Capítulo 8
Isserley buscó a tientas en medio de la oscuridad hasta dar con el interruptor. Una luz potente inundó de inmediato la sala, desde el techo hasta el suelo, como cuando una ola marina entra en una grieta.
—¡Uf! —exclamó invadida por la angustia. Estar a aquellas profundidades bajo la tierra era como una pesadilla hecha realidad.
—Es como una pesadilla, ¿verdad? —dijo Amlis Vess.
Isserley lo miró asustada, sintiéndose desvalida, pero, por el exasperante gesto de pena que vio en su rostro, se dio cuenta de que, por supuesto, se estaba refiriendo al ganado y no a su claustrofobia. Típico de los hombres. Están tan obsesionados con sus ideales, que son incapaces de sentir empatía por un ser humano que está sufriendo delante de sus propias narices.
Se alejó del ascensor decidida a no humillarse ante él. Unos minutos antes se había sentido tan mal que hubiera hundido el rostro en el pelo negro y suave del cuello de Amlis Vess y se hubiera aferrado a aquel cuerpo sostenido en tan perfecto equilibrio. Pero, después de ver su reacción, tenía ganas de matarlo.
—Lo que me molesta es la peste que sueltan estos animales —dijo con desdén y mirando hacia otro lado mientras él se acercaba suavemente hacia ella. El ascensor se cerró a sus espaldas con un silbido amortiguado y desapareció.
Cuando los hombres excavaron aquel sótano, que era el más profundo, sólo habían horadado lo imprescindible la sólida roca triásica, así que el techo apenas llegaba a los dos metros de altura y el vaho acumulado por el aliento de los animales formaba una neblina que podía verse suspendida junto a los tubos fluorescentes. Los corrales de los vodsels, una serie de jaulas alineadas a lo largo de las paredes, ocupaban casi toda la superficie del recinto y sólo quedaba libre un pasillo en el medio. En las jaulas de la izquierda estaban los unimesinos; en las de la derecha, los que se encontraban en período de transición, y, al fondo, en la pared opuesta al ascensor, los que acababan de llegar.
—Es la primera vez que bajas, ¿no? —oyó decir a Amlis.
—No —contestó, irritada y nerviosa porque sentía que él no se perdía detalle de las expresiones de su cuerpo.
La verdad es que había estado allí una vez, cuando acababa de llegar y todavía no había ningún animal. Para celebrar su llegada a la granja, los hombres habían querido enseñarle lo que habían construido, a fin de que viese que todo estaba a punto y esperando su vital contribución.
En aquella ocasión había dicho «Es impresionante», o algo parecido, y, a continuación, había salido huyendo.
Y ahora, años después, volvía allí con uno de los jóvenes más ricos del mundo porque él quería preguntarle algo. El término «surrealista» se quedaba corto para describir aquella situación.
Las jaulas le parecieron más estrechas y asquerosas de lo que recordaba; las vigas de madera estaban carcomidas y descoloridas; las telas metálicas estaban sucias y cubiertas por una masilla oscura, producto de los excrementos y de otras materias imposibles de identificar. Y, por supuesto, a todo aquello había que añadirle el hedor del ganado, la sensación de agobio que producía tanta cantidad de carne y el ambiente húmedo del mismo aliento reciclado una y otra vez. En total había más de treinta vodsels encerrados allí, lo cual impresionó enormemente a Isserley. Nunca se había dado cuenta de lo mucho que trabajaba.
Los pocos unimesinos que quedaban estaban todos apiñados. Formaban tal amasijo de carne jadeante, que resultaba difícil distinguir unos cuerpos de otros, ya que tenían las extremidades flácidas y entrelazadas. Las manos y los pies se les contraían espasmódicamente al azar, como si un organismo colectivo, sumido en un embotamiento absoluto, estuviese luchando en vano por emitir una respuesta coordinada. Las cabecitas, pequeñas y regordetas, eran todas idénticas y se balanceaban en grupo como los pólipos de una anémona, y sus ojos parpadeaban con una expresión bobalicona ante la súbita aparición de la luz. Al observarlos nadie diría que fuesen capaces de correr si los soltasen.
La gruesa capa de paja que alfombraba el suelo de la jaula de los unimesinos estaba plagada de heces oscuras y relucientes, producto de la diarrea previa al estado adecuado para su consumo. En sus enormes intestinos no debía quedar resto alguno que pudiese causar el más mínimo daño en la digestión humana. Se les había suministrado una purga para que excretaran todos los microbios extraños, que habían sido reemplazados con las bacterias mejores y más seguras. Los vodsels se apretujaban unos contra otros como si quisieran disimular que su número había disminuido. Quedaban cuatro. El día anterior había habido cinco, y el día antes, seis.
En las jaulas que se encontraban al otro lado de la limpia y nítida línea divisoria del pasillo, los vodsels en periodo de transición estaban sentados cada uno en su pequeña parcela de paja como aletargados. Mediante la división de la superficie, siguiendo unas normas tácitas e instintivas, habían logrado un espacio propio, aunque sólo estuviese separado del vecino por unos centímetros. Miraron a Isserley y a Amlis con el ceño fruncido. Algunos estaban masticando con recelo aquellos alimentos raros y nuevos para ellos, otros se estaban rascando una especie de pelusilla que les había salido y otros apretaban los puños entre sus castradas entrepiernas. Al otro lado del pasillo, delante de ellos, podían contemplar constantemente el futuro que les aguardaba. Estaban madurando lentamente rumbo a sus destinos, rumbo a aquello para lo que la naturaleza los había creado.
