8

—No, ¿lo has dejado ya?

—¡Es un maníaco!

A pesar de la ducha hirviente, aún tengo escalofríos. En albornoz, sentada en el sofá, me masajeo con un poco de Lanosil un tobillo, más hinchado de lo normal después de la caída en la nieve.

—Eres una exagerada —sentencia Ste por teléfono.

—¿Tú cómo definirías a uno que te pide que lo masturbes en un local lleno hasta los topes?

—¿Qué?

—Se la sacó debajo de la mesa.

—Pero ¡es un maníaco!

—Precisamente.

—Vaya una mala suerte que tienes. Ya verás como irá mejor con el próximo.

—No habrá ningún próximo. He borrado mi perfil del chat.

—Has hecho mal. No puedes hacer pagar a justos por pecadores. A mí, en cambio, me va fenomenal con Eraldo. Ha cambiado, ¿sabes? Ahora me dice cosas dulces.

—¿Qué tipo de cosas dulces?

—Pues, que no quiere que sufra por su culpa. Me estima, ¿no?

—Bueno, puede ser.

—¿Vienes a cenar a mi casa esta noche? Así podemos ver Lost, y luego te cuento todo.

—¿Qué has preparado?

—Nada.

—Me lo imaginaba. En cualquier caso, no puedo. Les prometí a mis padres que cenaría con ellos.

—Comes siempre con ellos, diles que has cambiado de idea, ¿no?

—No puedo. Tienen que hablarme de algo importante.

—¿Un secreto familiar?

—Y yo qué sé.

—Quizá te digan que eres adoptada.

—Estúpida.

Mi madre me tiende el plato hondo. Hago una mueca al ver que se trata de uno de los primeros platos que considero más tristes: puré de verdura, una de las pocas cosas que detesto con todas mis fuerzas desde que era niña. Me preocupo, porque que mi madre lo haya olvidado significa que tiene la cabeza ocupada con pensamientos mucho más tristes.

Mi padre revuelve el puré con la cuchara, dice dos palabras sobre la nieve y sobre la puerta del garaje, que se ha quedado bloqueada. Después se sume en el silencio y solo abre la boca para pedirme que le pase el parmesano.

—Querías decirme algo, ¿no? —pregunto tratando de desbloquear la situación. La espera me está matando.

Mi madre se sienta delante de su plato vacío. Empieza a despedazar una rebanada de pan sin comer siquiera una miga. Mira con nerviosismo a mi padre.

—¿Es algo relativo a la salud? —pregunto con la respiración entrecortada y, a la vez que hablo, noto que las mejillas de mi padre parecen más descarnadas.

—No, tranquila, eso va bien.

La frase es tranquilizadora, pero los semblantes pálidos y tensos de mis padres no lo son en absoluto.

Por un segundo temo que Stefania, a fuerza de decir tonterías, haya adivinado en esta ocasión.

Hubo una época, cuando tenía unos diez años, en la que tuve alguna que otra duda. Dicen que les pasa a todos los niños. Así que un día me dediqué a mirar el álbum familiar, y las decenas de fotos en las que yo, recién nacida, minúscula (por extraño que parezca, nací con menos peso de lo normal) y con la cara roja como un tomate, chillaba en la cuna del hospital, me tranquilizaron.

La certeza definitiva me la dio mi madre que, a mi pregunta directa respondió con una sonrisa triste: «No digas idioteces. Si hubiera querido adoptar un hijo habría elegido un niño.»

Pero ahora, en esta atmósfera tan pesada e inusual, ya no estoy segura de nada.

—La otra noche, cuando tu padre se sintió mal... ¿Recuerdas que en la televisión estaba esa cantante, la que llevaba el vestido marrón?

—¿Pocahontas?

Susurrando, mi padre me pide que no me burle de ella.

—Se llama Lucilla. —Su voz se crispa—. Es también un nombre muy bonito.

Mi madre desvía la mirada y se encoge de hombros con un gesto de fastidio.

—¿La conocéis?

—Bueno, no exactamente, pero...

—Pero ¿qué?

—No es fácil de explicar... Antes deberíamos contarte ciertas cosas.

