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—No, no lo tengo... Basta. Sí, esas negras transparentes...
Lina, mi vecina de escritorio, ahoga una risita en el auricular del teléfono. Treinta y cinco años, separada y una hija en primaria. Desde hace seis meses sale con un notario de Avellino. Se ven poco, porque él, que tiene cuatro hijos pequeños, pertenece a la amplia y mutable categoría de los separados en casa. Su relación se consuma en buena parte al teléfono. Cuando él está en el despacho y tiene un momento libre la llama y empieza a decirle todo lo que le haría si no estuviesen tan lejos sin importarle que ella trabaje en un open space.
Mientras Lina, con la cara roja como un tomate, escucha y se limita a comentar lo que oye con unos murmullos de aprobación, Grance, furibundo, se precipita hacia mi escritorio con un folio en la mano. Tiene un problema con una delegación que ha hecho Lina, pero, dado que ella parece estar muy ocupada, se desahoga conmigo.
Grance es el diminutivo que las colegas nos inventamos hace tres años. Equivale a Gran C., es decir, Gran Capullo. Obviamente, a él le dijimos que era la abreviación de Gran Camarada, además de jefe supremo. La idea le gustó y ahora obliga incluso a su mujer a que lo llame así.
En el pasado, Grance era el protegido de mi padre. Empezó a hacer prácticas en el despacho hace veinte años, cuando era un licenciado tímido con problemas de acné y excesiva sudoración. Papá le enseñó el oficio, lo formó y le aconsejó, de manera que, una sociedad financiera tras otra, el joven superó el problema del acné y de la transpiración gracias a los nuevos hallazgos de la cosmética y fue adquiriendo una mayor seguridad profesional y personal. Para empezar se casó con una empleada en prácticas del despacho y la convirtió en un ama de casa satisfecha, luego descubrió las auténticas alegrías del sexo con otra empleada más joven y la contrató como secretaria personal.
Sin embargo, cuando mi padre se jubiló y le cedió la gestión del despacho se produjeron ciertas incomprensiones en relación con una cuestión de dinero. Se despidieron de mala manera, como dice siempre papá haciendo una mueca de tristeza.
Ahora, apenas tiene ocasión, Grance cuenta a todos que mi padre era un explotador y un tacaño. Si, además, yo estoy cerca, decir esas mezquindades parece causarle más satisfacción.
Mientras me resigno a escuchar el consabido sermón sobre mi falta de iniciativa y dinamismo veo que la presencia de Grance ha brindado un excitante diversivo al juego erótico de Lina y su notario. Me tengo que morder la lengua para no soltar una carcajada. Lina finge que está hablando con un cliente importante y no deja de decir: «A sus órdenes, señor», «Lo que desee, incluso enseguida, si quiere», con un tono de voz quedo y dócil que debe producir cierto efecto en el notario.
Cuando mi móvil suena de manera más que discreta para avisarme de que he recibido un mensaje, Grance interrumpe su filípica y, con un tic de irritación en la mejilla y tono seco, me recuerda que hay que apagar el móvil durante las horas de trabajo. Después se da media vuelta y vuelve a su despacho con paso pesado, justo en el momento en que Lina se pone morada, se tapa la boca con una mano y exhala un extraño suspiro.
Finjo que no la he visto y me apresuro a remediar su error sin decirle una palabra. En cierto sentido, le tengo cariño, sé que ha tenido un montón de problemas y no quiero comprometer sus raros y preciosos momentos de felicidad.
El mensaje era de Ste, pero solo puedo llamarla a la hora de comer. El sms rezaba: «¡¡¡Sorpresa!!!» y eso me preocupa sobremanera: la última sorpresa de Stefania fue un loro enfermizo, que solo sobrevivió dieciséis días en los que se dedicó a llenar de cagadas las baldosas de terracota de mi sala.
—Te he inscrito a mi chat.
—Oh, no.
—Oh, sí. He usado tu dirección de correo del despacho, espero que no te moleste.
—En cambio, me molesta.
—Vamos, inténtalo, no te cuesta nada.
—Sabes que me da vergüenza. Además, los chats están plagados de locos de poco fiar.
—Claro, porque uno que te planta ante el altar para correr detrás de un bigote es de fiar.
—¿Qué tiene que ver Ivan con todo esto?
—Vamos, siempre estás sola.
—Estoy bien así.
—Crees que estás bien, en realidad la falta de sexo está debilitando tu sistema inmunitario. Es hora de que te espabiles.
—No te ofendas, pero chatear para encontrar a un hombre me parece propio de desesperadas.
Silencio.
—¿Ste? ¿Sigues ahí?
—¿Cuándo fue la última vez que saliste con un hombre?
—Eso es otra cosa.
—¡Vamos! ¿Quién era? ¿Gianfranco? Otoño dos mil cinco, ¿justo?
—Mm-mm.
