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En el hospital noto enseguida el pequeño televisor encendido que hay en la mesita de la recepcionista.

Me da vergüenza admitirlo, pero la preocupación por el misterioso patatús de mi padre no me impide experimentar cierta alegría cuando comprendo que la muchacha oversize ha pasado el turno, ha ganado a la resplandeciente Lucilla y se ha adjudicado un digno segundo puesto. La miro por un instante mientras repite su canción tratando de contener la emoción.

Luego me reúno con mi madre en la sala de espera.

Permanecemos sentadas un par de horas. Mi madre deja caer en el vacío todos mis intentos de conversación. Cuando le pregunto si quiere un café o algo de comer se limita a negar con la cabeza y ni siquiera me da las gracias.

La tía Caterina, la hermana de papá, se presenta en el hospital a eso de las dos de la madrugada. La avisamos a las once, pero, a juzgar por las ondas llenas de laca de su cabellera, necesitaba un poco de tiempo para peinarse. Tengo tantas ganas de hablar con alguien que, por una vez, me alegro de verla. Pero la tía me hace cambiar de opinión enseguida, porque me da un caluroso abrazo y a continuación, como hace siempre desde que tenía dos meses de vida, me pellizca las mejillas con tanta fuerza que me deja una marca.

—Menos mal que no te has casado ni se te ha metido en la cabeza hacer carrera como mis hijas. Se pasan la vida viajando: Nueva York, Tokio, Australia. Menuda suerte tienen tus padres, siempre podrán contar contigo.

Asiento con la cabeza a la vez que siento un nudo en la garganta. Hace ya mucho tiempo que deseché la idea de hacer voluntariado en los países del Tercer Mundo. Si la salud de mi padre lo permite prometo que correré a informarme y me declararé de inmediato lista para partir. Lástima que mi perfil profesional sea tan poco apropiado para las misiones humanitarias. A saber si existen asesores fiscales en los poblados africanos.

Mi padre recibe el alta a la mañana siguiente. No es nada grave, solo un banal colapso debido al estrés. Me gustaría preguntar qué puede estresar a un jubilado de sesenta y dos años mientras bebe una infusión de tila delante de la televisión, pero estoy demasiado cansada y, además, exceptuando la ligera palidez, mi padre parece estar bien y eso es lo que cuenta.

A las nueve vuelvo por fin a casa. Voy enseguida a la cocina, porque desde que el médico nos dio las primeras noticias tranquilizadoras estoy soñando con un desayuno como se debe compuesto de cereales, mantequilla, mermelada y medio litro de café con leche hirviendo.

Tras agotar las últimas reservas de la nevera me voy a la cama, pero mis ojos se niegan a cerrarse. Cada uno de nosotros debe enfrentarse a una pequeña obsesión. Stefania no sale de casa si no lleva en el bolso un par de cajetillas y al menos un condón. Yo no puedo reposar si tengo la nevera vacía.

De manera que, exhalando un suspiro, me levanto, me vuelvo a vestir y salgo a hacer la compra.

Mientras camino por los pasillos del único supermercado del barrio que abre los domingos, noto que el cansancio está dejando paso a un aturdimiento casi agradable. Atontada y bonachona, lleno el carrito metódicamente, sin prisas, deteniéndome a estudiar las etiquetas y los envases, concediéndome una parada extra en el mostrador de la gastronomía y una vuelta de exploración por unas secciones en las que no debo comprar nada.

Frente a la enorme estantería dedicada a los animales domésticos veo a una chica delgada y menuda que, de puntillas, trata de coger un envase de comida para gatos a base de pollo extralight.

Estoy convencida de que una civilización obligada a producir comida dietética para gatos está a un paso de la autodestrucción. Querría decírselo, pero no para discutir sino simplemente para charlar un poco, porque después de la ansiedad que he padecido esta noche necesito un poco de calor humano.

—¿Te ayudo?

Un joven con perilla y una sonrisa de complicidad tiende a la chica dos cajas y a continuación le dice que tiene suerte, porque su gato solo come carne magra y triturada a mano.

Ella es propietaria de dos persas, él de un europeo rojo de diez años y medio.

Los dos empiezan a contarse las hazañas, costumbres y pequeños milagros de sus felinos (el joven, muy serio, sostiene que su Teodoro acaba de aprender a contar hasta dieciséis) y entretanto aprovechan para examinar el contenido de sus respectivos carritos y comprobar la ausencia de productos infantiles, provisiones familiares y otras señales reveladoras de la vida en pareja.

Sin dejar de charlar intercambian, con elegante ligereza, datos e informaciones preciosos para no perderse de vista después de este agradable encuentro casual.

