17
Baci Perugina. Lucilla le da las gracias, pero mira de refilón su espalda para ver si esconde allí el verdadero regalo. Por desgracia para los dos, el auténtico regalo son los bombones. Marco hace como si nada, pero salta a la vista que se siente un poco decepcionado, porque esperaba que su gesto romántico tuviese una mejor acogida.
El día de San Valentín mi madre compra a mi padre la habitual camisa azul celeste.
Mi padre, que desde que se jubiló confunde un poco las fechas, se olvida de las tres rosas que impone una tradición de más de treinta años. Mi madre se pasa el día enfurruñada, después estalla durante la cena y lo acusa de estar tan distraído porque, en su opinión, pese al tiempo que ha pasado, aún no se ha olvidado de Marisa.
Él se defiende, le recuerda que hace treinta años que sucedió lo que sucedió, y que ni siquiera se acuerda de la cara de Marisa.
—Bueno, pero apuesto a que no has olvidado su culo —replica mi madre. Me levanto de la mesa sin tomar el café y me marcho a toda prisa con una excusa, porque no soporto que discutan sus asuntos íntimos delante de mí.
El día de San Valentín el indeciso Matteo acepta la invitación para ir al cine de una joven colega soltera.
—Salimos como amigos —le dice a Ivan—. Ya sabes cómo soy, me gusta jugar con las tradiciones.
Pero Ivan se aposta bajo su casa y cuando lo ve regresar con la camisa fuera de los pantalones a las tres y media de la madrugada se guarece en un rincón oscuro llorando en silencio.
El día de San Valentín Eleonora hace saltos mortales para dejar a los niños con la abuela, preparar en casa la lasaña Portofino y correr al supermercado dos minutos antes de que cierre para comprar una botella de vino blanco. Durante la cena romántica susurra a Dado: «Esta noche haré todo lo que quieras.»
Acaba sentada con él en el sofá mirando cogida de la mano toda la trilogía de El señor de los anillos en DVD.
El día de San Valentín Ste declara oficialmente a Eraldo que no quiere hacer ni recibir estúpidos regalos por una estúpida fiesta que los comerciantes se han sacado de la manga con el único objetivo de ganar dinero, pero a última hora cambia de idea y decide sorprenderlo, entra en el coche, y conduce como una exhalación hacia Costigliole Saluzzo. En el camino para un momento para comprarle un espantoso oso de peluche en una estación de servicio.
Eraldo, al que pilla con un par de amigos tratando de entablar amistad con un grupito de tatas rumanas en su día libre, no aprecia la sorpresa como debería. Ste se ofende terriblemente.
El día de San Valentín me siento extrañamente alegre, pienso que la soltería me ahorra, cuando menos, un sinfín de preocupaciones.
Cuando vuelvo del despacho preparo una enorme tarta de chocolate en forma de corazón, la acompaño de una salsa de fresas celestial y me como más de la mitad saboreándola poco a poco, a la vez que veo un vídeo de los primeros capítulos de Días felices tratando de comprender por qué las chicas consideraban tan atractivo a un tipo como Fonzie.
Solo abandono mi cálido nicho en el sofá cuando Marco y Lucilla regresan del restaurante chino.
Marco se come un pedazo de tarta y expresa su satisfacción dándome un beso enorme en la mejilla y haciendo el pino en medio de la sala para resultar más convincente. Mientras baja golpea con una pierna mi termómetro de Galileo, que cae al suelo y se rompe. Abrumado, me promete que me comprará uno nuevo apenas le paguen en Cocinero por error, es decir, dentro de dos meses, si todo va bien.
Después se echa en el sofá y empieza a zapear. Lucilla salta sobre sus rodillas suplicándole que le deje ver si tiene puntos negros en la cara. Él le pide que se esté quieta, porque en Rai tres está empezando Nubes pasajeras, de Aki Kaurismäki. Lucilla exclama: «¡Guau!» y nos explica que ella hizo una tesis sobre Kaurismäki en la escuela de arte de Bolonia.
Marco me dice que, dado que me gustaba Potsie, vale sin duda la pena mirar al menos diez minutos, porque Kaurismäki es un auténtico mago contando historias de gente rara con mala suerte.
Me siento en el brazo del sofá y digo:
—De acuerdo, pero solo un poco, porque ya es tarde y quiero irme a la cama.
En cambio me quedo hasta el final, fascinada por la historia de unos personajes trastornados, sin notar el dolor en el trasero que me causa la posición incómoda, y cuando se acaba me echo a llorar a la vez que Marco, un poco conmovido también, no sé si por la película o por mi semblante triste, me tiende el rollo de papel de cocina para que me suene. Lucilla no se da cuenta de nada, porque se ha dormido cinco minutos después de que pasasen los créditos iniciales.
En el despacho no dejan de preguntarme cómo y con quién he celebrado el día de San Valentín.