Los tres últimos en llegar se encontraban al final del corredor. Estaban de pie, apoyados contra la tela metálica, moviendo las manos y gesticulando.
—¡Ag! ¡Ag! —gritaban.
Amlis Vess respondió a aquella llamada acercándose a toda prisa, balanceando la hermosa y abundante cola entre sus nalgas poderosas y relucientes mientras corría. Isserley le siguió, avanzando lentamente y con cautela. Confiaba en que ya les hubiesen arrancado la lengua a todos. A Amlis no podía hacerle daño aquello que desconocía.
En cuanto Isserley se acercó a la jaula, casi se muere del susto al ver aproximarse a toda velocidad un enorme proyectil lanzado desde dentro que acabó estrellándose violentamente contra la tela metálica justo delante de ella. Durante un horrible instante creyó que el proyectil había atravesado la tela pero el objeto había rebotado y el vodsel estaba en el suelo, gritando de dolor y de furia. Tenía el interior de la boca renegrido, carbonizado por la cauterización de la lengua. Del bigote le colgaba una baba blanca. Se levantó haciendo un enorme esfuerzo con la clara intención de arremeter otra vez contra Isserley, pero los otros dos vodsels lo agarraron y lo apartaron de la tela metálica.
Viendo que no podía liberarse de un joven alto y atlético que lo sujetaba, se desplomó en su parcela de paja, tembloroso e impotente. El otro vodsel se acercó con dificultad y cayó de rodillas en un trozo de tierra que había junto a la tela metálica. Se quedó mirando el suelo, gruñendo y resoplando furibundo como si hubiese perdido algo.
—Está bien, chico —le animó Amlis con tono sincero—. Hazlo otra vez. Inténtalo. Sé que puedes.
El vodsel se inclinó sobre el trozo de tierra y borró con el borde de la mano las marcas de las huellas de su exaltado compañero. Mientras alisaba la tierra y la limpiaba de trocitos de paja, su escroto vacío, todavía con restos de sangre seca a causa de la castración, se balanceaba hacia adelante y hacia atrás. Después reunió un puñado de pajas largas, las retorció y las dobló para conseguir una especie de palo resistente y comenzó a dibujar sobre la tierra.
—¡Mira! —dijo Amlis.
Impresionada, Isserley se puso a observar cómo el vodsel garabateaba con un gran esfuerzo una palabra de seis letras, tomándose incluso la molestia de escribir cada letra al revés, para que pudiera ser leída al derecho por quienes estaban al otro lado de la tela metálica.
—Nadie me había dicho que tuviesen un lenguaje —dijo Amlis maravillado y, aparentemente, demasiado impresionado para enfadarse—. Mi padre siempre dice que sólo son verdura con patas.
—Supongo que todo depende de lo que se entienda por lenguaje —dijo Isserley con tono displicente. El vodsel estaba encogido junto a su obra, con la cabeza inclinada sumisamente y los ojos húmedos y brillantes.
—Pero ¿qué significa? —insistió Amlis.
Isserley leyó la palabra. Era PIEDAD. Se trataba de una palabra que había encontrado muy pocas veces en sus lecturas y que nunca había oído en la televisión. Durante un instante se devanó los sesos intentando traducirla, pero luego se dio cuenta de que la palabra era imposible de traducir a su idioma. Era un concepto que, sencillamente, no existía.
Isserley se quedó callada, tapándose la boca con una mano, como si el hedor le fuese cada vez más difícil de soportar. Aunque su rostro estaba impávido, su mente trabajaba a toda velocidad. ¿Cómo podía disuadir a Amlis para que no armase un escándalo que no llevaría a ninguna parte?
Pensó en la posibilidad de intentar pronunciar aquella extraña palabra retorciendo los labios y frunciendo el ceño como si se le estuviese pidiendo que reprodujese el cacareo de una gallina o el mugido de una vaca. Y, a continuación, si Amlis le preguntaba qué quería decir, podía contestarle con toda sinceridad que en el lenguaje de los seres humanos no tenían una palabra equivalente. Abrió la boca para empezar a hablar, pero se dio cuenta, justo a tiempo, de que cometería un error, una total estupidez. En primer lugar, el mero hecho de pronunciarla le otorgaría la categoría de existir como palabra. No cabía ninguna duda de que Amlis quedaría extasiado al descubrir que los vodsels tenían la capacidad de asociar una serie de símbolos garabateados con unos sonidos específicos, por muy guturales o ininteligibles que fuesen. Aquello dignificaría de golpe a los vodsels ante los ojos de Amlis al otorgarles la capacidad tanto de escribir como de hablar.
Pero ¿acaso no era cierto que tenían esa capacidad?, se preguntó a sí misma.
Apartó aquel pensamiento de su mente. ¡Si no había más que mirar a aquellos seres! Eran unas moles embrutecidas, pestilentes, con la expresión idiotizada y los dedos de los pies rezumando mierda. ¿Es que habían hecho tal carnicería con ella que empezaba a perder contacto con su condición humana y estaba identificándose con los animales? Si no tenía más cuidado, acabaría viviendo entre ellos, cacareando y mugiendo en medio de un absurdo abandono, como aquellos bichos raros que hacían tonterías en la televisión.