—Lo que tu padre intenta decirte es que esa chica, en fin, Lucilla... es hija suya —dice mi madre con la misma cara de circunstancias que puso cuando tuvo que decirle a la señora Raccoli del tercer piso que su lavadora nos había inundado el salón.

Mi cuchara cae en el puré de verdura salpicando de verde el mantel.

Mis padres me miran en silencio. Han soltado la bomba y es evidente que ahora esperan que les pregunte algo.

Pero yo tengo la mente confusa, ni siquiera consigo articular un pensamiento, no digamos una frase completa.

—No debía hablarte de ella, pero luego, la otra noche, cuando la vi, sentí algo aquí... —Mi padre se señala el estómago e inclina ulteriormente la cabeza.

La única vez que había visto llorar a mi padre fue cuando entregó las llaves del despacho a Grance.

No estoy preparada para todo esto.

Mi madre le tiende un vaso de agua y le dice:

—No hagas eso, todo va sobre ruedas. Mira, al final se lo ha tomado bien, ¿no? —dice señalándome mi cara, inmóvil y blanca.

Mi padre se enjuga las lágrimas con la servilleta.

—Te hemos dado un buen susto, ¿eh?

A este punto no me queda más remedio que decir algo, si no lo hago pensarán que me he muerto.

—¿Tú lo sabías? —pregunto a mi madre con un hilo de voz.

Ella asiente con la cabeza.

—Fue la única vez que tu padre me engañó. Son cosas que pasan —dice, levantándose para ir a buscar la fruta.

Comprendo que, si la decisión dependiese de ella, daría por zanjada la conversación y aún nos daría tiempo a ver juntos el último cuarto de hora del concurso de Raiuno.

—No fue un auténtico engaño... —dice mi padre, estudiando con una atención injustificada los pliegues que hace la servilleta sobre sus rodillas.

Mi madre se vuelve de golpe.

—Creía que habíamos decidido decirle lo mínimo indispensable.

Mi padre cabecea, preocupado pero decidido.

—Ya es mayor, tiene derecho a saber cómo sucedió todo realmente.

Yo tenía trece meses. Mi padre debía realizar un curso de actualización para asesores fiscales en Roma y mi madre había insistido en acompañarlo.

—Eras una niña tan tranquila... —dice mi madre—. Quizá demasiado, te pasabas la vida durmiendo y comiendo sin parar. Yo acababa de descubrir que estar en casa contigo era mucho más fatigoso que el trabajo que acababa de dejar. Necesitaba tomar un poco de aire fresco como fuera.

No me sorprendería si, de buenas a primeras, me dijese que la culpa es solo mía, porque ya de pequeña era una latosa.

Así pues, me mandaron tres días a casa de mi abuela y se marcharon los dos solos con la idea de convertir ese viaje de trabajo en una segunda luna de miel.

El primer día mi madre anduvo tanto que al final le dolían los pies, y cuando mi padre volvió al hotel ella estaba durmiendo, de forma que salió a la fuerza, lo justo para comer algo en un pequeño restaurante que costaba un ojo de la cara y ver la plaza Navona por la noche.

El segundo día llamó a su amiga Marisa, que había ido con ella a clase hasta el tercer año de bachiller artístico y que luego se había trasladado a Roma siguiendo a su padre, un general del Ejército.

—Le dije que me gustaría verla para charlar un poco y tomar un café.

Marisa se había alegrado mucho de tener noticias de mi madre, pero esta tarde estaba ocupada, de forma que invitó a mis padres a una fiesta que se celebraba esa noche en casa de unos amigos suyos en Monteverde.

Cuando Marisa abrió la puerta mi madre no la reconoció. Había adelgazado, se había dejado crecer el pelo y llevaba una docena de collares variopintos que cubrían malamente el enorme escote de su blusa india. Ya no llevaba gafas, de manera que a menudo confundía a las personas, pero eso parecía divertirle mucho y para evitar errores besaba a todos en los labios.

La fiesta era extraña y divertida.

—Para nosotros era todo nuevo. Salíamos poco, desde que nos habíamos casado tu padre solo se dedicaba a trabajar.

—No estábamos acostumbrados a ese tipo de ambiente, desde luego. Toda esa gente, la música, el alcohol, la droga.

