Según los habitantes de Old Chester[4], ser romántico era tan solo un poco menos reprobable que darse aires de grandeza. En sus setenta años de vida, el capitán Alfred Price no podía ser tachado de vanidoso, aunque, ciertamente, tenía algo de responsabilidad en lo que se refiere al romance.
Sin embargo, en aquellos días en que los niños acostumbraban a verle avanzar resollando calle arriba tras abandonar la oficina de correos —leyendo mientras caminaba un periódico sujeto a distancia frente a él— se encontraba bastante alejado de cualquier aspecto romántico.
Tenía setenta años, pesaba más de doscientas libras, y su enorme cabeza estaba cubierta por una mata de cabello rojizo encanecido. Sus únicos placeres consistían en pulir su antiguo sextante y tocar una pequeña armónica. En lo referente a sus vicios, no era un secreto que guardaba una oronda botella negra en el armario de la chimenea de su cuarto y que, ocasionalmente, lanzaba extraños juramentos sobre el gorro de dormir de su abuela.
—Solía blasfemar —decía su nuera—, pero yo le indiqué: «¡No en mi presencia, si no le importa!». De modo que, ahora, simplemente se refiere a esa tontería del gorro de dormir.
La señora Drayton señalaba que aquella transformación era uno de los mayores logros de la señora de Cyrus Price, y añadía que rezaba para que algún día el capitán dejara el tabaco y el ron.
—Soy una pobre y débil criatura —decía la señora Drayton—; no puedo hacer mucho por mi prójimo en cuanto a obra misionera, pero le consagro todas mis plegarias.
Sin embargo, las oraciones de la señora Drayton y el activo trabajo evangelizador de la señora Cyrus sirvieron para poco más que mitigar las blasfemias. El capitán aún contaba con existencias de ron —que era buen whisky Monongahela[5]— y, en lo tocante al tabaco, exceptuando sus horas de sueño, comidas, el tiempo que dedicaba a tocar la armónica o a dormitar durante los sermones del doctor Lavendar, el señor Price fumaba todo el tiempo, sin reparar en las cenizas de su puro o su cigarro que caían por doquier sobre su vasto y arrugado chaleco.
No; no era un sujeto romántico. Pero las muchachas, observándole pasar presuroso frente a la ventana de nuestro cuarto de la escuela tras abandonar la oficina de correos, acostumbrábamos a susurramos unas a otras: «¡Y pensar que se fugó con su enamorada!».
¡Ahí tienen el romance!
Para ser sinceros, la huida no llegó a producirse realmente pero, con la sola excepción de su desenlace, aquella era una historia perfecta. De hecho, el fracaso de la fuga no hizo sino mejorar el cuento: padres enojados, corazones rotos… ¡aunque lo peor fue que no permanecieron rotos durante mucho tiempo!
Él se marchó y se casó con otra joven; y ella hizo lo propio con otro hombre. Ustedes habrán supuesto que habría muerto tras los sucesos referidos anteriormente. Estoy segura de que cualquiera de nosotras hubiese fenecido en su lugar. Y, sin embargo, tal como decía Lydia Wright: «¿Cómo podría una muchacha morir de amor por un joven caballero con cenizas desperdigadas por todo su chaleco?».
Pero cuando Alfred Price se enamoró de la señorita Letty Morris, no le resultaba indiferente su chaleco ni tampoco pesaba doscientas libras. Era delgado y de mejillas sonrosadas, con ondeantes rizos de un color pardo rojizo. Si lanzaba juramentos, no eran por su abuela y su gorro de dormir; si bebía, era sidra fermentada, que a menudo podía cumplir tan bien como el ron; y, si fumaba, lo hacía en secreto detrás de las caballerizas. Vestía stock[6] y —los domingos— una camisola; también lucía un abrigo de talle alto con dos botones de bronce a la espalda y pantalones muy ajustados. En aquella época asistía al Seminario para Jóvenes en Upper Chester, lugar que era por aquel entonces, como en nuestro tiempo, el centro de enseñanza del municipio; allí se ubicaba también la Academia para señoritas. Ambos eran estudiantes internos, aunque los jóvenes volvían a sus casas para pasar la jornada dominical. Y sus regresos semanales, todos juntos en la diligencia, fueron responsables de más de un emparejamiento en Old Chester…
—El aire perfumado es más agradable —solía decir la señorita, olfateando cortésmente mientras el coche avanzaba a brincos dejando atrás los florecientes huertos de mayo—. ¡Y qué hermosa la perspectiva desde lo alto de la colina!