Todo aquello le pasó por la mente en sólo un par de segundos. Uno o dos segundos después ya había decidido qué iba a responderle a Amlis.
—¿Qué quiere decir con eso de «qué significa»? —exclamó irritada—. Es un garabato que, obviamente, para los vodsels tendrá algún significado, pero yo no sé decirle cuál es.
Lo miró directamente a los ojos para que su negativa sonase más convincente.
—Bueno, pues creo que yo puedo imaginar lo que significa.
—Claro, estoy segura de que a usted no le detendría algo tan nimio como la ignorancia —contestó Isserley con tono despectivo. Entonces advirtió que Amlis tenía algunos pelos de un blanco inmaculado alrededor de los párpados.
—Lo único que yo intento es que comprendas —insistió él, irritado— que la carne que te estabas comiendo hace unos minutos es la misma carne que está aquí abajo tratando de comunicarse con nosotros.
Isserley suspiró y se cruzó de brazos. Se sentía mareada por el brillo de la luz fluorescente y por el aire viciado de la respiración de treinta bestias encerradas en las profundidades de la tierra.
—A mí no me están comunicando nada, Amlis —dijo, e inmediatamente se puso colorada por haberlo tuteado—. ¿Podemos irnos ya?
Amlis frunció el ceño y bajó la mirada hacia los garabatos dibujados sobre la tierra.
—¿Seguro que no sabes qué significan esos signos? —le preguntó con cierto tono de desconfianza.
—No sé qué es lo que espera de mí —explotó Isserley, a punto de echarse a llorar—. Yo soy un ser humano y no un vodsel.
Amlis la miró de arriba abajo, como si acabara de darse cuenta de su horrible desfiguración. Permaneció inmóvil, con su hermoso pelaje negro refulgiendo en el aire húmedo, mirando fijamente a Isserley. Después miró a los vodsels y, por último, los signos garabateados sobre la tierra.
—Lo siento —dijo al fin, y se dirigió hacia el ascensor.
Horas más tarde, mientras iba conduciendo por la carretera y respirando el aire a grandes bocanadas por la ventanilla abierta, Isserley se puso a pensar en el encuentro con Amlis Vess.
Le parecía que las cosas habían salido bien. No tenía nada de que avergonzarse. Había sido él quien se había pasado de la raya y había tenido que disculparse.
Lo que sucedía con los vodsels era que la gente que no sabía nada de nada sobre ellos podía llegar a conclusiones muy equivocadas. Siempre existía una tendencia al antropomorfismo. Los vodsels podían hacer cosas que recordaban los actos humanos; emitir sonidos o hacer gestos análogos a los de la aflicción o los de la súplica de los hombres, y eso hacía que un observador ignorante sacara conclusiones precipitadas.
Pero, en realidad, los vodsels no sabían hacer ninguna de las cosas que definían realmente a un ser humano. No sabían siuwilar, no sabían mesnistilar, no poseían el concepto de slan. Estaban en un estadio tan primitivo, que no habían alcanzado el desarrollo necesario para utilizar el hunsur. Sus comunidades eran tan rudimentarias, que no existían los hississins, y parecía que aquellas criaturas no veían la necesidad del chail ni siquiera la del chailsin.
Y si se les miraba a los ojos, aquellos ojos pequeñitos y brillantes, podía entenderse el porqué.
Si se les miraba con atención, claro está.
Por eso era mejor que Amlis Vess no supiese que los vodsels tenían un lenguaje.
Tendría que tener cuidado de no hablar en aquel lenguaje cuando él estuviese cerca, pues sólo serviría para provocarlo, y ello no conduciría a nada bueno. En casos como aquél, el saber un poco podía ser más peligroso que no saber nada en absoluto.
Era una suerte que los vodsels estuviesen inconscientes cuando se los transportaba al interior del edificio principal, de manera que cuando volvían en sí y querían expresarse, ya habían pasado por el quirófano y no podían decir absolutamente nada. Aquello eliminaba el problema de raíz.
Sólo tenía que conseguir que Amlis no se metiese en más líos hasta que zarpase la nave. Era preciso que ya no se enterase de… nada más.
Cuando estuviese en la nave, rumbo a casa, podría dedicarse a tranquilizar la voz de su conciencia y a satisfacer su sentimentalismo como mejor le pareciese. Si quería tirar por la borda lo que quedase de los vodsels para garantizarles a aquellas criaturas una libertad póstuma, pues que lo hiciese. Entonces ya sería problema de otro y no de ella.
El problema de Isserley era mucho más fundamental y en él no tenían cabida los caprichos. Tenía que realizar un trabajo muy difícil y nadie salvo ella podía hacerlo.
Al pasar junto a la Granja Dalmore, en Alness, divisó a un autoestopista a lo lejos. Estaba colocado como un faro en la cima de una colina. Cerró la ventanilla, subió la calefacción al máximo y puso manos a la obra.
