Estimados lectores: bienvenidos a la nueva colección de la editorial dÉpoca, Nouvelles de Época, género en el que se esconden pequeñas joyas cuya autoría no siempre pertenece a escritores conocidos por el gran público. Pero, antes de sumergirnos en la autora que ha elegido dÉpoca para inaugurar esta nueva colección, justo es que reflexionemos sobre este género literario e intentemos definirlo. Porque, ¿qué es una nouvelle?
Una nouvelle suele acarrear varios conflictos a la hora de definirla. A menudo es asociada al cuento y al relato breve, y es por esto que en los manuales de literatura y escritura creativa se hace referencia a ellos en los mismos capítulos. Es difícil ponerse de acuerdo en cómo traducir el término y, a causa de esta disensión, se suele dejar en francés o se opta por hacer uso del término «novela corta» —en inglés short story—, alimentando con ello todavía más el debate. Pero, dejando al margen esta cuestión, ningún estudioso de la literatura duda que es un género muy apreciado por los grandes escritores y, por lo tanto, de su importancia en la historia de las letras.
En ocasiones es difícil determinar qué relatos alcanzan el estatus de novelas cortas y cuáles de estas llegan a novelas. Suele tomarse como medida la cantidad de palabras de cada una: la novela sobrepasa las 40 000, y la novela corta se queda entré las 20 000 y las 40 000. En cambio, el cuento se queda entre 1 000 y 7 500, una cantidad considerablemente menor.
Entre 1456 y 1467 apareció publicado en Francia Les Cent Nouvelles Nouvelles, donde se utiliza por primera vez el término aplicado a un género literario definido. Con él se hace referencia a un relato que narra un hecho reciente, fundado en hechos reales y explicado de la forma más breve posible. Y, desde ese mismo momento, el término «conte» se aplica al mismo género.
Apuleyo o Cervantes fueron de los primeros autores que escribieron este género. Edith Wharton, en su libro El arte de la ficción, nos dice que los franceses son los maestros de la nouvelle, seguidos por los rusos. Entre los grandes autores franceses que trabajaron este tipo de narración encontramos a Jean de la Fontaine, Margarita de Navarra —y su Heptamerón—, o Madame de La Fayette. Pero en el siglo XIX el género se extendió de tal manera que, en algún momento u otro, muchos de los más grandes autores probaron a escribir una nouvelle. Los más reconocidos son Henry James, Guy de Maupassant o Stefan Zweig, pero Stevenson, Kafka, Tolstoi o Balzac se dedicaron también al género de manera magistral.
Por otro lado, y relacionando el género con Wharton —quien también lo cultivó—, la novela corta contribuyó a formar el carácter de la literatura norteamericana, muy cercana en sus raíces a la literatura europea pero con una voz y estructura propias. En sí, la nouvelle se acerca más al relato corto, tanto en intenciones como en la técnica. Igual que en el cuento, en la nouvelle los personajes son limitados y la narración se circunscribe a un acontecimiento en concreto que, por otra parte, se desarrolla de una forma más acelerada en un corto período de tiempo; por el contrario, las largas descripciones y los exhaustivos análisis psicológicos de la novela desaparecen. Mario Benedetti calificaba la nouvelle como el género de la transformación, puesto que «no importa mucho dónde se sitúe el resorte aparente de su trama». Menciona en particular La metamorfosis de Kafka, donde el hecho más importante tiene lugar al principio de la historia. En cambio, en Bartleby, el escribiente, de Herman Melville, no existe ningún tipo de hecho determinante.
En fin, la nouvelle es un género breve que nos puede proporcionar muchas sorpresas, pues no llega a ser tan sucinto como el cuento ni tan denso como puede resultar una novela. Sería algo así como un acontecimiento que se desarrolla lentamente, como una «excitación progresiva de la curiosidad o la sensibilidad del lector quien, desde su sitial de preferencia, llega a convertirse en el testigo más interesado». Unas palabras de Benedetti[1] que resultan de lo más acertadas.
