21

Existe un método infalible para anular el efecto benéfico de un fin de semana sereno o incluso divertido: pesarse.

Me arrepiento de la decisión en el mismo momento en que pongo el pie en la balanza, pero la pantalla me ha dado ya su despiadado veredicto. Ochenta y ocho kilos. Uno más que la última vez. El golpe de gracia debe de haber sido la pizza de Marco, y lo cómico es que me basta pensar en ella para sentir de nuevo hambre.

Me estoy acercando a los noventa kilos, es decir, a lo que, con cierta indulgencia, considero mi umbral personal de dignidad mínima.

Debo remediarlo como sea. Nada más desayunar decido ponerme a dieta. Nada drástico, claro está. Solo debo eliminar tres minúsculos e inútiles kilos. Puedo hacerlo de sobra. En los últimos tiempos he demostrado que cuando quiero no me falta garra, de forma que, ¿de qué tengo miedo? Además ahora puedo contar con Lucilla, que con sus comidas basadas fundamentalmente en la lechuga será el ejemplo adecuado de alimentación hipocalórica.

No es tan difícil, basta un poco de fuerza de voluntad.

Engullo las últimas dos galletas de chocolate para acabar la caja y eliminar las tentaciones, y salgo sintiéndome ya un poco más delgada.

Todo va de maravilla. Durante la primera media hora. Evito el doble desayuno y los rollos rellenos de crema del bar de la esquina, o los bollos con sabor a plástico de la máquina de la oficina.

A las nueve estoy firmemente decidida a saltar la comida, a fin de cuentas, aún no he pagado los impuestos y no me vendrá mal una hora de trabajo suplementario. Me comeré la manzana que me he traído de casa y me beberé un par de cafés. Nada más hasta las seis. Después de varios meses de excesos, no me moriré, desde luego, por saltarme una comida. No hay nada mejor que un tratamiento de choque para empezar.

Por desgracia, a las diez y media me baja ligeramente la tensión y, para no acabar con la cara sobre el teclado, me veo obligada a recurrir a la manzana que tenía prevista para comer. Verifico en internet: noventa y cinco calorías fuera de programa. No es un daño irreparable, pero me he jugado la pausa de mediodía. Para no desmayarme por la tarde decido que en la cafetería pediré un filete a la parrilla (pequeño) y una ensalada, sin pan.

Empiezo a contar los minutos que quedan para la comida.

A las once los retortijones de estómago son fortísimos.

No hago otra cosa que pensar en el filete que me espera. Por un instante siento la tentación de pedir un permiso extraordinario a Grance para poder salir antes y comer a las once y media. Pero no encuentro ninguna excusa creíble (señal de que si no como trabajo mal), de forma que me resigno a la espera.

A mediodía mi cuerpo y mi alma reclaman la comida. No puedo concentrarme en el trabajo. Cuando hablo por teléfono con los clientes uso un tono expeditivo y poco simpático. El tiempo no pasa y cada vez tengo más hambre. Pensándolo bien, no es una gran idea eliminar de forma tan brusca los carbohidratos. En el fondo, esta mañana dije que no quería exagerar. Así que puedo permitirme un bocadillo pequeño, dado que no tengo que desfilar para Chanel sino solo volver a entrar en mis vestidos de la talla cincuenta y cuatro.

Al final me he comido tres bocadillos. Pero eran pequeños. He pedido también una doble macedonia de fruta. No obstante, he aliñado con poco aceite. Ahora me siento ligera, orgullosa y muerta de hambre. Pero ¿cómo pueden vivir las mujeres que, como Lucilla, están siempre a dieta?