A una distancia de cien metros o más ya se dio cuenta de que aquel tipo tenía el tamaño de una máquina agrícola pesada, de que pondría a prueba la suspensión de cualquier coche. Su enorme masa corporal se hacía más evidente porque estaba enfundada en un mono de trabajo de material reflectante y de color amarillo. Bien podía haber sido una señal de tráfico experimental.
Al acercarse, Isserley notó que el mono amarillo estaba tan viejo y manchado que era casi negro. Tenía el color de una piel de plátano medio podrida. Seguro que un mono tan sucio y deteriorado como aquél no podía pertenecer al empleado de una empresa. Aquel tipo debía de trabajar por su cuenta, o tal vez no trabajase.
Eso estaba bien. Los vodsels que estaban en paro representaban un riesgo menor. Aunque a Isserley le parecía que tenían un aspecto igual al de los que tenían trabajo, había descubierto que solían estar marginados de la sociedad y eran más solitarios y vulnerables. Parecía que, una vez expulsados, se pasaban el resto de sus vidas merodeando alrededor de la manada, esforzándose en atraer la mirada de los machos dominantes y la de las hembras núbiles de las que les encantaría ser amigos, pero a las que jamás se acercaban por temor a recibir un castigo violento e inmediato. En cierto modo, parecía que era la propia comunidad de vodsels la que llevaba a cabo una selección de los miembros que prefería sacrificar.
Isserley pasó junto al autoestopista conduciendo con su acostumbrada lentitud. Él observó, indiferente, cómo pasaba de largo negándose a llevarlo. Sabía perfectamente que la mayoría de los conductores no estarían dispuestos a que les ensuciase la tapicería de sus coches con aquel mono del color de la piel del plátano podrido. Así que pensó que, como había muchos otros automovilistas en la carretera, a aquélla, que le fueran dando.
Ella le examinó mientras continuaba su camino. Sin duda, tenía carne más que suficiente, tal vez demasiada. La grasa no era buena. No sólo era un relleno inútil que había que descartar, sino que además se infiltraba profundamente, o al menos eso era lo que le había contado una vez Unser, el jefe de la planta donde se procesaba la carne. La grasa era como un gusano que estropeaba la carne de buena calidad.
Aunque también era posible que aquel autoestopista fuera puro músculo. Se salió de la carretera, esperó el momento adecuado y giró en dirección contraria.
También había visto que presentaba otro problema: era totalmente calvo. No tenía un solo pelo en la cabeza, aunque suponía que eso tampoco importaba mucho, ya que, si se lo llevaba, acabaría perdiendo el pelo de todos modos. De todos modos, ¿qué sería lo que provocaba que algunos vodsels se quedaran calvos antes de llegar a viejos? Esperaba que no fuese ningún defecto, ningún tipo de enfermedad que afectase a la calidad de la carne. Una vez oyó una voz incorpórea en la televisión que decía que a los que padecían cáncer se les caía el pelo. Pero aquel autoestopista del mono amarillo —¡ya lo veía de nuevo!— no tenía el menor aspecto de padecer un cáncer. Parecía capaz de derribar un hospital con sus propias manos. ¿Y por qué aquel otro vodsel que había llevado una vez en el coche y que tenía cáncer de pulmón tenía un montón de pelo? Porque, por lo que ella podía recordar, a aquél no se le había caído.
Al pasar por el otro lado de la carretera comprobó que el calvo tenía músculos suficientes para satisfacer a cualquiera. En cuanto pudo, volvió a cambiar de sentido.
Realmente, era curioso que hasta entonces no hubiese recogido nunca a un autoestopista calvo del todo. Según las estadísticas, ya le tendría que haber tocado alguno. Mientras aminoraba la velocidad para detenerse junto a él, tuvo un mal presentimiento, que atribuyó al hecho de que tuviese aquella cabeza tan pelada y reluciente, un físico tan poderoso y una vestimenta tan extraña.
—¿Quiere que lo acerque a algún lugar? —preguntó innecesariamente mientras el macho se aproximaba a la puerta que le había abierto.
—Gracias —dijo al tiempo que intentaba meterse en el coche. El mono crujió con un ruido muy gracioso mientras trataba de acomodarse. Isserley tuvo que darle a la palanca del asiento para echarlo atrás, a fin de que tuviese suficiente espacio.
Parecía que le daba apuro tanta amabilidad por parte de ella, y, una vez instalado, se quedó mirando fijamente hacia adelante mientras intentaba colocarse el cinturón de seguridad. Tuvo que tirar hasta que salieron lo que a Isserley le parecieron varios metros para poder abarcar su voluminoso contorno.
—Ya está —dijo en cuanto se abrochó la hebilla.
Ella arrancó y partió con aquel tipo a su lado. Estaba tan ruborizado, que su rostro parecía el interior de una sandía colocada encima de un enorme tronco de color amarillo sucio.
Pasado un minuto, el autoestopista se atrevió a girar la cabeza lentamente hacia ella. La miró de arriba abajo y después volvió a mirar hacia adelante.
Pensó: Hoy es mi día de suerte.
—Hoy es mi día de suerte —dijo.
—Eso espero —contestó Isserley con tono alegre y simpático, pero sintiendo que un escalofrío súbito e inexplicable le recorría la columna vertebral—. ¿Hacia dónde va?
La pregunta quedó suspendida en el aire, se fue enfriando como los restos de comida en un plato y, finalmente, se quedó congelada. Él siguió mirando hacia adelante.
