. Probablemente, con aquel aspecto tan raro, habría pasado un infierno en la infancia, si es que había crecido en alguno de los pueblecitos costeros. En Balintore, o en Hilton, o en Rockfield. No, en Rockfield no. Él conocía a todos y cada uno de los habitantes de Rockfield.
¿Cuántos años tendría?
Dieciocho, quizás. Aunque tenía manos de cuarentona y conducía como si llevase detrás un remolque tambaleante cargado de heno y estuviera cruzando un puente muy estrecho. Iba sentada como si tuviese un palo clavado en el culo. Si hubiese sido un poquito más baja, habría tenido que sentarse sobre un par de almohadones. Tal vez debería sugerírselo, aunque, si lo hacía, era posible que la chavala le rompiera la cara. De todas formas, a lo mejor ponerse almohadones no estaba permitido por el código de circulación por autopistas, artículo número tres millones sesenta. Y ella no se atrevería a decirles por dónde tendrían que meterse el código. Preferiría sufrir.
Y sufría. Se notaba por el modo como movía los brazos y las piernas. Y porque llevaba la calefacción a tope. Debía de tener alguna lesión en la columna. Tal vez un accidente de automóvil. En tal caso, había que tener agallas para seguir conduciendo. Era un pajarillo con una gran fortaleza.
¿Podría ayudarla, tal vez?
¿Podría serle útil aquella chica?
—Usted vive cerca del mar, ¿verdad?
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Isserley, sorprendida porque no había dicho ni una sola palabra en todo el rato pensando que necesitaría un poco de tiempo para poder apreciar bien su cuerpo.
—Por el olor —afirmó el macho rotundamente—. Su ropa huele a mar. ¿Vive en el estuario de Dornoch? ¿En el estuario de Moray?
La rotundidad de aquella precisión le pareció alarmante. Nunca lo hubiera esperado, porque tenía esa expresión entre mueca y sonrisa propia de los poco avispados. Llevaba las mangas de su gastada cazadora de poliéster manchadas de aceite de motor. Tenía el rostro bronceado y plagado de pálidas cicatrices como un grafiti mal borrado.
De las dos posibilidades que le había ofrecido, escogió la errónea.
—En Dornoch —dijo.
—Pues nunca la he visto por allí —dijo él.
—He llegado hace sólo unos días —contestó ella.
Entretanto su coche se había sumado a la procesión de vehículos que antes habían pasado junto a él. Era una larga fila de luces traseras que se perdía en la distancia. Eso estaba bien. Redujo a primera y avanzó a paso de tortuga, como los demás, sin tener que preocuparse ya de la velocidad.
—¿Trabaja? —le preguntó él.
La cabeza de Isserley funcionaba perfectamente para entonces, ya que el lento avanzar del tráfico apenas la distraía. Dedujo que, probablemente, sería un tipo de esos que siempre conocen a alguien en todas las profesiones habidas y por haber, o, al menos, en todas las que no menospreciaba.
—No. Estoy en el paro —contestó ella.
—Pues necesita tener una dirección fija para cobrarlo —señaló él, rápido como un rayo.
—A mí no me va lo del subsidio de desempleo.
Ya comenzaba a cogerle el tranquillo a su estilo de conversación, y supuso que aquella respuesta le satisfaría.
—¿Está buscando trabajo?
—Sí —dijo ella al tiempo que reducía aún más la velocidad para dejar entrar a un Mini de un blanco luminoso en la fila de coches—. Pero no tengo muchos estudios. Y no soy fuerte.
—¿Lo ha intentado en la recolección de buccinos?
—¿Buccinos?
—Sí, buccinos. Es una de las cosas a las que me dedico. La gente como usted los recoge, y yo los vendo.
Isserley reflexionó durante unos segundos evaluando si tenía o no suficiente información para continuar aquella conversación.
—¿Qué son los buccinos? —preguntó finalmente.
Él sonrió de oreja a oreja envuelto en su nube de vapor.
—Son una clase de moluscos. Tiene que haberlos visto por donde usted vive. Pero da la casualidad de que tengo uno por aquí —dijo mientras levantaba una de sus carnosas nalgas para hurgar en el bolsillo derecho del pantalón—. Aquí está —dijo sosteniendo una concha de caracol marino de color gris apagado delante de sus ojos—. Siempre llevo uno en el bolsillo para enseñárselo a la gente.
—¡Ah, qué previsor es usted! —dijo Isserley piropeándole.
—Es para enseñarle a la gente el tamaño adecuado. Los hay diminutos, ¿sabe?, del tamaño de un guisante. Esos no vale la pena cogerlos, pero estos grandotes están muy bien.
—¿Y simplemente con recogerlos en la playa ya puedo ganar algo de dinero?
—Así de fácil —le aseguró—. Dornoch es un buen lugar. Allí hay millones, si va en el momento adecuado.
