El día que la señora North llegó a Old Chester, la señora Cyrus dominó la situación. Vio a la hija salir de la diligencia y apresurarse hacia la casa, con el fin de tomar una silla con la que su madre pudiera descender con más facilidad. También observó cómo una anciana de cabello cano aprovechaba la ocasión para saltar con destreza, y sin demasiada ayuda, desde el balanceante estribo.
—¿Qué hace, madre? —protestó Mary North, con la silla en la mano y sin aliento—; ¡podría haberse roto una pierna! Vamos, tome mi brazo.
Dócilmente, después de su breve momento de libertad, la pequeña señora puso su mano sobre aquel flaco brazo y, tras subir el sendero, se adentró en la casa donde, ¡oh, qué desgracia!, Augusta Price las perdió de vista.
No obstante, ni siquiera ella, con toda su desaprobación hacia las damas resueltas, pudo dejar de admirar la ternura de aquel soldado con enaguas.
La señorita North dispuso a su madre en un gran sillón y se apresuró a servirle un plato de cuajada.
—No tengo hambre —protestó la señora North.
—Eso no tiene importancia. Le hará bien.
La viejecita comió la cuajada con un suspiro, mirando a su alrededor con ojos curiosos.
—¡Vaya, nos hemos instalado justo enfrente de la vieja casa de los Price! —preguntó.
—¿Los conocía, madre? —preguntó la señorita North.
—Dios mío, sí —exclamó la señora North, parpadeando—. Vaya, me había olvidado por completo, pero el primogénito… ¿Cuál era su nombre? Al… y algo más. Alfred… Albert… No, Alfred… fue pretendiente mío.
—¡Madre! No creo que resulte refinado utilizar esa palabra.
—Pues bien, quiso que me fugara con él —dijo la señora North alegremente—. Si eso no puede considerarse un pretendiente, no sé qué puede serlo. No he vuelto a pensar en ello durante años.
—Si ha terminado su cuajada debería acostarse —dijo la señorita North.
—Oh, solo voy a echar una ojeada alrededor…
—No; está usted muy cansada. Debe acostarse.
—¿Quién es ese caballero anciano y corpulento que acaba de entrar en la casa de los Price? —dijo la señora North, deteniéndose junto a la ventana.
—Oh, ese es su Alfred Price —contestó su hija. Y añadió que esperaba que su madre estuviera satisfecha con la casa—. Hemos vivido de alquiler con derecho a comida durante tanto tiempo que creo que disfrutará de una casa propia.
—¡Por supuesto que lo haré! —exclamó la señora North, con sus ojos estallando de deleite—. ¡Mary, lavaré los platos del desayuno, como mi madre solía hacer!
—Oh, no —protestó Mary North—. Resultaría agotador. ¡Tengo intención de ahorrarle toda preocupación!
—Pero —imploró la señora North—, tú tienes mucho que hacer. Y…
—No se preocupe por mí —replicó su hija con seriedad—. Usted es mi principal ocupación.
—Lo sé, querida mía —admitió la señora North dócilmente.
Y cuando los vecinos de Old Chester acudieron a visitarla, una de las primeras cosas que dijo fue que Mary era una hija extraordinaria.
La señorita North, con su ansioso rostro enrojecido de determinación, confirmaba dicha aseveración interrumpiendo continuamente la conversación para llevar un taburete, cerrar una ventana o colocar un chal sobre las rodillas de su madre.
—Mi madre siente molestias en las piernas explicaba a las visitas.
Hasta tal punto era cautelosa que Mary North no permitía a su madre levantarse. Y luego añadía, sin aliento y con sonrisa trémula, que deseaba que no la hicieran hablar demasiado.
—Conversar la agota —explicaba.
Afirmación a la que aquella pequeña y bonita anciana replicaba abriendo y cerrando sus manos, al tiempo que aseveraba que no estaba en absoluto cansada. No obstante, las visitas finalmente se marchaban. Y, cuando la puerta se cerraba tras ellas, la señora North se quedaba al borde del llanto.
