20
—¿Dos de stracchino y rúcula para vosotras, chicas?
Las señoras de la mesa contigua a la nuestra le devuelven la sonrisa a Marco con simpatía y gratitud. Probablemente nadie las ha llamado «chicas» desde mil novecientos setenta. El local acaba de ganar dos clientas fijas.
Marco pasa por nuestro lado como una flecha.
—Enseguida estoy con vosotras.
—¡Date prisa, que tenemos hambre! —protesta Lucilla bromeando.
Luego, sin vacilar, pide una pizza de verdura y sin mozzarella en tanto que yo, como de costumbre, titubeo entre quince pizzas diferentes. El momento de pedir es trágico. Cada elección supone, al menos, diez renuncias terribles, y siempre me arrepiento un poco.
—¿Decido yo? —pregunta Marco.
—De acuerdo, me fío.
En menos de un cuarto de hora en mi plato se materializa la pizza más buena que quepa imaginar. Enorme, dividida en cuartos, cada uno acompañado de unos ingredientes meticulosamente elegidos. Mascarpone y jamón crudo cortado a mano, tomatitos y aceitunas negras, setas, calabaza y marisco, tocino y nueces.
Me la como con parsimonia, en religioso silencio, extasiada y casi conmovida. Entretanto Lucilla corta la suya a pedacitos minúsculos y aparta más de la mitad. Es evidente que le cuesta dejarla y que si no fuese por la dieta la devoraría en un santiamén, incluso doblándola en cuatro con las manos.
Al principio insisto para que se la acabe. «Verduras y un poco de masa, no es nada.» Pero cuando comprendo que está resuelta a dejarla le pido que me la pase procurando no llamar demasiado la atención.
Mientras tanto, Marco vuela de una mesa a otra. Aquí parece mucho más vital y sereno que cuando escribe. Es rápido, tiene la ocurrencia siempre a punto y soporta sonriente a los clientes caprichosos. Sin dar muestras de impaciencia encuentra la mesa perfecta para la pareja en crisis (ella es especialmente friolera y siente la corriente en todas partes) y con ágil elegancia esquiva a un par de niños pequeños que corren por la sala en tanto que sus padres, sentados desde hace casi tres horas, se sacan fotografías para el recuerdo con el móvil.
De cuando en cuando saca un momento para dar un beso apresurado en el pelo a Lucilla que, radiante con el nuevo vestido de flores que se ha comprado para celebrar la llegada de la primavera, entorna los ojos y parece una gatita ronroneante.
Me siento feliz de verla tan serena.
Y pensar que hasta hace unos días parecía que todo se iba a pique. La primera novedad fue la peor: a raíz de las bajas audiencias la cadena amenazó con poner punto final a Cocinero por error. El productor convocó a todo el personal y habló sin pelos en la lengua: o el programa arrancaba en breve o todos se irían a casa sin nostalgias ni liquidación.
El ultimátum generó en todos la desazón más negra, también en Lucilla quien, dado que no había vuelto a tener noticias de Gianni Siciliano después de su loca y misteriosa noche, comprendió que, al menos por el momento, le convenía no soltar su papel de azafata en el programa.
Frente a la amenaza de cierre cada uno había intentado remediarlo lo mejor posible.
El director soltó mil seiscientos euros por un curso intensivo de programación neuro-lingüística para aprender a imponerse más en el set.
A partir de ese día el brillante presentador solo se puso chaquetas de color azul eléctrico para protegerse de las vibraciones negativas, tal y como le prescribió su cartomántico de confianza.
La azafata rubia fue a ver corriendo al cirujano para ponerse una talla cien de sujetador, y ahora las dos pelotitas pegadas a su delgado esternón la desequilibran tanto que parece estar siempre en un tris de caerse al suelo.
Lucilla aprendió a cocinar.
La intuición fue mía. Estábamos en la cocina, yo cortaba a mano la carne para el vitello tonnato a la vez que Marco, completamente concentrado, mezclaba los huevos, el aceite y el limón, hasta que llegó al punto crucial en que los ingredientes pueden transformarse por arte de magia en mayonesa o enloquecer e ir cada uno por su camino obligándote a volver a empezar el proceso desde el principio.
En la sala, Lucilla seguía con el volumen alto el concurso de Gerry Scotti, ese en que sueltan una avalancha de preguntas al final.
Sin dejar de remover, Marco empezó a mover los labios y, a la vez que el milagro se volvía a producir y en el cuenco aparecía la salsa suave, blanda y apetecible, se puso a contestar.
—Pero ¡sabes todo!
—¿Qué?
—Las respuestas. Las sabes todas.
—¿De verdad?
—¿No te has dado cuenta?
Lo arrastré hasta la televisión.
—Enséñale a Lucilla lo bien que lo haces.
—Quizás esta vez nos hagamos ricos —dijo ella, subiendo el volumen.
Pero en la sala Marco no se mostró tan brillante como antes. Estaba más nervioso, indeciso, menos preparado, quizá porque las expectativas eran demasiado altas.
—Eras mejor en la cocina, cuando estabas ocupado con otra cosa.
Nos miramos y pensamos lo mismo a la vez.
Al cabo de unos minutos Lucilla, perpleja, pero irresistible incluso con mi enorme delantal encima, abría los ojos como platos tratando de comprender lo que le estaba sucediendo.
—Cocinar es la mejor meditación —le explicó Marco con la seguridad del gurú moderno—. Libera la mente de pensamientos, te obliga a estar en el presente, aquí y ahora.
Después, haciendo caso omiso de sus protestas, iniciamos la primera lección.
A pesar de que aseguraba ser un desastre en los fogones, con ese toque de coquetería que, a saber por qué, es cada vez más común entre las jóvenes, Lucilla aprendía deprisa. Memorizaba bien y sabía tratar los ingredientes con la delicadeza justa y con el respeto que la comida requiere y merece.
