Sin embargo, no fue al día siguiente. Dos o tres días más tarde el doctor Lavendar y Danny, avanzando lentamente detrás de Goliath bajo los sicómoros en el camino hacia Upper Chester, se sintieron incomodados por el polvo de una calesa que circulaba subiendo y bajando colinas un poco por delante de ellos.

El carruaje iba con la capota desplegada, cosa que, en aquella mañana de mayo soleada y de brisa juguetona, provocó que el doctor Lavendar especulara con su acompañante.

—Daniel, ese hombre de la calesa está ciego y sordo, o tiene algo en la conciencia. En cualquier caso, no le importará en absoluto el polvo que levantemos nosotros, de modo que le adelantaremos en el abrevadero. ¡Vamos, Goliath!

Pero Goliath tenía su propio punto de vista en relación al abrevadero y, en lugar de adelantar a la calesa, que se había detenido justo allí, se empeñó en detenerse a su lado.

—Vamos, hazme caso —protestó Lavendar—; sabes que no tienes sed.

Pero Goliath zambulló su nariz en las frescas profundidades de la gran caldera de hierro en la que, partiendo de un tronco hueco, discurría un musical chorro de agua. El doctor Lavendar y Danny, a la espera de su disfrute, podían oír un murmullo de voces que brotaba de las fauces del excéntrico vehículo que llevaba desplegada la capota en un día como aquel.

Repentinamente, el doctor Lavendar posó su mirada sobre los cuartos traseros del otro caballo.

«Esas patas son del trotón del mediocre», se dijo para sus adentros. E, inclinándose hacia afuera, gritó:

—¡Hola! ¿Cy?

El otro caballo recibió una sacudida, y la cara agitada del capitán Price asomó por debajo de la capota.

—¿Dónde…? ¿Dónde está Cyrus?

Luego divisó al doctor Lavendar.

¡El diablo y Tom Walker![13] —exclamó el capitán, con un gemido.

La calesa reculó de modo errático.

—¡Cuidado! —gritó el doctor Lavendar… pero las ruedas estaban bloqueadas.

Ciertamente, el doctor Lavendar no podía más que salir y tomar a Goliath por la cabeza, refunfuñando mientras lo hacía que Cyrus «no debía poseer una bestia tan briosa».

—Voy con prisa —dijo el capitán rígidamente.

El viejo pastor le miró por encima de sus gafas. Entonces divisó la figura pequeña y avergonzada que se encogía en las profundidades de la calesa.

—¡Vaya, vaya, vaya! Gussie tenía razón —murmuró en voz muy baja—. Será mejor que retroceda un poco, capitán —le aconsejó.

—Puedo arreglármelas —dijo el anciano.

—No le estoy diciendo que «regrese» —dijo el doctor Lavendar, amistosamente.

—¡Oh! —murmuró una pequeña voz desde el interior del carruaje.

—Creo que me necesita, ¿no es verdad, Alfred? —dijo el doctor Lavendar.

—¿Qué? —dijo el capitán, frunciendo el ceño.

—Capitán —dijo el doctor Lavendar—, si puedo serle de alguna utilidad a usted o a la señora North, lo haré con mucho gusto.

El capitán Price le miró.

—¡Bien, sepa usted, Lavendar, que esta vez lo conseguiremos aunque todos los pastores de… de la mismísima iglesia intenten detenernos!

—Yo no trataré de detenerles.

—Pero Gussie dijo que usted había dicho que…

—Alfred, a estas alturas de su vida, ¿comienza a aludir a Gussie?

—Pero ella dijo que usted había dicho que sería…

—Capitán Price, yo no le he dado mi opinión sobre su conducta a su nuera. Debería tener suficiente sentido común para saber algo así.

—Entonces, ¿por qué habló con ella al respecto?

—No hablé con ella sobre este asunto —dijo el doctor Lavendar, haciendo sobresalir su labio inferior—, aunque me hubiese gustado…

—Íbamos a buscar un pastor en Upper Chester —dijo el capitán tímidamente.

El doctor Lavendar miró a su alrededor, a un lado y a otro del camino silencioso y sombrío, y luego a través de los sauces que bordeaban un huerto.

—Si usted tiene su licencia —dijo—, yo tengo mi libro de oraciones. Entremos en el huerto. Hay dos hombres trabajando que pueden actuar como testigos. Danny no tiene entidad suficiente, imagino.

El capitán se volvió hacia la señora North.

—¿Qué le parece, señora? —preguntó.

Ella asintió y recogió sus faldas para salir del carruaje. Los dos ancianos llevaron sus caballos a un lado del camino y los amarraron cerca del riel. Luego el capitán ayudó a la señora North a través de los saúcos y llamó a los hombres que araban al otro lado de la huerta.

Los jóvenes, corpulentos y bondadosos, se quedaron boquiabiertos al ver a los tres ancianos de pie bajo el manzano, al sol. El doctor Lavendar les explicó que iban a ser sus testigos, y los muchachos se despojaron de sus sombreros.

Hubo unos instantes de silencio, y luego, entre las cándidas sombras y el aroma del huerto, con el fulgor del sol y el trasfondo de los pétalos cayendo a merced del alborozado viento, el doctor Lavendar comenzó…

Cuando finalmente llegó a «que no lo separe el hombre», el capitán gruñó bajo su canosa barba roja: «¡ni la mujer, así sea!», pero solo la señora North sonrió.

Cuando todo hubo terminado, el capitán Price respiró profundamente aliviado.

—¡Esta vez hemos tenido éxito, señora North!

¿Señora North? —dijo el doctor Lavendar; y luego se echó a reír ahogadamente.

—¡Oh! —dijo el capitán, y también rio la broma.

—Vas a tener que llamarme Letty —dijo la bonita anciana, sonriendo y sonrojándose intensamente.

—¡Oh! —exclamó el capitán. Luego vaciló—. Bueno, si no te importa, yo… supongo que no te llamaré Letty, sino Letitia.

—Llámame como tú quieras —repuso la señora Price alegremente.

Luego se estrecharon las manos entre ellos y a su vez a los testigos —que encontraron algo en sus palmas que les produjo una gran satisfacción—, y regresaron a sus respectivas calesas.

Tenemos permiso para bajar a tierra —explicó el capitán—. No volveremos a Old Chester en unos días. Puede comunicárselo a ellos, Lavendar.

—¡Oh!, ¿de veras puedo? —respondió el doctor Lavendar perplejo—. Vaya, pues adiós y buena suerte.

Observó a la otra calesa marchar briosa hacia adelante, y se inclinó para atrapar a Danny por el cogote.

—Pues bien, Danny —dijo—, si en la primera ocasión no tienes éxito…

Y Danny se vio empujado al interior del carruaje.