—Se ve a la legua que estás enamorada —comenta Lina con aire de saber de qué habla, asomándose a la puerta de mi trastero-despacho—. Tienes estrellitas en los ojos, como Candy Candy.
Yo no contesto ni que sí ni que no. Me gusta tenerla en vilo, porque no suelo ser objeto de tanta curiosidad y quiero gozar a fondo de esta sensación.
Claro que esta mañana estoy de buen humor. Quizá sea mérito de los Abba, que suenan en los auriculares, de la bonita película que vimos ayer o de la enésima primavera anticipada, el caso es que siento una extraña euforia y me apetece ser afable y educada con el prójimo.
—¿Quién de vosotros es el ángel que me prepara dos cafetitos?
La pregunta de Grance se dirige al nutrido grupo de recién contratadas en prácticas. Antes ha intentado pedírselo a la secretaria, pero ella, que hoy está de morros y se ha pasado las últimas cuatro horas reservando un crucero para solteros en internet, no se ha dignado a responderle y ha seguido tecleando irritada.
Anticipándome a todas, me pongo de pie y, con un énfasis digno del buen Garrone de la novela Corazón, grito:
—¡Yo! ¡Los llevo yo!
Me divierte ver la cara de contrariedad de Grance. Adora que las empleadas más jóvenes y monas le lleven el café durante las reuniones. Supongo que considera que es la mejor forma de afirmar su poder frente a los invitados.
—Rápido, por favor —me dice con impaciencia antes de volver a desaparecer al otro lado de la puerta insonorizada de la sala de reuniones.
Mis colegas me sonríen con gratitud. Ninguna tiene nunca ganas de desempeñar el poco gratificante trabajo de camarera, en parte porque, por lo general, los clientes importantes de Grance, que están, en la mayoría, en la edad de la andropausia, tienen como denominador común el aroma a tabaco y moho y un sentido del humor petrificante.
Preparo todo como se debe, inspiro hondo y entro en la habitación con mi mejor sonrisa de ama de llaves. De Garrone a Mami, la de Lo que el viento se llevó, en menos de tres minutos, nada mal.
—¿De dónde sale este pedazo de hembra? —pregunta el comendador Campolunghi, escrutándome el pecho con mirada de sátiro.
Me gustaría responderle desde el trastero. En cambio me limito a decir:
—Aquí tiene su café, señor.
—Comendador —me corrige Grance con un nuevo tic que le hace temblar el ojo derecho. Impresionante.
El aparejador Ferretti me pellizca un brazo y me pregunta si, además del café, he traído algunos bollos.
—Por desgracia no —contesto haciendo gala de toda la amabilidad que puedo.
—Diga la verdad, guapa. ¿Se los ha comido usted?
Se echa a reír.
Lo secundo por educación a la vez que pienso lo que podría suceder si, de repente, empezase a pegar con la bandeja todas esas calvas.
—Gracias —dice Grance.
Los saludo y cierro la puerta a mi espalda. Acto seguido inspiro hondo.
Lina jura haber visto una vez a la secretaria, convencida de que nadie la veía, escupiendo en el té al limón destinado a una prometedora abogada, culpable de haberse encerrado en la sala de reuniones con Grance durante un tiempo demasiado largo como para no levantar sospechas.
Yo nunca llegaría a tanto.
Porque siempre puedo contar con el método de Alessia.
Cuando quiere, Alessia es genial. Entra en la reunión con el café, dispensa sonrisas e inclinaciones a diestro y siniestro y luego, al salir, se planta delante de la puerta cerrada y durante unos segundos se golpea su bonito culo de jugadora de voleibol con la bandeja, saca la lengua o, peor aún, levanta el dedo medio.
Hoy quiero probar yo también.
Saco la lengua y agito las manos cerca de las orejas.
Es más divertido de lo que creía.
Noto que Alessia ha alzado los ojos y que me mira con aire de complicidad.
De manera que decido ir más lejos. Vuelvo el culo hacia la puerta y me doy palmadas en una nalga.
—A tomar por culo, comendador —murmuro palmeando la nalga derecha—. A tomar por culo, aparejador —repito dando una palmada en la izquierda.
Una tras otra, las chicas alzan los ojos y empiezan a imitar mis gestos, atónitas en un primer momento, luego divertidas.
También la secretaria sale de su despacho y, por primera vez esa mañana, sus labios se pliegan en una leve sonrisa.
Así que exagero y, ejecutando una danza no muy distinta de la de Lucilla en el restaurante libanés, empiezo a contonearme agitando el culo, animada por las carcajadas y las palabras de aliento de mis colegas.
Estoy tan desenfrenada que tardo un segundo de más en darme cuenta del repentino cambio que se ha producido en los rostros de las muchachas que, en un santiamén, han vuelto a sus respectivas tareas.
Me paro, pero ya es demasiado tarde.
