A finales de abril Old Chester ya sonreía. ¿Acaso podía evitarse? Gussie se preocupó de tal modo que no perdía la ocasión de señalar diversas alternativas; y, tras las primeras exclamaciones de incredulidad, se pudo escuchar un eco apenas perceptible de las risitas nerviosas de hacía cuarenta y ocho años. Mary North fue consciente de ello y su corazón ardió en su interior.

«Esto tiene que parar», se dijo apasionadamente. «Debo hablar con su hijo».

Pero su garganta se secaba al considerar ese paso. Parecía como si hablar con un hombre sobre aquel asunto fuese a matarla, aun cuando se tratase de un hombrecillo como Cyrus. Pero, ¡pobrecita y apocada tigresa!… Por salvar a su madre, ¿qué no haría ella? Presa del dolor y el miedo le confesó a la señora North que si aquel anciano continuaba incomodándola, y de un modo tan perceptible, ¡abandonarían Old Chester!

La señora North centelleó de diversión cuando Mary, con su voz tensa y temblorosa, comenzó la frase; pero su mandíbula se abatió tras escuchar aquellas últimas palabras. ¡Su hija era muy capaz de llevársela avisándola con un solo día de antelación! La viejecita tembló con angustiosa certeza… pero el capitán Price continuó visitándola.

Y así fue como sucedió que aquella devota hija, tras días de exasperación y noches angustiosas, alcanzó un punto de tensa determinación. Iría a ver al hijo de aquel hombre y le diría… Esa tarde, mientras estaba de pie atándose los lazos del bonete frente al espejo batiente de su tocador, trató de pensar qué le diría. Esperaba que Dios le dispensase palabras… educadas y amables.

«Porque debo ser amable», se recordó desesperadamente.

Cuando comenzó a cruzar la calle, su chal de cachemir se deslizó de su hombro, de modo que el extremo del mismo se arrastró por el pavimento. Su guante se descosió por la parte posterior, y el bonete le cayó de soslayo; pero el tupido velo de Chantilly ocultó el temblor de su barbilla.

Gussie la recibió con gran efusión, y Mary, esforzándose por resultar amable, sonrió apenadamente y dijo:

—No vengo a verla a usted; vengo a ver a su esposo.

Gussie sacudió la cabeza, pero se apresuró a llamar a Cyrus, que venía arrastrando los pies por el pasillo que conducía a la «guarida». La sala estaba a oscuras, pues aunque era un día soleado de mayo, radiante y con una suave brisa, Gussie mantenía las contraventanas cerradas; no obstante, Cyrus pudo atisbar de igual modo la intensa palidez de su visitante.

Hubo un instante de silencio, roto tan solo por el distante sonido de una armónica.

—Señor Price —dijo Mary North, con pálidos labios audaces—, debe detener a su padre.

Cyrus abrió su frágil boca para pedir una explicación, pero Gussie intervino rápidamente.

—Tiene usted toda la razón, señora. Cyrus está igualmente preocupado por ese tema —claro está, sabemos a qué se refiere—. ¡Y Cyrus opina que debe ser controlado de inmediato con el fin de salvar al anciano caballero!

—Debe detenerle —dijo Mary North— por el bien de mi madre.

—Bueno… —comenzó Cyrus.

—¿Ha advertido a su madre? —inquirió Gussie.

—Sí —respondió la señorita North escuetamente.

Hablar de su madre con aquella mujer le hacía estremecerse, pero debía hacerlo.

—¿Hablará usted con su padre, señor Price?

—Pues bien, yo…

—¡Por supuesto que lo hará! —interrumpió Gussie—. Cyrus, ahora está en su «guarida».

—Bueno, mañana yo… —Cyrus se levantó y caminó furtivamente hacia la puerta—. De todos modos, no creo que él esté pensando en nada semejante.

—Señorita North —dijo Gussie levantándose—, yo lo haré.

—¿Cómo? ¿Ahora? —vaciló Mary North.

—Ahora —respondió la señora Cyrus con firmeza.