—Hace dos años y medio. ¿Sabes qué significa eso? ¡Pues que estás desesperada! Te deberían dar el permiso, el certificado de desesperación.
—Gracias, necesitaba que alguien me animara.
—Lo hago por ti, porque eres mi amiga.
Cuando cuelgo me siento hecha polvo. La doble ración del pollo al curry no basta para consolarme, de forma que antes de volver al despacho paso por el bar y, además del habitual capuchino sin espuma, pido cuatro rollitos de crema.
Me como dos enseguida y me llevo los otros dos.
—Un poco de provisiones siempre vienen bien, ¿eh? —me dice la camarera con jovialidad cuando me da la vuelta. Le respondo con un simple «gracias» mientras recojo las moneditas, no le devuelvo la sonrisa, y ella se queda un poco decepcionada. A saber por qué, la gente supone que los gordos están siempre de buen humor.
En mi perfil en línea Stefania ha puesto como hobby «ocio y cocina». Magnífico, soy el alma gemela de Gus Goose, el de la Abuela Pato.
—Podrías haber sido más fantasiosa —le digo irritada por teléfono.
—Fíate de mí. Lo mejor es ser una misma.
Lo dice ella, que se ha descrito «alta, delgada, cuerpo espléndido», cuando, en realidad, roza el metro y sesenta y tres.
Mi apodo es BigSusy77.
Grance se ha tomado la tarde libre para llevar a esquiar a su familia oficial.
Hace cinco días estaba de pie sobre una silla, dispuesta a tirarme desde el cuarto piso. De manera que no me puede hacer tanto daño echar un vistazo.
«Descríbete, tesoro.»
«Mándame una foto.»
La primera petición de mis compañeros de chat siempre es la misma.
Pero yo no tengo ganas de decir la verdad. Ninguna mujer tiene ganas de decirla cuando la verdad son unos muslos gordos, los tobillos hinchados, los ojos verdes y un poco miopes, la nariz como una patata y una noventa y cinco de sujetador neutralizada por un salvavidas de grasa en la cintura.
Podría describir un cuerpo distinto del mío, pero mentir sobre mi aspecto me parece estúpido e inútil. De manera que, después de un par de preguntas y respuestas, abandono la conversación alegando una excusa banal.
Tengo que reconocer que me libro de varios compañeros sin lamentarlo en lo más mínimo.
Casi todos han escrito «sexo» en la sección dedicada a los hobbies. Muchos son mortalmente aburridos, están casados e/o ignoran las reglas elementales de la ortografía y de la sintaxis.
Solo uno se distingue.
Su apodo es Conde Vronsky, tiene treinta años y es informático. Le gusta pasar las veladas en el restaurante, considera a Samuel Bersani el único heredero digno de Luigi Tenco, adora la música clásica y, al igual que yo, se deshizo en lágrimas cuando murió Pavarotti. Su novia lo dejó hace un año y aprovechó la pausa de reflexión para casarse con un ganadero de Nueva Zelanda.
El Conde tiene una manera sencilla e inteligente de decir las cosas y sus respuestas originales siempre me desconciertan y me divierten.
Me sorprende lo fácil que me resulta romper el hielo con él, de manera que, a las siete de la tarde, sigo en el despacho, ya vacío, riéndome de ciertas historias sobre la semana blanca que ha pasado con su empresa.
Cuando apago el ordenador aún tengo la sonrisa en los labios. Miro el montón de expedientes que se han quedado en mi escritorio. El lunes tendré que levantarme a las cinco y llegar antes para ponerme al día con el trabajo, pero estoy de tan buen humor que la idea no me preocupa en absoluto.
El Conde Vronsky me gusta.
Al cabo de dos semanas de charlas cotidianas en las que nos contamos de todo, desde los episodios más divertidos de nuestra infancia a las películas que más nos han hecho llorar, empiezo a preguntarme por qué no me ha propuesto aún que nos veamos.
—Pídeselo tú —me dice Ste por teléfono mientras, haciendo caso omiso de la niebla, conduce su Smart hacia Costigliole Saluzzo. Apuesto a que, irresponsable como es, no se ha puesto el auricular ni el manos libres.
—De eso nada. Además, en realidad no tengo ganas de verlo. Hablaba por hablar.
El Conde Vronsky nunca se ha descrito ni me ha pedido que lo haga.
Un día me dijo que lo que cuenta de verdad es la belleza interior. Al principio el corazón me dio un vuelco de alegría, pero enseguida pensé que solo un hombre realmente feo o deforme puede hablar así.
De inmediato me arrepentí de haber pensado algo tan mezquino. Por lo demás, aun en el caso de que Vronsky sea físicamente repugnante no pasaría nada, porque las cosas que importan de verdad son la inteligencia, la simpatía y la honestidad, y, sobre todo, como no deja de repetir Ste, no soy Carla Bruni.