—¡Hermosa, ciertamente! —respondía su compañero, clavando la mirada en ella con osadía.
La señorita se mostraba entonces cohibida y se mordía los labios.
—Yo no estaba contemplando el paisaje —se apresuraba a explicar el joven.
En aquellos días —la señorita Letty había nacido en 1804 y tenía dieciocho años cuando ella y el rubicundo Alfred se sentaban juntos en el asiento trasero del carruaje—, en aquellos días, decía, la conversación de la juventud de Old Chester era más elegante que la de nuestro tiempo. Nosotras, que íbamos a la escuela de la señorita Bailey, éramos unas tristes depravadas en el uso del lenguaje y las costumbres. Eso era, al menos, lo que nuestros mayores nos decían. Cuando Lydia Wright exclamaba: «¡Ah, qué tormenta de nieve tan horrible!», la querida señorita Ellen se disgustaba, diciendo: «Lydia, ¿acaso hay algo turbador en semejante exhibición de los elementos?».
—No, seño… —titubeaba la pobre Lydia.
—Entonces —decía la señorita Bailey con gravedad—, tu afirmación de que la tormenta es horrible es una falsedad. No quiero pensar, querida, que hayas dicho intencionadamente una mentira; imagino que era tan solo una exageración. Pero una exageración, aunque no sea una falsedad, es impropia de una dama y debe ser evitada por personas refinadas.
Aquí surge la duda: ¿qué opinaría entonces la señorita Ellen —ahora en el cielo— si pudiera escuchar los comentarios que acaba de realizar la hija de Lydia, del mismo nombre que su madre, tras regresar de la escuela…? Pero no, los preceptos de la señorita Ellen protegerán estas páginas.
Sin embargo, en los tiempos en que Letty Morris miraba por la ventana del carruaje, y el joven Alfred murmuraba que el paisaje era ciertamente hermoso, la conversación era cumplidamente decorosa. Y resultó decorosa, incluso, cuando traspasó las fronteras del viaje y alcanzó un punto en que Old Chester comenzó a percatarse de lo que ocurría.
En un principio fue el joven Old Chester quien soltó una risita nerviosa. Más tarde el viejo Old Chester realizó algunos comentarios, y fue entonces cuando la madre de Alfred le mencionó el asunto a su esposo.
—Es joven e insensato, qué duda cabe —explicó la señora Price.
El señor Price señaló que, a pesar de que la insensatez fuera incidental a la juventud de Alfred, tal locura debía ser verificada.
—Deberías cerciorarte —indicó el señor Price.
La madre de la señorita Letty fue consciente a su vez de la situación, y exclamó:
—¡Olvídate! ¡Olvídate, Letitia! Evítame volver a oír hablar de semejante tontería.
Así fue como aquellos dos jóvenes se vieron sumidos en el dolor. ¡Oh, el glorioso dolor del amor frustrado! A partir de entonces, cuando se encontraban ya no hablaban del paisaje. Su conversación, aunque sin duda resultaba tan pudorosa como antes, versaba sobre los corazones rotos.
Pero, nuevamente, la madre de Letty tuvo noticias sobre ello, y se dirigió furiosa a visitar a la familia de Alfred. Entre ellos decidieron que el joven debía ser enviado lejos de casa. «Para salvarle», dijo su padre. «Para proteger a mi hija», aseveró la señora Morris.
Pero Alfred y Letty tenían algo que decir al respecto. Era diciembre y caía una tormenta de nieve… tormenta que sin duda Lydia Wright hubiese calificado como «horrible», pero que fue incapaz de obstaculizar el amor verdadero. Aquellos dos jovencitos se reunieron en el cementerio para jurarse lealtad eterna. El farol de Alfred descendió brillando intermitentemente por entre los copos de nieve —a medida que se abría paso por la ladera de la colina, entre las lápidas— y fue a encontrarse con Letty —que le esperaba acompañada de su negra criada— justo en la entrada del camposanto, bajo un tulipanero.
La negra, castañeteando de frío y miedo, tiraba sin descanso de la pelliza de la joven con el fin de apresurarla; pero una vez que Alfred llegó a su lado, Letty fue del todo indiferente a la tormenta y los espíritus. En lo que concierne a Alfred, se sentía demasiado abatido como para pensar en ellos.