Isserley pensó en repetirle la pregunta, pero se sentía extrañamente cohibida y no se atrevía a hacerlo. En realidad, estaba tan cohibida que no se atrevía a hacer nada. Sin darse cuenta, se había inclinado un poco hacia el volante y había adelantado los codos intentando taparse los pechos.
—Vaya par de tetas tan bonitas que tienes —dijo él.
—Gracias —contestó ella, e inmediatamente sintió como si las moléculas del aire que había dentro del coche empezaran a agitarse y se creara un ambiente muy tenso.
—Seguro que no te han crecido de la noche a la mañana —dijo él con tono irónico.
—La verdad es que no.
Sus verdaderas tetas, que, lógicamente, estaban emplazadas en la zona del abdomen, se las habían extirpado mediante una operación diferente a la que le habían practicado para injertarle aquellas otras, artificiales y enormes, a la altura del pecho. Los cirujanos habían utilizado como referencia las fotos de una revista que Esswis les había enviado.
—Son las más grandes que he visto desde hace mucho tiempo —continuó diciendo el autoestopista, que, evidentemente, no tenía intención de abandonar una conversación que presentaba tantas posibilidades.
—Mm —dijo Isserley mientras se fijaba en una señal de tráfico y hacía algunos cálculos rápidamente. Algún día tendría que decirle a Esswis que nunca, en ninguno de sus recorridos por toda aquella vasta comarca que se extendía alrededor de la pequeña zona de campos y vallas de la que Esswis no había salido jamás, nunca había visto a ninguna vodsel que tuviese unos pechos como los de aquella revista que había enviado.
—¿Llevabas mucho tiempo esperando? —preguntó Isserley para cambiar de tema.
—Bastante —respondió con un gruñido.
—¿Hacia dónde te diriges? —volvió a preguntarle, esperando que, para entonces, ya fuese capaz de responderle a esa pregunta.
—Eso ya lo decidiré cuando llegue —contestó.
—Bueno, yo sólo voy hasta Evanton —dijo Isserley—. En cualquier caso, algo habrás adelantado.
—Sí —le respondió con tono desdeñoso—. No hay ningún problema.
Las moléculas del aire, silenciosas e invisibles, volvieron a chocar unas contra otras.
—¿Y qué es lo que te ha hecho salir a la carretera hoy? —preguntó Isserley con tono animado.
—Pues que tengo cosas que hacer, ni más ni menos.
—No pretendía ser indiscreta —continuó diciendo Isserley—, pero es que siento interés por las personas.
—No te preocupes. Es que soy un hombre de pocas palabras.
Lo dijo como si aquélla fuese una cualidad especial que le viniese de nacimiento, como la fortuna o la belleza. Inevitablemente, aquello le recordó a Amlis.
—Tú eres un poquito calentorra, ¿verdad? —dijo el autoestopista con tono desafiante.
—¿Cómo…, cómo dices? —preguntó Isserley, que nunca había oído aquella palabra.
—Que quieres follar —le respondió sin rodeos, y su enorme cabeza volvió a ponerse roja como una sandía—. Que lo llevas en el coco. Yo lo huelo a un kilómetro de distancia. Te encanta, ¿verdad?
Isserley se revolvió, incómoda, en su asiento y miró por el espejo retrovisor.
—La verdad es que trabajo demasiado para pensar en eso —dijo intentando adoptar un tono despreocupado.
—¡Y una mierda! —le espetó él con frialdad—. Ahora mismo estás pensando en eso.
—Pues no. En realidad estaba pensando en…, en problemas de mi trabajo —contestó confiando en que le preguntase en qué trabajaba. Había decidido decir que era una agente de policía que iba de paisano.
—Una chica como tú no necesita pensar.
Todavía quedaban unos ocho minutos para llegar a Evanton. Tendría que haber dicho que iba a Ballachraggan, que estaba mucho más cerca, pero podía haberse molestado si lo hubiera recogido para llevarlo tan pocos kilómetros.
—Apuesto a que te las han tocado unos cuantos tíos, ¿eh? —le soltó de repente, como si retomara el hilo de una conversación que ella hubiera abandonado torpemente.
—Pues no muchos —contestó. En realidad, la respuesta exacta habría sido: «Ninguno».
—No me lo creo —dijo el autoestopista apoyando la nuca en el reposacabezas y entrecerrando los ojos.
—Bueno… pues es cierto —dijo Isserley con un suspiro de desconsuelo.
Según el reloj digital del salpicadero, sólo habían transcurrido cincuenta segundos, pero parecía que, por fin, el universo había escuchado sus ruegos. Los ojos del autoestopista comenzaron a achicarse y acabaron cerrándose. Aparentemente, se había dormido. La cabeza se le inclinó un poco hacia adelante y se hundió en el mugriento cuello del mono, cuyas solapas tenía levantadas. Pasaron varios minutos y, poco a poco, el ronroneo del motor y la grisácea cinta continua de la carretera reclamaron la atención que habían perdido. Para cuando el calvo volvió a hablar, ya sólo quedaban un par de kilómetros para llegar a Evanton.
—¿Sabes qué es lo que no puedo soportar? —dijo con un tono un poco más animado.
—No. ¿Qué es lo que no puedes soportar?