—¿Y cuál es el momento adecuado? —preguntó Isserley. Esperaba que a aquellas alturas del trayecto él ya se habría quitado la cazadora, pero parecía como si estuviese la mar de a gusto asfixiándose con aquella temperatura y soltando vapor.
—Lo que tiene que hacer es comprarse un almanaque con las horas de las mareas —dijo—. Cuesta setenta y cinco peniques en las oficinas de los guardacostas. Tiene que mirar cuándo la marea está baja, entonces va a la playa y, simplemente, los va sacando a montones con un rastrillo. Cuando tenga suficientes, me da un toque por teléfono y me acerco a donde esté a recogerlos.
—¿Y a cuánto se pagan?
—En Francia y en España los pagan muy bien. Yo se los vendo a los proveedores de los restaurantes, y nunca les parece suficiente, sobre todo, en invierno. La mayoría de la gente sólo los recoge en verano, ¿sabe?
—¿Es que en invierno hace demasiado frío para los buccinos?
—Hace demasiado frío para la gente. Pero usted puede hacerlo muy bien. Yo le aconsejo que se ponga guantes de goma. De los finos, de los que usan las mujeres para lavar los platos.
A Isserley le faltó poco para insistir en que concretara cuánto podía ganar ella, no él, con la recolección de buccinos. Aquel tipo tenía una cualidad: casi la había convencido para que considerase aquella posibilidad, lo cual era, en realidad, absurdo. Tuvo que hacer un esfuerzo para recordar que le interesaba saber cosas sobre él, no contarle su vida.
—Bueno, y… ese negocio de los buccinos… ¿le alcanza para vivir? Quiero decir, ¿tiene usted familia?
—Yo hago de todo —contestó mientras se pasaba un peine de metal por el espeso pelo—. Vendo neumáticos usados. Los campesinos los usan para aislar los silos donde fermenta el forraje. Vendo creosota. Vendo pintura. Y mi mujer hace nasas, aunque no para coger langostas, porque ya no queda ni una jodida langosta. Pero los turistas norteamericanos las compran si están pintadas de colores bonitos. Y mi hijo se dedica de vez en cuando a la recolección de buccinos. También arregla coches. Él podría arreglarle esa vibración que tiene en el chasis sin ningún problema.
—No creo que pueda pagarlo —replicó Isserley, desconcertada una vez más por la agudeza de su observación.
—Mi hijo cobra muy poco. Es barato y rápido. En las reparaciones de coches lo que sale caro es la mano de obra, ¿sabe? Pero él tiene coches en su taller constantemente. No paran de entrar y salir. Es un genio.
A Isserley aquello no le interesaba nada. No buscaba a un hombre que fuera un genio, ya disponía de uno en la granja que haría cualquier cosa por ella. Y cuyas zarpas mantenía alejadas, aunque no sin esfuerzo.
—¿Y qué hay de su camioneta?
—Ah, también la arreglará. En cuanto le ponga las manos encima.
—¿Dónde está?
—A menos de un kilómetro de donde me ha recogido —dijo. Respiraba con dificultad, pero mantenía estoicamente su buen humor—. Ya estaba cerca de casa con una tonelada de buccinos en la parte de atrás cuando ese jodido motor me dejó tirado. Pero mi hijo me lo arreglará. Ese chico vale más que ser socio del Automóvil Club. Bueno, cuando no está cabreado.
—¿Y lleva usted alguna tarjeta de su hijo? —preguntó Isserley educadamente.
—Déjeme ver —dijo resoplando.
Volvió a levantar su grueso trasero, que, de todos modos, ya no estaba destinado a recibir una inyección de icpathua. Sacó del bolsillo un puñado de tarjetitas, todas sobadas y con las esquinas dobladas, y se las fue pasando rápidamente de una mano a otra como si fueran naipes. Apartó dos y las puso sobre el salpicadero.
—Una es la mía y la otra es de mi hijo —dijo—. Si decide dedicarse a lo de los buccinos, llámeme. Yo me acercaré a recoger cualquier cantidad que pase de los veinte kilos. Si no logra recoger eso en un día, lo puede hacer en dos.
—Pero ¿no se estropean?
—Aguantan una semana. En realidad, es bueno dejarlos reposar un poco para que suelten el exceso de agua. Y cierre bien la bolsa, porque, si no, se le escaparán y se le meterán debajo de la cama.
—Lo recordaré —prometió Isserley. Por fin la lluvia estaba amainando y podía bajar la velocidad de los limpiaparabrisas. La luz comenzaba a filtrarse a través del cielo gris—. Ya estamos llegando a la Granja Tomich —anunció.
—Siga doscientos metros más y habré llegado —dijo el mayorista de buccinos mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad—. Muchísimas gracias. Es usted una pequeña samaritana.