Salgo del despacho pasadas las ocho, porque, como estaba concentrada ideando un menú hipocalórico pero divertido para la cena, me equivoqué al cerrar los pagos y tuve que reiniciar el trabajo desde el principio. Me siento débil, aturdida, tengo una percepción alterada de la realidad. Da risa, pero cuando tengo hambre mi cerebro selecciona los estímulos, no solo los olfativos (me transformo en un sabueso capaz de percibir un kebab a medio kilómetro de distancia) sino también visuales. En el autobús, mientras miro por la ventanilla, solo veo letreros de restaurantes, take away y panaderías. Unos letreros inmensos, de colores y muy luminosos, que parecen puestos allí adrede para tentarme. Me deslumbran y me atraen, seductores e hipnóticos, peores que las sirenas de Ulises.

Cierro los ojos, aprieto los dientes y resisto. Consigo llegar a casa sin haber hecho ninguna parada peligrosa en el supermercado. Estoy tan orgullosa de mí que por un instante pienso en premiarme con un aperitivo consistente en un helado Algida, pero, por suerte, enseguida comprendo que no es una buena idea.

—Estoy a dieta —anuncio a Lucilla nada más entrar.

Me esperaba una de sus reacciones de entusiasmo, pero ella parece tomárselo a mal.

—¿Qué? ¿Justo esta noche, que te he preparado tortellini con nata?

Debo de haber entrado en una dimensión paralela en la que yo hago dieta y mi hermana-azafata se dedica a la cocina.

El aroma de la pasta es como para desmayarse. Juraría que los tortellini humeantes me están llamando por mi nombre.

¿Cómo puedo negarme?

Mientras Lucilla mordisquea un tallo de apio, me sirvo una ración abundante. La felicito, porque están exquisitos. Con todo, me salto el postre.

Después de haber zapeado nerviosa y de haber contado al menos diez anuncios en que unas modelos esqueléticas de mirada lujuriosa clavan los dientes en helados con doble capa de chocolate y triple relleno, me voy a la cama con un gran sentimiento de culpabilidad.

Lo primero que pienso después de haber pasado una noche agitada y, sobre todo, fría, debido a la falta de calorías (pese a que añadí dos mantas estaba helada) es que nunca lo conseguiré sola.

La inmediata tentación es ceder a los halagos de los últimos descubrimientos de la química farmacéutica. No me refiero, desde luego, a los productos inútiles como los que anunciaba Lucilla al principio, sino a los fármacos serios y potentes, los que los farmacéuticos guardan en armarios cerrados con llave. No obstante, me dan demasiado miedo, porque me recuerdan a una chica que conocía de vista en tiempos del instituto. Se murmuraba que había abusado de esas cosas para perder un par de kilos y que a causa de ello había redoblado el peso repentinamente y de forma desastrosa. Ella, sin embargo, no parecía darse cuenta de haber superado con creces el quintal. Se ponía los mismos vestidos que llevaba cuando estaba delgada y se pintaba los ojos con una sombra azul celeste. Para no sentirse excluida se acostó con todos los chicos del instituto. Antes de cumplir dieciocho años se quedó embarazada y dejó de estudiar. Por lo visto hoy es madre soltera de cuatro o cinco mocosos y no le va demasiado bien en la vida.

Tras desechar sin darle demasiadas vueltas la idea de los fármacos comprendo que, de todas formas, necesito una pequeña ayuda. Así pues, después de contar con tristeza cinco galletas integrales para hundirlas en la leche descremada, salgo de casa pronto y paso por la farmacia, donde pago a peso de oro un paquete de barritas sustitutivas de la comida.

A las once y media he engullido ya el equivalente de la comida, la merienda y la cena. Por suerte, siento cierta sensación de malestar que me impide engullir nada más. El chocolate de los sustitutivos es la sustancia más nauseabunda que jamás ha transitado por mi robusto estómago. La verdad es que no lo entiendo: los hombres envían sondas a Marte, proyectan niños en probetas y ordenadores que caben en la palma de una mano, pero nadie ha logrado todavía inventar una barrita dietética que no sea repugnante.