Me vuelvo lentamente con los ojos cerrados y la muerte en el corazón. Me quedo inmóvil, sin respirar siquiera, por un tiempo que me parece eterno.
Cuando hago acopio del valor suficiente para abrirlos de nuevo veo ante mí la cara amoratada de Grance.
—Te has olvidado del edulcorante —silabea con voz gélida.
La rabia le impide añadir nada más.
—Perdona —intento murmurar. Pero él me ha cerrado ya la puerta en las narices.
Bajo la cabeza. Y ahora ¿qué hago? Lo único que quiero de verdad es quedarme petrificada aquí delante y pasar el resto de mi vida quieta, mirándome los zapatos.
Por suerte, Lina me saca de mi ensimismamiento.
—Caramba, debería haberte filmado con el móvil. Te habría subido a YouTube y habríamos tenido un récord de entradas —murmura, acercándose para darme una palmada en un hombro.
También Alessia se pone de pie, coge la bolsita de aspartamo de un cajón y, esbozando una leve sonrisa, me dice:
—Esta se la llevo yo.
Asiento con la cabeza, me he quedado sin voz y no puedo darle las gracias. Con la cabeza inclinada me dirijo a mi despacho-trastero.
Pero me paro enseguida evocando la escena. Me imagino la cara que debe de haber puesto Grance cuando ha abierto la puerta y ha visto delante de él mi enorme culo balanceándose. Intento contener la carcajada que me sube por la garganta, pero no lo consigo del todo y emito un gruñido.
En ese momento oigo detrás de mí a las chicas que, una tras otra, se echan a reír.
Me vuelvo y veo que aplauden al mismo tiempo que repiten: «Genial», «Mítica». No se ríen de mí. Es más, quizá sea la primera vez que me miran con tanta simpatía, de forma que pienso: «Qué más da», y me uno a ellas en una bonita carcajada liberatoria.
Al regresar a casa me apena no encontrar la bolsa del gimnasio de Lucilla abandonada en un rincón del pasillo y a ella, como de costumbre, con los pies apoyados en la mesa de la cocina leyendo de mala gana el guion. No veía la hora de contarle la escena, saboreaba de antemano el placer que iba a sentir riéndonos juntas.
Preparo la cena y a eso de las ocho y media pruebo a llamarla, pero apenas compongo el número oigo el timbre con el último éxito de Amy Winehouse que suena en la habitación de invitados. De esta forma, descubro que la muy tonta se ha dejado el teléfono en casa.
—Hola, Ivan. ¿Te molesto?
—Estoy viendo Gran hermano. Es el momento de la eliminación.
—¿Te has vuelto adicto a la telebasura?
—No, pero no puedo vivir fuera del mundo, en internet no se habla de otra cosa.
—Entiendo, eres adicto a internet, puede que sea aún peor. Oye, ¿has hablado con Lucilla por casualidad?
—No, la última vez que la llamé fue después del primer programa de Cocinero por error, para felicitarla.
—Hipócrita.
—Diplomático, más bien. Intenté concentrarme en los aspectos positivos.
—¿Cuáles?
—Llevaba un top plateado que le sentaba de maravilla.
—Oye, estoy preocupada. Se ha olvidado el móvil en casa y no ha dado señales de vida.
—Puede que esté en el gimnasio con Ste.
—De eso nada, Ste ha ido a Costigliole. Ha obligado al pobre de Eraldo a presentarle a su madre.
—Entonces se habrá quedado a dormir en casa de ese tipo que se parece a Shrek.
—Se llama Marco, imbécil.
—Eh, ¡cómo te picas! ¿No será que a ti también te gustan los ogros?
—Basta ya. Es imposible que se haya ido a dormir a casa de Marco. Él vive con cinco personas, comparte la habitación con un empleado de Correos. Además, esta noche tiene turno extra en la pizzería.
—Bueno, entonces habrá salido a divertirse.
—Pero si es ya medianoche. Al menos podría haberme llamado.
—Estás hablando como tu madre.
—No puedo evitarlo, hasta que no vuelve a casa no logro conciliar el sueño.
—Exagerada.
—¿Te parece tan grave que me preocupe de mi hermana?
—¿Qué has dicho?
—Que estoy preocupada.
—La has llamado hermana.
—No me he dado cuenta.
—Lo has hecho.
—Bueno, lo es. Tanto si me gusta como si no.
—¿No te impresiona?
Pues sí.
Cuando concluyo la conversación intento repetirlo en voz baja.
A saber de dónde sale el nudo que tengo en la garganta. ¿Será la emoción que me ha causado decir esa palabra por primera vez o la ansiedad de la espera?
En la duda trato de distraerme. Enciendo la televisión y zapeo un poco evitando a toda costa pensar en Lucilla. Pero estoy demasiado inquieta, de manera que al final, cuando el cuarto eliminado de Gran hermano entra en el estudio y corre a abrazar a su familia me echo a llorar de forma incontenible.