Pasaron cuarenta y ocho años antes de que Letty y Alfred se vieran de nuevo; o, al menos, antes de que las personas que se hacían llamar por aquellos antiguos nombres se reencontraran nuevamente. ¿Eran aquellos Letty y Alfred? ¿Él, aquel anciano amable, rubicundo y amedrentado, de cabellos desgreñados e hirsutos, y ella, aquella anciana bajita de ojos brillantes, llamada señora North, que se dejaba guiar por una hija devota?

Ciertamente, aquellas dos personas no guardaban parecido alguno con los jovencitos arrancados el uno de los brazos del otro en aquella fría noche de diciembre. Alfred solía ser pausado y dulce; el capitán Price —excepto cuando su nuera levantaba el dedo— era un agradable y viejo león rugiente. Letty solía ser una criatura alegre, animosa, no tan retraída como quizás cabría esperar en una muchacha, y ciertamente terca; la señora North vivía completamente dominada por su hija Mary. No obstante, aquella dominación no significaba en absoluto «desdicha». Mary North solo deseaba el bienestar de su madre, y con ese único propósito vivía intensamente su vida. Desde la mañana a la noche y, ciertamente, de nuevo hasta la mañana siguiente —pues se levantaba a menudo de su cama para comprobar que no entraban corrientes de aire por la abertura de la ventana—, las veinticuatro horas del día estaba de guardia.

Cuando esta excelente hija apareció en Old Chester para alquilar una casa, y así llevar a su madre de regreso al pueblo que había sido el hogar de su infancia para que acabase en él sus días, la localidad mostró un acogedor interés. Cuando se decidió por una casa en Main Street —justo enfrente de la vivienda del capitán Price— comenzó a rememorarse el romance de aquella fuga frustrada.

«¿Supone usted que la hija conoce la antigua historia del viejo Alfred Price y su madre?», se decía en Old Chester, y se observaba de reojo a la señorita North con cortés curiosidad. No obstante, aquella expectación no respondía enteramente al interés por el pasado romántico de su madre, sino a sus propias costumbres y su forma de vestir. La señorita North trataba de seguir la moda con una exactitud dolorosa, pero tal parecía como si las prendas le hubieran sido arrojadas al cuerpo y algunas de ellas se le hubieran adherido sin remedio.

En cuanto a sus modales, Old Chester estaba dividido. La señora de David Baily afirmaba, con delicado disgusto, que eran pésimos. Por el contrario, la señora Barkley argumentaba que el problema radicaba precisamente en que carecía por completo de los mismos. Y, en cuanto al doctor Lavendar, se aferraba a la idea de que la dama no era más que tímida. Pero, como decía la señora Drayton, eso era muy propio del doctor Lavendar, ¡siempre excusando las faltas! Y la señora Drayton añadía que «tal forma de proceder resulta muy extraña para un pastor. En lo que a mí concierne, no puedo entender la mala educación en una mujer cristiana. Pero no debemos juzgar», finalizaba la señora Drayton con lo que Willy King denominaba su «mirada divina».

Sin deseo alguno de «juzgar», puede decirse que, en materia de modales, la señorita Mary North —palpablemente ansiosa por resultar cortés— siempre decía la verdad. Y, como todo el mundo sabe, la verdad y los modales agradables están a menudo divorciados en el terreno de la incompatibilidad. La señorita North decía cosas que otras personas solo se atrevían a pensar. Cuando la señora de Willy King comentó que, aunque no pretendía ser una excelente ama de casa, desempolvaba el revés de los cuadros cada día y medio, la señorita North, con la barbilla temblando de timidez, señaló con una sonrisa sofocada:

—Ese no es un buen mantenimiento de la casa; es un insensato desperdicio del tiempo.

Y, cuando la esposa de Neddy Dilworth confesó coquetamente que resultaba poco probable que nadie vaticinase que era un año o dos mayor que su marido, Mary North exclamó con absoluto asombro:

—¿Tan solo eso? ¡Pues parece usted doce años más vieja!

Cierto es que tal sinceridad estaba lejos de resultar gentil… aunque los ciudadanos de Old Chester no estaban tan disgustados como ustedes podrían esperar.

Mientras la señorita North, timorata y sincera —y decidida a ser educada—, se hallaba poniendo en orden la casa antes de la llegada de su madre, fue invitada a tomar el té por sus nuevas vecinas de Old Chester, quienes le hicieron numerosas preguntas sobre Letty y el difunto señor North. Pero nadie le preguntó si sabía que su vecino de enfrente, el capitán Price, podría haber sido su padre… o al menos aquella era la forma en la que las muchachas de la señorita Ellen lo expresábamos.

El propio capitán Price no ilustró a la hija que no había tenido, sino que caminó hasta la acera de enfrente y, retirándose el gran sombrero de fieltro desharrapado, rugió al pie de la escalera:

—¡Buenos días! ¿Hay algo que pueda hacer por usted?

La señorita North, que se hallaba en el interior de la casa colgando las cortinas de la ventana y con la boca llena de tachuelas, negó con la cabeza. Después se deshizo de dichas tachuelas y alcanzó la puerta principal.