—Letty, nos separarán.
—¡No, mi querido Alfred, no!
—Sí, sí lo harán. ¡Ah, si fueras solo mía!
La señorita Letty suspiró.
—¿Me serás fiel, Letty? Debo partir en un buque hacia la China, y mi estancia se prolongará durante dos años… ¿Esperarás por mí?
Letty dio un pequeño grito. ¡Dos años!
La criada negra tiró bruscamente de su manga.
—Señorita Let, está’mpezando a’cer frío, cielo.
—No insistas, Flora… ¡Dos años, Alfred! Oh, querido, eso es una eternidad. Vaya, yo tendría… ¡tendría veinte años!
La lámpara, situada sobre una lápida junto a ellos, parpadeó con una ráfaga de nieve. Alfred se cubrió el rostro con las manos… un estremecimiento había sacudido su alma. La pequeña y alegre criatura que estaba a su lado se emocionó al escuchar un sollozo tras aquellas manos.
—Alfred —susurró ella débilmente, y luego hundió su rostro en el hombro del joven—. Mi querido Alfred, lo haré; si lo deseas… ¡me fugaré contigo!
Alfred levantó la cabeza con un jadeo y la miró fijamente. Su mente pausada solo había alcanzado a ver separación y desesperanza; pero, en el mismo instante en que escuchó aquellas palabras, se tomó ardiente. ¿Qué? ¿Lo haría? ¿Podría hacerlo? ¡Oh, adorable criatura!
—Señorita Let, los pies se me’stán congelando…
—¡Flora, cállate!… Sí, Alfred, sí. Soy tuya.
El muchacho la tomó entre sus brazos.
—¡Pero debo embarcar el lunes! Ángel mío, ¿podrías… marcharte mañana?
Y Letty, con la cara oculta aún contra su hombro, asintió con la cabeza.
Luego, mientras la temblorosa Flora daba patadas al suelo frotándose a un tiempo los brazos, y la lámpara centelleaba y crepitaba, Alfred concibió sus planes, que eran simples hasta el punto de la puerilidad.
—¡Mía al fin! —exclamó cuando todo estuvo dispuesto. Entonces sostuvo en alto la lámpara y estudió el rostro de la joven, sonrojada y decidida, con copos de nieve brillando por entre los rizos que se escapaban bajo su gran capucha.
—¿Te reunirás conmigo donde el pastor? —preguntó él, apasionadamente—. ¿No me fallarás?
—¡No te fallaré! —respondió ella; y lanzó una alegre risotada.
Pero el semblante del joven lucía pálido.
La joven mantuvo su palabra y, con la ayuda de Flora —imbuida nuevamente de romanticismo en cuanto sus pies estuvieron calientes—, todo salió tal y como lo habían planeado.
Las ropas fueron empacadas, las huchas abiertas, y un tílburi sustraído de las caballerizas de los Price.
—Es mi intención —dijo el joven— devolverle a mi padre el valor del vehículo y el rocín tan pronto como pueda asegurarme una posición que me permita mantener a mi Letty con todas las comodidades y a la moda.
La noche de la huida los dos jovencitos se reunieron en la casa del pastor… Sí, la antigua Rectoría a la que íbamos todos los niños de Old Chester cada sábado por la tarde para la clase de Colecta del doctor Lavendar. Aunque, naturalmente, no había ningún doctor Lavendar allí por aquel entonces.
Sigamos. Alfred le pidió al pastor que les declarase marido y mujer, pero él simplemente tosió y atizó el fuego.
—Soy mayor de edad —insistió Alfred—. Tengo veintidós años.
Entonces el señor Smith le respondió que primero debía ir a vestirse con sus fajines y su sobrepelliz.
Alfred le contestó:
—Si no le resulta demasiada molestia, señor…
Y allá se fue el señor Smith… ¡y envió una nota al padre de Alfred y a la madre de Letty!
Nosotras, las jovencitas, acostumbrábamos a preguntarnos de qué pudieron hablar los enamorados mientras esperaban el regreso del traidor de la sobrepelliz. Ellen Dale siempre decía que habían sido estúpidos por esperar. «¿Por qué no se marcharon simplemente?», argumentaba Ellen. «Si yo me dispusiera a fugarme no me tomaría la molestia de casarme. Pero, oh, ¡pensar en cómo debieron sentirse cuando esos crueles padres irrumpieron en la estancia!».