Salgo pronto del despacho sintiéndome a un paso del delirio. Me arrastro hacia la parada, triste, pálida y cansada. Si estuviese más delgada parecería una drogadicta. Esta mañana me he pesado y no he perdido un gramo. Sin comida veo el mundo en blanco y negro. Me pregunto si vale la pena sufrir así.

—Menuda cara, ¿no te encuentras bien? —me pregunta Marco mientras pone la mesa.

—Solo es que estoy un poco cansada. Ah, no comeré pasta.

—¿Ves como algo no funciona?

Le sonrío y confieso.

—Estoy a dieta.

—No me lo creo. ¿Tú también? ¿Por qué?

Sacudo la cabeza sin encontrar una respuesta.

Me pongo en el plato un minifilete y ensalada sin aliñar. Igual que Lucilla, con medio panecillo integral que, sin embargo, no me da ninguna satisfacción. A saber por qué, el pan racionado pierde todo su sabor.

—Entonces yo también me prepararé una ensalada —dice Marco—. Por solidaridad.

Lucilla le da unos golpecitos en la barriga y le hace notar que un poco de régimen alimenticio tampoco le vendría mal.

Marco se ríe y afirma que a las mujeres les gusta la barriga, pero se nota que el comentario de Lucilla le ha sentado mal, porque también los hombres padecen las bromas sobre la grasa y puede que para ellos sea aún peor, porque son demasiado orgullosos para manifestarlo y se lo guardan todo dentro.

Lleno de buena voluntad, Marco pone cuatro hojas de lechuga en el fondo de la ensaladera, después las cubre con una montaña de atún, queso brie, maíz, jamón crudo, aceitunas, anchoas, huevo duro y trocitos de pan tostado, y mientras riega la mezcla con aceite y se la come satisfecho acompañándola con un par de panecillos sumamente blandos y tentadores, yo lo miro sintiendo un retortijón en el estómago y una envidia punzante.

Con la esperanza de poder aplacar el hambre me voy pronto a la cama. Me despierto, sin embargo, en medio de la noche. He soñado que me encontraba sentada sola en una pizzería y que Marco me traía a la mesa unas cuantas pizzas deliciosas e hipercalóricas preparadas ex profeso para mí.

Me gustaría llorar, tal es la desilusión que siento. Intento en vano volver a conciliar el sueño para retomar el hilo de la historia que se ha interrumpido en lo mejor, justo como me sucede en ocasiones con ciertos sueños de tono subido cuyo protagonista es Ludovico Pardini. En vano.

Me siento en la cama y me cojo la cabeza con las manos.

De noche todo parece más difícil.

En este momento tres kilos me parecen muchísimos. Sería como arrancar de mi cuerpo el equivalente a un recién nacido, a un diccionario o al gato de casa. Las renuncias me parecen dolorosas e insuperables, pero, por encima de todo, pienso que en este momento mi vida sin comida se transformaría en una única y enorme fatiga y entonces sí que correría seriamente el riesgo de tirarme desde el cuarto piso.

Ya llegará el momento adecuado para adelgazar. Puede que en pleno verano, cuando el exceso de calor me impida incluso encender los hornillos. O en el periodo de las declaraciones de renta, cuando la acumulación de trabajo en el despacho eliminará la pausa para comer.

Me pondré en manos de un experto, no arriesgaré la salud con las dietas que las jóvenes en prácticas que pasan por el estudio sacan de las revistas femeninas.

Mañana llamaré al dietólogo, concertaré una cita y juntos planificaremos las fases de mi futuro adelgazamiento. Encontraré el motivo apropiado para perder peso de forma gradual e inteligente. Aprenderé a administrarme. Me convertiré en una autoridad en materia de nutrición, dispensaré consejos a mis amigas y colegas.

Mañana.

Ahora tengo absoluta necesidad de comer un plato de pasta.

Me levanto, me pongo la bata y, sin encender la luz, me dirijo de puntillas a la nevera.

