29

Mi padre me intercepta mientras subo la escalera.

—¡Entonces estás aquí! —me dice, blanco como el papel—. Iba a buscarte.

—¿Buscarme adónde? —le pregunto con la voz pastosa. Después de la fiesta, del madrugón y de las cinco horas de tren aún estoy atontada.

Mi padre cabecea.

—Ven al menos a saludar a tu madre. No ha pegado ojo en toda la noche.

Mi madre está a oscuras, medio tumbada en el sillón de la sala, con el gato, soñoliento y perplejo, en sus rodillas y un trapo mojado en la frente.

—Tú pretendes matarme —murmura con la voz de moribunda que reserva para las grandes ocasiones.

—No quería preocuparos. Me robaron el móvil y he pasado la noche fuera.

—¿Qué?

Mi madre se pone de pie de un salto sin preocuparse de que, al hacerlo, caigan al suelo el trapo y el gato, y recupera su tono habitual de voz.

—¡Tú nunca pasas la noche fuera!

Me mira igual que Ellen Burstyn miraba a su hija, Linda Blair, cuando se manifestaban los primeros síntomas de posesión demoníaca en la película El exorcista.

Me encojo de hombros. En esta ocasión no me apetece dar demasiadas explicaciones.

—Estoy muy cansada, me voy a la cama.

—¿Ni siquiera desayunas con nosotros? —dice mi madre, precipitándose a encender el gas bajo la cafetera para cuatro.

Entretanto, papá encuentra por fin el valor necesario para hacerme la pregunta más importante. Mira el reloj y, precavido, me pregunta:

—¿Y el despacho?

—No voy a ir.

Me miran atónitos. No me sorprendería que me obligasen a enseñarles el interior de los brazos para comprobar si he consumido drogas.

—Me he despedido.

Linda Blair vomita una sustancia verde en la sotana del joven exorcista.

Debido a la sorpresa, mi madre da un golpe a la cafetera, que se vuelca sobre el fuego. Mi padre suelta una risita nerviosa, después se levanta y empieza a pasear de un lado a otro de la cocina.

Me acribillan a preguntas, quieren saber dónde, cuándo, cómo y por qué. Respondo con monosílabos y de forma vaga.

—¿Y ahora qué piensas hacer? —me pregunta mi madre sollozando.

—La verdad es que aún no lo he pensado.

—Tenemos un primo que es funcionario de Correos, podríamos hablar con él. Aunque solo sea para un contrato temporal —dice mi padre a la vez que hojea agitado su agenda—. Yo me jubilé hace ya demasiado tiempo, de no ser así habría llamado a uno de mis clientes.

Me pongo de pie y, con la mayor delicadeza posible, le quito de la mano el viejo cuadernito de direcciones.

—Papá. Mamá. —Los miro, primero a él, luego a ella. Acto seguido suelto la bomba—: No tenéis que buscarme un trabajo. Puedo hacerlo sola. Ya soy mayor.

Al cabo de unos segundos de silencio absoluto, mi madre se echa de nuevo a llorar con mayor ímpetu. Mi padre sacude la cabeza con desconfianza.

Mis padres son duros de roer.

Lo primero que se me ocurre es soltar la presa, abrazarlos y dejar que me abracen, explicarles que estoy pasando un momento difícil, prometerles que pediré perdón a Grance, que el episodio nunca se volverá a repetir, y que no tardaré en volver a ser la hijita que jamás les causa problemas.

Pero luego los miro a los ojos y comprendo que esta vez es distinto. La niña del helado ha crecido.

Así pues, me levanto y digo:

—Ahora tengo que marcharme, debo hacer algo importante.

Adoro a mis padres y estoy segura de que en estos últimos meses me he unido más a ellos. Además, nunca acabaré de agradecerles que me hayan regalado una hermana estupenda y chiflada.

Con todo, ha llegado el momento de marcar las justas distancias.

Entro en mi apartamento y, serena, pero resuelta como jamás lo he estado, recupero mi viejo móvil de reserva, llamo a una agencia inmobiliaria y, con una voz firme que me sorprende incluso a mí, les explico que quiero vender el piso.

Ahora puede que incluso viaje a África.