Isserley se relajó, aliviada, al notar que el ambiente se había vuelto menos tenso y que las moléculas del aire comenzaban a calmarse.
—Las supermodelos.
En un principio Isserley pensó que se refería a las series limitadas de algunas grandes marcas de coches, pero después pensó que se estaría refiriendo a unas muñequitas muy estilizadas que salían en los dibujos animados de la televisión a primera hora de la mañana, y que volaban por el espacio llevando unos guantes hasta los codos y unas botas hasta los muslos. Pero justo a tiempo, antes de abrir la boca para hablar, recordó el verdadero significado de aquella palabra. Una vez había visto una de aquellas extraordinarias criaturas en las noticias.
—¿No te gustan? —le preguntó.
—Las odio.
—Ganan muchísimo más que tú y yo juntos, ¿verdad? —le aseguró, intentando todavía encontrar un modo de obtener algún dato sobre su vida.
—Y encima por no hacer nada. ¡Hay que joderse!
—La vida es muy injusta.
El autoestopista frunció primero el ceño y después los labios, como preparándose para desahogarse a fondo.
—Algunas de esas supermodelos —dijo—, como Kate Moss y la negra esa, bueno…, es que me dejan perplejo. Me dejan perplejo.
Usaba aquel término como si fuera algo muy valioso que hubiera encontrado tirado en la calle y que, aunque normalmente estaba fuera de su alcance, en aquellos momentos podía utilizar ostentosamente.
—¿Qué es lo que te deja perplejo? —preguntó Isserley, totalmente desconcertada.
—¿Dónde tienen las tetas? ¡Eso es lo que quiero saber! —exclamó ahuecando las enormes manos y colocándolas delante de su propio pecho—. ¡Vaya unas supermodelos! ¡Si ni siquiera tienen tetas! Pero ¿cómo puede ser?
—No sé quiénes deciden esas cosas —reconoció Isserley con tono abatido mientras el ambiente dentro del coche volvía a ponerse tenso otra vez.
—Seguro que las deciden una panda de maricones —dijo el autoestopista con un gruñido—. ¿A ellos qué les importan las tetas? Ahí está el asunto, me parece.
—Puede ser —dijo Isserley tan bajito que apenas se oyó. Ya no podía más. Evanton estaba muy cerca y tendría que echar mano de la poca energía que le quedaba para decirle a aquel tipo que se bajara del coche.
—Tú serías una modelo cojonuda —le dijo él, volviendo a mirarla de arriba abajo—. Buen material para las páginas centrales.
Isserley suspiró e intentó sonreír con ironía.
—Pero tendría que tener unos pechos más pequeños, ¿no? Como esas «supermodelos».
Intentó decir aquella palabra poniendo el mismo acento tosco del autoestopista, pero su imitación sonó falsa y, lamentablemente, pareció que quería halagarlo. Se había pasado. ¿Qué pensaría ahora de ella?
—¡Que les den por el culo a todas las supermodelos! —exclamó, como intentando consolarla, aunque de un modo bastante tosco—. Tú tienes un cuerpo mucho mejor. Esas mujeres son todas artificiales. Seguro que toman esteroides, igual que las atletas rusas. Con eso se les encogen las tetas, se les pone la voz grave y les sale bigote. Hay que ver las cosas que pasan en este jodido mundo. No hay límites. Y no hay nadie que ponga orden. Es algo que me deja perplejo.
—El mundo es muy raro —admitió Isserley—. Bueno, ya casi hemos llegado —añadió inmediatamente.
—¿Adónde? —preguntó el autoestopista con recelo.
—A Evanton. Es adonde voy.
—Ah, no. Creo que no —le respondió sin levantar la voz, casi como si hablara consigo mismo—. Estoy seguro de que puedes ir un poquito más lejos.
El corazón de Isserley empezó a latir con fuerza.
—No —dijo con energía—. Yo voy a Evanton.
El autoestopista metió la mano en el mono y sacó una enorme navaja gris con la hoja abierta y reluciente.
—Sigue conduciendo —dijo con mucha calma.
Isserley apretó las manos sobre el volante mientras luchaba por controlar el ritmo de su respiración.
—¡No lo dirás en serio! —exclamó.
Aquello hizo que el autoestopista soltara una carcajada.
—Gira a la izquierda justo antes del siguiente cruce —le ordenó.
—Sería mejor… para ambos… —dijo Isserley, jadeando—, que parásemos y… que te bajaras del coche.
El índice de la mano izquierda le temblaba sobre la tecla de la icpathua.
Pareció como si él no la hubiera oído. Un poco más adelante, a la izquierda de la carretera, apareció una vieja iglesia con las ventanas tapiadas. Junto a ella había un camino de grava que se internaba por una zona de monte bajo.
—Métete por ese camino —le dijo el autoestopista en voz baja.
Isserley miró por el espejo retrovisor. El coche más cercano estaba a unos cien metros. Si se atreviese por una vez a apretar más el acelerador y, luego, se detuviese nada más hacer efecto la icpathua, en lugar de seguir conduciendo, para cuando aquel coche que venía por detrás llegase a su altura, ya estaría a salvo, aparcada en una zona de descanso y con los cristales de las ventanas oscurecidos.
Apretó la tecla de la icpathua.