EL PAPEL DE MARGARET DELAND EN LA LITERATURA Y LA SOCIEDAD NORTEAMERICANAS
La literatura norteamericana tenía una entidad y una fama propias a finales del siglo XIX. Había dado a la historia de la literatura unos cuantos autores reconocidos como maestros de las letras universales: Washington Irving, Edgar Allan Poe, Nathaniel Hawthorne, Herman Melville, etc… Pero a finales de siglo la sociedad americana comenzó a experimentar cambios. La cantidad de escritoras femeninas aumentó exponencialmente en la segunda mitad de la centuria y continuó incrementándose durante el siglo XX. Autoras como Margaret Deland, Belle Kendrick Abbott, Jane Addams —gran luchadora por los derechos de las mujeres— o Nellie Bly, fueron muy populares y leídas en su época y, sin embargo, han quedado completamente relegadas al olvido en nuestros días.
A Margaret Deland, la autora en la que nos centramos hoy, se la ha definido como la «Elizabeth Gaskell norteamericana». Es cierto que tienen puntos en común, pero no debemos permitir que esa frase publicitaria nos desdibuje la figura de Deland. En particular porque su carrera fue mucho más longeva que la de Gaskell, al igual que su vida. Las dos quedaron huérfanas de madre en la misma cuna, y fueron criadas por sus tías maternas en pequeños pueblos donde la influencia de la religión era fundamental en su vida diaria —unitaria en el caso de Gaskell, calvinista en el de Deland—. Ambas contrajeron matrimonio con hombres que fomentaron y apoyaron totalmente su carrera literaria, en la que se iniciaron de forma tardía, y en sus currículums contaban con novelas y relatos ambientados en un pequeño pueblo similar al que fue su hogar de infancia. Pero aquí acaban sus semejanzas. La sociedad americana experimentó muchos cambios durante la vida de Margaret Deland; algo normal, si tenemos en cuenta que su vida se extendió desde la Guerra de Secesión hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. La primera dejó muchas heridas mal cerradas en la sociedad, como la tensión social derivada de la industrialización y la difícil aceptación por parte de los estados de la Unión de la pérdida de la guerra. Bien avanzado el siglo XIX, y hasta la Segunda Guerra Mundial —de cuyo final no fue testigo pues murió antes de que finalizase la contienda—, Margaret fue testigo de la depresión económica de los años noventa, la moralidad defendida por aquellas iglesias aferradas a las viejas creencias, el auge de lo que se conocía como «cuestión femenina» —que incluía la lucha por el sufragio y la participación de la mujer en todos los aspectos de la sociedad—, la Primera Guerra Mundial, los años 20, la Gran Depresión…
Margaretta Wade Campbell Deland, más conocida como Margaret Deland, nació el 23 de febrero de 1857 en Allegheny, Pensilvania (hoy parte de Pittsburgh). Fue la única hija del matrimonio formado por Sample Campbell y Margaretta Wade. Su madre murió al cabo de dos semanas debido a complicaciones del parto, no sin antes hacer prometer a su hermana Lois que se ocuparía de la niña si le ocurría algo. Lois y su marido, Benjamín Campbell Blake, acogieron a Margaret y la cuidaron como si fuera su propia hija en una granja del estado de Pensilvania.
Conocemos gran parte de su vida gracias a las dos autobiografías que escribió cuando ya era una anciana. La primera, If This Be I, as I Suppose It Be, publicada en 1935, nos habla de su infancia en el pueblo calvinista de Manchester, donde se crio. Margaret fue desde niña muy despierta y curiosa; solía preguntar sobre cualquier cosa a los adultos, algo que era visto como pernicioso. Su educación estuvo condicionada por la religión, aspecto que al crecer consideró un lastre en su carrera de escritora. Por otro lado, en Manchester se esperaba que los niños se convirtieran en párrocos y las niñas en sus esposas o en misioneras. La propia Margaret tomó la decisión de ser misionera a la temprana edad de doce años, influenciada por la idea de no ser considerada como la habitante díscola de la localidad; a pesar de ser feliz en casa de sus tíos, y llevarse especialmente bien con su tía, no experimentaba la misma sensación como miembro de una comunidad demasiado tradicional y apegada a las viejas ideas. Para ellos, que Margaret decidiera ser misionera significaba una vuelta al redil. Cuando ya era una novelista de larga carrera, escribió una obra en parte autobiográfica sobre este período de su vida, The Promises of Alice (1919).