Isserley detuvo el coche donde él le indicó. Antes de que ella pudiese percatarse de lo que estaba haciendo, él le estrujó el brazo cariñosamente con su manaza y luego se bajó sin dejar entrever en absoluto si había notado o no la extremada delgadez y dureza de aquel brazo. Se alejó lentamente y dijo adiós con la mano sin volverse.
Isserley le vio alejarse mientras sentía un desagradable cosquilleo en el brazo. Cuando hubo desaparecido, dirigió la mirada al espejo retrovisor con el entrecejo fruncido y esperó a que hubiera un hueco en el tráfico. Enseguida se olvidó de él pero no de su observación sobre el olor a mar. Decidió que tendría que lavarse cada vez que volviese de dar un paseo matinal por la playa y ponerse ropa limpia.
Con el intermitente dado, volvió a entrar en la carretera y dirigió la mirada hacia adelante.
El segundo autoestopista de aquel día la estaba esperando bastante cerca de su casa, tan cerca, que tuvo que hacer un esfuerzo para recordar si sería alguien de la zona. Era joven, tal vez demasiado bajo, con unas cejas muy pobladas y el pelo teñido de un rubio casi blanco. A pesar del frío y de la persistente llovizna, sólo llevaba una camiseta de manga corta del Celtic y unos pantalones militares de camuflaje. Unos tatuajes borrosos le desfiguraban los antebrazos, que eran delgados, pero fuertes. Aquello le recordó vagamente a sí misma.
Cuando volvió a acercarse a él, después de cambiar de sentido, decidió que era un completo desconocido y paró a recogerlo.
En cuanto se subió al coche y se sentó, Isserley tuvo la sensación de que se había buscado un problema. Fue como si su mera presencia desestabilizase las leyes de la física; como si los electrones del aire comenzasen de repente a vibrar más deprisa y acabaran rebotando en los confines de la cabina igual que enloquecidos insectos invisibles.
—¿Vas a Redcastle? —dijo. Su aliento desprendía un agrio olor a alcohol.
Isserley negó con la cabeza.
—Voy a Invergordon —dijo—. Si no te va bien…
—No, me va de coña —dijo, y se encogió de hombros. Luego se puso a tamborilear con las muñecas sobre las rodillas, como si siguiera la música de un walkman interno.
—Muy bien —dijo Isserley, y arrancó.
Lamentó que no hubiese más tráfico; aquello solía ser una mala señal. Y, además, se dio cuenta de que, instintivamente, se había aferrado al volante de tal forma que había bajado los codos y no permitía que su acompañante le viera los pechos. Aquello también era una mala señal.
Pero, a pesar de ello, sentía la mirada de aquel tipo, que la desnudaba.
Las mujeres no se visten así a menos que quieran que se las follen, iba pensando él. Ahora bien, de pagar, ni hablar. No quería que le pasara igual que con la puta aquella de Galashiels. Las invitas a una copa y se creen que te pueden clavar veinte libras. ¿Es que tenía cara de ser de los que pagan por follar o qué?
La carretera de Invergordon donde estaba la Academia era un buen lugar. Un sitio solitario. Allí podría hacer que se la chupase. Así no tendría que verle aquella cara horrible.
Las tetas le quedarían entre las piernas y, si le hacía un buen trabajo, ya se las achucharía un poco. Seguro que ella se emplearía a fondo, eso se veía. Ya estaba casi jadeando, como una perra en celo. No como la puta aquella de Galashiels. Ésta se contentaría con cualquiera cosa. Con las feas siempre pasaba eso, ¿no?
No es que sólo consiguiese chicas feas.
Pero el caso era que él estaba allí y ella también. Era como… la fuerza de la naturaleza, ¿no? La ley de la puta selva.
—¿Y qué es lo que te ha hecho salir a la carretera en un día como hoy? —preguntó Isserley con tono animoso.
—Me pone nervioso pasarme todo el día en casa.
—¿Buscas trabajo?
—¡Pero si eso no existe! ¡Aquí no hay ni un jodido empleo!
—Pero el gobierno espera que uno siga buscándolo, ¿no?
Aquel gesto de empatía no pareció impresionarlo en absoluto.
—Estoy haciendo uno de esos jodidos cursos de capacitación —dijo furioso—. Van y te dicen, búscate unos cuantos viejos y suéltales no sé qué gilipolleces sobre la calefacción central y le diremos al gobierno que ya no estás en paro, ¿vale? Lo que quieren es taparte la boca, los muy capullos. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
—Vaya mierda —dijo Isserley, confiando en que fuese la expresión apropiada para la situación.
La atmósfera dentro del coche se iba haciendo cada vez más insoportable. No había ni un solo milímetro cúbico del espacio que los separaba que no comenzase a saturarse del aliento pernicioso de su acompañante. Tenía que tomar una decisión rápidamente. Los dedos se le iban hacia la palanca de la icpathua. Pero tenía que mantener la calma a toda costa. Actuar impulsivamente podía acarrearle unas consecuencias desastrosas.