—¡Te he dicho que gires a la izquierda! —gritó el autoestopista—. ¡A la izquierda!
Isserley empezó a notar que por dentro le subía una sensación de pánico, como suben las burbujas en una copa de champán; metió mal la marcha del coche y la palanca de cambios saltó con un fuerte chirrido. Sintió que se le encogía el estómago. Bajó la mirada hacia el asiento de su acompañante. Entonces se dio cuenta de que el mono que llevaba aquel calvo era tan grueso como una piel de vaca y que, además, estaba recubierto con una especie de lona impermeabilizada de color amarillo. Las agujas de la icpathua no habían logrado atravesarlo.
De pronto, sintió un intenso dolor en un costado. Era la punta de la navaja, que había atravesado la fina tela de su blusa y se le estaba clavando en la carne.
—¡Sí! ¡Sí! —exclamó, nerviosa, mientras ponía el intermitente y se metía por el camino que le había indicado. La gravilla resonaba bajo las ruedas y golpeaba ruidosamente los bajos del coche. Agarró el volante con fuerza tratando de contrarrestar la brusquedad del giro que acababa de dar. Cada vez que respiraba sentía la punta de la navaja en el costado.
—¡Vale! ¡Vale! —gritó.
El autoestopista apartó la navaja y estiró la mano que tenía libre para coger el volante y enderezar el rumbo del coche. Maniobró con firmeza y tranquilidad, como si le estuviera enseñando a conducir. Tenía la mano el doble de grande que la de ella.
—Por favor, piensa… en lo que estás haciendo —dijo Isserley, jadeante.
No le contestó, pero apartó la mano del volante, satisfecho ya de que ella hubiese recobrado el dominio del coche. Habían entrado en una zona de bosque bajo, de aspecto descuidado y llena de restos de pacas de paja, ya podridos. Un poco más adelante se alzaba un puñado de barracones dedicados a usos agrícolas de construcción muy precaria, que estaban abandonados. Eran simples esqueletos de cemento rajado y acero retorcido. La A9 ya casi no se veía en el espejo retrovisor y sólo asomaba de vez en cuando como un río lejano.
—Gira a la derecha cuando llegues a aquel montón de neumáticos y después para el coche —le ordenó el autoestopista.
Isserley hizo lo que le ordenaba. Se detuvieron detrás de un sólido muro de tres metros de alto por diez de largo. El resto del edificio había desaparecido.
—Muy bien —dijo el autoestopista.
Isserley ya había recuperado el ritmo de la respiración.
Estaba intentando concentrarse y pensar en cómo salir de aquello. Sólo podría salvarse usando la inteligencia, ya que correr no podía. Ella, que en el pasado había corrido tan rápida como un cabrito, ahora ya no podía hacerlo.
—Tengo amigos muy importantes —dijo solemnemente.
El autoestopista volvió a soltar una carcajada como una tos seca y corta.
—Sal del coche —le ordenó.
Los dos abrieron sus puertas y salieron. El vodsel dio la vuelta hasta donde estaba Isserley, cerró la puerta del conductor y la empujó contra el coche. Con la navaja todavía en una mano, le cogió la blusa con la otra y se la levantó por encima del pecho. Tenía tal fuerza, que, al tirar de la blusa, que se le había quedado atascada debajo de los brazos, casi la levantó por los aires. Isserley alzó rápidamente los brazos para facilitar la operación.
—Podríamos… pasarlo muy bien juntos —le dijo tratando de ser complaciente, mientras se cubría los pechos con manos temblorosas—, si me dejaras hacer a mí.
Impasible, con la cara colorada, se colocó delante de ella y estiró uno de los brazos. Comenzó a sobarle los pechos con la mano que no empuñaba la navaja, primero uno y después el otro. Le cogía los pezones una y otra vez entre el pulgar y el índice y se los apretaba como si estuviese amasando unas bolitas.
—Te gusta, ¿eh? —dijo.
—Mmm —contestó ella. No tenía ninguna sensibilidad en los pechos, pero sentía un enorme dolor en la columna vertebral, que el autoestopista presionaba contra la superficie combada del coche. Le picaba toda la espalda, empapada en un sudor frío y electrizante causado por el dolor y el miedo.
Estuvo sobándole los pechos una eternidad. Sus respiraciones se entremezclaban, formando una nube en el aire helado. Muy lejos, por encima de sus cabezas, empezaba a asomar un sol pálido que hacía que la calva del autoestopista brillara como si fuera una cúpula. El motor del coche emitía unos ruiditos mientras iba enfriándose.
Por fin, el autoestopista dejó los pezones y dio un paso atrás.
—Ponte de rodillas —dijo. Mientras Isserley se apresuraba a obedecer, se bajó muy despacio la cremallera del mono con la mano que tenía libre, lo que dejó a la vista una camiseta sorprendentemente blanca bajo aquella mugrienta envoltura amarilla y negra. Cuando ya se había bajado totalmente la cremallera, se sacó los genitales, con la peluda bolsa del escroto y todo. Avanzó hacia ella y le colocó el pene delante del rostro.
Le puso la navaja en la nuca y pasó suavemente el filo de la hoja por debajo de su pelo.
—Mucho cuidado con los dientes, ¿entendido? —dijo.