Pocos años después, luchó para conseguir que sus tíos le permitieran estudiar fuera de casa. Primero asistió al Bolton Priory, internado situado en Pelham Manor; más adelante acudió al Cooper Institute, donde estudió arte comercial y adquirió la educación necesaria para ser una mujer independiente, una dama. Al graduarse, ganó un concurso oposición para convertirse en profesora asistente de dibujo en la Girls Normal College. En aquella época llevaba una vida emancipada en Nueva York: trabajaba, viajaba siempre que le era posible, y disfrutaba de la vida. Como ella misma dijo sobre aquella época, «Besides, I had tasted freedom… and liked it»[2].
Esta libertad hizo que quisiera descubrir mundo, y aprender. A lo largo de su vida no dejó nunca de investigar, leer y tener la mente abierta: se dedicó al estudio de las religiones antiguas, las orientales, la psicología, la conciencia… Sus creencias religiosas fluctuaron con los años: se alejó del calvinismo más recalcitrante que había presidido su infancia y dedicó su vida a buscar la verdad, aquella en la que podría creer sin experimentar dudas. Esta búsqueda está presente en toda su obra. Ruth Maxa Filer, autora de la biografía Margaret Deland Writing toward Insight (2014), utiliza esta evolución de su persona como eje conductor, algo que la propia Margaret también utilizó escribiendo una segunda autobiografía, Golden Yesterdays (1941), donde nos acerca a su adolescencia y a su vida adulta, período este último igualmente enriquecedor y lleno de descubrimientos.
Margaret contrajo matrimonio con Lorin F. Deland en 1880. Él había heredado la editorial de su padre, pero pasados unos años acabó vendiéndola y dedicándose a la publicidad. Los dos compartían una visión progresista del mundo y el deseo profundo de ayudar a los más desfavorecidos. Por otro lado, eran complementarios en sus caracteres y cuando Margaret, con tendencia a la depresión, se obsesionaba excesivamente en su trabajo, Lorin sabía contrarrestar esta obstinación con sentido del humor y franqueza. Su matrimonio era a menudo puesto a prueba debido a la fama de Margaret como escritora polémica, pero los dos formaron una pareja bien avenida hasta el final. Aunque no tuvieron hijos, no transcurrió ni un día de sus vidas en común sin ninguna empresa entre manos. Después de casarse, emprendieron un proyecto que fue muy criticado, tanto por la familia de él como por la comunidad: acoger en su hogar a jóvenes solteras embarazadas que no tuvieran a dónde ir, ofrecerles trabajo en su casa hasta cuando pudieran desempeñarlo y, después del parto, buscarles un trabajo que les permitiera criar a su hijo. Fueron muy censurados, pero ayudaron a muchas mujeres a rehacer sus vidas. Fue justo después de poner en marcha esta iniciativa que llegó uno de los momentos más importantes de su existencia: el comienzo de su carrera como escritora.
Comenzó a escribir en los años 80 del siglo XIX, una década en la que la literatura norteamericana estaba plenamente consolidada, al igual que la sociedad, gracias a la apertura de fronteras que Estados Unidos estaba llevando a cabo. Su carrera comenzó de forma totalmente casual, gracias a unos versos que escribió durante un día de recados. Su amiga Lucy Derby —cuya influencia fue fundamental en estos primeros días como escritora— la ayudó a publicar sus poemas, y su persistencia fue la que hizo que Margaret continuara escribiendo. En aquella época también compuso versos para las tarjetas de felicitación que publicaba su marido, en parte para completar los ingresos familiares. Por tanto, la poesía fue su primer género, aunque no discurrió mucho tiempo antes de que escribiese la que fue su primera novela.
Esta, titulada John Ward, Preacher (1888), surgió de una conversación con Lucy donde acabaron hablando de los obstáculos que habían superado Lorin y ella para casarse —en particular los religiosos, un tema que fue fundamental en sus escritos—. Cuando se publicó, causó una enorme polémica social: Margaret había comenzado a sufrir dudas religiosas que reflejó en la escritura de su novela. Acabó abandonando la iglesia calvinista de su infancia y, junto a su marido, ingresó en la Iglesia Episcopaliana, a la que pertenecía su tía Lois antes de casarse.