—El domingo que viene hay una exposición felina en Melzo —suelta él como quien no quiere la cosa.

Ella sonríe y le mira los labios.

El joven frunce el ceño unos segundos, porque se ha vuelto y me ha visto. Para escucharlos me he acercado demasiado a ellos con el carrito, que chirría bajo el peso de las provisiones.

Me hago la loca y finjo interesarme en la composición de la comida para peces rojos.

Los miro alejarse y proseguir juntos la compra, suspiro sintiéndome un poco más sola y después continúo con mi lenta exploración entre las estanterías.

He comprado todo lo que necesitaba, pero no me apetece volver a casa.

Deambulo media hora más y para consolarme me pierdo en una fantasía en la que mi carrito choca con el de Ludovico Pardini.

Ludovico Pardini es mi sueño prohibido desde hace más de cuatro años, el hombre por el que estaría dispuesta a hacer lo que fuese, hasta, quizá, perder unos veinte kilos.

Pelo rubio y suave, ojos cerúleos y una boca que merece ser besada. Solo tiene un defecto insignificante: no existe. Es un personaje de la serie televisiva de las ocho. No es el Héroe Protagonista, sino una figura secundaria, el apoyo de los demás personajes, el hombro sobre el que llorar, el dispensador de ayudas e impagables sugerencias.

A decir verdad, sus consejos nunca brillan por su originalidad y perspicacia, son simples frases lacónicas del tipo «es inútil huir de los problemas», «la sinceridad es lo más importante» y el siempre válido «debes encontrar el valor de ser tú mismo». Pero, por lo visto, se trata de unos conceptos que los protagonistas no comprenderían solos, porque, o son un poco tontos o están demasiado ocupados urdiendo complots o intrincadas tramas amorosas, de manera que debe aparecer siempre para explicar lo que realmente cuenta en la vida.

Al igual que todos los buenos, Ludovico es más bien desafortunado. Si tiene novia esta lo engaña, muere o resulta ser de buenas a primeras un hombre. Si, para olvidar las penas amorosas, se sumerge en los negocios y abre una tienda o un restaurante nuevo, en un par de capítulos se produce un incendio, un tifón o una epidemia tropical que lo deja hecho trizas.

Pero él no pierde la sonrisa y pronuncia una de sus perlas de sabiduría como «la adversidad nos fortalece» o «la vida sigue adelante», y vuelve a empezar desde cero.

Ste lo llama el perdedor y se pirra por el héroe protagonista, pero yo permanezco fiel a mi pasión, porque los héroes a los que todo les va sobre ruedas jamás me han caído bien.

En mi sueño con los ojos abiertos Ludovico y yo hablamos de nuestras cosas antes de sumergirnos en las confidencias, luego descubro que el Conde Vronsky es él y cuando se lo digo me da un beso justo aquí, en la sección del atún enlatado.

El dolor en los tobillos me obliga a volver a la realidad. Miro el móvil para ver si me han llamado de casa y me doy cuenta de que en las dos horas que llevo aquí dentro no he hablado con nadie.

El primero que me dirige la palabra es un señor que hace cola en la caja. Me aferra un brazo y me indica el letrero CAJA RÁPIDA - MENOS DE DIEZ PRODUCTOS que parpadea sobre mi cabeza.

—O no sabes leer o no sabes contar —dice, sacudiendo mi carrito rebosante.

La señora que tengo delante se vuelve y me lanza una mirada entre acusatoria y conmiserativa como si, en lugar de haberme despistado a causa del sueño y de las preocupaciones, me hubiesen sorprendido robando un jamón de Parma.

Murmurando excusas y con la cabeza inclinada me pongo al final de la cola de la caja de al lado.

Resisto hasta que subo al coche. Nada más cerrar la puerta me echo a llorar apoyada en el volante. Sollozo durante un cuarto de hora, mientras un vaivén de parejas y de familias entra y sale de los coches cercanos.

Nadie me pregunta qué me pasa.

Para encontrar la fuerza de marcharme abro el paquete de arancini que he comprado en la sección de gastronomía y me los como todos, encerrada en el coche, porque es casi mediodía y me siento demasiado débil e infeliz para conducir con el estómago vacío.

Duermo profundamente durante toda la tarde y sueño con hospitales, supermercados y una mesa en la que solo hay comida para gatos. Me despierto con dolor de cabeza.

«¡Hola, Big Susy! ¿Dónde te habías metido?»

Lo primero que veo cuando enciendo el ordenador es el mensaje del Conde Vronsky parpadeando alegre en la pantalla.

Puede que sea el cansancio, la ansiedad o la tristeza por estas veinticuatro horas en las que todo ha ido especialmente mal, pero el caso es que me siento feliz. Y el hecho me sorprende.