—¿Fuma usted, señor?

El capitán Price se quitó la pipa de la boca y la miró.

—¡Vaya! Creo que en ocasiones lo hago —dijo él.

—Se lo preguntaba —dijo la señorita North, sonriendo trémula y cruzando sus manos fuertemente— porque, si así fuera, le pediría que desistiera de hacerlo cuando pasara frente a nuestras ventanas.

La perplejidad del capitán Price fue tal que, durante un instante, no supo qué decir. Entonces inquirió dócilmente:

—¿Su madre desaprueba el humo del tabaco, madam?

—Es perjudicial para la garganta de todas las damas —explicó la señorita North, con voz temblorosa pero decidida.

—¿Se parece usted a su madre, madam? —dijo el capitán Price, pausadamente.

—¡Oh, no!, mi madre es hermosa. Tengo sus ojos, pero eso es todo.

—No me refería a la apariencia —dijo el anciano—. Ustedes no se asemejan en lo más mínimo; ¡nada en absoluto! Me refería a sus puntos de vista.

—¿Sus puntos de vista? No creo que mi madre tenga ninguna opinión en particular —respondió la señorita North vacilante—. Yo le ahorro todo pensamiento —concluyó, y su delgado rostro floreció repentinamente amoroso.

Old Chester se estremeció con el informe del capitán sobre su visita. Y la señora Cyrus le indicó a su esposo que tan solo anhelaba que aquella señora terminara con el vicio de fumar de su padre.

—Solo basta con mirar la ceniza —dijo Gussie—. Pongo platitos por todas partes con el fin de recogerla, pero él la sacude dondequiera que sea… ¡directamente sobre la alfombra! Y si se le dice cualquier cosa, responde: «¡Oh, así mantendrán a distancia a las polillas!». Me aflijo de este modo por temor a que incendie la casa.

La señora Cyrus se sintió tan conmovida ante la labor predicadora de la señorita North que, a la mañana siguiente, cruzó al otro lado de la calle para realizarle una visita.

—Espero no interrumpirla —comenzó—, pero pensé que…

—Lo ha hecho, en efecto —repuso la señorita North—, pero no tiene importancia. Quédese, si así lo desea.

Y trató de sonreír, pero clavó la mirada en el plumero que había depositado en el suelo tras la entrada de la señora Cyrus.

Gussie vaciló sobre si debía o no darle importancia al agravio, pero decidió finalmente no hacerlo… no al menos hasta que pudiera hacerle la observación que bullía en su estrecha mente.

—Resulta extraño —dijo finalmente— que la señora North quiera regresar, no solo a Old Chester, ¡sino justo al otro lado de la calle de la residencia del capitán Price!

—¿Por qué? —inquirió Mary North escuetamente.

¿Por qué? —respondió la señora Cyrus con una excitación apenas perceptible—. ¡Dios misericordioso! ¿Será posible que no conozca usted la relación entre su madre y mi suegro?

—¿Su suegro?… ¿Mi madre?

—Bueno… usted ya sabe —dijo la señora Cyrus con su sutil risotada—, su madre de joven era una pequeña romántica. Sin duda lo habrá superado con el tiempo, pero ¡intentó fugarse con mi suegro!

—¿Qué?

—Oh, lo pasado debería quedar en el pasado —indicó la señora Cyrus con dulzura—. Perdonar y olvidar, usted ya me entiende. No me cabe duda alguna de que ahora se conduce… a la perfección, con impecable decoro. Si hay algo que pueda hacer por usted, señora, enviaré a mi esposo.

Y luego salió pereceando, dejando a la pobre Mary North muda de indignación.

Pero aquella tarde, durante la hora del té, Gussie indicó que las damas resueltas eran muy poco femeninas.

—Y dicen que ella es muy resuelta —añadió lánguidamente.

—¡Una dama! —dijo el capitán—. Es un soldado con enaguas.

Gussie rio nerviosamente.

—Es tan plana como una tabla —declaró el capitán—. Si no hubiera sido por su rostro, no habría sabido si venía de proa o de popa.

—Creo que esa mujer tiene algún motivo para traer a su madre de regreso aquí —dijo la señora Cyrus—. ¡Y justamente al otro lado de la calle!

—¿Qué motivo? —preguntó Cyrus con cierta curiosidad.

Pero Augusta esperó a quedarse en la intimidad conyugal para aclarar sus palabras.

—Cyrus, me preocupa este tema, porque albergo la certeza de que esa mujer piensa que puede atrapar a tu padre de nuevo. ¡Oh, escucha esa armónica escaleras abajo! ¡Me hace rechinar los dientes!

Entonces Cyrus, el primer oficial callado y servil, estalló:

—¡Gussie, eres una tonta!

Y Augusta lloró toda la noche, dejándose ver en la mesa del desayuno con la cara larga y los ojos hundidos; su suegro juzgó aconsejable esparcir las cenizas de su cigarro detrás de las caballerizas.