Abro la puerta y casi me conmuevo al verla llena. Pongo agua a hervir, devoro medio panecillo para aplacar el hambre más urgente y entretanto vierto la salsa de tomate en el cazo.

Estoy masticando a dos carrillos, con la boca llena, emitiendo un levísimo, aunque poco femenino, gruñido de placer, cuando un ruido a mi espalda me sobresalta. Por un pelo no tiro la botella de salsa.

—Hola —dice Marco emergiendo de la oscuridad, materializándose como un fantasma detrás de las cortinas de la puerta acristalada.

—Menudo susto me has dado.

«Y me has pillado in fraganti.»

—Perdona, estaba fumando en el balcón.

Cierra la puerta, se sienta a la mesa y, sin preguntar qué ha sido de mis buenos propósitos, abre su ordenador portátil, viejo y rayado debido a las numerosas caídas, y se pone a trabajar. Engullo el resto del panecillo.

—¿Enciendo la luz? —le pregunto apenas logro recuperar el aliento.

De hecho, la cocina está en penumbra. La única fuente de luz es la lamparita que hay sobre la campana. Es una de mis numerosas y pequeñas manías; cuando me levanto de noche para comer prefiero estar a oscuras, atenúa mi sentimiento de culpabilidad.

—No, así está bien, me concentro mejor. Tengo que acabar un trabajo urgente.

—Entonces no te molestaré —contesto a la vez que empiezo a remover la salsa con naturalidad. Como si este encuentro nocturno entre un hombre cansado y despeinado que escribe a las tres de la madrugada y una joven regordeta que acaba de mandar a hacer puñetas su dieta fuera la cosa más natural del mundo.

Marco teclea deprisa. De buenas a primeras, murmura:

—Ella me engaña. Lo he comprendido, ¿sabes?

Me vuelvo de repente y doy un golpe a la botella, que esta vez sí que se cae al suelo.

—¿Te ayudo? —pregunta Marco extrañamente tranquilo.

—No, no es nada —contesto con voz trémula.

Y ahora ¿qué le cuento? Permanezco con la cabeza inclinada, recogiendo los pedazos de cristal incluso cuando ya no queda ni uno.

Marco bosteza y se pone de nuevo a escribir.

—Tengo que acabar este diálogo antes de mañana por la mañana y no avanzo.

Claro, el diálogo. Siento que las piernas me flaquean cuando pienso la que habría podido organizar si se me hubiera escapado algo que no debía.

—Ah. ¿Quieres un poco de pasta?

Marco niega con la cabeza mientras yo tiro al agua hirviendo un paquete entero de fusilli.

—Aún estoy haciendo la prueba para Enamorarse otra vez —me explica—. Azzurra acaba de ponerle los cuernos a Ludovico.

—Qué ingrata. Él le regaló un diamante de veinte quilates y un riñón que le salvó la vida. ¿Y ella se lo paga así?

—No me digas que tú también lo ves.

—¿Qué es peor? ¿Mirarla o escribirla?

Marco exhala un suspiro.

—No puede ser peor que Cocinero por error. Al menos me pagarían un poco más.

Asiento con la cabeza sin responder.

—¿Sabes que cuando estaba en la universidad soñaba con escribir para el cine? Me sentía una especie de tercer hermano Coen, y ahora me dedico a emborronar ocurrencias para un presentador drogadicto. O para ese pelele rubio.

—Ludovico Pardini no es un pelele. Es un buen actor.

—¡Por favor! Edward Norton es un buen actor. Benicio Del Toro, Kevin Kline...

—¿Y qué mujeres te gustan?

Marco reflexiona por unos segundos antes de contestar:

—Meryl Streep.

Suelto una carcajada.

—¿Te parece cómico?

—No, es que todos decís lo mismo. Cuando habláis con una mujer poco atractiva sacáis a colación a Meryl Streep. Supongo que por delicadeza.

—No digas memeces.