Hacía unos años, cuando acababa de comenzar con aquello, había pinchado a un autoestopista que, apenas un par de minutos después de haberse subido al coche, le había preguntado si no le gustaría que le metieran una buena polla en todos los agujeros. Por aquel entonces todavía no hablaba bien inglés, así que le llevó un ratito decidir si se estaría refiriendo a un ave de corral o a algo relacionado con los deportes. Cuando cayó en la cuenta de lo que quería decir, ya estaba exhibiendo el pene. A ella le entró un pánico horrible y lo pinchó. Fue una decisión fatal.
La policía estuvo buscándolo durante semanas. Su fotografía salió en la televisión y se publicó no sólo en los periódicos, sino también en una revista especial para gente sin hogar. Dijeron que padecía trastornos mentales, y sus padres y su mujer hicieron un llamamiento rogando a cualquiera que lo hubiera visto que les facilitara alguna información. Días más tarde, a pesar de que creía haber sido sumamente discreta en el momento de recogerlo en la carretera, dijeron que la investigación apuntaba a un Nissan familiar de color gris conducido, probablemente, por una mujer. Así que tuvo que recluirse en la granja durante un periodo que se le hizo eterno y entregarle a Ensel aquel coche que le había sido tan fiel. Él lo desguazó para poder hacer las adaptaciones necesarias en otro coche que había en la granja y que estaba en buen estado, un horrible monstruito llamado Lada.
—Un error lo tiene cualquiera —le había dicho Ensel, a modo de consuelo, mientras acababa el trabajo para que ella pudiese volver a la carretera, con los brazos embadurnados de grasa negra y los ojos enrojecidos por culpa del soldador.
Pero Isserley se había sentido tan avergonzada, que, incluso años después, no podía pensar en aquel error sin que se le escapase un gruñido de angustia. No volvería a ocurrirle nunca más. Nunca.
Habían llegado a un tramo de la A9 en el que estaban ampliando los carriles. Había ruidosos mastodontes mecánicos y personal uniformado deambulando por encima de montañas de tierra, apiladas a ambos lados de la carretera. Tanto ajetreo le resultó, sin embargo, tranquilizador.
—Tú no eres de por aquí, ¿verdad? —dijo Isserley levantando la voz para que la oyese por encima del estruendo que producían las grandes cuchillas al hundirse en la tierra.
—Más de aquí que tú, me apuesto la cabeza.
Pasó por alto aquella burla, dispuesta a seguir manteniendo con él una conversación que la llevase al tema de su familia, pero entonces él bajó de golpe su ventanilla y ella se sobresaltó.
—¡Eeehh… Dougeeee! —gritó con el rostro vuelto hacia la lluvia y agitando un brazo con el puño cerrado fuera de la ventanilla.
Isserley levantó la mirada hacia el espejo retrovisor y divisó una figura corpulenta enfundada en una ropa de color amarillo fosforescente que estaba junto a una excavadora y saludaba con la mano sin mucho convencimiento.
—Es un colega mío —le explicó el autoestopista, que volvió a subir el cristal de la ventanilla.
Isserley respiró profundamente intentando que el corazón no le latiera tan deprisa. Ya no podía llevárselo, era obvio, había perdido la oportunidad. De repente, el que fuese soltero o casado, o que tuviese hijos, se había convertido en algo irrelevante; era mejor no averiguarlo, por si acaso.
¡Si por lo menos pudiese dejar de jadear y librarse de él!
—¿Son de verdad? —le preguntó el autoestopista de repente.
—¿Perdón?
Jadeaba tanto, que no podía decir más de una palabra antes de quedarse sin aliento.
—Ese par de tetas que llevas ahí delante, tía. ¡Joder, pareces una cabra!
—Pues yo… me voy a quedar aquí —contestó Isserley, que puso el intermitente y dirigió el coche hacia el centro de la carretera. Gracias a la divina providencia habían llegado a la estación de servicio de Donny, en Kildary. Un cartel decía BIENVENIDOS.
—¡Pero si dijiste que ibas a Invergordon! —protestó el autoestopista mientras Isserley ya estaba girando. Cruzó los carriles del otro lado de la carretera y metió el coche en el espacio que había entre los surtidores y el taller de la gasolinera.
—Hay un ruido en el chasis. ¿No lo oyes? —dijo con la voz ronca y alterada, pero ya le daba igual—. Es mejor que me lo miren. Puede ser peligroso.
Tras los cristales de la tienda de la gasolinera, abarrotados de cosas, se oían voces, el abrir y cerrar de las puertas de los armarios refrigeradores y el tintineo de las botellas.
Isserley se volvió hacia el autoestopista y señaló amablemente hacia la A9.
—Puedes probar suerte allí enfrente —le aconsejó—. Es un buen lugar. Los coches pasan muy despacio por ahí. Yo voy a que me revisen el coche. Si todavía estás ahí cuando acabe, puede que vuelva a llevarte.
