Si Mary North hubiera estado en casa, le habría vislumbrado con el atormentado coraje de la cautela y una buena conciencia. Pero había huido de su hogar, y caminaba a lo largo de River Road para estar sola y recuperar la compostura.

El capitán, no obstante, no buscaba a la señorita North. Abrió la puerta principal y, avanzando hasta el pie de la escalera, llamó:

—¡Eh, señora North!

La señora North llegó trotando para responder a la llamada.

—¡Vaya, Alfred! —exclamó mirando por encima de la barandilla—. ¿Cuándo ha entrado? No escuché el timbre. Enseguida bajo.

—No llamé, entré —repuso el capitán. Y la señora North descendió la escalera, tal vez rígidamente, pero como la anciana más hermosa que se haya visto jamás. Sus rizos canosos rozaban sutilmente sus mejillas ligeramente rosadas, y la cofia de encaje se adornaba con un lazo rosado. No obstante, parecía ansiosa e incómoda.

«Oh», se decía interiormente, «¡espero que Mary esté fuera!».

—¿Y bien, Alfred? —preguntó, pero su voz sonó asustada.

El capitán fue a su encuentro en la sala con paso firme y le indicó un asiento.

—Señora North —dijo con la cara enrojecida y la mirada dura—, algunas asnas han estado metiendo las narices en nuestros asuntos; y…

—Oh, Alfred, ¿verdad que eso está muy mal por su parte? —preguntó la señora North.

—¡Condenadas! —dijo el capitán.

—¡Me enoja! —exclamó la señora North. Luego su espíritu vaciló—. Mary es tan tonta. Dijo que… que me llevaría lejos de Old Chester. En un principio me reí… era tan absurdo. Pero cuando dijo eso… ¡Oh, vaya!

—Bueno, pero, estimada señora mía, dígale que no se irá. ¿No es usted la que manda?

—No, no lo soy —dijo ella con tristeza—. Mary me trajo aquí y me llevará lejos si cree que es lo mejor. Lo mejor para , ya sabe. Mary es una buena hija, Alfred; no quiero que piense que no lo es. Pero es tonta. Las solteras son muy propensas a ser tontas.

El capitán pensó en Gussie y suspiró.

—En fin —dijo, con la franqueza sencilla del hombre de mar—, supongo que no hay mucha diferencia entre ellas, casadas o no.

—Es la intromisión lo que me indigna —indicó la señora North apasionadamente.

—¡Maldita sea la tripulación completa! —dijo el capitán. Y la anciana se echó a reír con deleite.

—¡Gracias, Alfred!

—Mi nuera está llorando a mares —suspiró el capitán.

—No es usted juicioso, Alfred. Déjela llorar. ¡Le será beneficioso!

—¡Oh, no! —repuso el capitán sorprendido.

—Es usted el esclavo perfecto para ella —exclamó la señora North.

—No más de lo que usted lo es para su hija —se defendió el capitán Price. Y la señora North lanzó un suspiro.

—Somos unos auténticos necios por escucharles, Alfred. Como si no supiéramos lo que es mejor para nosotros.

—Los demás se han entrometido en exceso en nuestras vidas, tanto en un principio como a la postre —repuso el capitán, con gravedad.

El color tenue de las mejillas de la señora North se intensificó repentinamente.

—Así es —dijo ella.

El capitán negó con la cabeza de un modo desalentador. Sacó su pipa del bolsillo y la miró distraídamente.

—Supongo que puedo quedarme en casa y esperar a que lo acepten.

—¿Quedarse en casa? Vaya, mejor sería para usted…

—¿El qué? —exclamó el capitán.

—¡Pues venir más a menudo! —exclamó la anciana—. Permita que lo acepten acostumbrándose a ello.

El capitán Price parecía dudoso.

—Pero, ¿qué hay de su hija?

La señora North se amedrentó.

—Me olvidé de Mary —admitió.

—No la molesto visitándola, ¿verdad? —preguntó el capitán con ansiedad.

—Pero bueno, Alfred, si me encanta verle… ¡Ojalá nuestros hijos nos dejasen sencillamente en paz!

—Primero fueron nuestros padres —repuso el capitán Price, y frunció el ceño con fuerza—. Según todos los demás, primero éramos demasiado jóvenes para comportamos con sensatez, y ahora somos demasiado viejos.

Sacó su vieja y usada faltriquera, tupió de tabaco su pipa y encendió un fósforo raspando bajo la repisa de la chimenea. Suspiró con profundo desánimo.

La señora North suspiró también. Ninguno de ellos habló durante un instante. Luego la viejecita exhaló un breve gemido y lanzó una mirada sobre el capitán; abrió los labios, los cerró con un chasquido, y miró fijamente la puntera de su zapatilla. El color inundó sus suaves cabellos blancos.

El capitán, clavando su mirada con desesperación, parpadeó repentinamente. Luego, su honesta cara enrojecida se ensanchó lentamente, resplandeciendo de asombro y satisfacción.

Señora North…

—¡Capitán Price! —respondió ella sin aliento.

—Puesto que nuestros afectuosos hijos lo han sugerido…

—Sugerido, ¿qué?

—¡Démosles verdaderos motivos para llorar!

—¡Alfred!

—Escuche. Somos dos viejos tontos. Eso es lo que piensan de nosotros, en cualquier caso. Vamos a ponernos a la altura de sus pensamientos. Conseguiré una casa para Cyrus y Gussie… y su hija puede vivir con ellos si lo desea.

El resentimiento del capitán se mostró en ese instante.

—Podría vivir aquí… —murmuró la señora North.

—¿Qué le parece?

La anciana se echó a reír emocionada y negó con la cabeza. Las lágrimas asomaron a sus ojos.

—¿Quiere dejar Old Chester? —inquirió el capitán.

—Sabe que no —dijo ella suspirando.

—Ella la llevaría lejos mañana mismo si supiera que he… —amenazó—… que tengo la intención de…

—No lo sabrá.

—Bien; debemos casarnos mañana.

—¡Oh, Alfred!, no creo que el doctor Lavendar se preste…

—No trataré con Lavendar —dijo el capitán con repentina rigidez—. Es como todos los demás. Obtendré una licencia en Upper Chester, y acudiremos a algún párroco de allí.

Los ojos de la señora North centellearon.

—¡Oh, no, no! —protestó.

Pero al momento siguiente estuvieron de acuerdo.

—Cyrus y Gussie pueden vivir por su cuenta —dijo el capitán alegremente—, y yo me ocuparé de limpiar esa bodega. Gussie ha mantenido las compuertas cerradas desde su matrimonio con Cyrus.

—¡Y yo haré un pastel! Y me encargaré de la ropa; lo cierto es que va terriblemente desharrapado.

Le giró hacia la luz y le sacudió las cenizas. El capitán sonrió.

—¡Pobre Alfred! ¡Se le ha caído un botón! Esa nuera suya sabe de coser lo mismo que un gato… ¡Y eso que ella ciertamente es una gata! Pero me encanta remendar. Mary me ha ahorrado todos estos trabajos hasta ahora. Es una hija tan buena… pobre Mary. Pero está soltera, pobrecita.