—No me he ofendido.

—Te advierto que siempre me han gustado las mujeres especiales. Mi primera novia era bizca.

—Kate Moss también lo es.

Marco se echa a reír.

—Sí, pero ella no se parecía a Kate Moss. Recordaba más bien a Marty Feldman.

—¿A quién?

—¿Te acuerdas de Igor, el de El jovencito Frankenstein?

—Anda ya.

—Es cierto. Pero era inteligente y simpática. Y tremendamente sexy. Las mujeres perfectas nunca me han enloquecido. La perfección aburre enseguida.

—Lucilla es perfecta.

—Lucilla es Lucilla.

Le sonrío y añado aceitunas a la salsa, a la vez que él se pone de nuevo a escribir.

—Oye, estoy atascado con este diálogo absurdo. Dado que conoces la serie mejor que yo, ¿me puedes echar una mano?

Marco me describe la escena. Ludovico, tras descubrir las fechorías de su espléndida e infiel Azzurra, ha ido a ver corriendo a su mejor amiga, que lo ama en silencio desde el capítulo seis, para pedirle que se lo confirme.

—¿Qué pueden decirse ahora?

Pienso por unos segundos.

—Ludovico es un tipo inteligente. En mi opinión ha comprendido ya todo, está mal, pero...

—Pero ¿no le ha sorprendido mucho? —me pregunta Marco, esbozando una sonrisa un poco extraña que me hace ruborizarme de nuevo.

—Exacto.

—Así que ella le dice que Azzurra no lo quiere.

—No, no es tan directa. Solo le dice que no es la mujer que le conviene. Que no lo merece.

Marco teclea como un rayo.

—Acuérdate de intercalar «la verdad es...» —añado—. En las series es fundamental. Lo dicen al principio de casi todas las frases. Por ejemplo: «La verdad es que no estáis hechos el uno para el otro.»

—O: «La verdad es que a estas alturas la pasta se habrá pasado.»

—¡Caramba!

Me apresuro a apagar el gas. Marco se levanta para sujetar en alto el escurridor.

—En fin, que él es consciente de que jamás podrá ofrecer a su chica la vida con la que esta sueña.

—Y ella le dice que no tardará en encontrar una mujer que sepa quererlo de verdad.

—¿Y luego? —pregunta Marco con la cara extrañamente próxima a la mía.

Me río como si me hubiese contado un chiste. Él me secunda, pero no se separa de mí.

Oigo que mi voz le contesta, como si llegase de lejos.

—Y luego se besan.

La pasta cae en la pila, la salsa con aceitunas se quema en el fuego.

No sé quién ha reducido los últimos centímetros que separaban nuestros labios. Puede que nos hayamos encontrado a mitad de camino.

Es una sensación extraña, que nunca había experimentado. Mis experiencias no son nada del otro mundo: el primo de Eleonora, Roberto Zerbino, el universitario, Ivan, Gianfranco y un vendedor a domicilio de un trasto que lo aspiraba todo, que se excitó al ver mis suelos de terracota tan limpios como los chorros del oro.

Con ellos el primer beso fue una tímida aproximación, una exploración más o menos torpe, un prudente encuentro de narices y dientes.

Marco y yo, en cambio, parecemos dos personas que se han visto obligadas a mantenerse alejadas durante demasiado tiempo.

Es un único beso, muy largo. Cuando nos separamos respiramos un instante mirándonos a los ojos. Vista tan de cerca, la cara de Marco es completamente distinta. No sabría decir si es más fea o más hermosa. Me parece nueva, eso es todo.

Él no habla. Yo balbuceo algo así como «Me voy a dormir», antes de poner pies en polvorosa. Al cabo de unos minutos oigo que la puerta de la habitación de invitados se cierra.

No pego ojo en toda la noche, la paso sentada en la cama, con los ojos abiertos y el corazón latiendo acelerado.

El hambre ha desaparecido.