—¡De veras, Mary…! —comenzaba.
—¡Madre, me da igual! No me gusta ser tan franca, aunque cierto es que siempre trato de hablar educadamente. Pero es la verdad, y para salvarla diría siempre la verdad sin importar cuan doloroso resultase hacerlo.
—Pero disfruto relacionándome con otras personas, y…
—No es bueno para usted cansarse —dijo Mary, con su delgado rostro todavía estremeciéndose a causa del esfuerzo que había realizado—. Y ellos no la agotarán mientras yo esté aquí para protegerla.
Y su protección nunca flaqueaba.
Cuando el capitán Price las visitó, le pidió encarecidamente que conversara en voz baja, pues el ruido no era bueno para su madre.
—Ha estado aquí un buen rato antes de que yo entrase —se defendió después ante la señora North—, y estoy segura de que le he hablado cortésmente.
A decir verdad, el día que el capitán visitó la casa, la señorita North se encontraba ausente. Su madre le había visto caminar afanosamente calle arriba y, apresurándose hacia la puerta, gritó alegremente con su pequeña y anciana voz aguda:
—Alfred… ¡Alfred Price!
El capitán se volvió y la miró. No hubo más que un instante de pausa. Tal vez en ese intervalo él trató de olvidar los años pasados y creer que era Letty quien le hablaba… aquella Letty a quien había visto por última vez en aquella noche invernal, pálida y llorosa, enfundada en una fina pelliza verde ribeteada en piel. Si tal fue el caso, se dio por vencido; aquella regordeta y canosa anciana de ojos brillantes, ataviada con un voluminoso vestido negro de seda bisbiseante, no era Letty. Era la señora North.
El capitán cruzó la calle agitando su periódico y diciendo:
—De modo que ha echado anclas en el viejo puerto, ¿verdad, señora?
—Mi hija no está en casa, pase adentro —dijo ella sonriendo y asintiendo con la cabeza.
El capitán Price vaciló; después guardó su pipa en el bolsillo y la siguió hacia el interior de la sala.
—Siéntese —exclamó ella, alegremente—. ¡Y bien, Alfred!
—¡Y bien… señora North! —dijo él.
Ambos se echaron a reír y ella comenzó a hacerle preguntas: ¿quién había muerto? ¿Quién se había casado con fulana y mengano?
—Ya no quedan muchos de los nuestros —dijo ella—. Las dos hermanas Ferris, Theophilus Morrison y Johnny Gordon… este último me hizo una visita ayer. Y Matty Dilworth; pero ella es… oh, diez años más joven que yo. Se casó con el mayor de los Barkley, ¿verdad? Oí decir que aquello no resultó bien. Usted se casó con su hermana, ¿no es cierto? ¿La mayor o la segunda?
—La segunda… Jane. Sí, pobre Jane. La perdí en el 45.
—¿Tiene hijos? —preguntó ella, con compasión.
—Tengo un hijo —repuso—, pero está casado.
—Mi hija nunca se ha casado. Es una buena hija… —la señora North se detuvo con una risa nerviosa—. Y, por cierto, ¡aquí llega!
Mary North, que había aparecido repentinamente en la entrada, olfateó el ambiente inquisitivamente y la mano del capitán palpó su bolsillo culpable. Pero la señorita North solo inquirió:
—¿Cómo está usted, señor? Vamos, madre, no hable demasiado o se cansará.
Se detuvo y trató de sonreír, pero una dolorosa palidez invadió su rostro.
—Y… por favor, capitán Price —continuó—, ¿hará usted el favor de hablar en un tono suave? Las personas grandes y ruidosas agotan el oxígeno del aire y…
—¡Mary! —exclamó la pobre señora North.