—Por mí, como si te quedas aquí para siempre —dijo él en tono despectivo, pero se bajó del coche. Y después se fue alejando, poco a poco.
Isserley abrió la puerta y salió haciendo un gran esfuerzo. Al ponerse de pie, un latigazo de dolor le recorrió la columna vertebral. Se apoyó en el techo del coche para recobrar el equilibrio y se enderezó mientras observaba cómo Cejas Pobladas cruzaba la carretera y se dirigía lentamente hacia la cuneta. Un aire gélido le enfrió el sudor que le cubría la piel y le llenó las fosas nasales de oxígeno.
Ahora todo iría bien.
Descolgó una manguera del surtidor manipulando torpemente el enorme pitorro con su pequeña zarpa. No era un problema de fuerza, sino de la excesiva estrechez de su mano. Tuvo que utilizar las dos para introducir el pitorro en el depósito. Fijando toda su atención en el contador, echó cinco libras de gasolina. Cinco, cero, cero. Volvió a colocar la manguera en su sitio, entró en la tienda y pagó con uno de los billetes de cinco libras que guardaba exclusivamente para eso.
Todo aquello le llevó menos de tres minutos. Cuando salió, buscó con cierta inquietud la silueta verde y blanca de Cejas Pobladas al otro lado de la carretera. Había desaparecido. Era increíble, pero algún conductor lo había recogido.
Apenas dos horas después, la tarde ya estaba llegando a su fin y quedaba poca luz. Serían cerca de las cuatro y media. Escarmentada por la experiencia con Cejas Pobladas en una zona tan cercana a casa, Isserley había recorrido unos cincuenta kilómetros en dirección al sur, había pasado Inverness y había llegado casi hasta Tomatin, llevada por su deseo de no regresar con las manos vacías.
Aunque no era infrecuente que recogiese a alguien después de haber oscurecido, eso era algo que dependía de que pudiera resistir al volante y de que tuviera ganas de seguir con aquel juego. Bastaba una situación humillante para que se sintiese tan afectada que tenía que volverse a la granja lo antes posible para poder darle vueltas al hecho y descubrir en qué se había equivocado y qué era lo que podría haber hecho para protegerse.
Mientras iba conduciendo, Isserley se preguntaba si Cejas Pobladas la habría afectado hasta tal extremo.
Le era difícil saberlo, ya que no comprendía bien sus propias emociones. Era algo que le había ocurrido siempre, incluso en su tierra, incluso cuando era pequeña. Los hombres siempre le habían dicho que no podían comprenderla, pero tampoco ella podía comprenderse a sí misma, así que tenía que andar buscando pistas como todos los demás. La señal más clara con la que había contado en otra época para darse cuenta de que una emoción se había instalado en su interior era la aparición repentina e injustificada de un ataque de furia, que solía acarrearle consecuencias lamentables. Ahora que había dejado atrás la adolescencia ya no tenía aquellos berrinches. Ahora controlaba muy bien la ira, lo cual resultaba muy conveniente, teniendo en cuenta lo que estaba en juego. Pero eso implicaba que también le era más difícil adivinar en qué estado se encontraba. Podía vislumbrar sus sentimientos, pero sólo por el rabillo del ojo, como si fuesen unos faros distantes reflejados en el espejo retrovisor. Sólo cuando no los buscaba directamente podía barruntarlos.
Últimamente había llegado a sospechar que se tragaba los sentimientos sin analizarlos, lo cual acababa convirtiéndolos en meros síntomas físicos. Había veces en que, sin ninguna razón, la espalda le dolía más de lo normal o veía peor. Era probable que, en esas ocasiones, estuviese preocupada por algo.
Otra señal delatora era el efecto negativo que podían llegar a tener sobre ella algunos hechos totalmente normales, como que la adelantase un autobús escolar una tarde sombría. Si se sentía razonablemente bien, la visión de un gran cristal trasero con forma de caparazón lleno de adolescentes que gesticulaban y se burlaban de ella no la molestaba en absoluto. Sin embargo, aquella tarde el espectáculo de esos rostros cerniéndose sobre ella como si fueran una imagen proyectada en una pantalla gigante que tenía que seguir dócilmente durante kilómetros y kilómetros la llenó de abatimiento. Las muecas que hacían y la forma de pasar sus mugrientas manos por el cristal empañado, se le antojaron otras tantas expresiones malévolas dirigidas concretamente a ella.
En un momento dado el autobús abandonó la A9 y dejó a Isserley tras una fila de pequeños sedanes rojos inescrutables, muy similares al suyo. La fila parecía no tener fin. Los rincones del mundo se oscurecían rápidamente.