Tenía el pene muy hinchado, y era más gordo y más pálido que el de los humanos, con un prepucio asimétrico y de color violáceo. En la punta tenía un agujerito como si fuese el ojo mal cerrado de un gato muerto.
—Entendido —le contestó.
Después de tener en la boca durante un minuto aquel pedazo de carne con sabor a orina, sintió que le quitaba la navaja de la nuca y la cogía del pelo.
—Ya basta —dijo gruñendo.
Dio un paso atrás y sacó el pene de la boca de Isserley. Sin previo aviso, la agarró de un codo y tiró hacia arriba. Isserley no tuvo tiempo de tensar los músculos del modo que lo hacen los vodsels, y el brazo se le dobló en diferentes articulaciones, formando un zigzag de ángulos inconfundiblemente humanos. No pareció que el autoestopista lo notase. De todo lo que le había sucedido hasta entonces, aquello fue lo que le produjo mayor terror.
Cuando ya estaba de pie, el autoestopista la fue empujando hasta colocarla delante del capó del coche.
—Date la vuelta —le dijo.
Obedeció y, nada más volverse, de un tirón el autoestopista le bajó los pantalones de terciopelo verde hasta las rodillas.
—¡Dios mío! —bramó desconcertado—. ¿Has tenido un accidente de coche?
—Sí —susurró Isserley—. Lo siento.
Durante un segundo pensó que aquello le haría echarse atrás, pero inmediatamente sintió la palma de su mano en la espalda empujándola para que se inclinara sobre el capó del coche.
Desesperada, intentó recordar la palabra apropiada, la que le haría detenerse. Era una palabra que sabía, aunque sólo la había visto escrita. De hecho, aquella misma mañana un vodsel la había escrito con un palito sobre la tierra. Pero jamás la había oído pronunciar.
—Piedad —imploró.
El autoestopista tenía las dos manos apoyadas sobre las vértebras lumbares de Isserley, que sentía el mango de la navaja clavándosele contra la columna. Entre sus muslos, el pene arremetía y empujaba, luchando por entrar.
—Por favor —le rogó Isserley con una súbita inspiración—. Déjame que te ayude. Será mejor para ti, te lo prometo.
Con el cuerpo desplomado boca abajo contra el capó, y el pecho y una mejilla aplastados contra el liso metal, Isserley llevó las manos hacia las nalgas y las separó. Sabía que sus genitales habían quedado enterrados para siempre bajo la masa del tejido cicatricial que había crecido allí tras la amputación de su cola, pero las líneas de las cicatrices podían confundirse con la hendidura del sexo de una vodsel.
—No veo nada —dijo el autoestopista con un bufido.
—Acércate —le pidió Isserley mientras giraba la cabeza con enorme dolor para ver cómo se aproximaba su calva—. Ahí está, ¿no lo ves?
Rápida como un rayo, y aprovechando que estaba bien apoyada sobre el capó del coche, Isserley lanzó los brazos hacia atrás y hacia arriba al mismo tiempo. Los lanzó como dos látigos y dio justo en el blanco. Logró clavarle dos dedos en cada ojo, y se los hundió hasta los nudillos, hasta el interior tibio y húmedo del cráneo.
Soltando gritos ahogados, volvió a sacar los dedos de un tirón y apoyó las manos sobre el capó. Se enderezó justo en el momento en el que el calvo caía de rodillas. Desesperada y con los pantalones por las rodillas, dio un salto hacia un lado, quitándose de en medio justo en el momento en el que el autoestopista caía de bruces y, produciendo un ruido sordo, se daba con el parachoques en plena cara.
—¡Uf! ¡Uf! ¡Uf! —gritó Isserley llena de asco mientras se limpiaba los dedos histéricamente contra sus muslos desnudos—. ¡Uf! ¡Uf! ¡Uf!
Se subió los pantalones y fue dando tumbos hasta donde estaba tirada su blusa y la recogió del suelo.
—¡Uf! ¡Uf! ¡Uf! —siguió gritando mientras forcejeaba para meterse dentro de aquella prenda mojada y llena de barro. Granos de arenilla le rasparon los hombros y los codos al enfundarse las mangas hasta las muñecas, que no paraban de temblarle.
Se metió como pudo en el coche y lo puso en marcha. El motor volvió a la vida tras algunos estertores. Isserley aceleró con gran estruendo. Puso la marcha atrás y se alejó del cuerpo del calvo, pero, con las prisas y los nervios, el coche se le caló.
Justo cuando ya iba a arrancar otra vez y marcharse de allí, sintió la imperiosa necesidad de volver a limpiarse las manos con el trapo que usaba para el parabrisas, y entonces se dio cuenta de que le faltaba un trozo considerable de una uña. Dio un golpe en el volante con las palmas de las manos. Se bajó del coche y volvió hasta donde estaba el cuerpo del autoestopista para recuperar aquello que, por ningún concepto, podía permitir que nadie encontrase y analizase.
Le llevó un buen rato encontrarlo, y hasta tuvo que improvisar algunos instrumentos recurriendo a la vegetación que la rodeaba.
Cuando hubo acabado, se subió al coche y regresó a la carretera principal.
Varios conductores le pitaron cuando intentó meterse entre ellos.
Tenía puestas las luces largas.
Para incorporarse a aquella pacífica procesión, las luces largas no estaban permitidas.