Pero el capitán, tomando con firmeza su viejo sombrero de fieltro, comenzó a levantarse del sofá, esparciendo cenizas por todas partes a medida que se incorporaba. Mary North apretó los labios.
—Siempre le digo a mi nuera que así se mantienen las polillas a distancia —dijo el anciano caballero tímidamente.
—Yo uso alcanfor —dijo la señorita North—. Flora tendrá que traer un recogedor de polvo.
—¿Flora? —interrogó Alfred Price—. ¿De qué me suena ese nombre?
—Era nuestra vieja cocinera —explicó la señora North—. Esta Flora es su hija. ¿No volvió a ver a su madre?
—Sí, lo hice —repuso el anciano, pausadamente—. Sí, recuerdo a Flora. Pues bien, adiós… señora North.
—Adiós, Alfred, venga a visitarme de nuevo —dijo ella alegremente.
—Madre, aquí tiene su caldo de carne[9] —dijo una voz concisa.
Alfred Price huyó. Encontró a su hijo cuando entraba en casa y le espetó una confidencia.
—Cy, hijo mío, ven a popa y únete al velamen principal. ¡Cyrus, qué mujer! Me mandó más alto que el cometa Gilroy.[10] Y su madre es la mujer más dulce que jamás se haya visto.
Arrastró a su hijo hasta un cuartucho pequeño, muy humilde y lúgubre, al final del vestíbulo. Su mugriento desorden era comparable a los ropajes del viejo capitán, pero era el único lugar de refugio en su propia casa. Allí podía esparcir las cenizas de su tabaco sin temor a ser reprendido, y tocaba la armónica sin ver a Gussie sobresaltarse ni contener el aliento. La señora Cyrus rara vez entraba en su «guarida».
—Temo tanto el desorden que no entraré —solía decir de manera resignada.
Y el capitán aceptaba la decisión con su propia sumisión.
—El navío de tu trasero no puede navegar en estas aguas —convenía seriamente.
Y, ciertamente, el cuarto estaba tan repleto de sus pertenencias que los voluminosos miriñaques de las faldas de su nuera no podían moverse a sus anchas.
—Tiene tanta basura… —se lamentaba Gussie.
Pero se trataba de una basura muy preciada para el anciano. Su cofre estaba ubicado detrás de la puerta; un pez globo, repleto y barnizado, colgaba del techo; dos grabados coloreados de la «Barca Letty M., 800 toneladas» decoraban las paredes; el sextante, pulido a diario por sus manos grandes y torpes, colgaba sobre la repisa de la chimenea en la que había numerosos tesoros polvorientos; la caoba hablaba de un timón viejo; el diente de una ballena; dos luchadores chinos de marfil; un abanico de coral blanco; una caracola marina —con su hermoso reborde rojo que servía de sujeción a un puñado de cigarros sueltos—. En el seno de la chimenea había una pequeña puerta, y el capitán, tirando de su hijo hacia el cuarto tras la visita a la señora North, buscó a tientas la llave en su bolsillo.
—¡Por aquí! —dijo, del mismo modo que el gobernador de Carolina del Norte le dijo al gobernador de Carolina del Sur—. Cyrus, ¡le sirvió caldo de carne!
Pero Cyrus aún iba a recibir más información referida a su vecina de enfrente.
—Ella lo llamó. ¡La escuché con mis propios oídos! Dijo: «¡Alfred, entra!». Cyrus, esa mujer tiene planes; ¡oh, esto me tiene muy preocupada! Debemos protegerle. Es muy anciano, y, por consiguiente, estúpido. Lo comprobarás de inmediato.
—Gussie, no me gusta que hables así de mi padre… —comenzó Cyrus.
—Menos te gustará de aquí en adelante. Irá a verla mañana.
—¿Y por qué no debería ir a verla mañana? —preguntó Cyrus, y añadió un vulgar improperio que hizo llorar a Gussie.