La novela se discutió públicamente en las calles y en los púlpitos de las iglesias; en algunas acabó siendo prohibida. Ni siquiera su familia lo consideró un tema aceptable. Su tío Benjamín le recomendó que continuara escribiendo libros de versos sencillos y olvidara aquellos temas que no podía comprender. Más adelante, llegó a ofrecerle doscientos dólares para que quemara el manuscrito.
Por otro lado, a medida que Lorin y Lucy se hallaban ocupados en otros proyectos y no tan pendientes de ella, Margaret fue adquiriendo más seguridad en su obra. En aquel momento fue cuando consiguió un mentor literario que, con los años, se convirtió en uno de los editores más famosos del país: Horace Scudder, editor de The Atlantic Monthly a partir de 1890. Margaret publicó una gran parte de sus obras en ella, aunque no repitió el enorme éxito de John Ward, Preacher con ninguna, exceptuando las narraciones ambientadas en Old Chester, de las que nos ocuparemos más tarde.
Justo después de publicar su segunda novela, los Deland viajaron a Europa. Visitaron Francia y Escocia, pero gran parte del viaje transcurrió en Inglaterra, donde su primera novela también había sido un gran éxito. Le siguió otro viaje donde se relacionaron con varios de los escritores más importantes de la época, entre quienes se encontraban Rudyard Kipling o Mary Humphry Ward, a quien la prensa consideró la némesis de Deland durante el periodo posterior a la publicación de John Ward, Preacher.
En sus novelas, además de los conflictos religiosos, predomina también el papel de las mujeres en la sociedad. Ya en John Ward, Pracher podemos observar la preocupación del protagonista por las creencias de su esposa. Pero, si continuamos leyendo su obra, observamos el papel que juegan las mujeres solteras en ella, ya sea en roles principales o secundarios. A Jane, uno de los personajes de Mr. Tommy Dove, no le permiten casarse con el protagonista porque su hermano prefiere que se quede en casa haciendo las labores del hogar. Otras, como Sally, la tía de la protagonista de Sidney, es tratada como una criada. The Vehement Flame, publicada en 1922, nos habla de un matrimonio entre una mujer que dobla la edad a su marido y los celos que puede provocar esta situación. Incluso obras ambientadas en Old Chester, su pueblo idílico, podían ser duras y denunciaban la situación de la mujer: en The Awakening of Helena Richie, el argumento nos recuerda en su punto de partida a la novela de Anne Brontë titulada The Tenant of Wildfell Hall, en la cual una mujer huye de su casa intentando escapar de un marido violento. The Awakening of Helena Richie inspiró una película muda en 1916 protagonizada por Ethel Barrymore, además de una versión teatral en Broadway en 1909.
En aquellos años, los inmediatamente anteriores al cambio de siglo, las mujeres habían ganado mucho terreno en la sociedad: consiguieron acceder a estudios superiores, la emancipación, el derecho a tener un trabajo… Pero a la vez generaron mucho más debate: la cuestión femenina se extendió durante casi un siglo. Ya en los años 40 del siglo XIX se había comenzado a hablar del sufragio femenino, reivindicación que se extendió a lo largo de casi cien años hasta que las mujeres lograron una ley que reconociera su derecho al voto. Simultáneamente, en la literatura se comenzaron a tocar temas muy diversos que reflejaban esa evolución de la cuestión femenina: en 1892 se publicó The Yellow Wallpaper, de Charlotte Perkins Gilman. Esta obra, junto a la anteriormente mencionada The Awakening of Helena Richie, supusieron un despertar de la literatura femenina hacia temas jamás aludidos con anterioridad: la depresión posparto y la insatisfacción de la mujer en el matrimonio. Gilman basó la historia de su obra más famosa en su propia experiencia personal después de tener a su primer hijo. Por otra parte, escribió otros libros describiendo el papel de las mujeres en sociedades utópicas de su propia creación.