—Pues sí, no era como ahora. Yo ni siquiera sabía qué era la cocaína —añade mi madre, sirviéndose dos dedos de vino blanco.

—¡¿Cocaína?!

—Sé que para vosotros, los jóvenes, ahora es normal, pero era otra época.

—No es normal, mamá. Yo nunca me he drogado.

—Así me gusta, porque esa noche, después de que Marisa nos hubiese ofrecido un poquito, empezaron todos los problemas.

Descubro que hay algo peor que ser una mujer gorda, tímida, deprimida y socialmente aislada: saber que incluso tus queridos, viejos y burgueses padres han sido más transgresivos que tú.

Mi padre tiene de nuevo los ojos anegados en lágrimas. Ahora que ha arrancado con los recuerdos salta a la vista que no puede y no quiere que lo interrumpan.

Y yo, pese a que me gustaría levantarme, romper unos cuantos platos, escapar a mi casa y no volver a verlos, no logro mover un solo músculo y permanezco allí, paralizada, escuchando el resto de la historia.

Era más de la una cuando mi madre se puso a bromear con un par de jóvenes melenudos, después bailó sobre la mesa. Papá la miraba como no había vuelto a hacer desde que yo había nacido. Notó que los kilos de más del embarazo habían desaparecido y que el vestido ceñido de colores que había comprado adrede para la ocasión en la calle del Corso le quedaba como un guante.

—¿Volvemos al hotel? —le había preguntado besándola delante de todos.

Habían entrado en una de las habitaciones. En la cama había decenas de chaquetas y bolsos amontonados. Intentaron encontrar sus cosas, pero se confundían sin dejar de reírse y al final empezaron a besarse.

Justo en ese momento entró Marisa. Se habían recompuesto a toda prisa y le habían estrechado amablemente la mano agradeciéndole la bonita velada.

—Quedaos un poco más, me encantaría —dijo Marisa mientras, a saber por qué, hacía esfuerzos para contener la risa.

—Es mejor que nos vayamos, nuestro vuelo sale mañana por la mañana y aún debemos hacer las maletas.

—Pero es tan pronto...Quién sabe cuándo volveré a veros.

A la vez que hablaba se iba desabrochando la blusa.

Mi padre enrojeció. Marisa puso una cara extraña y les preguntó qué opinaban sobre las parejas abiertas.

Mi madre se volvió a reír (por culpa de la droga, pero ella no podía saberlo). Marisa había acariciado la cara de mi padre.

Él, entonces, se volvió hacia mi madre y dijo:

—Bueno, estamos de vacaciones.

De manera que los tres se tumbaron sobre la montaña de chaquetas y cazadoras.

Al día siguiente mis padres volvieron a casa con un dolor de cabeza espantoso y la promesa de no hablar jamás de lo que había ocurrido.

—Tres días más tarde secuestraron a Moro —concluye mi padre como si ese fuera el elemento clave de toda la historia.

Y puede que, pensándolo bien, en cierto sentido fuera realmente así. Mis padres debieron de pensar que lo que habían hecho esa noche era una estupidez comparado con los grandes males que padecía el mundo.

Varios meses más tarde recibieron una llamada telefónica de Marisa.

Mi madre se sintió mal, para empezar tuvo lugar una gran discusión, una buena pelea y luego, al final, por teléfono y sin verse en persona, acordaron una sustanciosa suma que tuvieron que pagar de una sola vez.

—Cuando vencía el plazo —especifica mi padre mientras los treinta años de sentimiento de culpa brotan de golpe en su semblante cansado.

La última comunicación de la amiga de mi madre fue un telegrama que rezaba: «Ha nacido Lucilla.»

Mis padres pagaron el importe convenido y durante todos estos años no volvieron a saber nada de la madre ni de la hija.

Hasta que Lucilla apareció en la tele y mi padre comprendió que ciertas cosas nunca se cierran del todo.

—Una hermana sorpresa, ¿te das cuenta? No sabes cuánto te envidio.

—Venga ya.

Ivan sale del probador embutido en una minúscula camiseta de microfibra gris. Se mira al espejo.

—¿No me hace barriga?

La dependienta alta y bronceada me lanza una mirada y luego baja los ojos, a todas luces avergonzada. Puede que tema que yo sufra una crisis histérica si alguien osa pronunciar la palabra «barriga» en mi presencia.