Y, sin embargo, a pesar de lo que su esposa llamó «blasfemia», Cyrus comenzó a sentirse vagamente incómodo cada vez que veía a su padre guardar la pipa en el bolsillo y cruzar la calle. Y, a medida que el invierno alumbraba la primavera, el capitán aumentó la frecuencia de sus visitas.
Lo cierto es que también acudían a visitarla otras amistades de la generación de la señora North, quienes, a la larga, comenzaron a sonreírse unos a otros diciendo: «¡Vaya, Alfred y Letty son grandes amigos!»; pues, al vivir el capitán Price justo enfrente, de entre todos era el que más asiduamente la visitaba. Al menos, eso era lo que la señorita North se decía a sí misma con notorio sentido común, hasta que la señora Cyrus la puso en el camino correcto…
—¿Qué? —jadeó Mary North—. ¡Pero eso es imposible!
—Sería muy impropio considerando sus edades —dijo Gussie—. Pero me preocupa que así sea porque, como usted ya sabe, nada es imposible cuando las personas son estúpidas; y, naturalmente, a esas edades son muy propensas a serlo.
De este modo se plantó la semilla. Ciertamente él la visitaba muy a menudo. También es verdad que su madre parecía muy contenta de verle, y que entablaban largas conversaciones. Mary North se estremecía de recelo. Pero no fue hasta una semana más tarde que esta miserable sospecha creció lo suficiente como para expresarla en palabras. Fue después del té, y las dos mujeres se hallaban sentadas ante un pequeño fuego. Mary North había envuelto a su madre con un chal, le había puesto un banquito, y había empujado su sillón más cerca del fuego. Luego se retiró y abrió y cerró la puerta de la sala tres veces para regular el tiro. Finalmente se acomodó en la esquina del sofá, agotada pero alerta.
—Si necesita cualquier cosa, madre, dígamelo sin falta.
—Sí, querida.
—¿Cree que será mejor que le ponga otro chal sobre las piernas?
—¡Oh, no, por supuesto que no!
—Madre, ¿está segura de que no siente corriente de aire?
—No, Mary, y no me haría daño si así fuera.
—Solo estaba tratando de que se sintiera cómoda…
—Ya lo sé, querida. Eres una hija muy servicial. Mary, creo que sería bueno que hiciera un pastel. Nos visita tanta gente y…
—Lo haré mañana.
—Oh, lo elaboraré yo misma —protestó la señora North con impaciencia—. Lo cierto es que me complacería mucho…
—¡Madre! ¿Es que quiere agotarse en la cocina? En modo alguno. Flora y yo nos encargaremos de ello.
La señora North lanzó un suspiro.
Su hija suspiró también. Luego, repentinamente, exclamó:
—El viejo capitán Price viene por aquí muy a menudo.
La señora North asintió placenteramente.
—Esa nuera suya no le cuida como debe. Sus ropas están terriblemente desaliñadas. Hoy le faltaba un botón a su abrigo. Es una criatura estúpida.
—¿Estúpida? ¡Es una mujer muy poco femenina! —exclamó la señorita North, con tanto sentimiento que su madre la miró con leve asombro—. Y gruesa también —añadió Mary—. Creo que las señoras casadas tienden a ponerse gruesas; imagino que tal cosa ocurre a partir de la unión con sus esposos.
—¿Qué ha hecho? —preguntó la señora North muy interesada.
—Dio a entender que él… que usted…
—¿Y bien?
—Que venía aquí para… verla.
—Pues bien, ¿y a quién más podría venir a ver? ¡No a ti! —repuso su madre.
—Ella dio a entender que podría querer… casarse con usted.
—Vaya… ¡será posible! Sabía que era una criatura ridícula, ¡pero tanto…!
El rostro de Mary se suavizó con alivio.
—En efecto, es estúpida, pero…
—¡Pobre Alfred! ¿Qué ha hecho para merecer una nuera como esa? Mary, el Señor nos envía a nuestros hijos. ¡Pero Algún Otro nos envía a nuestra familia política!