El despertar (The Awakening) de Kate Chopin, publicada cinco años después —en 1897—, fue todavía más polémica. Las críticas no sobrevinieron por su calidad literaria, sino más bien por la inmoralidad que se le achacaba a la obra, en la que se aunaban tanto una feroz crítica social como una completa ausencia de condena hacia el comportamiento de la protagonista. Poco después, Willa Cather comparó a Edna Pontellier con otro gran personaje de la historia de la literatura, Emma Bovary.
Obras como estas hicieron que la sociedad americana se despertara y fuera testigo de cómo las mujeres eran capaces de provocar polémica como escritoras. Hasta ese momento, la mayor parte de las mujeres que se atrevían a coger una pluma se dedicaban a la poesía, a componer himnos religiosos o a narrar sus experiencias como esclavas —en el caso de las afroamericanas—. Pero hacia la mitad del siglo XIX, las mujeres estadounidenses comenzaron a alzarse y a reclamar derechos que les eran negados, en gran parte gracias a la proliferación de artículos en periódicos y revistas que les dieron voz.
A finales de siglo XIX y principios del XX, el auge del periodismo y el incremento del número de periódicos impulsaron una nueva forma de ganarse la vida para los autores y autoras de relatos: podían vender sus historias a diarios, revistas y suplementos dominicales, generando gracias a ello unos ingresos fijos. Autores como Henry James, Jack London, O. Henry o Willa Cather alcanzaron gran popularidad de esta manera, al igual que Margaret. Publicó sus primeros artículos y relatos en la revista The Atlantic Monthly y, a finales de la década de 1890, en Harper’s Magazine.
En 1895 comenzó su carrera como oradora publica; pocos años antes ya había comenzado a escribir artículos en periódicos sobre la situación de la mujer, tanto en la esfera pública como la privada. No se manifestó nunca abiertamente a favor del sufragio femenino, un tema de gran importancia en la América de entonces, pero sí apoyó a las mujeres como seres con una responsabilidad social. Ella optaba por una tercera opción, también compartida por su esposo, que apareció reseñada en The Critic el 9 de marzo de 1895, según la cual se exigiría a los votantes la demostración de unas competencias básicas sin tener en cuenta su sexo. Cabe recordar que, en aquel momento, la corrupción política todavía estaba muy presente en la sociedad, situación que hoy en día no nos resulta ajena.
Margaret fue creciendo paulatinamente a través del estudio, del autoconocimiento y la propia experiencia. Creía firmemente que cualquier mujer podía hacer lo mismo si no abandonaba su defensa de la moralidad y el refinamiento en su lucha por la igualdad. Desde que era niña, le habían inculcado que esos aspectos hacían de ella una dama, y se mantuvieron en su cabeza durante toda la vida. Por otro lado, creía firmemente que las buenas novelas debían cumplir con cuatro cualidades esenciales: los valores, la verdad, la ética y el propósito. Sus obras tenían muchas lecturas y se basaban en dos aspectos en los que creía firmemente: el individualismo y la responsabilidad social. Incluso en sus relatos sobre Old Chester, sus creaciones más populares, encontramos estos dos temas. El doctor Lavendar, rector en la iglesia de St. Michael y pilar de la pequeña comunidad, se convirtió en un ídolo en todo el país y, como muchos creían que era un personaje real, la autora veía su casa inundada de cartas pidiendo el consejo de Lavendar en temas muy diversos.
Durante este período de su vida se concentró en la escritura de relatos cortos y artículos, al tiempo que recibía constantes invitaciones para dar lecturas y ofrecer discursos. Intentaba asistir siempre que le era posible, convirtiéndose en un personaje público con todo lo que esa posición comportaba. En sus obras no se limitaba a ofrecer un retrato de la sociedad tal y como la veía, sino que mostraba situaciones que a menudo no resultaban demasiado populares.
Durante la Primera Guerra Mundial, comenzaron los reconocimientos académicos a su obra. Le fueron concedidos cuatro doctorados Honoris Causa en diferentes universidades, siendo la primera de ellas el Rutgers College en 1916, donde destacaron sus méritos por igual como creadora del doctor Lavendar y de personajes como el predicador John Ward. Más adelante llegarían los de Tufts University y Bates College —durante los locos años veinte— y el de Bowdoin College en 1930. En 1926, junto a Edith Wharton, Agnes Repplier y Mary E. Wilkins Freeman, se convirtió en una de las primeras mujeres aceptadas como miembros en el National Institute of Arts and Letters, conocido posteriormente como la American Academy of Arts and Letters.