Decidió que lo que pasaba era que estaba enfadada. Además, le dolían la espalda, la rabadilla y los ojos, que se le habían irritado por llevar tantas horas escudriñando a través de unos cristales tan gruesos y bajo la lluvia. Si se diera por vencida y regresase a casa, podría quitarse las gafas y dejar descansar los ojos, tumbarse hecha un ovillo sobre la cama y quizás hasta dormir. ¡Eso sí que sería una bendición! Sería uno de esos regalos insignificantes que reconfortan a las criaturas, un premio de consolación para aliviar el dolor del fracaso.
Sin embargo, a la altura de Daviot, vio a un mochilero alto y delgado que sostenía un cartel en el que se leía THURSO. Tenía buen aspecto. Después de las tres pasadas habituales, detuvo el coche unos diez metros más adelante de donde se encontraba. Observó por el espejo retrovisor cómo se acercaba al coche a grandes zancadas quitándose la mochila al mismo tiempo.
Mientras se inclinaba para abrir la puerta del acompañante, pensó que debía de ser muy fuerte para poder casi correr con tanta carga. Una vez que hubo llegado al coche, el autoestopista se detuvo vacilante ante la puerta que ella le había abierto, y le mostró la mochila, de colores chillones, que sostenía con unos dedos largos y pálidos. Sonrió a modo de disculpa: era más grande que Isserley, y estaba claro que no podía llevarla encima de las piernas y que ni siquiera cabría en el asiento de atrás.
Isserley se bajó del coche y abrió el maletero, en el que nunca llevaba nada más que una bombona de butano para encendedores y un pequeño extintor. Entre los dos metieron dentro la mochila.
—Muchas gracias —dijo él con una voz tan seria y sonora que hasta Isserley pudo darse cuenta de que no era característica del Reino Unido.
Isserley regresó a su asiento y el autoestopista ocupó el del acompañante, y partieron juntos en el preciso momento en que el sol se ocultaba tras el horizonte.
—¡Qué alegría! —dijo él tímidamente mientras ponía el cartel de THURSO boca abajo sobre sus piernas enfundadas en unos pantalones de chándal color naranja. El cartel estaba metido en una carpeta de plástico transparente en la que había muchas otras hojas de papel, sin duda con nombres de diferentes destinos—. No es nada fácil que te recojan cuando se ha hecho de noche.
—A la gente le gusta ver qué compañía va a llevar —le explicó Isserley.
—Es comprensible —contestó él.
Isserley se reclinó sobre el respaldo de su asiento y extendió los brazos para que él viese qué compañía llevaba.
¡Qué suerte había tenido de que le recogieran! Ahora podría llegar a Thurso esa misma noche y a las Órcadas al día siguiente. Claro que todavía le quedaban cerca de doscientos kilómetros hasta Thurso. Pero yendo a una media de ochenta por hora, o incluso de sesenta, como era el caso de aquel coche, en teoría podía cubrir aquella distancia en menos de tres horas.
Aquella mujer todavía no le había preguntado adónde iba. Quizás no le llevaría más que un trecho corto y después le diría que giraba en la próxima salida. Sin embargo, que hubiese comprendido su alusión a las dificultades de hacer dedo por la noche le daba a entender que no tenía la intención de devolverlo a la carretera sólo quince kilómetros más adelante, cuando ya fuera de noche. Seguro que diría algo de un momento a otro. Él había sido el último en hablar. Podía ser de mala educación que volviese a dirigirle la palabra.
No le había parecido que tuviera acento escocés.
Tal vez fuese galesa. La gente de Gales hablaba un poco como ella. O tal vez fuese de otro país europeo, aunque de ninguno de los que él conocía.
Era raro que le hubiese recogido una mujer. Las mujeres solían pasar de largo; las mayores sacudían la cabeza como si temieran que estuviese a punto de hacer alguna locura peligrosísima, como cruzar la autopista dando volteretas o algo así, y las jóvenes ponían una expresión de pena y nerviosismo, igual que si ya hubiese entrado en sus coches y estuviese intentando abusar de ellas. Pero esta mujer era diferente. Era amable y tenía unos pechos enormes que exhibía sin ningún problema. ¡Ojalá no anduviese buscando algún tipo de experiencia sexual!
A menos que fuera después de llegar a Thurso.
No podía verle el rostro cuando miraba hacia adelante, lo cual era una pena, porque le había parecido realmente notable. Llevaba las gafas más gruesas que había visto en su vida. En Alemania sería muy difícil que le dieran el carné de conducir a una persona que tuviese problemas tan graves en la vista. Además, por su postura, parecía como si tuviera alguna lesión en la columna vertebral. Tenía las manos largas, aunque extremadamente estrechas. La piel del borde, a lo largo del meñique y hasta la altura de la muñeca, tenía una textura callosa muy diferente de la del resto de la mano; seguramente, era un tejido cicatricial, consecuencia de una intervención quirúrgica. Sus pechos eran perfectos, impecables; quizás también eran producto de una intervención quirúrgica.