La historia cuenta que fueron arrancados el uno de brazos del otro mientras lloraban desconsoladamente; que Letty fue enviada a la cama dos días a pan y agua, y que Alfred fue despachado a Filadelfia a la mañana siguiente y zarpó en menos de una semana. Nunca más volvieron a verse.
Pero el final de la historia no fue en absoluto romántico. Letty, aunque se arrastró durante un tiempo inmersa en una profunda deshonra y consideró la muerte una y otra vez —esa interesante imposibilidad tan apreciada por la juventud—, finalmente se casó a la edad de veinte años —¡válgame Dios!— con alguien llamado North, abandonando el hogar paterno.
Cuando Alfred regresó siete años más tarde, también se desposó. Lo hizo con una tal señorita Barkley; solía embarcarse en largos viajes, de modo que tal vez no estaba realmente enamorado de ella. Nosotras intentábamos pensar que sí, pues nos agradaba mucho el capitán Price.
En los días en que transcurre nuestra historia, el capitán Price había enviudado y se había instalado en Old Chester tras renunciar a su vida en el mar. Vivían con él su hijo Cyrus y su lánguida nuera, una joven de flaqueza despótica que dominaba a los dos hombres con la vara doméstica más poderosa: la necia debilidad. Esta combinación en una mujer puede ocasionar que una montaña —una montaña masculina— explote desde su sólida base, mientras que la bondad, la justicia y el sentido común la asientan sobre impertérritos cimientos de egoísmo.
La señora Cyrus era un Goliat de la necedad; la joven palidecía de la aprensión cuando ondulantes nubes negras se agolpaban al oeste en una calurosa tarde, y Cyrus y el capitán corrían en busca de cuatro vasos en los que calzaban las patas de la cama donde, agazapada entre las plumas, yacía la aterrada damisela helada y envuelta en sudor.
Cada noche el capitán atornillaba todas las ventanas de la planta baja, y a la mañana siguiente Cyrus arrancaba todos esos mismos tornillos. Cyrus sentía debilidad por los caballos, pero Gussie había llorado de tal modo cuando en una ocasión había adquirido un trotón, que se había resignado mucho tiempo atrás a una bestia amigable de veintisiete años que no podía caminar mucho más allá de un simple paseo, pues padecía arpeo australiano[7] en ambos cuartos traseros.
Pero no debemos ser demasiado severos con la señora Cyrus. En primer lugar, no había nacido en Old Chester. Y, sumado a eso, ¡solo hay que pararse a pensar en su nombre! El efecto de un nombre sobre el carácter de una persona no se considera en su justa medida. Si alguien se llama Gussie durante treinta años, es casi imposible no convertirse en una gussie[8] al cabo de un tiempo. La señora Cyrus no podía ser Augusta; pocas mujeres podrían serlo. Pero resultaba fácil ser una gussie —irresponsable, tonta y egoísta—. Tenía una risa plana y ambigua, comía gran cantidad de dulces, y temía… Es imposible catalogar los temores de la señora Cyrus; eran tan numerosos como la arena del mar, y aquellos dos hombres eran gobernados por ellos.
Solo cuando los secretos de todos los corazones sean revelados, podrá comprenderse por qué un hombre ama a una mujer necia; sin embargo, el motivo por el que la obedece resulta suficientemente obvio: el miedo es el poder más absoluto del mundo. Gussie temía las tormentas de truenos y muchas otras cosas más… ¡Pero el capitán y Cyrus tenían miedo de Gussie! Un atisbo de lágrimas en sus ojos claros, y su esposo suspiraba con ansiedad al tiempo que el capitán Price deslizaba su pipa en el bolsillo y salía a hurtadillas del cuarto.
Sin duda Cyrus habría tenido mucho gusto en seguirle en numerosas ocasiones, pero el anciano caballero le fulminaba con la mirada cuando su hijo expresaba el deseo de acompañarle.
—¿Quieres venir a fumar conmigo? ¡Tu abuela era una Murray! Eres un soldado; un primer oficial. Tienes que mantener tu puesto en el puente durante la tormenta. Yo estoy en mi camarote de proa. ¡Atiende tus asuntos!