Por supuesto, del mismo modo que había mantenido sus propias opiniones respecto a la emancipación de la mujer y el sufragio femenino, no compartía exactamente las opiniones mayoritarias con respecto al patriotismo y la incorporación de Estados Unidos a la Gran Guerra. Margaret nunca defraudaba en este sentido. Ni tampoco en ayudar a los más necesitados: en poco tiempo organizó un fondo de ayuda para los escritores americanos que vivían en Europa.
La Primera Guerra Mundial no solo trajo consigo una fuente de proyectos activos: también fue la época en la que falleció Lorin, su gran apoyo durante años. La enfermedad no sobrevino repentinamente, y tuvieron tiempo de prepararse para su final. Al llegar el invierno de 1917, ambos sabían que serían sus últimos meses juntos, pero igualmente Margaret quedó destrozada. Lorin no se olvidó de sus causas en su testamento, en el que estableció un fondo para ayudar a mujeres a mantenerse hasta poder ganar lo suficiente para vivir. Antes de morir tenía organizado otro proyecto para ayudar a mujeres pobres de la ciudad. Margaret continuó con todos ellos, acompañada de su amiga Sylvia Annable, la enfermera que había atendido a Lorin en sus últimos días y que se convirtió en su gran amiga, casi una hija, durante sus últimos años.
Pero a pesar de la pena y de su edad, decidió contribuir al esfuerzo de guerra cuando Estados Unidos se involucró en el conflicto. Acabó marchándose a Francia junto a Sylvia, y trabajó hasta el final de la guerra en las cantinas de la Young Men’s Christian Association, más conocida por sus siglas, YMCA. Como era de esperar, esta experiencia sirvió como germen para una gran cantidad de artículos, algunos de ellos muy polémicos.
En aquellos momentos, ya sobrepasados los sesenta años, se relacionó con ciertas sociedades espiritistas, cuyo número se había visto incrementado durante la guerra a causa de las pérdidas que habían sufrido innumerables familias. Quería saber si había un más allá donde encontrarse con Lorin; si el amor era más fuerte que la muerte. Acabó conociendo a Arthur Conan Doyle y siendo elegida como miembro de la junta directiva de la Sociedad Americana para la Investigación Física (American Society of Physical Research) en 1923. No deja de resultar curioso en una mujer que en sus cartas mencionaba que de joven era muy intolerante.
A pesar del transcurrir de los años, la actividad de Margaret Deland no se vio disminuida. Continuó escribiendo y publicando todo tipo de artículos y relatos cortos hasta poco antes de su fallecimiento; así mismo, emprendió la redacción de sus dos libros de memorias, If This Be I, as I Suppose It Be (1935) y Golden Yesterdays (1941). Existía el proyecto de un tercer volumen, al que finalmente debió renunciar. Su último gran artículo se lo dedicó en 1940 a Phillips Brooks, aquel personaje que tanto había influido en Lorin y en ella y con quien había mantenido grandes conversaciones filosóficas y religiosas.
Su fama como autora decayó rápidamente después de morir el 13 de enero de 1945 en Boston. Se la consideró una autora pasada de moda, datada en un período concreto de la historia: el realismo de finales del siglo XIX. La literatura había cambiado mucho durante su vida y sus novelas quedaron arrinconadas. Margaret Deland es una escritora que no merece, tal olvido y cuyo trabajo merece ser recuperado.
REENCUENTRO (AN ENCORE)
A finales de la década de 1890, Margaret Deland experimentó una crisis creativa; aunque continuó siendo muy prolífica en relatos cortos y artículos, de repente se vio incapaz de escribir novelas. Esta crisis duró varios años y, con el fin de ayudarla, su marido Lorin intentó ser una fuente de futuros proyectos para ella. Lo cierto es que, en uno de esos momentos que ahora conocemos como lluvia de ideas, le proporcionó el germen de lo que se convertiría en una de las novelas más populares de Margaret, de la cual ya he hablado con anterioridad: The Awakening of Helena Richie. Justo de este mismo período data la redacción de la novela corta que nos ocupa en estas páginas, Reencuentro, publicada en 1907.