Hicimos bastantes pruebas y, tal y como habíamos previsto, si mi hermana pronunciaba sus frases mientras cocinaba resultaba mucho más desenvuelta y simpática.
Marco convenció al autor jefe de que debía dejarle un poco más de espacio para que ayudase a los concursantes en la preparación de los platos, y ella se las arregló bastante bien. Cuando tenía las manos y la cabeza ocupadas era más desenfadada, incluso soltaba ocurrencias simpáticas que no estaban en el guion, y su actitud risueña y un poco despistada era apreciada.
A los espectadores que la veían desde casa les gustó. En la redacción recibieron bastantes e-mails. Varios personajes relevantes del mundo del espectáculo aceptaron participar como invitados y, de esta forma, Cocinero por error se salvó del riesgo de convertirse en el enésimo programa refugio para fracasados. La audiencia volvió a ser aceptable y los productores decidieron continuar, al menos, hasta el final de la temporada.
Para festejar las buenas noticias el brillante presentador invitó a cenar a todo el personal. Esa noche, Lucilla, después de un par de porros y de una botella de espumoso, declaró su amor a Marco.
De manera que, ahora que el clima se ha serenado un poco en nuestra insólita familia ampliada, me alegra y me enorgullece que el mérito sea en parte mío.
Mientras esperamos a que Marco acabe su turno, Lucilla y yo vamos al cine. Dejo elegir a ella, confiando en su gusto de licenciada en Historia, Crítica y Teoría del Cine. Pero apenas empiezo a ver la espeluznante película de terror rodeada de doscientos adolescentes vociferantes me asalta la duda y pienso si la tesis sobre Kaurismäki no se la habrá escrito un compañero de curso demasiado enamorado de ella como para negarse a hacerlo.
No aparto las manos de la cara mientras en la pantalla la gente es descuartizada y decapitada, y en mi estómago la superpizza hace piruetas.
A la salida, aún alterada, miro de reojo mi imagen reflejada en el espejo del vestíbulo y hago una mueca al ver mi cara verdosa, que entona a la perfección con el monstruo-lagartija del cartel.
Entretanto, un chico robusto de unos doce años, con mechas rubias y gafas de ojos de mosca sobre la cabeza, se acerca a Lucilla abriéndose paso a codazos y la llama con descaro: «¿Eres Lucilla, la de Cocinero por error?»
La emoción deja a Lucilla sin aliento. Lo mira exultante y agradecida. Yo misma debo contenerme para no llamar la atención de los presentes y gritar: «¡Viva! ¡La ha reconocido!»
—¿Quieres un autógrafo? —le pregunta.
Quizá debería ser él el que se lo propusiese, pero, a fin de cuentas, no deja de ser un detalle irrelevante.
En el bolso tengo un bolígrafo, pero no un folio, de forma que el primer autógrafo de Lucilla reza: «A Samuel with love - TQM, Lucilla», y está escrito en un pañuelo de papel arrugado.
El chico se apodera de su trofeo y se marcha sin despedirse, se precipita hacia su padre (una fotocopia con veinte años más y menos pelo) y grita:
—¡Tengo el autógrafo de una tía buena!
—¿Y para qué quieres el autógrafo? Deberías haberle pedido el número de teléfono —dice el hombre riéndose—. No para ti, para mí.
Su mujer lo regaña en voz alta.
—Vamos, ¡no me digas que te gusta esa! Es mona de cara, pero tiene los gemelos más gordos que los míos.
La sonrisa de Lucilla se desvanece mientras somos aspiradas hacia la puerta.
Mientras volvemos a la pizzería a pie mi hermana no dice ni mu.
Poco antes de entrar en el local caigo en la cuenta de que, por estúpido y superfluo que pueda parecer, debo tranquilizarla.
—Tus gemelos son perfectos.
—¿De verdad? ¿No lo dices para consolarme?
—Te lo aseguro. Soy sincera.
Ella me regala entonces uno de sus besos sonoros, tan fuerte que me hace daño en la mejilla.
Los últimos clientes están pagando en la caja.
Marco está sentado a la mesa con el resto del personal, mordiendo con entusiasmo una pizza enorme de gorgonzola y cebolla.
—¡Qué asco! Esta noche no te beso —dice Lucilla frunciendo la nariz, medio en serio medio en broma.
—La única manera de que no lo notes es que tú también comas —tercia la cocinera, una mujerona de cien kilos con una risa fragorosa.
Lucilla esboza una sonrisa forzada.
—Esta noche he comido ya demasiado.
Mientras tanto yo observo la mesa puesta y todas esas personas que, a ojo de buen cubero, deben de pesar casi lo mismo que yo, y que celebran el final de la velada atiborrándose con apetito y placer. Y, a despecho de las cincuenta y dos muertes truculentas que acabo de ver en el cine, noto que la boca se me hace agua de nuevo.
—¿Por qué no cogéis un plato? —pregunta Marco, mirándome a los ojos.
Le sonrío. La verdad es que a este hombre no se le escapa nada. Empiezo a comprender su truco: parece que tenga siempre la cabeza entre las nubes, pero la verdad es que observa a todos con suma atención. A veces parece incluso que sepa leer la mente de las personas. O, al menos, la mía.
De manera que al final nos sentamos y nos quedamos allí hasta tarde. Yo me uno a la alegría general y ceno por segunda vez como se debe tomates secos, ensalada de marisco y mozzarella de búfala. Lucilla bebe agua mineral, habla poco y bosteza de cuando en cuando.
Quién sabe qué efecto le produce ser, por una vez, la única que está fuera de lugar.