—No, estás perfecto —respondo contando uno a uno los abdominales de mi ex novio, que destacan bajo la fina camiseta. Le acaricio un brazo y miro a la dependienta con aire de desafío. Me divierte la idea de hacerle creer que Ivan y yo seguimos juntos. Apuesto a que esta noche llamará por teléfono a todas sus amigas para hablarles del cliente rubio y mono que tiene una novia gorda y se lamentará porque el mundo no es justo.

—Sí, la verdad es que le queda perfecta —corrobora la joven, haciendo un esfuerzo para sonreír y parecer natural.

Ivan entra de nuevo en el probador y me habla desde el otro lado de la cortina.

—¿Así que ahora viene a veros?

—La idea es de mi padre. Desde que la vio en la televisión no ha parado. Hace unos días la localizó a través de su agente y la llamó por teléfono.

—Menudo susto se llevaría, pobrecita.

—¿Pobrecita? ¿Ella? Pero ¿es que nadie piensa en mí?

Alzo la voz y todos me miran con aire de reproche, como si estuviéramos en una iglesia y no en una tienda garrula con la música tecno-trance a todo volumen.

Por suerte, Ivan se viste de nuevo en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Qué dices? ¿Me compro también los vaqueros? —me pregunta cerca ya de la caja.

Y yo, que no veo la hora de salir de esta tienda en la que hasta las tallas de hombre no pasan de la cincuenta, no insisto demasiado y procuro no decir lo que pienso de verdad, esto es, que doscientos cuarenta euros por un par de pantalones desteñidos y llenos de desgarrones en los muslos me parecen un robo a mano armada.

Cuando salimos me siento aliviada y respiro a pleno pulmón el aire contaminado de la avenida Buenos Aires.

—¿Por qué no pasamos un fin de semana fuera? ¿No te gustaría, qué sé yo, ir a comer pescado a las Cinque Terre? —pregunto a Ivan, cogiéndolo del brazo.

—Pero ¿este fin de semana no viene tu hermana?

—Precisamente. Y no la llames mi hermana, es ridículo.

—En cualquier caso, no puedo. Voy a esquiar con Matteo.

—¿Matteo? ¡Así que es homosexual!

—Grita más fuerte, puede que el sordo que viaja en ese tranvía no te haya oído.

—Pero bueno, ¿lo es o no?

—Aún no lo sabe. —Exhala un suspiro—. Los indecisos son los peores.

Basta un leve empujón de mi brazo para que Ivan se desvíe, dócil y paciente, hacia mi heladería preferida.

—Creo que iré sola a las Cinque Terre.

—Te felicito, es una elección magnífica. Una soltera triste en el lugar más romántico del mundo. Te veo ya en el restaurante, luchando con una gamba mientras todos se besan alrededor de ti.

—Dios mío, ¿qué se supone que debo hacer? He sido hija única durante treinta y un años y ahora, solo porque mi padre hizo una gilipollez hace mucho tiempo y con la edad se le ha reblandecido el corazón...

—¿El de siempre? ¿Crema, avellana y chocolate?

—Y nata, gracias.

Ivan me pasa el cucurucho, coge su granizado de fruta y paga.

—Uf, ¿por qué no me entiendes? —lloriqueo mientras salimos.

—Mira que te entiendo de sobra. Solo que en la vida existen cosas inevitables.

—¿Qué es esto? ¿Un sermón?

—No puedes escapar siempre. A veces hay que sacrificarse, ¿sabes?

—Mira quién habla, acabas de gastarte quinientos euros en ropa.

—Eso es. ¿Crees que no me gustaría presentarme mañana en la oficina con esta camiseta? Pero sé que el director me convocaría para echarme una bronca, de manera que respiraré hondo y me pondré el consabido traje gris, con la corbata beis a juego con la tapicería.

—Bonita comparación. Pero ¿qué haces? ¿Tiras el granizado?

—No me gusta, es demasiado dulce.

—No lo tires, yo me lo acabaré.

—Pero si tienes un quintal de helado.

—No te preocupes.

—Dame las gracias, al menos.

—De acuerdo.

—No te he oído.

—Gracias.