Reencuentro (An Encore) es una de las diversas nouvelles que escribió Deland. Con ella nos sumergimos en Old Chester, una pequeña aldea rural situada al oeste de Pensilvania que se convirtió en lugar recurrente de sus obras; las historias de sus personajes, quienes llegaron a ser muy conocidos y queridos por la sociedad norteamericana, estaban basadas en sus propios recuerdos sobre las comunidades de Pittsburgh en las que había crecido durante su infancia junto a sus tíos maternos y su prima Nannie —Manchester y Maple Grove entre ellas—. Margaret hizo de Old Chester un personaje más de sus obras, dándole voz y pensamiento ante los diversos avatares que acontecían en las vidas de sus queridos conciudadanos. Sus temas favoritos, siempre de aspecto doméstico, apenas nos dejan vislumbrar la existencia que tiene lugar más allá de esta pequeña localidad, algo ciertamente secundario gracias a la riqueza de los personajes que pueblan estas historias. Entre las novelas y recopilaciones de relatos cortos aquí ambientados nos encontramos con The Story of a Child (1892), Mr. Tommy Dove (1893), Dr. Lavendar’s People (1903), o la ya mencionada The Awakening of Helena Richie (1906).
En la historia que nos ocupa Deland se atreve a ir más allá y, diferenciando entre el viejo y el joven Old Chester, nos ofrece una divertida reflexión sobre los distintos puntos de vista que la juventud y la madurez otorgan a cada individuo. Si buscamos referentes podemos cruzar el charco e irnos hasta Cranford, aquel pequeño pueblecito inglés creado por Elizabeth Gaskell, en el cual la novelista inglesa escenificó con maestría la transición que inequívocamente se produce del pasado al presente a través de los ojos de sus habitantes, fuera cual fuese su condición, nivel y posición social.
No desvelo nada de la trama si me aventuro a constatar que Reencuentro versa sobre la segunda oportunidad que la vida otorga a dos de los habitantes de Old Chester. Dos personajes con un pasado en común que vuelven a encontrarse muchos años después, hallándose condicionados por un entorno que ha cambiado y evolucionado tanto como ellos mismos. Y es que se puede afirmar, sin lugar a dudas, que es en este aspecto donde radica lo más interesante del planteamiento que nos ofrece Margaret Deland; somos espectadores de ese encore que da título originalmente a la novela entre dos personas de edad ya madura, pero también lo somos de las diversas reacciones que esta situación provoca en el entorno de los afectados. Por un lado curioseamos las acciones que llevan a cabo sus familiares, que ofrecen sin lugar a dudas los momentos más divertidos a lo largo de la narración; por otro, los suspiros, risas contenidas y murmuraciones de Old Chester forman parte de la banda sonora de esta crónica de un amor renacido de sus cenizas.
Antes de finalizar no quiero dejar pasar la oportunidad de enfatizar la importancia que otorga la autora a la narradora de esta novela. A través de ella no solo somos testigos de los devenires de nuestros protagonistas, sino que nos sitúa temporalmente, gracias a sus observaciones y alusiones, en una sociedad que está cambiando sin remedio, que está evolucionando hacia unos estándares completamente alejados de los que hasta ese momento habían primado en un país que acababa de padecer una guerra civil. Curiosamente, Margaret Deland opta por no hacer mención alguna a esta contienda, a pesar de situar la mayor parte de la acción tan solo cinco años después de su final.
Sea como fuere, espero que disfruten de la lectura de esta nouvelle tanto como yo lo he hecho, y que estos espléndidos personajes se hagan un hueco en su corazón como lo han hecho en el mío. Lo cierto es que mis palabras no pueden describir con justicia una historia tan divertida, entrañable y deliciosa, así que mejor cedo paso a la señora Deland para que lo haga a través de las suyas.
Laura López García[3]
Barcelona
Octubre de 2015