—¡Madre! —exclamó Mary North horrorizada—. ¡Qué cosas dice! Pero lo cierto es que no debería venir tan a menudo. La gente empezará a darse cuenta… y luego hablarán. Preferiría… preferiría llevarla lejos de Old Chester antes que permitir que la incomodase.
—Mary, eres tan estúpida como su nuera —contestó la señora North con impaciencia.
Y, en cierto modo, el corazón de la pobre Mary North se abatió.
No era la única persona turbada en el pueblo aquella noche. La señora Cyrus tenía un fuerte dolor de cabeza, por lo que era menester que Cyrus la tomara de la mano y le asegurara que Willy King había dicho que un dolor de cabeza no significaba fiebre cerebral.
—Willy King no lo sabe todo. Si tuviera los dolores de cabeza que yo padezco, no estaría tan seguro. Siempre estoy preocupada por algo y creo que mi cabeza no puede soportarlo. ¡Y encima ahora tengo que preocuparme por tu padre!
—Mejor intenta dormirte, Gussie. Te pondré un poco de Kaliston[11] en la cabeza.
—¡Kaliston! El kaliston no me librará de las preocupaciones. ¡Oh, escucha esa armónica!
—Gussie, estoy seguro de que no está pensando en la señora North.
—Es la señora North la que piensa en él, lo cual es mucho más peligroso. Cyrus, debes pedirle al doctor Lavendar que interfiera.
Como aquel era, al menos, el veinteavo asalto al sentido común del pobre Cyrus, la ciudadela tembló.
—¿Acaso deseas que sufra una fiebre cerebral ante tus propios ojos, simplemente producto de mi preocupación? ¡Debes ir! —exigió Gussie.
—Bueno, tal vez, probablemente mañana…
—Esta noche… esta misma noche —replicó Augusta débilmente.
Y Cyrus se rindió.
—Mira debajo de la cama antes de marcharte —murmuró Gussie.
Cyrus así lo hizo.
—No hay nadie —dijo para reconfortarla. Y se marchó de puntillas de aquel cuarto en penumbra y perfumado.
Pero, cuando al cruzar el vestíbulo vio a su padre en su pequeña guarida fumando plácidamente y puliendo su sextante con manos amorosas, el corazón de Cyrus se lo reprochó.
—¿Cómo está su cabeza, Cy? —preguntó el capitán.
—¡Oh, mejor, imagino! —respondió Cyrus. «¡Que me cuelguen si hablo con el doctor Lavendar!».
—Eso es bueno —dijo el capitán, comenzando a levantarse de su silla—. ¿Vas a salir? Espera y te acompaño. Quiero hacerle una visita a la señora North.
Cyrus se puso rígido.
—La noche está muy fría, señor —protestó.
—¡Tu abuela era una Murray y llevaba un gorro de dormir negro! —dijo el capitán—. Te estás volviendo delicado con los años, Cy.
Se levantó, vistió su abrigo y salió pesadamente dando un cordial portazo tras él, por el cual más tarde Cyrus se llevó todo el mérito.
—¿A dónde vas?
—¡Oh!, calle abajo —dijo Cyrus, vagamente.
—¿Órdenes secretas? —preguntó el capitán, sin una pizca de curiosidad en su voz gruesa y amable.
Y Cyrus se sintió tan pequeño como realmente era.
Pero, cuando dejó al anciano en la puerta de la señora North, se sintió intranquilo de nuevo.
¡Tal vez Gussie tenía razón! Las mujeres son más agudas que los hombres en estos temas. Y su inquietud le llevó al estudio del doctor Lavendar, donde trató de aparentar tranquilidad dando unas palmaditas a Danny.
—¿Qué le ocurre, Cyrus? —preguntó el doctor Lavendar observándole por encima de sus gafas.