—¡Oh! —exclamó la señorita North—. Yo… creo que me iré a casa. Los hombres, cuando se enojan, se expresan… muy severamente.

Gussie asintió. La alegría por la acción y el combate invadió repentinamente su pequeña alma. Nunca pareció menos vulgar que en aquel momento. Cyrus había desaparecido.

Mary North, pálida y temblorosa, salió corriendo. Una jadeante modulación de la armónica la siguió bajo el sol de mayo; luego, concluyó abruptamente… ¡La señora Price había comenzado!

Mary se detuvo en su propia puerta y escuchó, conteniendo el aliento por miedo a un estallido… Y así fue: sobrevino un clamor de carcajadas. Luego el silencio. La señorita North entró y permaneció inmóvil en la sala. Su chal, colgando de un brazo, se arrastraba a sus espaldas; su otro guante se había descosido, su sombrero se había caído hacia atrás y de lado sobre una oreja; el corazón le latía en la garganta. Era perfectamente consciente de que había hecho algo inaudito.

—Pero volvería a hacerlo —dijo en voz alta—. Haría cualquier cosa por protegerla. Espero haber sido educada.

Luego pensó en lo valiente que era la señora Cyrus.

—¡Es tan valiente como un león! —exclamó Mary.

No obstante, si hubiera sido capaz de permanecer en la puerta del capitán, habría sido testigo de la cobardía…

—Gussie, no llores. ¡Maldita charlatana, que viene de visita y te solivianta! ¡Ahora no, Gussie! Nunca pensé… Gussie, no llores.

—Me he preocupado casi hasta morir. Lo… ¡lo prometo!

—Oh, tu abuela era una Mur… Gussie, querida, ahora no.

—El doctor Lavendar dijo que siempre había sido muy sensato, y que no entendía cómo podía pensar una cosa tan atroz.

—¿Qué? ¿Lavendar? Le agradeceré a Lavendar que preste atención a sus propios asuntos.

El capitán Price se olvidó de Gussie por un instante y habló ardientemente.

—Maldita sea esta gente tan entrometida… ¡Oh, vamos, Gussie, no llores!

—Me preocupo tan terriblemente —dijo la señora Cyrus—. Todo el mundo murmura sobre usted. El doctor Lavendar está tan… tan enojado al respecto; y ahora la hija ha arremetido contra mí, como si el problema fuera culpa mía. Ciertamente es muy extraña, pero…

—¿Extraña? ¡Es completamente absurda! ¿Por qué le prestas atención? Gussie, nunca he pensado en nada semejante… ni tampoco la señora North.

—¡Oh, sí!, su hija dijo que había tenido que hablar con ella.

El capitán Price, perplejo, olvidó su temor y exclamó:

—Sois como una jauría de tontos; la cuadrilla entera. ¡Maldita sea…!

—¡Oh, no blasfeme! —dijo Gussie débilmente mientras comenzaba a tambalearse, de modo que todo el terror del capitán regresó.

«¿Y si se desmaya?».

—¡Cyrus, aquí! Ven a popa, ¿quieres? Gussie se ha puesto lívida hasta las cejas… ¡Cyrus!

Cyrus llegó corriendo, y entre los dos llevaron a Gussie ya desvanecida a su cuarto. Más tarde, cuando Cyrus bajó las escaleras de puntillas, se encontró con el capitán ante la puerta de su «guarida». El anciano gesticulaba misteriosamente.

—Cy, muchacho, ven aquí.

Se palpó el bolsillo buscando la llave que daba acceso a su refugio.

—Cyrus, te diré lo que ha sucedido. ¡Esa charlatana de enfrente entró y le contó a la pobre Gussie algún cuento chino sobre su madre y sobre mí…!

El capitán se echó a reír entre dientes y recogió su armónica.

—… y con ello le dio un susto de muerte a Gussie.

Luego, con una fiera severidad repentina, exclamó:

—Esas personas que meten sus narices en los asuntos de los demás deberían ser apaleadas. Pues bien, voy a ver a la señora North.

Y se fue con paso firme, dejando a Cyrus siguiéndole con la mirada, perplejo.