Ahora se estaba volviendo hacia él. Respiraba por la boca. Como si su perfecta naricilla hubiese sido esculpida por un cirujano plástico y le hubiese quedado demasiado pequeña para dejar pasar el aire. Los enormes ojos, ampliados de tamaño por las gafas, estaban ligeramente enrojecidos de cansancio, pero le parecieron sorprendentemente hermosos. Tenía los iris color avellana y verde y brillaban como… como una muestra microscópica de algún cultivo bacteriológico exótico iluminado por debajo.
—Bueno —dijo Isserley—, ¿qué vas a hacer en Thurso?
—No lo sé —contestó el autoestopista—. Igual no hay nada que hacer.
Isserley observó que tenía un cuerpo espléndido. Parecía delgado, pero era puro músculo. Seguro que podía haber ido corriendo durante un kilómetro junto a su coche si hubiera conducido despacio.
—¿Y si resulta que no hay nada que hacer?
El autoestopista hizo una mueca. Isserley pensó que, en la cultura a la que pertenecía, aquello debía de equivaler a encogerse de hombros.
—Voy allí porque nunca he estado antes —dijo él acto seguido a modo de explicación.
Aquel proyecto parecía provocarle hastío y entusiasmo al mismo tiempo. Tenía los ojos azules y las cejas rubias y espesas como nubarrones.
—¿Recorres todo el país? —le preguntó Isserley.
—Sí. —Hablaba cuidando la pronunciación y con un tono ligeramente enfático, aunque no arrogante. Era más bien como si tuviera que empujar cada palabra cuesta arriba por una pequeña colina antes de soltarla—. Empecé en Londres hace diez días.
—¿Y viajas solo?
—Sí. Cuando era joven viajé mucho por Europa con mis patres. —Esta última palabra, por la forma en que la pronunció, fue la primera que a Isserley le costó un poco descifrar—. Pero creo que, en cierto modo, vi todo a través de los ojos de mis patres. Ahora quiero ver las cosas con mis propios ojos.
Le dirigió una mirada nerviosa, como si admitiera estar haciendo el ridículo al entablar una conversación de esas características con una extranjera desconocida.
—¿Y tus padres lo entienden? —preguntó Isserley, más relajada al haber dado con la sintonía de la conversación y apretando un poco más el acelerador.
—Espero que acaben entendiéndolo —contestó, y frunció el ceño, incómodo.
A pesar de que era muy tentador seguir tirando de aquel cordón umbilical hasta llegar al extremo opuesto del ombligo, Isserley tuvo la sensación de que ya había averiguado todo lo que él estaba dispuesto a contar sobre sus patres, al menos por el momento. Así que cambió de tema.
—¿De qué país eres?
—De Alemania —respondió, y volvió a dirigirle una mirada nerviosa, como si temiese que reaccionara violentamente contra él sin previo aviso. Isserley intentó tranquilizarlo imprimiendo a su conversación la seriedad que él parecía querer lograr para sí mismo.
—Y, por lo que has visto hasta el momento, ¿cuál es la mayor diferencia que encuentras entre tu país y éste?
Se quedó callado pensándolo durante unos noventa segundos. A ambos lados del coche fluían praderas largas y oscuras salpicadas de pálidos flancos de vacas. Los faros iluminaron un cartel en el que aparecía un estilizado monstruo del lago Ness en colores fosforescentes.
—A los británicos —contestó finalmente— no les preocupa tanto como a nosotros cuál es su lugar en el mundo.
Isserley pensó en aquello durante un momento. No entendía si lo que le estaba sugiriendo era que los británicos hacían gala de una independencia admirable o de una insularidad deplorable. Supuso que aquella ambigüedad sería deliberada.
La noche los había envuelto por completo. Isserley echó una ojeada a su acompañante y se fijó en lo bonito que resultaba el dibujo de sus labios y de sus pómulos alumbrados por el reflejo de las luces y los faros de los coches.
—¿Y aquí duermes en casas de amigos o vas a hoteles? —preguntó ella.
—Sobre todo en albergues juveniles —contestó después de algunos segundos como si, para hacer honor a la verdad, tuviese que consultar algún archivo mental—. Una familia de Gales me invitó a quedarme un par de días en su casa.
—Qué amables —murmuró Isserley mientras se fijaba en que, a lo lejos, ya se veía el parpadeo de las luces del puente de Kessock—. ¿Esperan que vuelvas a visitarlos antes de regresar a tu país?
—No, supongo que no —contestó, después de haber empujado aquellas palabras concretas cuesta arriba por una colina bastante alta, por cierto—. Creo que… los ofendí de algún modo. No sé bien cómo. Creo que mi inglés no es lo suficientemente bueno en ciertas situaciones.
—A mí me parece excelente.
—Tal vez ahí esté el problema —dijo, tras un largo suspiro—. Si fuese peor, la gente esperaría… —Trabajó la idea en silencio y luego dejó que las palabras se deslizasen colina abajo—. No se esperaría automáticamente que hubiese una comprensión mutua.