El doctor Lavendar, en lo más profundo de su viejo corazón travieso, siempre había anhelado llamar mediocre[12] a aquel joven. Pero, hasta ahora, se le había concedido la gracia de resistirse a la tentación.
—¿Qué ocurre? —insistió.
Y Cyrus, de algún modo, le contó sus problemas.
En un primer momento, el doctor Lavendar se rio ahogadamente. Más tarde frunció el ceño.
—¿Le ha incitado Gussie a esto, Cy… rus? —preguntó.
—Bueno, mi esposa es una mujer —comenzó Cyrus—, y las mujeres son más perspicaces en estos asuntos que los hombres; ella dijo que tal vez usted haría… haría…
—¿Qué?
El doctor Lavendar golpeteó tan fuerte la mesa con el cuenco de su pipa que Danny abrió un ojo.
—Haría, ¿qué?
—Bueno —Cyrus tartamudeó—, usted ya sabe, doctor Lavendar; como dice Gussie, no hay to…
—No es necesario que continúe —interrumpió secamente el doctor Lavender—. No es la primera vez que lo escucho. Gussie no habrá mencionado algo sobre la estupidez de la juventud, ¿verdad?…
Luego miró a Cyrus.
—… ¿O de la mediana edad? —continuó—. He visto tontas de mediana edad que podrían vencernos a mí y a muchos de mis macilentos camaradas.
—¡Oh!, pero la señora North sobrepasa con creces la mediana edad —replicó Cyrus con seriedad.
El doctor Lavendar negó con la cabeza.
—¡Bien, bien! —dijo—. Pensar que Alfred Price tuviera… ¡Y aún así es de los hombres más sensatos que conozco!
—Hasta ahora —enmendó Cyrus—. Pero Gussie pensó que sería mejor que usted le advirtiese. No nos gustaría que cometiera un error a estas alturas de su vida.
—Viene mucho más al caso que yo le advierta a usted para que no se equivoque —dijo el doctor Lavendar; y entonces golpeó de nuevo la mesa bruscamente—. El capitán no tiene tal idea… a menos que Gussie se la haya proporcionado. Cyrus, mi consejo es que regrese a casa y le diga a su esposa que no haga el ganso. Se lo diré yo, si así lo desea.
—¡Oh, no, no! —dijo Cyrus muy asustado—. Me temo que usted heriría sus sentimientos.
—Me temo que lo haría —replicó el doctor Lavendar con gravedad.
—Ella es tan sensible —trató de disculparla Cyrus—. No puede imaginarse lo sensible y asustadiza que es. No conozco a nadie tan temeroso. ¿Se imagina que me hace mirar debajo de la cama todas las noches por miedo a que haya alguien allí?
—Bueno, la próxima vez dígale que hay dos hombres y un perro. Eso le quitará a su padre de la cabeza.
Hay que reconocer que el doctor Lavendar no estaba de humor; una triste falta en alguien de su edad, como decía a menudo la señora Drayton. Pero su irritabilidad era tan marcada que Cyrus finalmente se escabulló sin ser reconfortado y sintiéndose temeroso de la mirada de Gussie, aun cuando esta se hallase bajo el pañuelo perfumado de colonia a modo de vendaje.
No obstante, debía hacerle frente, y trató de sacar partido de su humillación alegando que el doctor Lavendar se había escandalizado ante la idea del capitán interesado en la señora North.
—Dijo que mi padre era, hasta ahora, el hombre más sensato que conocía, y que no creía que pensara en una cosa tan terrible. Y yo, honestamente, tampoco lo creo, Gussie —dijo Cyrus.
—Pero la señora North no es en absoluto sensata —protestó Gussie—, y ella…
—El doctor Lavendar ha dicho que no hay tonto más tonto que el de mediana edad —agregó Cyrus.
—¡De mediana edad! ¡Pero si es más vieja que Matusalén!
—¡Eso es lo que yo le he dicho! —exclamó Cyrus.