A pesar de la penumbra, Isserley notaba que estaba moviendo los dedos y estrujándose las enormes manos. Tal vez él se diera cuenta de que su respiración empezaba a acelerarse, aunque estaba convencida de que en aquella ocasión lo estaba haciendo todo más sutilmente.
—¿A qué te dedicas en Alemania? —preguntó Isserley.
—Estudio…, bueno, no —se corrigió—. Cuando vuelva a Alemania tendré que buscarme un empleo.
—¿Y vivirás con tus padres?
—Mmm —dijo, de modo inexpresivo.
—¿Qué estudiabas? Digo, antes de acabar la carrera…
Se hizo un silencio. Una camioneta negra y sucia con un tubo de escape muy ruidoso los adelantó y tapó el sonido de la respiración de Isserley.
—Yo no acabé la carrera —dijo finalmente el autoestopista—. La abandoné. Podría decirse que soy un fugitivo.
—¿Un fugitivo? —repitió Isserley dirigiéndole una sonrisa de ánimo.
Él le devolvió la sonrisa, con expresión triste.
—No de la justicia —dijo—, pero sí de una institución médica.
—¿Quieres decir que eres un… psicópata? —dijo ella conteniendo la respiración.
—No. Pero casi me convierto en médico, lo cual, en mi caso, tal vez hubiese sido lo mismo. Mis patres creen que sigo estudiando. Me enviaron muy lejos y pagan mucho dinero para que estudie allí. Para ellos es muy importante que sea médico, y no un médico cualquiera, sino un especialista. Les he enviado cartas diciéndoles que mis envistigaciones progresaban muy despacio. Pero lo que estaba haciendo en realidad era beber cerveza y leer libros de viajes. Y aquí estoy, viajando.
—¿Y qué piensan tus padres de eso?
Suspiró y bajó la mirada a las rodillas.
—No saben nada. Los he estado preparando para esto. He dejado pasar algunas semanas entre una carta y otra, después algunas semanas más y después más semanas todavía. Siempre les digo que estoy muy ocupado con mis envistigaciones. La próxima carta se la mandaré cuando vuelva a Alemania.
—¿Y tus amigos? —siguió indagando Isserley—. ¿No le has dicho a nadie que ibas a emprender esta aventura?
—Yo tenía buenos amigos en Bremen, antes de irme a estudiar la carrera. Pero en la facultad de medicina sólo tengo algunos conocidos que lo único que quieren es acabar la especialidad y comprarse un Porsche. —Se volvió hacia ella con gesto preocupado, a pesar de que Isserley estaba haciendo todo lo posible para mantenerse calmada—. ¿Está usted bien?
—Sí, estoy bien, gracias —dijo jadeando, y accionó la palanquita de la icpathua.
Sabía que le caería encima, porque en aquel momento se había vuelto para mirarla. Estaba preparada para sujetarlo. Continuó conduciendo con la mano derecha, manteniendo el volante recto y el coche por el centro del carril. Con la izquierda empujó aquel peso muerto hasta devolverlo a su asiento. El conductor que iba detrás pensaría que había intentado darle un beso y ella lo había rechazado. Todo el mundo sabe que es peligroso besarse en un vehículo en movimiento. Ella lo había aprendido incluso antes de saber conducir. Lo había leído en un viejo libro sobre seguridad vial para adolescentes estadounidenses poco después de su llegada a Escocia. Le había llevado muchísimo tiempo comprender todo lo que decía aquel libro y se había pasado semanas estudiándolo, con el ruido de fondo de la televisión. Cuando uno menos lo esperaba, la televisión ayudaba a aclarar cosas que los libros no aclaraban, sobre todo si eran libros procedentes de tómbolas benéficas.
El autoestopista volvió a caerse encima de ella y, otra vez, lo empujó hasta colocarlo en su sitio. «Mientras se conduce no es aconsejable morrearse, darse el lote ni meterse mano», ponía el libro. Para alguien que casi no hablaba el idioma, aquella admonición resultaba misteriosa. Pero ella la había descifrado bastante pronto con la ayuda de la televisión. Desde el punto de vista legal, uno podía hacer lo que quisiese dentro de un coche, incluido el acto sexual, siempre que el vehículo no estuviese en movimiento en ese momento.
Al acercarse a una salida, Isserley puso el intermitente del lado izquierdo. ¡Pum!, hizo la cabeza del autoestopista contra la ventanilla de su lado.
Eran más de las seis cuando llegó a la granja. Ensel y otros dos hombres la ayudaron a sacarlo del coche.
—Éste es el mejor de todos —la felicitó Ensel.
Asintió cansinamente con la cabeza. Ensel siempre decía lo mismo.
Mientras los hombres echaban el cuerpo inanimado del vodsel en la camilla, volvió a meterse en el coche y se alejó envuelta en la oscuridad de la noche, con el cuerpo dolorido y dispuesta a irse inmediatamente a la cama.